8 de marzo (III). Huyendo de las zarpas del tripalium, organicemos la huelga feminista de las trabajadoras

Tras pasarnos meses sumergidos en interminables debates con nuestras amigas, compañeras de clase y compañeras militantes, y habernos enredado en una constante lucha interna política, ha llegado la hora para añadir contenidos racionales y ordenar políticamente las intuiciones e ideas que hemos ido desarrollando en reflexiones informales. En la últimas dos entradas hemos tenido la ocasión de presentar nuestro posicionamiento político y de dar algunas pinceladas sobre el sujeto político a organizar. Esta vez, en cambio, es el momento para reflexionar sobre la huelga como herramienta que utilizan diversos sectores para desarrollar o llevar a cabo una lucha. ¿Qué debemos entender como huelga? ¿Quiénes hacen huelga? ¿Para qué hay que emplear la huelga? ¿De qué manera la ha conceptualizado la ciencia proletaria? ¿Y el movimiento feminista hegemónico? Mediante esta entrada, trataremos de contestar a éstas y otras preguntas. Para ello, organizaremos los argumentos de los que nos serviremos en esta entrada de esta forma: primero, presentaremos una breve cronología de la Huelga Feminista, con el objetivo de situar en el tiempo este fenómeno creado y desarrollado en los últimos años. Junto con esto, hablaremos de algunas oportunidades positivas que ha creado la Huelga Feminista, y expondremos algunas limitaciones del planteamiento político propuestos para este día. Mientras tanto, trataremos de exprimir la potencialidad de la Huelga Feminista, es decir, intentaremos explicar cómo debería de ser la Huelga Feminista a fin de que refuerce la capacidad de organización de los trabajadores.

Los inicios de la Huelga Feminista se sitúan cuando la ONU designó el año 1975 como el Año Internacional de la Mujer. Ya que, influidas por este suceso, cinco delegadas de una de las organizaciones feministas de Islandia crearon un Comité, con la intención de organizar eventos novedosos dirigidos a mujeres. Un movimiento de mujeres más radical, Red Stockings (Medias Rojas), propuso la idea de organizar una huelga de mujeres, con la intención de que esto posibilitaría visibilizar el papel fundamental de las mujeres en la sociedad, y hacer ver a la sociedad la diferencia de sueldos y el trabajo de las mujeres dentro y fuera del hogar. Sin embargo, el Comité decidió cambiar la palabra huelga por “día libre” porque sería más fácil de aceptar por las masas, y argumentando que había mayor posibilidad de que las empresarias despidiesen a las mujeres por la huelga que por un día libre. Tras semanas organizando este día, el 24 de octubre de 1975 el 90% de las mujeres islandesas renunciaron al trabajo asalariado, a las tareas del hogar y al cuidado de sus hijos e hijas. La sensación positiva que se generó este día propició que cinco años más tarde Vigdis Finnbogadottir fuese elegida Presidenta de Islandia. Finnbogadottir se convirtió en la primera mujer electa democráticamente en la organización política mundial burguesa. En cualquier caso, esto no supuso el fin de las diferencias, y desde entonces las mujeres trabajadoras han dejado cinco veces su empleo antes de terminar su jornada para visibilizar que no se ha alcanzado la igualdad salarial.

Además, coordinada por la Campaña Internacional por un Salario para el Trabajo en el Hogar en EEUU y por la plataforma International Women Count Network en Irlanda, el año 2000 se organizó la Huelga Mundial de las Mujeres bajo el lema “paremos el mundo para cambiarlo”. El nacimiento de la campaña Wages for Housework (Salario para el Trabajo Doméstico) fue esclarecedor, puesto que está muy ligada a la reconceptualización feminista de la huelga que se expone en las siguientes líneas. Fueron las feministas autonomistas italianas Silvia Federici, Mariarosa Dalla Costa, Selma James y Leopoldia Fortunatti quienes, en 1972, impulsaron esta campaña, cuyo objetivo era replantear los análisis marxistas sobre el trabajo reproductivo. Según estas autoras, el trabajo doméstico realizado por las mujeres, y en general todos los trabajos de cuidados, que no son remunerados y se realizan fuera del mercado, son fundamentales para que se pueda explotar la fuerza de trabajo en el mercado. En la medida que en esta sociedad se considera natural que las mujeres nos dediquemos al trabajo doméstico no remunerado y los trabajos de cuidados, defendían que conseguir retribución económica para estos trabajos sería una buena herramienta de subversión. Por consiguiente, propusieron mover el foco del análisis y de la lucha, a nivel teórico y político, del trabajo productivo al trabajo reproductivo. Por desgracia, aunque nos parece interesante analizar las teorizaciones sobre el trabajo reproductivo, se aleja del objetivo de este escrito. En cualquier caso, estos fueron algunos de los objetivos asignados a la campaña a favor del Salario para el Trabajo en el Hogar del año 2000: remuneración de cualquier trabajo de cuidados, en forma de salario u otras formas; igualdad salarial entre hombres y mujeres a nivel mundial; abolición de la deuda económica del Tercer Mundo…

En 2001 se organizó la Segunda Huelga Mundial de las Mujeres, y muchos países organizaron eventos a favor de ella: Francia, España, EEUU, Bolivia, Brasil… quince años más tarde, en 2016 aumentaron las revueltas de mujeres. En Polonia, por ejemplo, el 3 de octubre se realizó una denuncia masiva contra la ley que criminalizaba el aborto, y se consiguió que el Parlamento detuviese el proyecto. En Argentina, por otro lado, Ni Una Menos y otros movimientos feministas llamaron a un paro de una hora el 19 de octubre inducidas por siete feminicidios que tuvieron lugar en una misma semana. Unos meses más tarde, el 21 de enero de 2017, se celebró la Women’s March (Marcha de Mujeres) en Washington, para apoyar los derechos en los sectores de la salud y la educación y los derechos de las mujeres y el colectivo LGTB. También se organizaron otras manifestaciones paralelas contra la elección de Donald Trump.

Este alborotado panorama político mundial impulsó que varias activistas feministas de distintos países se juntasen y creasen un pequeño grupo para organizar el primer Paro Internacional de Mujeres. El Paro celebrado el ocho de marzo bajo el lema “Nosotras* paramos” tuvo un gran eco en más de cincuenta países, en el estado Español entre otros. Allí, el día tomó forma de denuncia contra todos los tipos de violencia contra las mujeres, y así el 2018 fue el año que posibilitó el reforzamiento político y social del movimiento feminista. Todas nos alegramos cuando nuestras madres, abuelas, tías… se quitaron los delantales y salieron a la calle; cuando las chicas de nuestros grupos de amigas se emocionaron y alzaron contra el machismo de la sociedad en la que viven.

Para que la fuerza de las mujeres demostrada estos últimos años no se quede en nada, el Movimiento Feminista hegemónico ha puesto todos sus esfuerzos en que este año también compartamos la cita del 8 de marzo. Si el año pasado las mujeres* hicimos paros en centros de trabajo y escuelas (también en cuanto al consumo y los trabajos de cuidados), este año han decidido ir un paso más allá: convocar huelga en todos los aspectos de la vida. Sitúan la huelga en cinco ejes: pensionistas, estudiantes, cuidados, empleo y consumo. Más allá de los detalles, se percibe un claro cambio de planteamiento en la conceptualización de la huelga feminista, apostando por ampliar el ámbito político de la lucha, en cuya base se encuentra la reconceptualización teórica del trabajo. La Huelga Feminista pretende problematizar la comprensión del trabajo conectado al mercado, tal y como está en extendida en la sociedad burguesa, y define el trabajo de la siguiente manera: “todas las actividades necesarias para generar bienestar y riqueza son trabajo, sean remuneradas o no”. Esto significa que las tareas domésticas y los cuidados también deben considerarse trabajos; a saber, que son productivos y deben ser reconocidos políticamente. Esta reconceptualización del trabajo implica no situar la lucha solamente en el ámbito del trabajo asalariado, y así, el Movimiento Feminista hegemónico sitúa la Huelga Feminista en todos los ámbitos de la vida. De esta manera, defienden que, cuestionando el carácter androcéntrico de la huelga, lo de este año es un intento de crear una nueva herramienta política que se adapte a la realidad de las mujeres. Esta teorización de la Huelga Feminista, pues, rebasa la comprensión tradicional del concepto de la huelga, no la limitan a dejar el trabajo asalariado: sitúan la huelga en la reproducción, la sexualidad, el modelo de consumo, la manera de construir la familia… en efecto, en la totalidad de la vida.

Como en la base de la reconceptualización de la Huelga se encuentra un intento de teorización del trabajo, el análisis de éste será nuestro punto de partida. En los últimos años, varias ramas del feminismo han difundido la comprensión burguesa del trabajo: la economía feminista, el feminismo operario, el feminismo materialista, el ecofeminsimo… Aunque hayan hecho interesantes aportaciones, nos encontramos ante definiciones contradictorias del trabajo, puesto que no superan el concepto del mismo legitimado por la ideología burguesa, dando así explicaciones inexactas. En lo que atañe a la definición concreta que tenemos entre manos, se nos ocurren varias preguntas: ¿el bienestar y la riqueza de quién genera el trabajo? ¿Las vidas de quiénes son las que permite llevar adelante? ¿Asegura el bienestar de los oprimidos pero genera riqueza para los opresores? Si es así, ¿tenemos que tener a ambos en cuenta? Por otro lado, ¿podemos hablar del bienestar de las desposeídas dentro del marco capitalista?

Así, se nos presenta la acepción burguesa del trabajo: en el sistema capitalista, trabajo es cualquier labor directa o indirecta que hacemos nosotras que crea bienestar y riqueza para el enemigo y que éste utiliza para llevar adelante su vida incluidas las labores para nuestra reproducción y nuestro aparente bienestar. En cualquier caso, no creemos que sea casualidad que en la definición del trabajo dada por el Movimiento Feminista posmoderno no se haya concretado quién y para quién se realizan esas labores denominadas trabajo. En el desarrollo de esta definición nos encontramos el mismo procedimiento de la ciencia burguesa: tomar las creencias extendidas en la sociedad y construir argumentos sobre ellas. Este tipo de tareas pseudo-científicas adjudica a la inmediatez de los sucesos un valor científico elemental. Al contrario, para poder construir la ciencia proletaria es necesario plantear una tarea epistémica muy distinta a la recién expuesta. Para poder pasar de la apariencia de los sucesos a su esencia, es fundamental, por un lado, percatarse del condicionamiento histórico de los sucesos, y por otro lado, dejar de lado el punto de vista que presenta los sucesos como actos sin mediación alguna. La labor de la ciencia proletaria es retirar el revestimiento que impide comprender y superar la realidad capitalista.

Tras estas pinceladas sobre la ciencia proletaria, trataremos ahora de explicar el porqué de la inexactitud y ambigüedad de la categoría trabajo. En la sociedad burguesa, la definición del trabajo tiene una connotación positiva y otra negativa. En la medida en que el trabajo engloba actividades muy diversas, no implica ninguna abstracción racional, puesto que el concepto de trabajo denomina de forma arbitraria unas labores como trabajo y otras no. ¿Dónde está, pues, la línea roja de esta clasificación arbitraria? ¿En qué contexto histórico surgió este concepto abstracto y general de la actividad económica y social? En varias culturas, la raíz de la palabra trabajo se utilizaba para designar personas inmaduras, dependientes de otras. En la creación del concepto trabajo no hay abstracción neutral, sino social: el trabajo es la labor de los que han perdido la libertad. Es indiferente cuál es la labor exacta, cuidar niños o cocinar, el contenido de la abstracción del concepto trabajo es la esencia de la esclavitud. Es decir, el trabajo no hacía referencia a una tarea humana general, y tampoco a una determinación positiva. Es más, en latín, el trabajo significaba tristeza, desgracia o pesar moral; pesar de los que penden de una carga (laborare). Una carga invisible pero absolutamente insoportable; invisible, pues es la dependencia vital hacia otro. Palabras romanas como trabajo y “travail” se derivan de la palabra latina tripalium, que nombraba un tipo de yugo utilizado para castigar y torturar a esclavos. Por lo tanto, ni siquiera en su creación etimológica, la palabra trabajo no se refiere a tareas humanas autónomas. El trabajo es la labor de quienes han perdido su libertad y capacidad de decisión.

Fue el Cristianismo el que convirtió en positiva la abstracción negativa del trabajo, manteniendo la idea de la tristeza y del pesar, además. El Cristianismo alabó el sufrimiento, alabando cualquier tarea dolorosa en pos de una meta positiva más allá de la vida. Asimismo, fue el protestantismo quien colocó el binomio trabajo-dolor en el centro de la vida: la tarea moral del ser humano consistía en mostrar a Dios cuán trabajador era. Más tarde, fue en la Edad Moderna cuando tomó cuerpo la imposición abstracta del trabajo, dándose simultáneamente la generalización del trabajo y su cosificación, mediante el sistema de producción de mercancías: la dependencia social se ha convertido en el grupo abstracto de las relaciones del sistema, y así se ha expandido a la totalidad. No obstante, al estar esto tan normalizado, es casi imperceptible. Toda la clase obrera obedece al Dios invisible del capitalismo, a la forma generalizada del tripalium.

Tras años de educación impuesta, al ser humano moderno le es imposible imaginar su vida más allá del trabajo. Al ser un axioma del que no se puede dudar, el trabajo ha sometido todos los aspectos del ser social, todas las expresiones de nuestro día a día responden a la dictadura del trabajo. Nos sentimos tan perdidas fuera del trabajo que reproducimos muchas de sus características al salir de éste, por ejemplo cambiamos el reloj que controla nuestro tiempo en el puesto de trabajo por el cronómetro que mide nuestra “rentabilidad” cuando hacemos footing. Al pensar nuestra vida según el tiempo libre que creemos que se nos concede, estamos aceptando la coerción de dos maneras: por un lado, aceptando la existencia de tiempo no-libre, y por otro lado, que durante la jornada de trabajo nos encontramos fuera de nuestro ser, es tiempo en el que no estamos viviendo.

La dictadura del trabajo también se muestra en lenguaje diario, cuando somos cómplices del excesivo uso de la palabra “trabajo” y cuando le asignamos definiciones contradictorias. Ha pasado mucho tiempo desde que dejamos de utilizar la palabra “trabajo” solamente para designar a la labor capitalista impuesta, la utilizamos como sinónimo de labores dirigidas a conseguir cualquier objetivo, como si hubiese borrado todas sus huellas. La inexactitud conceptual de trabajo prepara el terreno de juego para realizar un movimiento engañoso, y así, el Movimiento Feminista posmoderno expande la acepción positiva del trabajo a toda la sociedad. En esta sociedad donde el trabajo es Dios, se propaga la crispación porque le hemos dado una definición demasiado estrecha: como sólo consideramos trabajo las tareas asalariadas, no tenemos en cuenta el resto de tareas y las personas que las llevan a cabo. De esta manera, dicho movimiento se levanta a favor de la valorización positiva del trabajo, pensando que esto hará que desaparezca la clasificación de los distintos tipos de trabajos. Planteamientos de este tipo no tienen como objetivo terminar con la dictadura del trabajo, sino la adaptación semántica del trabajo. En otras palabras, expanden la idea de que los sectores más oprimidos deben conseguir un trabajo organizado en la esfera productiva para liberarse de su subordinación, como si el trabajo trajese consigo nuestra autonomía. Ante los que quieren eternizar la dictadura del trabajo y difundir el tripalium a todas las tareas humanas, es decir, ante planteamientos que buscan convertir la Huelga Feminista en una huelga a favor del trabajo, nosotras demandamos la abolición del trabajo, desarrollando una forma organizativa revolucionaria que posibilite esta abolición. En última instancia, pretendemos liberar a la clase trabajadora de todos los dispositivos del poder que refuerzan nuestras cadenas.

Como hemos mencionado anteriormente, la reconceptualización del trabajo propuesta por el Movimiento Feminista trae consigo ampliar el campo de batalla: extienden la lucha del trabajo asalariado a todos los aspectos de la vida. En este caso también hacemos nuestras algunas de sus aportaciones, pero debemos subrayar la necesidad de obtener un conocimiento concreto y correcto del funcionamiento general de la realidad social. Así, en las próximas líneas trataremos de situar nuestra función política en la necesidad de confrontar el poder del enemigo; para ello, abordaremos la huelga como táctica articulada por la clase trabajadora. Esto será un modesto intento, dejando claro que todavía tenemos mucho que aprender.

La base de la dominación de la burguesía sobre el proletariado es económica, pero son varias las modalidades de opresiones que se derivan del sometimiento económico. Esto significa que la clase trabajadora es vitalmente dependiente de su enemigo, puesto que no tenemos poder material ni libertad política para sobrevivir sin reforzar el poder del enemigo; al fin y al cabo, estamos obligadas a poner nuestra capacidad para trabajar al servicio de la burguesía, lo cual crea sus posesiones y propiedades. En este sentido, en el sistema capitalista, el fundamento del poder de la burguesía es la producción, realización y acumulación de la plusvalía. En el metabolismo social capitalista, la producción de la plusvalía se da en el proceso de producción, siendo la producción el proceso de generar plusvalía, lo cual sólo sucede en el puesto de trabajo.

En cualquier caso, no todas las tareas que realizamos en el puesto de trabajo son productivas, sólo las dirigidas a la acumulación en forma de excedente (plustrabajo). Sin embargo, la particularidad del trabajo realizado en el puesto de trabajo es que posibilita el incremento de la esfera del valor, y así, adquiere poder de mando en una escala mayor. Esto es debido a que en el puesto de trabajo consume una mercancía especial, la fuerza de trabajo, cuya singularidad consiste en crear riqueza material, porque su valor de uso es mayor que su valor de cambio. Así, mediante la forma compleja del dinero, la burguesía articula su poder sobre todo el proceso de trabajo, convirtiéndose su poder en poder político al conseguir poder de mando sobre los procesos humanos. Del mismo modo, la forma esencial de acumulación de la sociedad es la acumulación de unidades de poder, el hacinamiento sin fin de unidades de poder.

Por lo tanto, queda claro que la producción capitalista, es decir, la producción de plusvalía, es la esencia de la formación social, lo que regula y condiciona constantemente la esfera reproductiva. La reproducción no es, en ningún caso, la fuente ni la substancia del poder burgués: la reproducción capitalista es la precondición indispensable de la producción. Esto no significa que la esfera reproductiva no es importante, al contrario, implica que no puede haber producción sin reproducción. En consecuencia, nos parece positivo el intento de conceptualización de la huelga en el ámbito de la reproducción capitalista. Es más, en la medida en que a la mujer trabajadora se le ha impuesto la responsabilidad de la reproducción de la familia y sus allegados, nos alegra ver que la socialización de todo esto y la posibilidad de que las mujeres hagan huelga se sitúe en el centro.

Aun así, tal y como lo hemos explicado, es muy importante comprender la dinámica del poder burgués, puesto que es opuesta a la construcción del poder del proletariado. Dicho de otro modo, debemos analizar las formas concretas que toma la dinámica general del poder de la burguesía, y tenemos que articular modelos organizativos que neutralicen esas formas. En este sentido, encontramos varias carencias en la conceptualización de la Huelga Feminista. Por un lado, al incorporar en la huelga la esfera de la reproducción además de la esfera de la producción, es notoria la reducción de la potencialidad de atacar el fundamento del poder burgués (la acumulación de plusvalía). Además, al ser solamente dirigida a mujeres*, la clase trabajadora pierde capacidad política para detener la producción.

Porque, ¿cómo logrará el movimiento feminista el objetivo asignado a la huelga, parar el sistema, sin que participe toda la clase trabajadora? Es más, nos parece naïf pedir a los jefes varones que cierren el local y lo conviertan en espacio de cuidados comunitarios. O al plantear el parar la producción como paro de todas las mujeres*. ¿Es ser mujer lo que convierte a las empresarias en nuestras aliadas? ¿Debemos empezar a acordar las características de la herramienta de lucha con quien se aprovecha de nuestra condición de oprimidas? Por otro lado, con un planteamiento de este tipo, ¿no serán las altos cargos de las empresas e instituciones capitalistas las únicas mujeres que podrán realmente llevar a cabo este paro? ¿Qué capacidad de hacer huelga tendrá una mujer migrante contratada en negro? ¿O las que cuidan de los hijos e hijas de las que hacen huelga? ¿O las limpiadoras subcontratadas por la UPV? Aquí no sirve preparar todo los días anteriores para poder tomar las calles el próximo día, así no se articula ningún paro en el proceso de producción. ¿O es que las mujeres que, aun queriendo sumarse a la huelga, no pueden deben conformarse con colgar sus delantales en el balcón?

Llegadas a este punto, nos encontramos con la duda de a quién pretende dirigirse el Movimiento Feminista hegemónico. Según nuestro parecer, la huelga debe ser una táctica para la lucha de clases, para luchar contra a la burguesía y los fundamentos de su poder. Para ello, es primordial que la esencia de la huelga sea un paro GENERALIZADO y unificado de la producción, para actuar sobre la correlación de fuerzas mediante el ataque al enemigo, luego es imprescindible actuar con unidad de clase entre quienes participamos en la producción. Esto trae consigo elevar de facto el tensionamiento entre las relaciones de fuerza, dejando de lado el matiz festivo que hoy por hoy desprende la Huelga Feminista. Es más, al ser la huelga una táctica para confrontar al enemigo directamente, debemos tener presente que para las trabajadoras esto incrementa el coste político, personal y represivo, y en consecuencia, que la articulación de relaciones revolucionarias basadas en los cuidados serán un pilar para nosotras. Sólo llevaremos a cabo la unidad de clase si nos protegemos entre nosotras y tejemos redes de confianza y solidaridad incondicional, y sólo mediante la unidad de clase podremos responder ante la ofensiva que organice el enemigo. Por consiguiente, ante propuestas que plantean la huelga de cuidados, nosotras respondemos en defensa del cuidado, puesto que éste es la realización de las relaciones revolucionarias.

Hemos partido de la reconceptualización del trabajo del Movimiento Feminista posmoderno, puesto que al ampliar el ámbito de lucha, la Huela Feminista es la herramienta a utilizar para actuar en ese marco político. Tomando la Huelga Feminista por herramienta, ahora nos referiremos a los objetivos que ésta implica. Ciertamente, no hay una relación externa entre medios y objetivos, pues son dos momentos categoriales de la praxis implicados mediante su conexión interna. Es decir, la efectividad de los medios trae necesariamente la de los objetivos. A saber, las carencias identificadas en la conceptualización teórica de la Huelga Feminista influyen directamente en los objetivos que implica esta herramienta. Se encuentran carencias no sólo en la propia Huelga Feminista, también en los objetivos que implica. Como han manifestado este año, han hecho un especial esfuerzo en exponer sus reivindicaciones de la manera más concreta posible, para poder interpelar a las instituciones y a la sociedad. Las exigencias del Movimiento Feminista hegemónico se enumeran en tres bloques que recogen 28 reclamos. Mientras que estamos de acuerdo en tratar de concretizar al máximo posible los objetivos tácticos a conseguir mediante el día de lucha, no son pocas las preocupaciones que nos han abordado al leer las exigencias.

Aunque apuntemos que las demandas exigidas son muy generales, está claro que estamos de acuerdo con muchas de ellas: la desaparición de la figura de empleada del hogar interna, el reconocimiento político y social de los trabajos imprescindibles para la sostenibilidad de la vida, en contra de los tratados transnacionales de libre comercio, en contra de los proyectos destructores que destrozan la tierra… En consecuencia, nuestras preocupaciones no se derivan de un desacuerdo, sino de las maneras concretas de situar estas demandas: qué sentido se le da, cómo se miden sus contribuciones, cuál es la relación entre ellas, cómo se pretenden conseguir… Además de no definir claramente los pasos tácticos para conseguir las exigencias enumeradas, su planteamiento nos sugiere que la Huela Feminista del 8 de marzo se convierte en objetivo. Así, en vez de priorizar organización de las trabajadoras para el ordenamiento efectivo de las condiciones creadas por la lucha feminista, se busca visibilizar el trabajo que realizamos y la opresión que sufrimos las mujeres de clase obrera. Por consiguiente, tras poner sobre la mesa muchísima fuerza, el mayor logro son las fotos de calles llenas de mujeres. Es por ello que vivimos con preocupación estos planteamientos que se escudan en una radicalidad discursiva, que incluyen todo y nada al mismo tiempo.

Asimismo, si analizamos muchos de los objetivos a alcanzar, dudamos si no traerían el deterioro de las condiciones de vida de las mujeres de clase trabajadora. En efecto, al defender que los trabajos de cuidados deberían recaer en las instituciones públicas, sitúan al estado como un ente neutro sin relación con la dominación capitalista. Igualmente, si las instituciones públicas hiciesen suyas las labores de cuidados, ¿a quién contratarían para llevarlas a cabo? ¿Qué garantías tenemos de que las que fuesen contratadas no serían las mujeres más proletarizadas?

Nosotras, en cambio, las mujeres oprimidas, trabajadoras, tenemos claro que apostaremos por organizar la solidaridad de clase real mientras que el objetivo final sea proteger y liberar a las más vulnerables. En estos tiempos en los que es notoria la tendencia a institucionalizar el feminismo, donde se habla de un nuevo pacto social con instituciones capitalistas que no superará las relaciones de explotación, tenemos claro que nuestro deber es proveer de teoría y práctica revolucionaria a la mujer trabajadora. Nos reafirmamos en la necesidad de las mujeres trabajadoras de alinearse con el feminismo proletario, el realmente revolucionario, el cual se articula a favor del sujeto real a liberar: la clase trabajadora.

Por todo esto, como declaramos en la primera entrada para este 8 de marzo, hacemos un llamamiento a toda la clase trabajadora de Euskal Herria a actuar con independencia de clase y a favor de los intereses de las mujeres trabajadoras en esta huelga feminista. Con el peligro de que las fotos de calles llenas de mujeres del 9 de marzo ensombrezcan el estado de la mujer trabajadora, es vital que las que compartimos y defendemos los intereses de las desposeídas ocupemos la primera línea. Debemos ocupar la primera línea para evitar que la mujer trabajadora se mueva bajo banderas posmodernas, debemos ocupar la primera línea para debatir sobre el planteamiento de la huelga feminista de este año, y también para poner sobre la mesa todos los elementos con los que debería contar una huelga de trabajadoras. Tenemos claro, aun así, que la batalla real no se celebrará sólo este 8 de marzo, sino en la organización de una lucha de décadas, en la cual es imprescindible que lo demos todo para reforzar la capacidad política de las trabajadoras.

Por la emancipación de la mujer trabajadora… ¡viva la lucha de la clase obrera!

¡Nos veremos en la calle!

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (el caso ingés [2ª parte]: La aristocracia obrera)

prole.info
Publicado en Gedar.

Por cuestiones de espacio en el artículo anterior no nos extendimos acerca de la aristocracia obrera, cuestión que retomamos ahora, de manera más profunda. Por esta razón nos vamos a fijar de nuevo en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX, puesto que el tradeunionismo sienta un precedente histórico a lo que luego será la integración de las instituciones proletarias sindicales dentro del estado burgués. Del mismo modo las condiciones hacen posible la aparición de una capa mejor posicionada en el sistema capitalista dentro del mismo proletariado, de lo cual se derivan importantes consecuencias políticas. Es decir, si antes hablamos de la forma que tomó la lucha sindical en Inglaterra, ahora veremos su base social.

Por un lado, la rápida industrialización de Inglaterra, junto a la expansión de sus mercados en las colonias se sumó al hecho de que en otros países dicha industrialización aún estaba empezando, o ni siquiera lo había hecho. De esta manera, la situación facilitó un increíble crecimiento de las ganancias y a su vez significó que una parte nada desdeñable de éstas se pudo invertir en una alianza entre proletarios y capitalistas, o en otras palabras, invertir en paz social. Dicha jugada le dio la tranquilidad que necesitaba la burguesía, atosigada por huelgas y revueltas constantes. De ahí podemos concluir que la dominación capitalista va tomando formas más sutiles con el desarrollo de las fuerzas productivas.

Otra clave está en la lectura que se haga de la mejora de las condiciones de vida del proletariado. Si bien es cierto que la lucha trae mejoras a todo su conjunto (como por ejemplo la prohibición del trabajo infantil, la limitación de la jornada a diez horas, la creación de escuelas y hospitales públicos, etc.), aún sí lo que consigue la lucha es solo una de las caras de la moneda. La otra es que también se trata de concesiones, y a pesar de que estas alianzas beneficiaran también a las capas más bajas del proletariado, la parte más grande del pastel será, con diferencia, para una capa mejor situada de dicho proletariado.

Existen numerosas definiciones de ésta, pero por lo que nos ocupa, no nos interesa hacer un análisis sociológico [1], sino comprender las motivaciones políticas y maneras de actuar de esta fracción del proletariado respecto a las luchas sindicales.

Para ir definiendo, llamaremos aristocracia obrera a este estrato cualificado, minoritario pero aún así grande en número, con una potencia organizativa, a través de sindicatos, superior al resto del proletariado.

Por un lado, de ello obtienen una posición estratégica políticamente favorable, debido a que sus organizaciones sindicales son reconocidas por la burguesía. Por otro lado, lo hacen en tanto que son un interlocutor jurídico, como clase económica y no como clase política [2]. Dicho de otra forma; no niegan el sistema de relaciones capitalista, juegan en su terreno. Sin embargo su influencia no se limita a los favores de la burguesía, sino que también ejercen una notable influencia en las reivindicaciones del propio movimiento obrero, del cual forman parte.

En primer lugar, su existencia demuestra que el proletariado sí puede llegar al poder dentro del sistema capitalista, de forma no revolucionaria y para ello se le ofrecen ciertos puestos a modo de soborno. El problema radica por tanto en la forma de llegar al poder; al no hacerlo de manera revolucionaria, sino por concesiones, se ve asimilado al resto de viejas clases, se convierte en un reflejo de éstas y su interés deja de estar en abolir el sistema de clases en su conjunto. Por otro lado, esta situación relativamente privilegiada (en términos relativos, respecto al resto del proletariado), lo lleva a un estado de conciencia similar a la conciencia pequeño burguesa del artesanado, en tanto que se muestra temeroso de perder su situación acomodada y ser asimilado a la masa proletaria. Por tanto, esta aristocracia obrera es, junto a la pequeña burguesía, un estrato en gran medida están definido por el miedo de perder su condición, miedo que crece durante las crisis. De la misma manera, tienden a limitar las luchas en vez de unificarlas; se mueven en un marco geográfico más bien reducido, es decir de manera localista, o incluso limitado a una sola empresa [3]. Aunque en cierta manera Engels preveía que desaparecería cuando sus condiciones se igualaran a las del resto del proletariado con el fin de la situación de monopolio de Gran Bretaña, en vez de eso, con la expansión del imperialismo, esta “aristocracia obrera”, como la denomina, surge también en otros países. El fenómeno británico se extiende.

Otra cuestión interesante es que los proletarios cualificados, por ejemplo los antiguos artesanos o la pequeña burguesía de las profesiones liberales, ambos recientemente proletarizados, llevaban a cabo un sindicalismo que tendía a la negociación. Al contrario, el proletariado no cualificado, cuyas filas engrosaban antiguos campesinos sin tradición gremial, tendía a rehuir las negociaciones y en vez de ello se daba a la revuelta y la insurrección, a la destrucción y la quema de maquinaria, al asesinato, etc. No entraban a la negociación porque no tenían nada que negociar. En otras palabras, no tenían una posición beneficiosa que mantener. Esta oposición [4] la recoge Rosa Luxemburgo en el artículo “Las gafas inglesas” [5]. No obstante, hay que tener en cuenta también que el desarrollo de la maquinización [6]tiende a uniformizar al proletariado, destruyendo las especializaciones heredadas del artesanado. Da lo mismo que haga calcetines o tornillos, importa el beneficio.

A día de hoy sin embargo, la cuestión de cualificación se complica aún más. Por ejemplo, hay sectores donde la cualificación es una cuestión de antigüedad y no tanto de formación, como en la industria. Por otro lado, el acceso a la educación superior es mayor, y existe una mayor movilidad social, habiendo más proletarios que pasan a ser mandos intermedios o cuadros especializados. Otro tema es también que las capas peor situadas causan menos problemas o lo hacen menos a menudo. De hecho la mayoría de huelgas –o avisos de éstas- se dan en sectores más cualificados y mejor colocados, como la administración pública o donde los puestos de trabajo son estables, mejor pagados y hay mayor antigüedad.

La edad también es un factor determinante de diferenciación de estratos en el proletariado actual: ahora la juventud actúa como punta de lanza de la precariedad cuando entra al mercado laboral, ya que baja el precio de la fuerza de trabajo [7]. En un contexto de crisis –productiva e ideológica- se agarra a un clavo ardiendo y se ve obligada a aceptar condiciones que antes resultaban impensables. La situación se ve empeorada además por la creciente separación entre la masa sindicalizada y la que no lo está, aumentando también la atomización e indefensión. Junto a ello hay toda una serie de instituciones dispuestas para moldear ideológicamente a las nuevas generaciones, ya que al fin y al cabo de lo que se trata para la burguesía en el fondo es de invertir en la formación ideológica del proletariado de mañana.

En otros aspectos se mantienen ciertas tendencias. En la práctica, como vimos en el artículo anterior sobre el trade-unionismo, tienden al corporativismo, poniendo en oposición a los proletarios sindicados con los que no están, debido a que se centran en sus propios intereses y no los del conjunto. Esto se puede ver en que al organizarse en base a la división del trabajo capitalista, según las categorías (aprendices, oficiales, encargados…), ahondan en la divisiones entre el proletariado en vez de tratar de superarlas a través y para la lucha.

En conclusión, a pesar de que los sindicatos se forjaron al calor de duras luchas y de que cualquier expresión de asociación proletaria fuera objetivo de persecución, esto no significa que las instituciones del proletariado sean independientes de la influencia de la burguesía, pudiendo llegar a actuar de correa de transmisión de ésta, tanto en Inglaterra en el s.XIX como hoy en día. No es que haya burgueses infiltrados entre nuestras filas, sino que el movimiento obrero puede ser utilizado, o derivado hacia formas beneficiosas para la clase dominante, como parte de una totalidad de dominación que adquiere formas cada vez más elaboradas (y perversas). La influencia de la aristocracia obrera sobre el resto del movimiento obrero, del cual también forman parte, puede ser realmente importante. No obstante, lejos de luchar por los intereses del conjunto, tienden a mirar por su propio ombligo. Al contrario, una premisa para la organización efectiva del proletariado es romper con las categorías que impone la división del trabajo capitalista; por encima de separaciones entre fijos/ ETTs, locales/ migrantes, hombres/mujeres, jóvenes/mayores… En algunos casos, sin embargo, la aristocracia obrera puede pelear también por las condiciones de las capas peor situadas del proletariado, pero con el fin de ganar legitimidad negociadora y mejorar su posición de relativa fuerza en el sistema capitalista, actuando como lobby de presión. Al hacerlo, acaba desviando la lucha del conjunto del proletariado a sus intereses particulares, impidiendo que se organice de manera independiente de la influencia burguesa, para lo que tiene que afirmarse como proletariado, reconociendo tener un interés diferenciado del resto de clases sociales. Es por esta razón que esta aparente unidad de clase es en realidad una nueva división. Al contrario, la alianza es posible cuando primero nos hemos establecido de manera independiente respecto al poder burgués, como poder proletario, con instituciones efectivas propias, también para la defensa de nuestras condiciones de vida.

Esto es, cuando funcionamos desde el principio de independencia de clase es cuando podemos dar la vuelta a la tortilla y unirnos con otras facciones –entonces ya más débiles- en la lucha, a condición de que sus intereses queden subordinados a los del proletariado en su conjunto, y nunca al revés, a una de sus fracciones particulares.


[1] En tanto que no nos limitamos a observar y analizar desde la distancia, sino de aprender para cambiar la realidad, y debido a que la
sociología tiende a obviar el elemento de la conciencia, que en nuestro caso tiene un interés esencial. Además la visión sociologizante toma al proletariado como una suma de individuos y no como un actor histórico en su conjunto.
[2] No pretendamos encontrar en la historia un producto acabado y perfecto de lucha defensiva por las condiciones de vida del proletariado. Cada forma organizativa tiene sus límites y es fruto de su época. La armonización entre lucha económica y política se está empezando a dar en esta fase y de hecho es uno de los puntos de la polémica entre marxistas y anarquistas.
[3] Mario Tronti explica esta idea: “la lucha de movimiento de clase por el control no puede agotarse en el ámbito de la empresa aislada, sino que debe relacionarse y extenderse a toda una rama, a todo el frente productivo. Concebir el control de los trabajadores como una cosa que se restrinja a una sola empresa no quiere decir solamente ‘limitar’ la reivindicación del control, sino despojarla de sus significado real y hacerla degenerar en el plano corporativo’ (7 Tesis de Control Obrero, Mondo Operaio Nº 2, febrero de 1958).
[4] Engels también recoge esta oposición: “Los miembros de las ‘nuevas’
tradeuniones, los sindicatos de obreros no calificados, tienen una enorme ventaja: su mentalidad es todavía un terreno virgen, absolutamente exento de los ‘respetables’ prejuicios burgueses heredados, que trastornan las cabezas de los ‘viejos tradeunionistas’ mejor situados.” (prólogo a la segunda edición de La situación de la clase obrera en Inglaterra, 189)
[5] Rosa Luxemburg “Las gafas Inglesas”, LeizpigerVolkszeitung, 9 de mayo de 1899.
[6] Henryk Grossman identifica que la introducción de maquinaria lleva a disminuir los costos de aprendizaje, abaratando el trabajo no cualificado y encareciendo el que sí lo está.
[7] Funciona de una manera parecida a la mano de obra migrante precaria o los parados. Todos ejercen una presión a la baja sobre los salarios de los que están en ese momento dentro del mercado laboral.

La sociedad inglesa en el siglo XVIII: ¿Lucha de clases sin clase? (E.P. Thompson)

«Eighteenth-Century English Society: Class Struggle without Class?», Social History, III, n° 2 (mayo 1978).

Lo que sigue a continuación podría ser descrito más como un intento de argumentación que como un artículo. Las dos primeras secciones forman parte de un trabajo argumentativo sobre el paternalismo y están muy estrechamente relacionadas con mi artículo «Patririan Society, Plebeian Culture», publicado en el Journal of Social History (verano 1974). Las restantes secciones (que tienen su propia génesis) avanzan en la exploración de las cuestiones de clase y cultura plebeya[1]. Ciertas partes del desarrollo se fundamentan en investigaciones detalladas, publicadas y sin publicar. Pero no estoy seguro de que todas ellas juntas constituyan una «prueba» de la argumentación. Pues la argumentación sobre un proceso histórico de este tipo (que Popper sin duda describiría como «holístico») puede ser refutada; pero no pretende poseer el tipo de conocimiento posi­tivo que generalmente afirman tener las técnicas de investigación positivistas. Lo que se afirma es algo distinto: que en una sociedad cualquiera dada no podemos entender las partes a menos que enten­damos su fundón y su papel en su relación mutua y, en su relación con el total. La «verdad» o la fortuna de tal descripción holística sólo puede descubrirse mediante la prueba de la práctica histórica. De modo que la argumentación que se presenta a continuación es una especie de preámbulo, un pensar en voz alta.

I

Se ha protestado con frecuencia que los términos «feudal», «ca­pitalista» o «burgués» son en exceso imprecisos e incluyen fenó­menos demasiado vastos y dispares para hacernos un servicio analítico serio. No obstante, ahora es constante el considerar útil una nueva serie de términos, tales como «preindustrial», «tradicional», «paternalismo» y «modernización», que parecen susceptibles prác­ticamente de las mismas objeciones, y cuya paternidad teórica es menos segura.

Puede tener interés el que, mientras el primer conjunto de tér­minos dirige la atención hacia el conflicto o la tensión dentro del proceso social —plantean, al menos como implicación, las cuestiones de ¿quién?, ¿a quién?—, el segundo conjunto parece desplazarnos hacia una visión de la sociedad como orden sociológico autorregulado. Se nos presenta con un especioso cientifismo, como si estu­vieran carentes de valores.

En ciertos escritores «patriarcal» y «paternal» parecen ser térmi­nos intercambiables, el uno dotado de una implicación más seria, el otro algo más suavizada. Los dos pueden realmente converger tanto en hecho como en teoría. En la descripción de Weber de las socie­dades «tradicionales», el foco del análisis se centra en las relaciones familiares de la unidad tribal o la unidad doméstica, y desde este punto se extrapolan las relaciones de dominio y dependencia que vienen a caracterizar la sociedad «patriarcal» como totalidad; formas que él relaciona específicamente con formas antiguas y feudales de orden social. Laslett, que nos ha recordado apremiantemente la im­portancia central de la «unidad doméstica» económica en el siglo XVII, sugiere que ésta contribuyó a la reproducción de actitudes y relaciones patriarcales y paternales que permearon a la totalidad de la sociedad, y que quizá siguieron haciéndolo hasta el momento de la «indus­trialización». Marx, es verdad, tendía a considerar las actitudes pa­triarcales como características del sistema gremial de la Edad Media en que:

Los oficiales y aprendices de cada oficio se hallaban organi­zados como mejor cuadraba al interés de los maestros; la relación patriarcal que les unía a los maestros de los gremios dotaba a éstos de un doble poder, por una parte mediante su influencia directa sobre la vida toda de   los oficiales y, por otra parte, porque para los oficiales que trabajaban con el mismo maestro éste constituía un nexo real de unión que los mantenía en cohesión frente a los oficiales de los demás maestros y los separaba de éstos…

Marx afirmaba que en la «manufactura» estas relaciones eran susti­tuidas por «la relación monetaria entre el trabajador y el capitalista», pero, «en el campo y en las pequeñas ciudades, esta relación seguía teniendo un color patriarcal»[2]. Es este un amplio margen, sobre todo cuando recordamos que en cualquier época previa a 1840 la mayor parte de la población vivía en estas condiciones.

De modo que podemos sustituir el «matiz patriarcal» por el tér­mino «paternalismo». Podría parecer que este quantum social má­gico, refrescado cada día en las innumerables fuentes del pequeño taller, la unidad doméstica económica, la propiedad territorial, fue lo bastante fuerte para inhibir (excepto en casos aislados, durante breves episodios) la confrontación de clase, hasta que la industriali­zación la trajo a remolque consigo. Antes de que esto ocurriera, no existía una clase obrera con conciencia de clase, ni conflicto de clase alguno de este tipo, sino simplemente fragmentos del protoconflicto; como agente histórico la clase obrera no existía y, puesto que así es, la tarea tremendamente difícil de intentar descubrir cuál era la ver­dadera conciencia social de los pobres, de los trabajadores, y sus for­mas de expresión, sería tediosa e innecesaria. Nos invitan a pensar sobre la conciencia del oficio más que de la clase, sobre divisiones verticales más que horizontales. Podemos incluso hablar de una so­ciedad de «una clase».

Examinemos las siguientes descripciones de los caballeros terra­tenientes del siglo XVIII. El primero:

La vida de una aldea, una parroquia, una ciudad mercado y su hinterland, todo un condado, podía desarrollarse en torno a una casa grande y su solar. Sus salones de recepción, jardines, establos y perreras eran el centro de la vida social local; su despacho de la propiedad, el centro donde se negociaban las tenencias agrarias, los arrendamientos de minas y edificios, y un banco de pequeños ahorros e inversiones; su propia explotación agraria, una exposición permanente de los mejores métodos agrícolas disponi­bles…; su sala de justicia… el primer baluarte de la ley y el orden; su galería de retratos, salón de música y biblioteca, el cuartel gene­ral de la cultura local; su comedor, el fulero de la política local.

Y he aquí el segundo:

En el curso de administrar su propiedad para sus propios intereses, seguridad y conveniencia ejerció muchas de las funciones del Estado. Él era juez: resolvía disputas entre sus allegados. Era la policía: mantenía el orden entre un gran número de gente… Era la Iglesia: nombraba al capellán, generalmente algún pariente cercano con o sin formación religiosa, para mirar por su gente. Era una agencia de bienestar público: cuidaba de los enfermos, los ancianos, los huérfanos. Era el ejército en caso de revuelta:… armaba a sus parientes y partidarios como si fuera una milicia particular. Es más, mediante lo que se convirtió en un intrincado sistema de matrimonios, parentesco y patrocinio… podía solicitar la ayuda, en caso de necesidad, de un gran número de parientes en el campo o en las ciudades que poseían propiedades y poder similares a los suyos.

Ambas son descripciones aceptables del caballero terrateniente del siglo XVIII. No obstante, ocurre que una describe a la aristocracia o la gran gentry inglesa, la otra a los dueños de esclavos del Brasil colonial[3]. Ambas servirían, igualmente, y con mínimas correcciones, para describir a un patricio de la campagna en la antigua Roma, uno de los terratenientes de Almas muertas de Gogol, un dueño de es­clavos de Virginia[4], o los terratenientes de cualquier sociedad en la que la autoridad económica y social, poderes judiciales, sumarios, etc., estuvieran unidos en un solo punto.

Quedan, sin embargo, algunas dificultades. Podemos denominar una concentración de autoridad económica y cultural «patemalismo» sí así lo deseamos. Pero, si admitimos el término, debemos también admitir que es demasiado amplio para un análisis discriminatorio. Nos dice muy poco sobre la naturaleza del poder y el Estado, sobre for­mas de propiedad, sobre la ideología y la cultura, y es incluso dema­siado romo para distinguir entre modos de explotación, entre la mano de obra servil y libre.

Además, es una descripción de relaciones sociales vista desde arriba. Esto no la invalida, pero debemos ser conscientes de que esta descripción puede ser demasiado persuasiva. Si sólo nos ofrecen la primera descripción, es entonces muy fácil pasar de ésta a la idea de «una sociedad de una sola clase»; la casa grande se encuentra en la cumbre, y todas las líneas de comunicación llevan a su comedor, despacho de la propiedad o perreras. Es esta, en verdad, una impre­sión que fácilmente obtiene el estudioso que trabaja entre los docu­mentos de propiedades particulares, los archivos de los quarter sessions, o la correspondencia de Newcastle.

Pero pueden encontrarse otras formas de describir la sociedad además de la que nos ofrece Harold Perkin en el primero de los extractos. La vida de una parroquia puede igualmente girar en torno al mercado semanal, los festivales y ferias de verano e invierno, la fiesta anual de la aldea, tanto como alrededor de lo que ocurría en la casa grande. Las habladurías sobre la caza furtiva, el robo, el escándalo sexual y el comportamiento de los superintendentes de pobres podían ocupar las cabezas de las gentes bastante más que las distantes idas y venidas de la posesión. La mayor parte de la comu­nidad campesina no tendría demasiadas oportunidades para ahorrar o invertir o para mejorar sus campos; posiblemente se sentían más preocupados por el acceso al combustible, a las turberas y a los pastos del común que por la rotación de los cultivos de nabos. La justicia podía perci­birse no como un «baluarte» sino como una tiranía. Sobre todo, podía existir una radical disociación —en ocasiones antagonismo— entre la cultura e incluso la «política» de los pobres y las de los grandes.

Pocos estarían dispuestos a negar esto. Pero las descripciones del orden social en el primer sentido, vistas desde arriba, son mucho más corrientes que los intentos de reconstruir una visión desde abajo. Y siempre que se introduce la noción de «paternalismo» lo que ésta sugiere es el primer modelo. Y el término no puede deshacerse de implicaciones normativas: sugiere calor humano, en una relación mutuamente admitida; el padre es consciente de sus deberes y res­ponsabilidades hacia el hijo, el hijo está conforme o activamente cons­ciente a su estado filial. Incluso el modelo de la pequeña unidad doméstica económica conlleva (a pesar de los que lo niegan) un cierto sentido de confort emocional: «hubo un tiempo —escribe Laslett— en que toda la vida se desarrollaba en la familia, en un círculo de rostros amados y familiares, de objetos conocidos y mima­dos, todos de proporciones humanas»[5]. Sería injusto contrastar esto con el recuerdo de que Cumbres borrascosas está enmarcado exacta­mente en una situación familiar como esta. Laslett nos recuerda un aspecto relevante de las relaciones económicas a pequeña escala, in­cluso si el calor pudiera ser producido por la impotente rebelión con­tra una dependencia abyecta con tanta frecuencia como por el respeto mutuo. En los primeros años de la revolución industrial, los trabaja­dores rememoraban a menudo los valores paternalistas perdidos; Cobbett y Oastler elaboraron el sentimiento de pérdida, Engels afir­mó el agravio.

Pero esto plantea otro problema. El paternalismo como mito o ideología mira casi siempre hacia atrás. Se presenta en la historia inglesa menos como realidad que como un modelo de antigüedad, recientemente acabada, edad de oro de la cual los actuales modos y maneras constituyen una degeneración. Y tenemos el Country Justice de Langhorne (1774):

When thy good father held this wide domain,
The voice of sorrow never mourn’d in vain.
Sooth’d by his pity, by his bounty fed,
The sick found medecine, and the aged bread.
He left their interest to no parish care,
No bailiff urged his little empire there;
No village tyrant starved them, or oppress’d;
He learn’d their wants, and he those wants redress’d…
The poor at hand their natural patrons saw,
And lawgivers were supplements of law! [6]

Y continúa para negar que estas relaciones tengan alguna realidad en el momento:

… Fashion’s boundless sway
Has borne the guardian magistrate away.
Save in Augústa’s streets, on Gallia’s shores,
The rural patrón is beheld no more[7].

Pero podemos elegir las fuentes literarias como nos plazca. Po­dríamos retroceder unos sesenta o setenta años hasta sir Roger de Coverley, un tardío superviviente, un hombre singular y anticuado, y por ello al mismo tiempo ridículo y entrañable. Podríamos retro­ceder otros cien años hasta el Rey Lear, o hasta el «buen anciano» de Shakespeare, Adam; de nuevo los valores paternalistas se con­sideran «una antigualla», se deshacen ante el individualismo compe­titivo del hombre natural del joven capitalismo, en el que «el vínculo entre el padre y el hijo está resquebrajado» y donde los dioses pro­tegen a los bastardos. O podemos seguir retrocediendo otros cien años hasta sir Thomas More. La realidad del paternalismo aparece siempre retrocediendo hacia un pasado aún más primitivo e ideali­zado[8]. Y el término nos fuerza a confundir atributos reales e ideoló­gicos.

Para resumir: paternalismo es un término descriptivo impreciso. Tiene considerablemente menos especificidad histórica que términos como feudalismo o capitalismo; tiende a ofrecer un modelo de orden social visto desde arriba; contiene implicaciones de afecto y de rela­ciones personales que suponen nociones valorativas; confunde lo real con lo ideal. No significa esto que debamos desechar el término por completa inutilidad para todo servicio. Tiene tanto, o tan poco, valor como otros términos descriptivos generalizados —autoritario, demo­crático, igualitario— que por sí mismos, y sin sustanciales añadi­duras, no pueden caracterizar un sistema de relaciones sociales. Nin­gún historiador serio debe caracterizar toda una sociedad como pa­ternalista o patriarcal. Pero el paternalismo puede, como en la Rusia zarista, en el Japón meiji o en ciertas sociedades esclavistas, ser un componente profundamente importante no sólo de la ideología, sino de la mediación institucional en las relaciones sociales[9]. ¿Cuál es el estado de la cuestión con respecto a la Inglaterra del siglo XVIII?

II

Dejemos a un lado de inmediato una línea de investigación ten­tadora pero totalmente improductiva: la de intentar adivinar el peso específico de ese misterioso fluido que es el «matiz patriarcal», en este o aquel contexto y en distintos momentos del siglo. Comenzamos con impresiones; adornamos nuestros presentimientos con citas opor­tunas; y terminamos con más impresiones.

Si observamos, por el contrario, la expresión institucional de las relaciones sociales, esta sociedad parece ofrecer pocos rasgos auténti­camente paternalistas. Lo primero que notamos en ella es la impor­tancia del dinero. La gentry terrateniente se clasifica no por naci­miento u otras distinciones de status, sino por sus rentas: tienen tan­tas libras al año. Entre la aristocracia y la gentry con ambiciones, los noviazgos los hacen los padres y sus abogados, que los llevan con cuidado hasta su consumación: el acuerdo matrimonial satisfactoria­mente contraído. Destinos y puestos podían comprarse y venderse (siempre que la venta no fuera seriamente conflictiva con las líneas de interés político); los destinos en el ejército, los escaños parlamen­tarios, libertades, servicios, todo podía traducirse en un equivalente monetario: el voto, los derechos de libre tenencia, la exención de impuestos parroquiales o servicio de la milicia, la libertad de los burgos, las puertas en las tierras del común. Este es el siglo en que el dinero «lleva toda la fuerza», en el que las libertades se convierten en propiedades y se cosifican los derechos de aprovechamiento. Un palomar situado en una antigua tenencia libre puede venderse, y con él se vende el derecho a votar; los escombros de un antiguo caserío se pueden comprar para reforzar las pretensiones a derechos comunales y, por tanto, para cerrar un lote más del común.

Si los derechos de aprovechamiento, servicios, etc., se convir­tieron en propiedades que se clasificaban con el valor de tantas li­bras, no siempre se convirtieron, sin embargo, en mercancías accesi­bles para cualquier comprador en el mercado libre. La propiedad asumía su valor, en la mayor parte de los casos, sólo dentro de una determinada estructura de poder político, influencias, intereses y dependencia, que Namier nos dio a conocer. Los cargos titulares pres­tigiosos (tales como rangers, keepers, constables) y los beneficios que conllevaban podían comprarse y venderse; pero no todo el mundo podía comprarlos o venderlos (durante los gobiernos de Walpole, ningún par tory o jacobita tenía probabilidades de éxito en este mercado); y el detentador de un cargo opulento que incurría en la desaprobación de políticos o Corte podía verse amenazado de expulsión mediante procedimientos legales. La promoción a los pues­tos más altos y lucrativos de la Iglesia, la justicia o las armas, se encontraba en situación similar. Los cargos se obtenían mediante la influencia política pero, una vez conseguidos, suponían normalmente posesión vitalicia, y el beneficiario debía exprimir todos los ingresos posibles del mismo mientras pudiera. La tenencia de sinecuras de Corte y de altos cargos políticos era mucho menos segura, aunque de ningún modo menos lucrativa: el conde de Ranelagh, el duque de Chandos, Walpole y Henry Fox, entre otros, amasaron fortunas du­rante su breve paso por el cargo de Pagador General. Y, por otra parte, la tenencia de posesiones territoriales, como propiedad abso­luta, era enteramente segura y hereditaria. Era tanto el punto de acceso para el poder y los cargos oficiales, como el punto al cual retornaban el poder y los cargos. Las rentas podían aumentarse me­diante una administración competente y mejoras agrícolas, pero no ofrecían las ganancias fortuitas que proporcionaban las sinecuras, los cargos públicos, la especulación comercial o un matrimonio afortu­nado. La influencia política podía maximizar los beneficios más que la rotación de cuatro hojas, como, por ejemplo, facilitando la conse­cución de decretos privados, tales como el cerramiento, o el conver­tir un paquete de ingresos sinecuristas no ganados por vía normal en posesiones hipotecadas, allanando el camino para conseguir un ma­trimonio que uniera intereses armónicos o logrando acceso preferente a una nueva emisión de bolsa.

Fue esta una fase depredadora del capitalismo agrario y comercial, y el Estado mismo era uno de los primeros objetos de presa. El triunfo en la alta política era seguido por el botín de guerra, así como la victoria en la guerra era con frecuencia seguida por el botín político. Los jefes triunfantes de las guerras de Marlborough no sólo obtuvieron recompensas públicas, sino también enormes sumas sus­traídas de la subcontratación militar de forrajes, transporte u orde­nanzas; Marlborough recibió el palacio de Blenheim, Cobham y Cadogan los pequeños palacios de Stowe y Caversham. La sucesión hannoveriana trajo consigo una serie de bandidos-cortesanos. Pero los grandes intereses financieros y comerciales requerían también acceso al Estado, para obtener cédulas, privilegios, contratos, y la fuerza diplomática, militar y naval necesarias para abrir el camino al comercio[10]. La diplomacia obtuvo para la South Sea Company el asiento, o licencia para el comercio de esclavos con la América espa­ñola, y fue la expectativa de beneficios masivos de esta concesión lo que hinchó la South Sea Bubble. No se pueden hacer pompas (bubble) sin escupir, y los escupitajos en este caso tomaron la forma de sobornos no sólo a los ministros y a las queridas del rey, sino también (parece seguro) al mismo rey.

Estamos acostumbrados a pensar que la explotación es algo que ocurre sobre el terreno, en el momento de la producción. A princi­pios del siglo XVIII se creaba la riqueza en este nivel primario, pero se elevó rápidamente a regiones más altas, se acumuló en grandes paquetes y los verdaderos agostos se hicieron en la distribución, acaparamiento y venta de artículos o materias primas (lana, grano, carne, azúcar, paños, té, tabaco, esclavos), en la manipulación del crédito y en la incautación de cargos del Estado. Un bandido patricio compitió para lograr el botín del poder, y este solo hecho explica las grandes sumas de dinero que estaban dispuestos a emplear en la compra de escaños parlamentarios. Visto desde esta perspectiva, el Estado no era tanto el órgano efectivo de una clase determinada como un parásito a lomos de la misma clase (la gentry) que había triun­fado en 1688. Y así se veía, y se consideraba intolerable por muchos miembros de la pequeña gentry tory durante la primera mitad del si­glo, cuyos impuestos y tierras veían transferidos por los medios más patentes a los bolsillos de los cortesanos y políticos whig, a la misma élite aristocrática cuyos grandes dominios se estaban consolidando frente a los pequeños, en estos años. Incluso hubo un intento por parte de la oligarquía, en la época del duque de Sunderland, de con­firmarse institucionalmente y autoperpetuarse mediante la tentativa de lograr el Peerage Bill (Proyecto de Ley de Nobleza) y la Septennial Act (Ley Septenal). El que las defensas constitucionales contra esta oligarquía pudieran al menos sobrevivir a estas décadas se debió en gran medida a la obstinada resistencia de la gentry independiente rural, en gran parte tory, en ocasiones jacobita, apoyada una y otra vez por la multitud vociferante y turbulenta.

Todo esto se hacía en nombre del rey. En nombre del rey podían los ministros de éxito purgar incluso al más subordinado funciona­rio del Estado que no estuviera totalmente sometido a sus intereses. «No hemos ahorrado medios para encontrar a todos los malvados, y hemos despedido a todos aquellos de los cuales teníamos la más mínima prueba, tanto de su actual como de su pasado comporta­miento», escribían los tres serviles comisarios de Aduanas de Dublín al duque de Sunderland en agosto de 1715. Es «nuestro deber no permitir que ninguno de nuestros subordinados coma el pan de Su Majestad, si no tienen todo el celo y afecto imaginables hacia su ser­vicio y el del Gobierno»[11]. Pero uno de los intereses primeros de los depredadores políticos era limitar la influencia del rey a la de primus inter predatores. Cuando al ascender Jorge II pareció dispuesto a prescindir de Walpole, resultó que era susceptible de ser comprado como cualquier político whig, aunque a más alto precio:

Walpole conocía su deber. Nunca fue un soberano tratado con mayor generosidad. El Rey, 800.000 libras, más el excedente de todos los impuestos asignados a la lista civil, calculados por Hervey en otras 100.000 libras; la Reina, 100.000 libras al año. Corría el rumor de que Pulteney ofrecía más. Si así era, su incapacidad política era asombrosa. Nadie a excepción de Walpole podía haber esperado obtener tales concesiones a través de los Comu­nes… una cuestión que el Soberano no tardó en captar… «Considere, Sir Robert», dijo el Rey, ronroneando de gratitud mientras su ministro se disponía a dirigirse a los Comunes, «que lo que me tranquiliza en esta cuestión es lo que hará también su tranquilidad; va a decidirse para mi vida y para su vida»[12].

Así que el deber de Walpole resulta ser el respeto mutuo de dos la­drones de cajas fuertes asaltando las cámaras del mismo banco. Durante estas décadas, los conocidos «recelos» whig de la Corona no surgían del miedo a que los monarcas hannoverianos realizaran un golpe de estado y pisotearan bajo sus pies las libertades de los súbditos al adquirir poder absoluto; la retórica se destinaba exclu­sivamente a las tribunas públicas. Surgía del miedo más real a que el monarca ilustrado encontrara medios para elevarse, como personi­ficación de un poder imparcial, racionalizado y burocrático, por en­cima y más allá del juego depredador. El atractivo de un rey tan patriótico hubiera sido inmenso, no sólo entre la gentry menor, sino entre grandes sectores de la población: fue precisamente el atractivo de su imagen de patriota incorrupto lo que llevó a William Pitt, el mayor, al poder en una marea de aclamación popular, a pesar de la hostilidad de los políticos y de la Corte[13].

«Los sucesores de los antiguos Cavaliers se habían convertido en demagogos; los sucesores de los Roundkeads en cortesanos», dice Macaulay, y continúa: «Durante muchos años, una generación de Whigs que Sidney habría desdeñado por esclavos, continuaron li­brando una guerra a muerte con una generación de Tories a los cuales Jeffreys habría colgado por republicanos».[14] Esta caracteriza­ción no sobrevive mucho tiempo después de mediado el siglo. El odio entre whigs y tories se había suavizado mucho (y —para algunos historiadores— desaparecido) diez años antes del ascenso de Jorge III, y la subsiguiente «matanza de los inocentes Pelhamitas». Los supervivientes tories procedentes de la gran gentry volvieron a las comisiones de paz, recuperaron su presencia política en los con­dados y abrigaron esperanzas de compartir el botín del poder. Al ascender la manufactura en las escalas de riqueza frente al trasiego mercantil y la especulación, también ciertas formas de privilegio y corrupción se hicieron odiosas a los hombres adinerados, que llega­ron a aceptar la palestra racionalizada e «imparcial» del mercado libre: ahora uno podía hacer su agosto sin la previa compra política en los órganos del Estado. El ascenso de Jorge III cambió de modos diversos los términos del juego político; la oposición sacó su vieja retórica liberal y le dio lustre. Para algunos adquirió (como en la ciudad de Londres) un contenido verdadero y renovado. Pero el rey desafortunadamente malogró todo intento de presentarse como rey ilustrado, como la cúspide de una burocracia desinteresada. Las fun­ciones parasitarias del Estado se vieron bajo constante escrutinio y ataque a destajo (ataques contra East India Company, contra puestos y sinecuras, contra la apropiación indebida de tierras públicas, la reforma del Impuesto de Consumos, etc.); pero su papel esencial parasitario persistió.

«La Vieja Corrupción» es un término de análisis político más serio de lo que a menudo se cree; pues como mejor se entiende el poder político a lo largo de la mayor parte del siglo XVIII es, no como un órgano directo de clase o intereses determinados, sino como una formación política secundaria, un lugar de compra donde se obte­nían o se incrementaban otros tipos de poder económico y social; en lo que respecta a sus funciones primarias era caro, ampliamente ineficaz, y sólo sobrevivió al siglo porque no inhibió seriamente los actos de aquellos que poseían poder económico o político (local) de facto. Su mayor fuente de energía se encontraba precisamente en la debi­lidad misma del Estado; en el desuso de sus poderes paternales, buro­cráticos y proteccionistas, en la posibilidad que otorgaba al capita­lismo agrario, mercantil y fabril, para realizar su propia autorreproducción; en los suelos fértiles que ofrecía al laissez-faire[15].

Pero raramente parece ser un suelo fértil para el paternalismo. Nos hemos acostumbrado a una visión algo distinta de la política del siglo XVIII, presentada por historiadores que se han acostum­brado a considerar la época en los términos de las apologías de sus principales actores[16]. Si se advierte la corrupción, puede legitimarse mencionando un precedente; si los whigs eran depredadores, también lo eran los tories. No hay nada fuera de orden, todo está incluido en «los criterios aceptados de la época». Pero la visión alternativa que yo he ofrecido no debe producir sorpresas. Es, después de todo, la critica de la alta política que se encuentra en Los viajes de Gulliver y en Jonathan Wilde, en parte en las sátiras de Pope y en parte en Humphrey Clinker, en «Vanity of Human Wishes» y «London» de Johnson y en el «Traveller» de Goldsmith. Aparece, como teoría polí­tica, en la Fábula de las abejas de Mandeville y reaparece, de forma más fragmentaria, en las Political Disquisitions de Burgh[17]. En las pri­meras décadas del siglo, la comparación entre la alta política y los bajos fondos era un recurso corriente de la sátira:

Sé que para parecer aceptable a los hombres de alcurnia hay que esforzarse en imitarlos, y sé de qué modo consiguen dinero y puestos. No me sorprende que el talento necesario para ser un gran hombre de Estado sea tan escaso en el mundo, dado que tan gran cantidad de los que lo poseen son segados en lo mejor de sus vidas en el Old Baily.

Así se expresaba John Gay, en una carta privada, en 1723[18]. La idea constituye la semilla de la Beggar’s Opera. Los historiadores han desatendido generalmente esta imagen como hiperbólica. No deberían hacerlo.

Hay, desde luego, que hacer alguna salvedad. Pero una, sin em­bargo, que no puede hacerse es que el parasitismo estaba frenado, o los recelos vigilados, por una clase media en progresivo aumento de profesionales e industriales, con fines claros y con cohesión.[19] Esta clase no empezó a descubrirse a sí misma (excepto, quizás, en Londres) hasta las tres últimas décadas del siglo. Durante la mayor parte del mismo, sus miembros potenciales se contentaban con someterse a una condición de abyecta dependencia. Excepto en Londres, hicieron pocos esfuerzos (hasta el Association Movement de finales de los años 1770) para librarse de las cadenas del soborno electoral y la in­fluencia; eran adultos que consentían en su propia corrupción. Des­pués de dos décadas de adhesión servil a Walpole, surgieron los Disi­dentes con su recompensa: 500 libras asignadas al meritorio clero. Cincuenta años pasaron sin que pudieran lograr la derogación del Test y las Corporation Acts (Leyes Corporativas). Como hombres de la Iglesia, la mayoría adulaban para obtener ascensos, cenaban y bromea­ban (con resignación) en la mesa de sus protectores y, como el párroco Woodforde, no se ofendían por recibir una propina del señor en una boda o un bautizo.[20] Como registradores, abogados, tutores, administradores, mercaderes, etc., se encontraban dentro de los lími­tes de la dependencia; sus cartas respetuosas, en que solicitaban pues­tos o favores, están preservadas en las colecciones de manuscritos de los grandes[21]. (Como tales, las fuentes tienen la tendencia historiográfica a sobreestimar el elemento de deferencia en la sociedad del siglo XVIII, pues un hombre en la situación, forzosa, de solicitar favo­res no revelará su verdadera opinión). En general, las clases medias se sometieron a una relación de clientelismo. Ocasionalmente un indi­viduo podía librarse, pero incluso las artes permanecieron coloreadas por su dependencia de la liberalidad de sus mecenas[22]. El aspirante a profesional o comerciante buscaba menos el remedio a su senti­miento de agravio en la organización social que en la movilidad social (o geográfica, a Bengala, o al «Occidente» de Europa: al Nuevo Mundo). Intentaba comprar la inmunidad a la deferencia adquiriendo la riqueza que le proporcionaría «independencia», o tierras y status de gentry[23]. El profundo resentimiento generado por esta condición de «cliente», con sus concomitantes humillaciones y sus obstáculos para la carrera abierta al talento, movió gran parte del radicalismo intelectual de principios de los años 1790; sus ascuas abrasan los pies incluso en los tranquilos y racionalistas períodos de la prosa de Godwin.

De modo que, al menos durante las primeras siete décadas del siglo, no encontramos clase media alguna industrial o profesional que ejerza una limitación efectiva a las operaciones del depredador poder oligárquico. Pero, si no hubiera habido frenos de ninguna clase, ningún atenuante al dominio parasitario, la consecuencia habría sido necesariamente la anarquía, una facción haciendo presa sin restric­ción sobre otra. Los principales atenuantes a este dominio eran cuatro.

Primero, ya hemos hablado de la tradición en gran medida tory de la pequeña gentry independiente. Esta tradición es la única que sale de la primera mitad del siglo cubierta de honor; reaparece, con manto whig, en el Association Movement de los años 1770[24]. En segundo lugar, está la prensa: en sí misma una especie de presencia de clase media, adelantándose a otras expresiones articuladas, una presencia que extiende su alcance al extenderse la alfabetización, y al aprender por sí misma a crecer y conservar sus libertades[25]. En tercer lugar, existe «el Derecho», elevado durante este siglo a un papel más prominente que en cualquier otro período de nuestra historia, y que servía como autoridad «imparcial» arbitrante en lugar de la débil y nada ilustrada monarquía, una burocracia corrupta e ineficaz, y una democracia que ofrecía a las activas intromisiones del poder poco más que una retórica sobre su linaje. El Derecho Civil propor­cionaba a los intereses en competencia una serie de defensas de su propiedad, y las reglas del juego sin las que todo ello habría caído en la anarquía. (El Derecho Criminal, que estaba en su mayor parte dirigido contra la gente de tipo disoluto o levantisco, presentaba un aspecto totalmente distinto). En cuarto y último lugar, está la omni­presente resistencia de la multitud: una multitud que se extendía en ocasiones desde la pequeña gentry, pasando por los profesionales, hasta los pobres (y entre todos ellos, los dos primeros grupos inten­taron en ocasiones combinar la oposición al sistema con el anoni­mato), pero que a ojos de los grandes aparecía, a través de la neblina del verdor que rodeaba sus parques, compuesta de «tipos disolutos y levantiscos». La relación entre la gentry y la multitud es el tema particular de este trabajo.

III

Pero lo que a mí me preocupa, en este punto, no es tanto cómo se expresaba esta relación (ello ha sido, y continúa siendo, uno de los temas centrales de mi trabajo) cuanto las implicaciones teóricas de esta formación histórica en particular para el estudio de la lucha de clases. En «Patrician Society, Plebeian Culture»[26] he dirigido la atención hacia la erosión real de las formas de control paternalistas por la expansión de la mano de obra «libre», sin amos. Pero, aun cuando este cambio es sustancial y tiene consecuencias significa­tivas para la vida política y cultural de la nación, no representa una «crisis» del antiguo orden. Está contenido en las viejas estructuras de poder y la hegemonía cultural de la gentry no se ve amenazada, siempre que la gentry satisfaga ciertas expectativas y realice ciertos (parcialmente teatrales) papeles. Existe, sin embargo, una recipro­cidad en la relación gentry-plebe. La debilidad de la autoridad espi­ritual de la Iglesia hizo posible el resurgir de una cultura plebeya extraordinariamente vigorosa fuera del alcance de controles externos. Y lejos de resistirse a esta cultura, en las décadas centrales del siglo, la gentry más tradicional le otorgó un cierto favor o lisonja. «Existe una mutualidad en esta relación que es difícil no analizar al nivel de relación de clase».

Yo acepto el argumento de que muchos artesanos urbanos reve­laban una conciencia «vertical» de «Oficio» (en lugar de la con­ciencia «horizontal» de la clase obrera industrial madura). (Este es uno de los motivos por los que he adoptado el término plebe prefe­rentemente al de clase obrera[27]). Pero esta conciencia vertical no estaba atada con las cadenas diamantinas del consenso a los gober­nantes de la sociedad. Las fisuras características de esta sociedad no se producían entre patronos y trabajadores asalariados (como en las clases «horizontales»), sino por cuestiones que dan origen a la mayoría de los motines: cuando la plebe se unía como pequeños consumidores, o romo pagadores de impuestos o evasores del im­puesto de consumos (contrabandistas), o por otras cuestiones «hori­zontales», libertarias, económicas o patrióticas. No sólo era la con­ciencia de la plebe distinta a la de la clase obrera industrial, sino también sus formas características de revuelta: como, por ejemplo, la tradición anónima, el «contrateatro» (ridículo o ultraje de los símbolos de autoridad) y la acción rápida y directa.

Yo sostengo que debemos considerar a la multitud «como era, sui generis, con sus propios objetivos, operando dentro de una compleja y delicada polaridad de fuerzas en su propio contexto». Y veo la clave crítica de este equilibrio estructural en la relación gentry-multitud en el «recelo» de la gentry hacia el Estado, la debili­dad de los órganos de éste y la especial herencia legal. «El precio que aristocracia y gentry pagaron a cambio de una monarquía limitada y un Estado débil era, forzosamente, dar licencia a la multitud. Este es el contexto central estructural de la reciprocidad de relaciones entre gobernantes y gobernados».

No era un precio que se pagara con gusto. A lo largo de la pri­mera mitad del siglo, en particular, los whigs detestaban a la licen­ciosa multitud. Por lo menos desde la época de los motines de Sachaverell buscaron la oportunidad de frenar su acción[28]. Ellos fueron los autores del Riot Act (Ley de Motines). En el momento de la subida de Walpole hubo indudables intentos de encontrar una solución más autoritaria al problema del poder y el orden. El ejército permanente se convirtió en uno de los recursos normales de gobier­no.[29] El patronazgo local se apretó y se limitaron los obstáculos electorales[30]. Durante el mismo Parlamento que aprobó el Black Act (Ley Negra), un comité nombrado para estudiar las leyes relativas a los trabajadores agrícolas informó a favor de que se extendieran amplios poderes disciplinarios sobre toda la mano de obra; los jueces de paz debían tener autoridad para obligar a los trabajadores mascu­linos no casados a cumplir un servicio anual, debía consolidarse la estimación de jornales, los jueces de paz debían tener poderes para vincular a los trabajadores que dejaran su trabajo sin terminar, y mayores poderes aún para castigar a servidores holgazanes y revol­tosos[31]. El proyecto sin fechar de «secciones de una ley para evitar tumultos y mantener la paz en las elecciones» que se encuentra entre los papeles de Walpole, indica que algunos de sus allegados deseaban ir más lejos: «Las personas nocivas o alborotadoras … frecuente­mente se reúnen de modo tumultuoso o amotinado» en las ciudades durante las elecciones. Entre los remedios que se proponían se en­contraba la rigurosa exclusión de toda persona no habitante o votante de estas ciudades durante el período de votación; el nombramiento de condestables extraordinarios con poderes extraordinarios; multas y penas por causar desórdenes electorales, romper ventanas, tirar pie­dras, etc., debiendo doblar el castigo en los casos de delincuentes que no fueran votantes; y la prohibición de «todo tipo de Banderas, Estandartes, Colores o Insignias», divisas o distintivos políticos[32]. No se permitiría ni la acción directa, ni las actuaciones públicas y ban­deras de la multitud sin derecho al voto. La ley, sin embargo, nunca alcanzó el libro de estatutos. Estaba, incluso para el Gran Hombre, más allá de los límites de lo posible. Cualquier licencia otorgada a la multitud por los whigs durante estos años surgía menos de senti­mientos de libertad que de un sentido realista de estos límites. Y ellos, a su vez, eran impuestos por un especial equilibrio de fuerzas que no puede, después de todo, ser analizado sin recurrir al concepto de clase.

IV

Parece necesario, una vez más, explicar cómo entiende el histo­riador —o cómo entiende este historiador— el término «clase». Hace unos quince años concluí un trabajo, algo prolongado, de análisis de un momento particular de la formación de las clases. En el prefacio hice algunos comentarios sobre las clases que concluían: «La clase la definen los hombres al vivir su propia historia, y, en última instancia, esta es la única definición».[33]

Se supone hoy, generalmente entre una nueva generación de teóri­cos marxistas, que esta afirmación es o bien «inocente» o (peor aún) «no inocente»: es decir, evidencia de una ulterior en­trega al empirismo, historicismo, etc. Estas personas tienen formas mucho mejores para definir la clase, definiciones que pueden, ade­más, ser rápidamente aprehendidas dentro de la práctica teórica y que no conllevan la fatiga de la investigación histórica.

El prefacio era, no obstante, ponderado y surgía tanto de la práctica histórica como de la teórica. (Yo no partía de las conclu­siones del prefacio: éste expresaba mis conclusiones). En términos generales, y después de más de quince años de práctica, yo sosten­dría las mismas conclusiones. Pero quizá debiera reformularlas y matizarlas.

  • Clase, según mi uso del término, es una categoría histórica, es decir, está derivada de la observación del proceso social a lo largo del tiempo. Sabemos que hay clases porque las gentes se han comportado repetidamente de modo clasista; estos sucesos históricos descubren regularidades en las respuestas a situaciones similares, y en un momento dado (la formación «madura» de la clase) observamos la creación de instituciones y de una cultura con notaciones de clase, que admiten comparaciones transnacionales. Teorizamos sobre esta evidencia como teoría general sobre las clases y su formación, y esperamos encontrar ciertas regularidades, «etapas» de desarrollo, etcétera.
  • Pero, en este punto, se da el caso en exceso frecuente de que la teoría preceda a la evidencia histórica sobre la que tiene como misión teorizar. Es fácil suponer que las clases existen, no como un proceso histórico, sino dentro de nuestro propio pensa­miento. Desde luego no admitimos que estén sólo en nuestras cabezas, aunque gran parte de lo que se argumenta sobre las clases sólo existe de hecho en nuestro pensamiento. Por el contrario, se hace teoría de modelos y estructuras que deben supuestamente proporcionarnos los determinantes objetivos de la clase: por ejemplo como expresiones de relaciones diferentes de producción.[34]
  • Partiendo de este (falso) razonamiento surge la noción alter­nativa de clase como una categoría estática, o bien sociológica o heurística. Ambas son diferentes, pero ambas emplean categorías de estasis. Según una muy popular (generalmente positivista) tradición sociológica, la clase puede ser reducida a una auténtica medida cuanti­tativa: determinado número de seres en esta u otra relación a los medios de producción, o, en términos más corrientes, determinado número de asalariados, trabajadores de cuello blanco, etc. O clase es aquello a lo que la gente cree pertenecer en su respuesta a un formulario; nuevamente la clase como categoría histórica —la observa­ción del comportamiento a través del tiempo— ha sido dejada de lado.
  • Quisiera decir que el uso marxista apropiado y mayoritario de clase es el de categoría histórica. Creo poder demostrar que es este el uso del mismo Marx en sus escritos más históricos, pero no es este el lugar para hablar de autoridades en sus escritos. Es sin duda el uso de muchos (aunque no todos) de los que se encuentran en la tradición británica de historiografía marxista, especialmente de la generación mayor.[35] No obstante, ha quedado claro en años re­cientes que clase como categoría estática ha ocupado también sectores muy influyentes del pensamiento marxista. En términos económicos vulgares, esto es sencillamente el gemelo de la teoría sociológica positivista. De un modelo estático de relaciones de producción capi­talista se derivan las clases que tienen que corresponder al mismo, y la conciencia que corresponde a las clases y sus posiciones relativas. En una de sus formas (generalmente leninista), bastante extendida, esto proporciona una fácil justificación para la política de «sustitu­ción»: es decir, la «vanguardia» que sabe mejor que la clase misma cuáles deben ser los verdaderos intereses (y conciencia) de ésta. Si ocurriera que «ésta» no tuviera conciencia alguna, sea lo que fuere lo que tenga, es una «falsa conciencia». En una forma alternativa (mucho más sofisticada) —por ejemplo, en Althusser— todavía en­contramos una categoría profundamente estática; una categoría que sólo halla su definición dentro de una totalidad estructural altamente teorizada, que desestima el verdadero proceso experimental histórico de la formación de las clases, A pesar de la sofisticación de esta teoría, los resultados son muy similares a la versión vulgar econó­mica. Ambas tienen una noción parecida de «falsa conciencia» o «ideología», aunque la teoría althusseriana tiende a tener un arse­nal teórico mayor para explicar el dominio ideológico y la mistifi­cación de la conciencia.
  • Si volvemos a la clase como categoría histórica, es posible ver que los historiadores pueden emplear el concepto en dos sentidos diferentes: 1) referido a un contenido histórico real correspondiente, empíricamente observable; 2) como categoría heurística o analítica para organizar la evidencia histórica, con una correspondencia mucho menos directa.[36] En mi opinión, el concepto puede utilizarse con propiedad en ambos sentidos; no obstante, surge a menudo la con­fusión cuando nos trasladamos de uno al otro.
  1. Es cierto que el uso moderno de clase surge del marco de la sociedad industrial capitalista del siglo XIX. Esto es, clase según su uso moderno sólo fue asequible al sistema cognoscitivo de las gentes que vivían en dicha época. De aquí que el concepto no sólo nos permita organizar y analizar la evidencia; está también, en un sentido distinto, presente en la evidencia misma. Es posible observar, en la Inglaterra, Francia o Alemania industriales, instituciones de clase, partidos de clase, culturas de clase, etc. Esta evidencia histó­rica a su vez ha dado origen al concepto maduro de clase y, hasta cierto punto, le ha imprimido su propia especificidad histórica.
  2. Debemos guardarnos de esta (anacrónica) especificidad his­tórica cuando empleamos el término en su segundo sentido para el análisis de sociedades anteriores a la revolución industrial. Pues la correspondencia de la categoría con la evidencia histórica se hace mucho menos directa. Si la clase no era un concepto asequible dentro del propio sistema cognoscitivo de la gente, si se consideraban a sí mismos y llevaban a cabo sus batallas históricas en términos de «estados» o «jerarquías» u «órdenes», etc., entonces al describir estas luchas históricas en términos de clase debemos extremar el cuidado contra la tendencia a leer retrospectivamente notaciones sub­secuentes de clase. Si decidimos continuar empleando la categoría heurística de clase (a pesar de esta dificultad omnipresente), no es por su perfección como concepto, sino por el hecho de que no dis­ponemos de otra categoría alternativa para analizar un proceso his­tórico universal y manifiesto. Por ello no podemos (en el idioma inglés) hablar de «lucha de estados» o «lucha de órdenes», mientras que «lucha de clases» ha sido utilizado, no sin dificultad pero con éxito notable, por los historiadores de sociedades antiguas, feudales y modernas tempranas; y estos historiadores, al utilizarlo, le han impuesto sus propios refinamientos y matizaciones al concepto con respecto a su propia especialidad histórica.
  • Esto viene a destacar, no obstante, que clase, en su uso heurístico, es inseparable de la noción de «lucha de clases». En mi opinión, se ha prestado una atención teórica excesiva (gran parte de la misma claramente ahistórica) a «clase» y demasiado poca a «lucha de clases». En realidad, lucha de clases es un concepto previo así como mucho más universal. Para expresarlo claramente: las clases no existen como entidades separadas, que miran en derredor, en­cuentran una clase enemiga y empiezan luego a luchar. Por el con­trario, las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en mo­dos determinados (crucialmente, pero no exclusivamente, en relacio­nes de producción), experimentan la explotación (o la necesidad de mantener el poder sobre los explotados), identifican puntos de inte­rés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el pro­ceso de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como conciencia de clase. La clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico[37]. Pero, si empleamos la categoría estática de clase, o si obtenemos nuestro concepto del modelo teórico previo de una totalidad estructural, no lo creeremos así: creeremos que la clase está instantáneamente presente (derivada, como una proyección geomé­trica, de las relaciones de producción) y de ahí resultará la lucha de clases[38]. Estamos abocados, entonces, a las interminables estupideces de la medida cuantitativa de clase, o del sofisticado marxismo newtoniano según el cual las clases y las fracciones de clase realizan evoluciones planetarias o moleculares. Todo este escuálido confusionismo que nos rodea (bien sea positivismo sociológico o idealismo marxista- estructuralista) es consecuencia del error previo: que las clases exis­ten, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha.
  • Espero que nada de lo escrito anteriormente haya dado pábulo a la noción de que yo creo que la formación de clases es inde­pendiente de determinantes objetivos, que clase puede definirse sim­plemente como una formación cultural, etc. Todo ello, espero, ha sido refutado por mi propia práctica histórica, así como por la de otros muchos historiadores. Es cierto que estos determinantes obje­tivos exigen el examen más escrupuloso.[39] Pero no hay examen de determinantes objetivos (ni desde luego tampoco modelo teórico obtenido de él) que pueda ofrecer una clase o conciencia de clase en una ecuación simple. Las clases acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determi­nantes, dentro «del conjunto de relaciones sociales», con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales. De modo que, al final, ningún modelo puede pro­porcionarnos lo que debe ser la «verdadera» formación de clase en una determinada «etapa» del proceso. Ninguna formación de clase propiamente dicha de la historia es más verdadera o más real que otra, y la clase se define a sí misma en su efectivo acontecer.

Las clases, en su acontecer dentro de las sociedades industriales capitalistas del siglo XIX, y al dejar su huella en la categoría heurís­tica de clase, no pueden de hecho reclamar universalidad. Las clases, en este sentido, no son más que casos especiales de las formaciones históricas que surgen de la lucha de clases.

V

Volvamos, pues, al caso especial del siglo XVIII. Debemos espe­rar encontrar lucha de clases, pero no tenemos por qué esperar encontrar el caso especial del siglo XIX. Las clases son formaciones históricas y no aparecen sólo en los modos prescritos como teórica­mente adecuados. El hecho de que en otros lugares y períodos poda­mos observar formaciones de clase «maduras» (es decir, conscientes e históricamente desarrolladas) con sus expresiones ideológicas e ins­titucionales, no significa que lo que se exprese de modo menos decisivo no sea clase.

En mi propia práctica he encontrado la reciprocidad gentry-multitud, el «equilibrio paternalista» en el cual ambas partes de la ecuación eran, hasta cierto punto, prisioneras de la contraria, más útil que las nociones de «sociedad de una sola clase» o de consenso. Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura. Existe una resistencia muy articulada a las ideas e instituciones dominantes de la sociedad en los siglos XVII y XIX: de ahí que los historiadores crean poder analizar estas sociedades en términos de conflicto social. En el si­glo XVIII la resistencia es menos articulada, aunque a menudo muy específica, directa y turbulenta. Por ello debemos suplir parcialmente esta articulación descifrando la evidencia del comportamiento y en parte dando la vuelta a los blandos conceptos de las autoridades diri­gentes para mirar su envés. Si no lo hacemos, corremos el peligro de convertirnos en prisioneros de los supuestos de la propia imagen de los gobernantes: los trabajadores libres se consideran de «tipo disoluto y levantisco», los motines espontáneos y «ciegos»; y ciertas clases importantes de protesta social se pierden en la categoría de «delito». Pero existen unos pocos fenómenos sociales que nos revelan un significado distinto al ser sometidos a este examen dialéctico. La exhibición ostentosa, las pelucas empolvadas y el vestido de los grandes deben también considerarse —como se quería que fueran considerados— desde abajo, entre el auditorio del teatro de hege­monía y control clasista. Incluso la «liberalidad» y la «caridad» de­ben verse como actos premeditados de apaciguamiento de dase en momentos de escasez y extorsión premeditada (bajo la amenaza de motín) por parte de la multitud: lo que es (desde arriba) un «acto de concesión», es (visto desde abajo) un «acto de cesión». Una categoría tan sencilla como la de «robo» puede resultar ser, en ciertas circuns­tancias, evidencia de los intentos prolongados, por parte de la comu­nidad agraria, de defender prácticas antiguas de derechos comunales, o de los jornaleros de defender los emolumentos estableados por la costumbre. Y siguiendo cada una de estas claves hasta su punto de intersección, se hace posible reconstruir una cultura popular esta­blecida por la costumbre, alimentada por experiencias muy distintas a las de la cultura educada, transmitida por tradiciones orales, reproducida por ejemplos (quizás al avanzar el siglo, cada vez más por medios literarios), expresada en símbolos y ritos, y muy distante de la cultura de los que tienen el dominio de Inglaterra.

Yo dudaría antes de describir esto como cultura de clase, en el sentido de que se puede hablar de una cultura obrera, en la que los niños se incorporan a la sociedad con un sistema de valores con patentes connotaciones de dase, como en el siglo XIX. Pero no puedo enten­der esta cultura, en su nivel experimental, en su resistencia a la homilía religiosa, en su picaresca mofa de las próvidas virtudes burguesas, en su fácil recurso al desorden y en sus actitudes irónicas hacia la ley, a menos que se utilice el concepto de antagonismos, adaptaciones y (en ocasiones) reconciliaciones dialécticas, de clase.

Al analizar las relaciones gentry-plebe, nos encontramos no tanto con una reñida e inflexible batalla entre antagonismos irreconcilia­bles, como con un «campo de fuerza» polarizado. Estoy pensando en un experimento escolar (que sin duda no he comprendido correcta­mente) en que una corriente eléctrica magnetizaba una placa cu­bierta de limaduras de hierro. Las limaduras, que estaban uniforme­mente distribuidas, se arremolinaban en un polo o en otro, mientras que entre medias las limaduras que permanecían en su lugar toma­ban el aspecto de alineaciones dirigidas hacia uno u otro polo opuesto. Así es prácticamente como veo yo la sociedad del siglo XVIII, con la multitud en un polo, la aristocracia y la gentry en otro, y en muchas cuestiones, y hasta finales del siglo, los grupos profesionales y comerciantes vinculados por líneas de dependencia magnética a los poderosos o, en ocasiones, escondiendo sus rostros en una acción común con la multitud. Esta metáfora permite entender no sólo la frecuencia de situaciones de amotinamiento (y su dirección), sino también gran parte de lo que era posible y los límites de lo posible más allá de los cuales no se atrevía a ir el poder. Se dice que la reina Carolina se aficionó tanto en una ocasión al St. James Park que preguntó a Walpole cuánto costaría cerrarlo para hacerlo pro­piedad privada. «Sólo una corona, Señora», fue la respuesta de Walpole[40].

Utilizo por tanto la terminología del conflicto de clases mientras que me resisto a atribuir identidad a una clase. No sé si esto puede parecer herejía a otros marxistas, ni me preocupa. Pero me parece que la metáfora de un campo de fuerza puede coexistir fructífera­mente con el comentario de Marx en los Grundrisse de que:

En toda forma de sociedad es una determinada producción y sus relaciones las que asignan a las demás producciones y sus relaciones rango e influencia. Es una iluminación general en la que se mezclan los restantes colores y que modifica sus tonalidades específicas. Es un éter especial que define la gravedad específica de todo lo que existe en él.[41]

Lo que Marx describe con metáforas de «rango e influencia», «iluminación general» y «tonalidades» se presentaría hoy en un lenguaje estructuralista más sistemático: términos en ocasiones tan duros y de apariencia tan objetiva (como el «represivo» y los «apara­tos ideológicos de Estado» de Althusser) que esconden el hecho de que siguen siendo metáforas dispuestas a congelar un proceso social fluido. Yo prefiero la metáfora de Marx; y la prefiero, en diversos aspectos, a sus metáforas subsecuentes de «base» y «superestructura». Pero lo que yo sostengo en este trabajo es (en la misma medida que lo es el de Marx) un argumento estructuralista. Me he visto forzado a constatarlo al considerar la fuerza de las diversas objeciones al mismo. Pues todo rasgo de la sociedad del siglo XVIII que ha sido considerado, puede encontrarse de forma más o menos desarrollada en otros siglos. Hubo jornaleros libres y motines de subsistencias en los siglos XVI, XVII y XIX, hubo indiferentismo religioso y una auténtica cultura folklórica plebeya en los mismos siglos; hubo activa renovación de rituales paternalistas —especialmente en cantos de siega, cenas de arrendatarios, obras de caridad— en el campo del siglo XIX. Y así sucesivamente. ¿Qué es, pues, lo específico del si­glo XVIII? ¿Cuál es la «iluminación general» que modifica las «tona­lidades específicas» de su vida social y cultural?

Para responder a estas preguntas debemos reformular el anterior análisis en términos más estructurales. El error más corriente hoy día es el de incluir en la definición de la cultura popular del si­glo XVIII unas antítesis (industrial/preindustrial; moderno/tradicional; clase obrera «madura»/«primitiva») inapropiadas, porque suponen traer a una sociedad previa unas categorías para las cuales esa so­ciedad no poseía recursos y esa cultura no poseía términos. Si desea­mos efectuar una definición antitéticamente, las antítesis relevantes que se pueden aplicar a la cultura plebeya del siglo XVIII son dos: 1) la dialéctica entre lo que es y no es cultura —las experiencias formativas del ser social, y cómo eran éstas modeladas en formas culturales, y 2) las polaridades dialécticas —antagonismos y recon­ciliaciones— entre las culturas refinada y plebeya de la época. Es por esto por lo que he hecho tan largo rodeo para llegar al verdadero tema de este trabajo.

Por descontado esta cultura exhibe ciertas características común­mente atribuidas a la cultura «tradicional». Especialmente en la so­ciedad rural, pero también en zonas fabriles y mineras densamente pobladas (las ciudades textiles del oeste de Inglaterra, los mineros de estaño de Cornualles, el Black Country), existe un fuerte peso de expectativas y definiciones consuetudinarias. El aprendizaje como iniciación en las destrezas adultas no está limitado a su expresión industrial reglamentada. La niña hace su aprendizaje de ama de casa, primero con su madre (o abuela), después como criada doméstica; como madre joven, en los misterios de la crianza de los niños, es aprendiz de las matronas de la comunidad. Ocurre lo mismo en los oficios carentes de un aprendizaje regulado. Y con la introducción en estas especiales destrezas viene la introducción en la experiencia so­cial o acervo común de la comunidad: cada generación establece una relación de aprendizaje con sus mayores. Aunque cambia la vida social, aunque hay gran movilidad, el cambio no ha alcanzado aún ese punto en que se asume que los horizontes de las generaciones sucesivas serán diferentes[42]; ni tampoco se ha introducido aún significativa­mente esa máquina de aceleramiento (o extrañamiento) cultural que viene a ser la educación formal en la transmisión generacional.

Pero las prácticas y normas se reproducen de generación en gene­ración en el ambiente lentamente diferenciado de la «costumbre». De ello que las gentes tiendan a legitimar la práctica (o la protesta) en términos de uso consuetudinario o de emolumento o derecho prescriptivo. (El hecho de que —desde puntos de partida algo dis­tintos— este tipo de argumento tienda también a controlar la alta cultura política, actúa también como refuerzo de esta disposición plebeya). Las tradiciones se perpetúan en gran medida por transmi­sión oral, con su repertorio de anécdotas y ejemplos narrativos; donde una progresiva alfabetización suple a la tradición oral, las produc­ciones impresas de más amplia circulación (libritos de romances, al­manaques, pliegos, «últimos discursos ante la muerte», y relatos anec­dóticos de crímenes) tienden a someterse a las expectativas de la cultura oral más que a desafiarla con alternativas. En cualquier caso, en muchos puntos de Gran Bretaña —y especialmente en aquellas regiones donde la dialéctica es más fuerte—, una educación básica elemental coexiste, a lo largo del siglo XIX, con el lenguaje —y quizá la sensibilidad— de lo que empieza a ser «la vieja cultura».

En el siglo XVIII, esta cultura no es ni vieja ni insegura. Trans­mite vigorosamente —y quizás incluso genera— formas de compor­tamiento ritualizadas y estilizadas, bien como recreación o en forma de protesta. Es incluso posible que la movilidad geográfica, junto con la disminución del analfabetismo, extiendan de hecho su alcance y esparzan estas formas más ampliamente: la «fijación de precios», como acción central del motín de subsistencias, se extiende a lo largo de la mayor parte del país; el divorcio ritual conocido como «venta de esposa» parece haber esparcido su incidencia en todo el país desde algún desconocido punto de origen. La evidencia de la cencerrada indica que en las comunidades más tradicionales —y éstas no eran siempre, de ningún modo, aquellas que poseían un perfil rural o agra­rio— operaban fuerzas muy poderosas, autoimpulsadas, de regulación social y moral. Esta evidencia puede demostrar que, aunque los comportamientos dudosos se toleraban hasta cierto punto, más allá del mismo la comunidad intentaba imponer sus propias expectativas, heredadas en cuanto a los papeles maritales aceptables y la conducta sexual, sobre los transgresores. Incluso en este caso, sin embargo, tenemos que proceder con cuidado: esto no es solamente «una cultura tradicional». Las normas que así se defienden no son idénticas a las proclamadas por la Iglesia o las autoridades; son definidas en el interior de la cultura plebeya misma, y las mismas formas rituales que se emplean contra un conocido delincuente sexual pueden em­plearse contra un esquirol, o contra el señor y sus guardas de la caza, el recaudador, el juez de paz. Es más, las formas no son simplemente herederas de expectativas y reproductoras de normas: puede que las farsas populares del siglo XVII y principios del XVIII estén dirigidas contra la mujer que peca contra las prescripciones patriar­cales de los roles conyugales, pero la cencerrada del siglo XIX está generalmente dirigida contra los que pegan a sus mujeres o (me­nos frecuentemente) contra hombres casados conocidos por seducir y dejar embarazadas a muchachas jóvenes.[43]

Es esta, pues, una cultura conservadora en sus formas; éstas apelan a la costumbre e intentan fortalecer los usos tradicionales. Las formas son también, en ocasiones, irracionales: no apelan a la «razón» mediante folletos, sermones o discursos espontáneos; im­ponen las sanciones de la fuerza, el ridículo, la vergüenza y la intimi­dación. Pero el contenido de esta cultura no puede ser descrito como conservador con tanta facilidad. Pues, en su «ser social» efectivo, el trabajo se está «liberando», década tras década, cada vez más, de los controles tradicionales señoriales, parroquiales, corporativos y paternales, y se está distanciando cada vez más de relaciones direc­tas de clientelismo con la gentry. De ahí que nos encontremos con la paradoja de una cultura tradicional que no está sujeta en sus operaciones cotidianas al dominio ideológico de los poderosos. La hegemonía de la gentry puede definir los límites del «campo de fuerza» dentro de los cuales la cultura plebeya goza de libertad para actuar y crecer, pero, dado que esta hegemonía es más secular que religiosa o mágica, no es mucho lo que puede hacer para determinar el carácter de esta cultura plebeya. Los instrumentos de control y las imá­genes hegemónicas son los del Derecho y no los de la Iglesia y el poder monárquico. Pero el Derecho no promueve pías cofradías de monjas en las ciudades, ni obtiene confesiones de los delincuentes, los que stán sujetos al Derecho no rezan el rosario ni se unen a peregrinaciones de fieles; en lugar de ello, leen pliegos en las tabernas y asisten a ejecuciones públicas y al menos algunas de las víctimas del derecho son consideradas, no con horror, sino con ambigua admiración. El derecho puede establecer los lími­tes del comportamiento tolerado por los gobernantes; pero, en el siglo XVIII, no entra en las cabañas, no se le mencionada en las oraciones del ama de casa, no decora las chimeneas con iconos ni conforma una visión de la vida.

De ahí una paradoja característica del siglo: nos encontramos con una cultura tradicional y rebelde. La cultura conservadora de la plebe se resiste muchas veces, en nombre de la «costumbre», a aque­llas innovaciones y racionalizaciones económicas (como el cercamien­to, la disciplina de trabajo, las relaciones libres en el mercado de cereales) que los gobernantes o los patronos deseaban imponer. La innova­ción es más evidente en la cúspide de la sociedad que más abajo, pero, puesto que esta innovación no es un proceso técnico-sociológico sin normas y neutro, la plebe lo experimenta en la mayoría de las oca­siones en forma de explotación, o expropiación de derechos de apro­vechamiento tradicionales, o disrupción violenta de modelos valo­rados de trabajo y descanso. De ahí que la cultura plebeya sea rebelde, pero rebelde en defensa de la costumbre. Las costumbres que se defienden pertenecen al pueblo, y algunas de ellas se funda­mentan de hecho en una reivindicación bastante reciente en la prác­tica. Pero cuando el pueblo busca una legitimación de la protesta, recurre a menudo a las regulaciones paternalistas de una sociedad más autoritaria y selecciona entre ellas aquellas partes mejor pensadas para defender sus intereses del momento; los participantes en moti­nes de subsistencias apelan al Book of Orders (Libro de Órdenes) y a la legislación contra acaparadores, etc., los artesanos apelan a cier­tas partes (por ejemplo, la regulación del aprendizaje) del código Tudor regulatorio del trabajo.[44]

Esta cultura tiene otros rasgos «tradicionales», por supuesto. Uno de ellos, que me interesa particularmente, es la prioridad que se otorga, en ciertas regiones, a la sanción, intercambio o motivación «no-económica» frente a la directamente monetaria. Una y otra vez, al exa­minar formas de comportamiento del siglo XVIII, nos encontramos con la necesidad de «descifrar»[45] este comportamiento y descubrir las reglas invisibles de acción, diferentes a las que el historiador de «movimientos obreros» espera encontrar.

En este sentido, compartimos algunas de las preocupaciones del historiador de los siglos XVI y XVII en cuanto a una orientación «an­tropológica»: así por ejemplo, al tratar de descifrar la cencerrada, o la venta de esposa, o al estudiar el simbolismo de la protesta. En otro sentido, el problema es diferente y quizá más complejo, pues la lógica capitalista y el comportamiento tradicional «no-económico» se en­cuentran en conflicto activo y consciente, como en la resistencia a nuevos modelos de consumo («necesidades»), o en la resistencia a una disciplina del tiempo y la innovación técnica, o a la racionaliza­ción del trabajo que amenaza con la destrucción de prácticas tradi­cionales y, en ocasiones, la organización familiar de relaciones y roles de producción. De aquí que podamos entender la historia social del siglo XVIII como una serie de confrontaciones entre una innovadora economía de mercado y la economía moral tradicional de la plebe.

Pero si desciframos el comportamiento, ¿acaso tenemos que ir más allá e intentar reconstruir con estos fragmentos la clave un sistema cognoscitivo popular con su propia coherencia ontológica y estructura simbólica? Los historiadores de la cultura popular de los siglos XVII y XVIII pueden enfrentarse a problemas algo diferentes a este respecto. La cuestión se ha planteado en un reciente intercambio entre Hildred Geertz y Keith Thomas[46] y, a pesar de que yo me asociaría firmemente a Thomas en esta polémica, no podría responder, desde la perspectiva del siglo XVIII, en los mismos términos exactamente. Cuando Geertz espera que un sistema coherente subraye el simbolismo de la cultura popular, yo tengo que estar de acuerdo con Thomas en que «la inmensa posibilidad de variaciones cronológicas, sociales y regionales, que presenta una so­ciedad tan diversa como la de la Inglaterra del siglo XVII» —e in­cluso más la del siglo XVIII—, impide estas expectativas. (En todo momento, en este trabajo, al referirme a la cultura plebeya he sido muy consciente de sus variaciones y excepciones). Debo unirme a Tho­mas aún más fuertemente en su objeción a «la distinción simple que hace Geertz entre alfabetizados y analfabetos»; cualquier distinción de este tipo es nebulosa en todo momento del siglo: los analfabetos escuchan las producciones leídas en voz alta en las tabernas, y aceptan de la cultura educada ciertas categorías, mien­tras que algunos de los que saben leer y escribir utilizan sus muy limitadas destrezas literarias sólo de forma instrumental (para escri­bir facturas o llevar las cuentas), mientras que su «sabiduría» y sus costumbres se transmiten aun en el marco de una cultura pre-alfabetizada y oral. Durante unos setenta años, los coleccionistas y especialistas en canción folklórica han disputado enconadamente en­tre sí, sobre la pureza, autenticidad, origen regional y medios de dis­persión de su material, y sobre la mutua interacción entre las cultu­ras musicales refinada, comercial y plebeya. Cualquier intento de segregar la cultura educada de la analfabeta encontrará incluso ma­yores obstáculos.

En lo que Thomas y yo podemos disentir es en nuestros cálculos con respecto al grado en que las formas, rituales, simbolismo y su­persticiones populares permanecen como «restos no integrados de modelos de pensamiento más antiguos», los cuales, incluso tomados en conjunto, constituyen «no un solo código, sino una amalgama de despojos culturales de muchos distintos modos de pensamiento, cris­tiano y pagano, teutónico y clásico; y sería absurdo pretender que todos estos elementos hayan sido barajados de modo que formen un sistema nuevo y coherente».[47] Yo he hecho ya una crítica de las referencias de Thomas a la «ignorancia popular», a la cual ha res­pondido brevemente Thomas;[48] y sin duda puede hablarse de ello más detenidamente en el futuro. Pero, ¿será quizás el siglo, o los campos de fuerza relevantes de los distintos siglos, así como el tipo de evidencia que cada uno de ellos hace prominente, lo que marque la diferencia? Si lo que estudiamos es la «magia», la astrología o los sabios, ello puede apoyar las conclusiones de Thomas; si lo que observamos son las procesiones bufas populares, los ritos de iniciación o las formas características de motín y protesta del si­glo XVIII, apoyaría las mías.

Los datos del siglo XVIII, en mi opinión,  señalan hacia un universo mental bastante más coherente, en el que el símbolo informa la práctica. Pero la coherencia (y no me extrañaría si en este momento algún antropólogo tirara este trabajo disgustado) surge no tanto de una estructura inherente cognoscitiva como de un campo de fuerza deter­minado y una oposición sociológica, peculiares a la sociedad del siglo XVIII; para hablar claro, los elementos desunidos y fragmen­tados de formas más antiguas de pensamiento quedan integrados por la clase. En algunos casos esto no tiene significado político y social alguno, más allá de la antítesis elemental de las definiciones dentro de culturas antitéticas: el escepticismo en relación a las homilías del párroco, la mezcla de materialismo efectivo y vestigios de supersti­ciones de los pobres, se conservan con especial confianza porque estas actitudes están amparadas por el ámbito de una cultura más amplia y más robusta. Esta confianza nos sorprende una y otra vez: «Dios bendiga a sus señorías», exclamó un habitante del West Country ante un reverendo coleccionista de folklore bien entrado el siglo XIX, al ser interrogado sobre la venta de esposas, «que puede preguntar a quien quiera si no es eso un matrimonio bueno, sólido y cristiano y les dirán que lo es».[49] «Dios bendiga a sus señorías» entraña un sentido de condescendencia desdeñosa; «quien quiera» sabe lo que es cierto —excepto, por supuesto, el párroco y el señor y sus bien educados hijos—; cualquiera sabe mejor que el mismo párroco lo que es… ¡«cristiano»! En otras ocasiones, la asimilación de antiguos fragmentos a la conciencia popular o incluso al arsenal de la pro­testa popular es muy explícita: de la quema de brujas y herejes toma la plebe el simbolismo de quemar a sus enemigos en efigie; las «viejas profecías», como las de Merlín, llegan a formar parte del repertorio de la protesta londinense, apareciendo en forma de folleto durante las agitaciones que rodearon el cercamiento de Richmond Park, en pliegos y sátiras en época de Wilkes.

Es en la clase misma, en cierto sentido un conjunto nuevo de categorías, más que en modelos más antiguos de pensamiento, donde encontramos la organización formativa y cognoscitiva de la cultura plebeya. Quizás, en realidad, era necesario que la clase fuera posible en el conocimiento antes de que pudiera encontrar su expresión ins­titucional. Las clases, por supuesto, estaban también muy presentes en el sistema cognoscitivo de los gobernantes de la sociedad, e infor­maban sus instituciones y sus rituales de orden, pero esto sólo viene a destacar que la gentry y la plebe tenían visiones alternativas de la vida y de la escala de sus satisfacciones. Ello nos plantea pro­blemas de evidencia excepcionales. Todo lo que nos ha sido trans­mitido mediante la cultura educada tiene que ser sometido a un minucioso escrutinio. Lo que el distante clérigo paternalista considera «ignorancia popular» no puede aceptarse como tal sin una investiga­ción escrupulosa. Para tomar el caso de los desórdenes destinados a tomar posesión de los cuerpos de los ahorcados en Tyburn, que Peter Linebaugh ha (creo) descifrado en Albion’s Fatal Tree: era sin duda un gesto de «ignorancia» por parte del amotinado el arriesgar su vida para que su compañero de taller o rancho no cumpliera la muy racional y utilitaria función de convertirse en espécimen de disec­ción en la sala del cirujano. Pero no podemos presentar al amotinado como figura arcaica, motivada por los «despojos» de los antiguos modelos de pensamiento, y despachar luego la cuestión con una refe­rencia a las supersticiones de muerte y les rois thaumaturges. Linebaugh nos demuestra que el amotinado estaba motivado por su soli­daridad con la víctima, respeto por los parientes de la misma, y nociones acerca del respeto debido a la integridad del cadáver y al rito de enterramiento que forman parte de unas creencias sobre la muerte ampliamente extendidas en la sociedad. Estas creencias sobreviven con vigor hasta muy avanzado el siglo XIX, como evidencia la fuerza de los motines (y prácticamente histerias) en varias ciudades contra los ladrones de cadáveres y su venta.[50] La clave que informa estos desórdenes, en Tyburn en 1731 o Manchester en 1832, no puede entenderse simplemente en términos de creencias sobre la muerte y sobre la forma debida de tratarla. Supone también solidaridades de clase y la hostilidad de la plebe por la crueldad psíquica de la jus­ticia y la comercialización de valores primarios. Y no se trata sólo, en el siglo XVIII, de que se vea amenazado un tabú: en el caso de la disección de cadáveres o el colgar los cadáveres con cadenas, una clase estaba deliberadamente, y como acto de terror, rompiendo o explotando los tabúes de otra.

Es, pues, dentro del campo de fuerza de la clase donde reviven y se reintegran los restos fragmentados de viejos modelos. En un sentido, la cultura plebeya es la propia del pueblo: es una defensa contra las intromisiones de la gentry o el clero; consolida aquellas costumbres que sirven sus propios intereses; las tabernas son suyas, suyas las ferias, la cencerrada forma parte de sus propios me­dios de autorregulación. No es una cultura «tradicional» cualquiera sino una muy especial. No es, por ejemplo, fatalista, ofrece consuelo y defensas para el curso de una vida que está totalmente determi­nada y restringida. Es, más bien, picaresca, no sólo en el evidente sentido de que hay más gente que se mueve, que se va al mar, o son llevados a las guerras y experimentan los azares y aventuras de los caminos. En ambientes más estables —en las zonas en desarrollo de manufactura y trabajo libre—, la vida misma se desenvuelve a lo largo de caminos cuyos avatares y accidentes no se pueden prescribir o evitar mediante la previsión: las fluctuaciones en la incidencia de mortalidad, precios, empleo, se viven como accidentes externos más allá de todo control; la alta tasa de mortalidad infantil hace absurda la previsión en la planificación familiar; en general, el pueblo tiene pocas notaciones predictivas del tiempo; no proyectan «carreras», ni ven sus vidas con un aspecto determinado ante ellos, ni reservan para uso futuro semanas enteras de altas ganancias en ahorros, ni planean la compra de casas, ni piensan en unas «vacaciones» una sola vez en su vida. (Un joven, sabiendo esto por medio de su cultura, podía salir, una vez en su vida, a los caminos «para ver mundo»). De ello que la experiencia o la oportunidad se aprovecha cuando surge la ocasión, con pocas consideraciones sobre las consecuencias, exactamente como impone la multitud su poder en momentos de acción directa insur­gente, a sabiendas de que su triunfo no durará más de una semana o un día.

Pues la cultura plebeya está, finalmente, restringida a los pará­metros de la hegemonía de la gentry, la plebe es siempre consciente de esta restricción, consciente de la reciprocidad de las relaciones gentry-plebe[51], vigilante para aprovechar los momentos en que pueda ejercer su propia ventaja. La plebe también adopta para su propio uso parte de la retórica de la gentry. Pues, otra vez, este es el siglo en que avanza el trabajo «libre». La costumbre que era «buena» y «vieja» había a menudo adquirido valor recientemente. Y el rasgo distintivo del sistema fabril era que, en muchos tipos de empleo, los trabajadores (incluyendo pequeños patronos junto con jornaleros y sus familias) todavía controlaban en cierta medida sus propias rela­ciones inmediatas y sus modos de trabajo, mientras que tenían muy poco control sobre el mercado de sus productos o los precios de materias primas o alimentos. Esto explica parcialmente la estructura de las relaciones industriales y la protesta, así como los instrumentos de la cultura y de su cohesión e independencia de control.[52] Explica también en gran medida la conciencia del «inglés nacido libre», que sentía como propia cierta porción de la retórica constitucionalista de sus gobernantes, y defendía con tenacidad sus derechos ante la ley y sus derechos a protestar de manera turbulenta contra militares, patrulla de reclutamiento o policía, junto con su derecho al pan blanco y la cerveza barata. La plebe sabía que una clase dirigente cuyas pretensiones de legitimidad descansaban sobre prescripciones y leyes tenía poca autoridad para desestimar sus propias costumbres y leyes.

La reciprocidad de estas relaciones subraya la importancia de la expresión simbólica de hegemonía y protesta en el siglo XVIII. Es por ello que, en mi trabajo previo, dediqué tanta atención a la noción de teatro. Desde luego cada sociedad tienen su propio estilo de teatro; gran parte de la vida política de nuestras propias socieda­des puede entenderse sólo como una contienda por la autoridad sim­bólica[53]. Pero lo que estoy diciendo no es solamente que las con­tiendas simbólicas del siglo XVIII eran peculiares de este siglo y exigen mayor estudio. Yo creo que el simbolismo, en este siglo, tenía una especial importancia debido a la debilidad de otros órganos de control: la autoridad de la Iglesia está en retirada y no ha llegado aún la autoridad de las escuelas y de los medios masivos de comu­nicación. La gentry tenía tres principales recursos de control: un sistema de influencias y promociones que difícilmente podía incluir a los desfavorecidos pobres; la majestad y el terror de la justicia, y el simbolismo de su hegemonía. Éste era, en ocasiones, un delicado equilibrio social en el que los gobernantes se veían forzados a hacer concesiones. De ello que la rivalidad por la autoridad simbólica pueda considerarse, no como una forma de representar ulteriores contiendas «reales», sino como una verdadera contienda en sí misma. La protesta plebeya, a veces, no tenía más objetivo que desafiar la seguridad hegemónica de la gentry, extirpar del poder sus mixtifica­ciones simbólicas, o incluso sólo blasfemar. Era una lucha de «apa­riencias», pero el resultado de la misma podía tener consecuencias materiales: en el modo en que se aplicaban las Leyes de Pobres, en las medidas que la gentry creía necesarias en épocas de precios altos, en que se aprisionara o se dejara en libertad a Wilkes.

Al menos debemos retornar al siglo XVIII prestando tanta aten­ción a la contienda simbólica de las calles como a los votos de la Cámara de los Comunes. Estas contiendas aparecen en todo tipo de formas y lugares inesperados. Algunas veces consistía en el uso jocoso de un simbolismo jacobita o antihannoveriano, un retorcer la cola de la gentry. El Dr. Stratford escribió desde Berkshire en 1718:

Los rústicos de esta región son muy retozones y muy insolentes. Algunos honrados jueces se reunieron para asistir al día de Coro­nación en Wattleton, y hacia el atardecer cuando sus mercedes estuvieran tranquilos querían hacer una fogata campestre. Sabién­dolo algunos patanes tomaron un enorme nabo y le metieron tres velas colocándolo sobre la casa de Chetwynd… Fueron a decir a sus mercedes que para honrar la Coronación del Rey Jorge había aparecido una estrella fulgurante sobre el hogar del Sr. Chetwynd. Sus mercedes tuvieron el buen conocimiento de montar a caballo e ir a ver esta maravilla, y se encontraron, para su considerable decepción, que su estrella habíase quedado en nabo[54].

El nabo era, por supuesto, el emblema particular de Jorge I elegido por la multitud jacobita cuando estaban de buen humor; cuando esta­ban de mal humor era el rey cornudo, y se empleaban los cuernos en lugar del nabo. Pero otras confrontaciones simbólicas de estos años podían llegar a ser verdaderamente muy hirientes. En una aldea de Somerset, en 1724 tuvo lugar una oscura confrontación (una entre va­rias del mismo tipo) por la erección de una «Árbol de Mayo»[55]. Un terrateniente y magistrado de la localidad parece haber derribado «el viejo Árbol de Mayo», recién adornado con flores y guirnaldas, y haber enviado después a dos hombres al correccional por cortar un olmo para erigir un nuevo árbol. Como respuesta se cortaron en su jardín manzanos y cerezos, se mató a un buey y se envenenaron perros. Al ser soltados los prisioneros, se reerigió el árbol y se celebró el «Día de Mayo» con baladas sediciosas y libelos burlescos contra el magistrado. Entre los que adornaban la vara había dos trabaja­dores, un maltero, un carpintero, un herrero, un tejedor de lino, un carnicero, un molinero, un posadero, un mozo de cuadra y dos ca­balleros[56].

Hacia mediados de siglo, el simbolismo jacobita decae y el ocasional transgresor distinguido (quizás introduciendo sus propios intereses bajo la capa de la multitud) desaparece con él.[57] El simbo­lismo de la protesta popular después de 1760 es a veces un desafío a la autoridad de forma muy directa. Y no se empleaba el simbolis­mo sin cálculo ni sin una cuidadosa premeditación. En la gran huelga de marineros del Támesis de 1768, en que unos cuantos miles marcha­ron al Parlamento, la afortunada supervivencia de un documento nos permite observar este hecho en acción.[58] En el momento álgido de la huelga (7 de mayo 1768), en que los marineros no recibían satis­facción alguna, algunos de sus dirigentes acudieron a una taberna del muelle y pidieron al tabernero que les escribiera una proclama con buena letra y forma apropiada que tenían la intención de colo­car en todos los muelles y escaleras del río. El tabernero leyó el papel y encontró «muchas Expresiones de Traición e Insubordina­ción» y al píe «Ni W…, ni R…» (esto es, «Ni Wilkes, ni Rey»). El tabernero (por propio acuerdo) reconvino con ellos:

Tabernero: Ruego a los Caballeros que no hablen de coacción o sean culpables de la menor Irregularidad.

Marineros: ¿Qué significa esto, Señor?, si no nos desagravian rápidamente hay Barcos y Grandes Cañones disponibles que utilizaremos como lo pida la ocasión para desagraviarnos y además estamos dispuestos a desarbolar todos los barcos del Río y luego le diremos adiós a usted y a la vieja Inglaterra y navegaremos hacia otro país…

Los marineros estaban sencillamente jugando el mismo juego que la legislación con sus repetidos decretos sobre delitos capitales y sus anulaciones legislativas; ambas partes de esta relación tendían a ame­nazar más que a realizar. Decepcionados por el tabernero, le llevaron su escrito a un maestro de escuela que efectuaba esta especie de tarea clerical. Nuevamente el punto de vacilación fue la terminación de la proclama: a la derecha «Marineros», a la izquierda «Ni W…, ni R…». El maestro tenía el suficiente aprecio a su cuello para no ser autor de tal escrito. Siguió entonces este diálogo, por propio acuerdo, aunque parece una conversación improbable para las esca­leras de Shadwell:

Marineros: No eres Amigo de los Marineros.

Maestro: Señores, soy tan Amigo Suyo que de ningún modo quiero ser el Instrumento para causarles la mayor Injuria cuando se les Proclame Traidores a nuestro Temido Soberano Señor el Rey y provocadores de Rebeldía y Sedición entre sus compa­ñeros, y esto es lo que yo creo humildemente ser el Contenido de Su Escrito…

Marineros: La Mayoría de nosotros hemos arriesgado la vida en defensa de la Persona, la Corona y Dignidad de Su Majestad y por nuestro país hemos atacado al enemigo en todo momento con coraje y Resolución y hemos sido Victoriosos. Pero, desde el final de la Guerra, se nos ha despreciado a nosotros los Marineros y se han reducido nuestros Salarios tanto y siendo tan Caras las Provisiones se nos ha incapacitado para procurar las necesidades corrientes de la Vida a nosotros y nuestras Fa­milias, y para hablarle claro si no nos Desagravian rápida­mente hay suficientes Barcos y Cañones en Deptford y Woolwich y armaremos una Polvareda en la Laguna como nunca vieron los Londinenses así que cuando hayamos dado a los Comerciantes un coup de grease [sic] navegaremos hasta Fran­cia donde estamos seguros de encontrar una cálida acogida.

Una vez más los marineros fueron decepcionados; y con las pala­bras, «¿crees que un Cuerpo de marineros Británicos va a recibir órdenes de un Maestro de Escuela viejo y Retrógrado?», se despiden. En algún lugar lograron un escribano, pero incluso éste rehusó la totalidad del encargo. A la mañana siguiente apareció efectivamente la proclama en las escaleras del río, firmada a la derecha «Marine­ros» y a la izquierda… «¡Libertad y Wilkes por siempre!».

El punto central de esta anécdota es que, en el clímax mismo de la huelga marinera, los dirigentes del movimiento pasaron varias horas de la taberna al maestro y de éste a un escribano, en busca de un escribiente dispuesto a estampar la mayor afrenta a la autoridad que pudiera imaginarse: «Ni Rey». Es posible que los marineros no fueran republicanos en ningún sentido reflexivo; pero era este el mayor «Cañón» simbólico que podían disparar y, si hubiera sido disparado con el aparente apoyo de unos cuantos miles de hombres de mar británicos, habría sido sin duda un gran cañonazo.[59]

La contienda simbólica adquiere su sentido sólo dentro de un equilibrio determinado de relaciones sociales. La cultura plebeya no puede ser analizada aisladamente de este equilibrio; sus definiciones son, en algunos aspectos, antagónicas a las definiciones de la cultura educada. Lo que yo he intentado demostrar, quizá repetitivamente, es que es posible que cada uno de los elementos de esta sociedad, tomados por separado, tengan sus precedentes y sus sucesores, pero que, al tomarlos en su conjunto, forman una totalidad que es más que la simple suma de partes: es un conjunto de relaciones estruc­turado, en el que el Estado, la ley, la ideología antiautoritaria, las agi­taciones y acciones directas de la multitud, cumplen papeles intrínse­cos al sistema, y dentro de ciertos límites asignados por este sistema, límites que son simultáneamente los límites de lo que es política­mente «posible» y, hasta un grado extraordinario, también los lími­tes de lo que es intelectualmente y culturalmente «posible». La mul­titud, incluso cuando es más avanzada, sólo raramente puede trascender la retórica antiautoritaria de la tradición radical whig; los poetas no pueden trascender la sensibilidad del humano y generoso paterna­lista.[60] La furiosa carta anónima que surge de las más bajas profun­didades de la sociedad maldice contra la hegemonía de la gentry, pero no ofrece una estrategia para reemplazarla.

En cierto sentido es esta una conclusión bastante conservadora, pues estoy sancionando la imagen retórica que de sí misma tenía la sociedad del siglo XVIII, a saber, que el Acuerdo de 1688 definió su forma y sus relaciones características. Dado que el Acuerdo estableció la forma de gobierno de una burguesía agraria[61], parece que era tanto la forma del poder estatal como el modo y las relaciones de produc­ción los que determinaron las expresiones políticas y culturales de los cien años siguientes. Ciertamente el Estado, débil como era en sus funciones burocráticas y racionalizadoras, era inmensamente fuerte y efectivo como instrumento auxiliar de producción por derecho pro­pio: al abrir las sendas del imperialismo comercial, al imponer el cerramiento de los campos, al facilitar la acumulación y movimiento de capital, tanto mediante sus funciones bancarias y de emisión de tí­tulos como, más abiertamente, mediante las extracciones parasitarias a sus propios funcionarios. Es esta combinación específica de debili­dad y fuerza lo que proporciona la «iluminación general» en la que se mezclan todos los colores de la época; ésta la que asignaba a jueces y magistrados sus papeles; la que hacía necesario el teatro de hegemonía cultural y la que escribía para el mismo el guion paterna­lista y antiautoritario; ésta la que otorgaba a la multitud su oportuni­dad de protesta y presión; la que establecía las condiciones de nego­ciación entre autoridad y plebe y la que ponía los límites más allá de los cuales no podía aventurarse la negociación.

Finalmente, ¿con qué alcance y en qué sentido utilizo el concepto de «hegemonía cultural»? Puede responderse a esto en los niveles práctico y teórico. En el práctico es evidente que la hegemonía de la gentry sobre la vida política de la nación se impuso de modo efec­tivo hasta los años 1790[62]. Ni la blasfemia ni los episodios esporá­dicos de incendios premeditados ponen esto en duda; pues éstos no quieren desplazar el dominio de la gentry sino simplemente castigarla. Los límites de lo que era políticamente posible (hasta la Revolución Francesa) se expresaban externamente en forma constitucional e, in­ternamente, en el espíritu de los hombres, como tabúes, expectativas limitadas y una tendencia a formas tradicionales de protesta, destina­das a menudo a recordar a la gentry sus deberes paternalistas.

Pero también es necesario decir lo que no supone la hegemonía. No supone la admisión por parte de los pobres del paternalismo en los propios términos de la gentry o en la imagen ratificada que ésta tenía de sí misma. Es posible que los pobres estuvieran dispuestos a premiar con su deferencia a la gentry, pero sólo a un cierto precio. El precio era sustancial. Y la deferencia estaba a menudo privada de toda ilusión: desde abajo podía ser considerada en parte como algo necesario para la autoconservación, en parte como una extracción calculada de todo lo que pudiera extraerse. Visto desde esta perspectiva, los pobres impusieron a los ricos ciertos deberes y funciones paternalistas tanto como se les imponía a ellos la deferencia. Ambas partes de la ecua­ción estaban restringidas a un mismo campo de fuerza.

En segundo lugar, debemos recordar otra vez la inmensa distan­cia que había entre las culturas refinada y plebeya; y la energía de la auténtica dinámica interna de esta última. Sea lo que fuere esta hegemonía, no envolvía las vidas de los pobres y no les impedía defender sus propios modos de trabajo y descanso, formar sus pro­pios ritos, sus propias satisfacciones y visión de la vida. De modo que con ello quedamos prevenidos contra el intento de forzar la noción de hegemonía sobre una extensión excesiva y sobre zonas indebidas.[63] Esta hegemonía pudo haber definido los límites externos de lo que era políticamente y socialmente practicable y, por ello, influir sobre las formas de lo practicado: ofrecía el armazón desnudo de una estructura de relaciones de dominio y subordinación, pero dentro del trazado arquitectónico podían montarse muchas distintas escenas y desarrollarse dramas diversos.

Con el tiempo, una cultura plebeya tan robusta como ésta pudo haber alimentado expectativas alternativas, que constituyeran un desafío a esta hegemonía. No es así como yo entiendo lo sucedido, pues cuando se produjo la ruptura ideológica con el paternalismo, en los años 1790, se produjo en primer lugar menos desde la cultura plebeya que desde la intelectual de las clases medias disidentes y desde allí fue extendida al artesanado urbano.[64] Pero las ideas painitas, transportadas por los artesanos a una cultura plebeya más ex­tensa, desarrollaron en ella raíces instantáneamente, y quizá la pro­tección que les proporcionó esta robusta e independiente cultura les permitiera florecer y propagarse, hasta que se produjeron las grandes y nada deferentes agitaciones populares al término de las guerras francesas.

Digo esto teóricamente. El concepto de hegemonía es inmensa­mente valioso, y sin él no sabríamos entender la estructuración de relaciones del siglo XVIII. Pero aunque esta hegemonía cultural pudo definir los límites de lo posible, e inhibir el desarrollo de hori­zontes y expectativas alternativos, este proceso no tiene nada de determinado o automático. Una hegemonía tal sólo puede ser mante­nida por los gobernantes mediante un constante y diestro ejercicio, de teatro y concesión. En segundo lugar, la hegemonía, incluso cuan­do se impone con fortuna, no impone una visión de la vida totali­zadora; más bien impone orejeras que impiden la visión en ciertas direcciones mientras la dejan libre en otras. Puede coexistir (como en efecto lo hizo en la Inglaterra del siglo XVIII) con una cultura del pueblo vigorosa y autoimpulsada, derivada de sus propias expe­riencias y recursos. Esta cultura, que se resiste en muchos puntos a cualquier forma de dominio exterior, constituye una amenaza omni­presente a las descripciones oficiales de la realidad; dados los violen­tos traqueteos de la experiencia y la intromisión de propagandistas «sediciosos», la multitud partidaria de la Iglesia y Rey puede hacerse jacobina o ludita, la leal armada zarista puede convertirse en una flota bolchevique insurrecta. Se sigue que no puedo aceptar la opi­nión, ampliamente difundida en algunos círculos estructuralistas y marxistas de Europa occidental, de que la hegemonía imponga un dominio total sobre los gobernados —o sobre todos aquellos que no son intelectuales— que alcanza hasta el umbral mismo de su expe­riencia, e implanta en sus espíritus desde su nacimiento categorías de subordinación de las cuales son incapaces de liberarse y para cuya corrección su experiencia resulta impotente. Pudo ocurrir esto, aquí y allá, pero no en Inglaterra, no en el siglo XVIII.

VI

La vieja ecuación paternalismo-deferencia perdía fuerza incluso antes de la Revolución Francesa, aunque vio una temporal reanima­ción en las muchedumbres partidarias de Iglesia y Rey de principios de los años 1790, el espectáculo militar y el antigalicanismo de las guerras. Los motines de Gordon habían presenciado el clímax, y tam­bién la apoteosis, de la licencia plebeya; e infligieron un trauma a los gobernantes que puede ya observarse en el tono cada vez más disci­plinario de los años 1780. Pero, por entonces, la relación recíproca entre gentry y plebe, inclinándose ahora de un lado, ahora del otro, había durado un siglo. Por muy desigual que resultara esta relación, la gentry necesitaba a pesar de todo cierta clase de apoyo de los po­bres, y éstos sentían que eran necesitados. Durante casi cien años los pobres no fueron los completos perdedores. Conservaron su cultura tradicional; lograron atajar parcialmente la disciplina laboral del pri­mer industrialismo; quizás ampliaron el alcance de las Leyes de Pobres; obligaron a que se ejerciera una caridad que pudo evitar que los años de escasez se convirtieran en crisis de subsistencias; y disfrutaron de las libertades de lanzarse a las calles, empujar, bos­tezar y dar hurras, tirar las casas de panaderos o disidentes detesta­bles, y de una disposición bulliciosa y no vigilada que asombraba a los visitantes extranjeros y casi les indujo erróneamente a pensar que eran «libres». Los años 1790 eliminaron tal ilusión y, a raíz de las experiencias de esos años, la relación de reciprocidad saltó. AI saltar, en ese mismo momento, perdió la gentry su confiada hegemonía cul­tural. Pareció repentinamente que el mundo no estaba, después de todo, ligado en todo punto por sus gobernantes y vigilado por su poder. Un hombre era un hombre «a pesar de todo». Nos apartamos del campo de fuerza del siglo XVIII y entramos en un período en que se produce una reorganización estructural de relaciones de clase e ideología. Se hace posible, por primera vez, analizar el proceso his­tórico en los términos de notaciones de clase del siglo XIX.


[1] La polémica comenzó hace seis o siete años en el Centro para el Estudio de Historia Social de Warwick. Alguna parte de las secciones I y II fueron presentadas en el Congreso Anglo-Americano de Historiadores (7 ju­lio 1972), en Londres. La sección V fue añadida para el debate del Seminario del Centro Davies, Universidad de Princeton (febrero 1976). Y yo he inter­polado, en la sección VI, algunas notas sobre la «clase» presentadas en la Séptima Mesa Redonda de Historia Social en la Universidad de Constanza (junio 1977). Estoy agradecido a mis anfitriones y colegas en estas ocasiones, y por la valiosa polémica que siguió. Me doy cuenta de que un artículo amalgamado de esta forma debe carecer de cierta coherencia.

[2] Esto procede de un pasaje muy general de La ideología alemana (1845). Yo no recuerdo ninguna parte de la misma generalidad en El capital. (Marx y Engels, La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1974, pp. 58 y 64).

[3] Harold Perkin, The Origtns o} M.odem English Society, 1780-1800, 1969, p. 42; Alexander Marchant, «Colonial Brasil», en X. Livermore, ed., Portugal and Brazil: An Introduction, Oxford, 1953, p. 297.

[4] Eugene D. Genovese, The World the Slaveholders Made, Nueva York, 1969, esp. p. 96.

[5] Peter Laslett, The World We Have Lost, 1965, p. 21.

[6] Cuando tu buen padre tenía este amplio dominio, / La voz del dolor nunca lloró en vano. / Calmados por su piedad, por su abundancia alimen­tados, / Los enfermos encontraban medicina y los ancianos pan. / Nunca aban­donó sus intereses a los cuidados de la parroquia. / Ni hubo bailío alguno que impusiera allí su pequeño imperio; / No hubo tirano de aldea que los matara de hambre o los oprimiera; / Aprendió sus necesidades, y ellas satisfacía … // Los pobres veían a su lado a sus protectores naturales, / Y los que impartían la ley sustituían a la ley misma.

[7] El viaje sin límites de las costumbres / Se ha llevado al magistrado guardián. / Excepto en las calles de Augusta, en las costas de Galia, / El patrón rural ya nunca se vislumbra…

[8] Raymond Williams, The Country and the City, Oxford, 1973, passim.

[9] El significado del análisis del paternalismo en la obra de Eugene D. Genovese, que culmina en Roll, Jordán, Roll (Nueva York, 1974), no puede ser una exageración. Lo que puede serlo, en opinión de los críticos de Genovese, es el grado de «reciprocidad» de la relación entre los dueños de esclavos y éstos y el grado de adaptación (o conformidad) aceptado por los esclavos en el «espacio para vivir» proporcionado por la manifiesta hegemonía de los amos (Herbert G. Gutman, The Black Family in Slavery and Freedom, Nueva York, 1976, esp. pp. 309-326, y Eric Perkins, «Roll, Jordán, Roll: A “Marx” for the Master Class», Radical History Review, Nueva York, III, n.° 4 (otoño 1976), pp. 41-59. En una respuesta provisional a sus críticos (ibid., invierno 1976-1977), Genovese observa que suprimió 200 páginas sobre revueltas de esclavos en el hemisferio occidental (que aparecerán en un volumen subsiguiente); en la parte publicada se ocupó de «analizar la dialéc­tica de la lucha de clases y el duro antagonismo en una época en que la confrontación abierta de tipo revolucionario era mínima». Mientras que la situación de los esclavos y de los trabajadores pobres ingleses del siglo xviii es difícilmente comparable, el análisis de Genovese de hegemonía y reciproci­dad —y la polémica que le siguió— es de gran relevancia para los temas de este artículo.

[10] No debemos olvidar que la gran investigación de Namier del carácter del sistema parlamentario se originó como estudio de «The Imperial Problem during the American Revolution», prefacio de la primera edición de The Structure of Politics in tbe Accession of George III. Desde la época de Namíer, el «problema Imperial» y sus constantes presiones en la vida política y económica de Inglaterra ha sido despreciado con excesiva frecuencia, y después olvidado. Véase también los comentarios de Irfan Habib «Colonialization of the Indian Economy, 1757-1900», Social Scientíst Delhi nº’22 esp. pp. 25-30.

[11] MSS de Blenheim (Sunderland), D II, 8.

[12] J. H. Plumb. Sir Robert Walpole, 1969, II, pp. 168-169.

[13] P. D. Langford, «William Pitt and Public Opinion, 1757», English Historical Review, CCCXLVI (1973). Pero, cuando estuvo en el poder, el «patriotismo» de Pitt sólo se limitó a la parte derecha del gobierno. La parte izquierda, Newcastle, «tomó el tesoro, el patronazgo civil y eclesiástico, y la disposición de aquella parte del dinero del servicio secreto empleado en aquel momento en sobornar a los miembros del Parlamento. Pitt era secre­tario de Estado, y tenía la dirección de la guerra y los asuntos exteriores. De modo que toda la porquería de todas las ruidosas y pestilentes alcantarillas del gobierno se vertió en un solo canal. Por los restantes canales sólo pasó lo brillante y sin mácula» (T. B. Macaulay, Critical and Historical Essays, 1880, p. 747).

[14] Ibid., p. 746.

[15] Debo subrayar que esta es una visión del Estado vista desde «dentro». Desde «fuera», en su efectiva presencia militar, naval, diplomática e imperial, directa o indirecta (como en la paraestatal East India Company) debe verse con un aspecto mucho más agresivo. La mezcla de debilidad interna y fuerza externa, y el equilibrio entre ambas (en política de «guerra» y de «paz») nos conducen hasta la mayoría de las cuestiones de principio reales abiertas en la alta política de mediados del siglo XVIII. Era cuando la debilidad inherente a su parasitismo interno destruía sus venganzas en derrotas externas (la pér­dida de Menorca y el sacrificio ritual del almirante Byng; el desastre ame­ricano) cuando los elementos de la clase dirigente se veían empujados por el shock fuera de meros faccionalismos y a una política de principios clasista.

[16] Pero ha habido un cambio significativo en la reciente historiografía, hacia un tomar más en serio las relaciones entre los políticos y la nación política «sin puertas». Véase J. H. Plumb, «Political Man», en James L. Clifford, ed., Man versus Society in Eighteenth-Century Britain, Cambridge, 1968; y, notablemente, John Brewer, Party Ideology and Popular Politics at the Accession of George III, Cambridge, 1976; así como muchos otros estu­dios especializados.

[17] «En nuestra época la oposición está entre una Corte corrupta, a la que se ha unido una innumerable multitud de todos los rangos y posiciones comprados con dinero público, y la parte independiente de la nación» (Political Disquisitíons, or an Enquirv into Public Errors, Efects and Abuses, 1774). Esta es, por supuesto, también la crítica de la vieja oposición «rural» a Walpole.

[18] C. F. Burgess, ed., Letters of John Gay, Oxford, 1966, p. 45.

[19] Pero téngase en Cuenta el análisis relevante en John Cannon, Parliamentary Reform, 1640-1832, Cambridge, 1973, p. 49, nota 1.

[20] «11 abril 1779… Había Coches en la Iglesia. El St. Custance, inmedia­tamente después de la Ceremonia, se me acercó con el deseo de que aceptara un pequeño presente; estaba envuelto en un pedazo de papel blanco muy arreglado y, al abrirlo, vi que contenía no menos de la suma de 4.4.0. Dio también al oficial 0.10.6». (The Diary of a Counlry Parson, 1963, p. 152).

[21] «El correo de todo miembro del Parlamento con las más mínimas pretensiones de influencia estaba repleto de ruegos y peticiones de votantes para ellos, sus parientes o subordinados. Puestos en las Aduanas y Consumos, en el Ejercito y en la Armada, en la Iglesia, en las Compañías de India Oriental, África y Levante, en todos los departamentos del Estado, desde porteros a funcionarios; trabajos en la corte para la verdadera gentry o sinecuras en Irlanda, el cuerpo diplomático, o cualquier otro lugar donde los deberes fueran ligeros y los salarios estables» (J. H. Plumb, «Political Man», en op. cit., p. 6).

[22] De aquí la iracunda nota de Blake a sir Joshua Reynolds: «¡Libera­lidad! no queremos Liberalidad. Queremos precios justos y Valores Propor­cionados y una demanda general para el Arte» (Geoffrey Keynes, ed., The Complete Writirigs of William Blake, 1957, p. 446).

[23] Para comentarios terribles sobre deferencia e independencia, véase Mary Thrale, ed., The Autobiography of Francis Place, Cambridge, 1972, 216-218, 250. El afortunado mercader de Birmingham, William Hutton, anota en su autobiografía la forma en que llegó a comprar tierra por primera vez (en 1766 a la edad de 43 años}: «Desde que tenía ocho años había desarrollado el amor a la tierra, y a menudo preguntaba acerca de ella, y deseaba tener alguna propia. Este ardiente deseo del barro nunca me aban­donó…» (The Lije of William Hutton, 1817, p. 177).

[24] Aunque la oposición del campo a Walpole tenía demandas cenitales que eran democráticas formalmente (parlamentos anuales, disminución de funcionarios y de la corrupción, terminar con el ejército regular, etc.), la demo­cracia que le pedía era desde luego limitada, en general, a la gentry terra­teniente (frente a los intereses monetarios y de la Corte), como quedaba claro en la constante defensa tory de las cualificaciones de propiedad terri­torial para los miembros del Parlamento. Véase el útil análisis de Quentin Skinner (que, sin embargo, no toma en consideración la dimensión de la nación política «sin puertas» a la que apeló Bolingbroke), «The Principies and Practice of Opposition: The Case of Bolingbroke versus Walpole», en Neil McKendrick, ed., Historical perspectives, 1974; H. T. Dickinson, «The Eighteenth-Century Debate on the “Glorious Rcvolution»», Hlistory, LXI, n.° 201 (febrero 1976), pp. 36-40; y (para la continuidad entre la plataforma del viejo partido del Campo y los nuevos whigs radicales), Brewer, op. cit., pp. 19, 253-255. Los whigs hannoverianos también apoyaban las cualifica­ciones de gran propiedad para los miembros del Parlamento (Cannon, op. cit., p, 36).

[25] Véase Brewer, op. cit., cap. 8; y, para un ejemplo de su extensión provincial, John Money, «Taverns, Coffee Houses and Clubs: Local Politics and Popular Articulacy in the Birmingham Area in the Age of the American Revolution», Historical Journal, XIV, n° 1 (1971).

[26] Los siguientes tres párrafos ofrecen un resumen de mi artículo en el Journal of Social Hístory, VII, nº 4 (verano 1974).

[27] Hay otros motivos; y uno es históricamente específico a la sociedad británica del siglo XVIII, y es posible que destaque que yo no doy «plebe» como término universalmente válido de todas las sociedades en la «etapa» de «protoindustrialización». Para la clase dominante británica, el mundo grecorromano (más específicamente la Roma republicana) proporcionaba un modelo sociológico y político muy coherente con respecto al cual medían sus propios problemas y conducta. Como ha observado Alasdair Maclntire: «Para la naciente sociedad burguesa, el mundo grecorromano proporcionaba el manto que llevan los valores humanos». La educación clásica ofrecía «el estudio de toda una sociedad, del lenguaje, la literatura, la histeria y la filosofía de la cultura grecorromana» («Breaking the Chains of Reason», en E. P. Thompson, ed., Out of Apathv, 1960, p. 205; véase también Brewer, op. cit., pp. 258-259). En momentos de autorreflexión y autodramatización, los gobernantes de la Inglaterra del siglo XVIII se veían como patricios y al pueblo como plebe.

[28] Es asombroso que le recuerden a uno que el duque de Newcastle hizo su aprendizaje político congregando una multitud, como recordaba él en 1768 («Adoro a ]a muchedumbre, una vez yo mismo me puse a la cabeza de una. Debemos la sucesión hannoveriana a la muchedumbre»). Para el breve episodio de la organización de muchedumbres camorristas rivales en Londres a la subida de Jorge I, véase James L. Fitts, «Newcastle’s Mob», Albion, V, n.° 1 (primavera 1973), pp. 41-49); y Nicholas Rogers, «Popular Protest in Early Hanoverian London», Past and Present (de próxima aparición).

[29] Skinner, op. cit., pp. 96-97.

[30] El cambio crítico hacia una oligarquía disciplinada se produce a comienzos de los años 1720: es decir, en el momento en que la ascendencia de Walpole anuncia «estabilidad política». La energía de un electorado en expansión, indiferenciado, ha sido mostrado en bastantes estudios: J. H. Plumb, «The Growth of the Electorate in England from 1600 to 1715», Past and Present, XLV (1969); W. A. Speck, Tory and Whig: The Struggle in the Constituencies, 1701-1715, 1970. Esto da un relieve mucho más preciso al proceso contrario, después de 1715 y el Septennial Act (1716): las determina­ciones cada vez más estrechas de la Cámara sobre el voto local (véase Cannon, op. cit., p. 34, y su útil capítulo «Pudding Time», en general); la compra y control de distritos; el desuso de las elecciones, etc. Además de Cannon, véase W. A. Speck, Stability and Strife, 1977, pp. 16-19, 164; Brewer, op. cit., p. 6; y especialmente el muy meticuloso análisis de Geoffrey Holmes, The Electorate and the National Will in the First Age of Party, University of Lancaster, 1976.

[31] Commons Journals, XX (11 febrero 1723-4).

[32] Cambridge Unlverslty Library, C(holmondeley) H(oughton) MSS, P 64 (39).

[33] The Making of the English Working Class (edición Pelican), p. 11. [Hay trad. cast.: La formación histórica de la clase obrera, trad. de Ángel Abad, 3 vols., Laia, Barcelona, 1977.]

[34] No es mi intención sugerir que un análisis estructural estático como éste no pueda ser tanto valioso como esencial. Pero lo que nos da es una lógica determinante (en el sentido de «poner límites» y «ejercer presiones»; véase el análisis de importancia crítica del determinismo en Raymond Williams, Marxism and Literature, Oxford, 1977), y no la conclusión o la ecuación históricas; que estas relaciones de producción = a estas formaciónes de clase. Véase también más adelante, párrafo 7 y nota 36.

[35] Según mi opinión, es el uso que generalmente se encuentra en la práctica histórica de Rodney Hilton, E, J. Hobsbawm, Christopher Hill, y mu­chos otros.

[36]Cf. E. Hobsbawm, «Class Consciousness in History», en Istvan Meszaros, ed., Aspects of History and Class Consciousness, 1971, p. 8: «Bajo el capitalismo la clase es una realidad inmediata y en cierto sentido directa­mente experimentada, mientras que en épocas precapitalistas no puede ser más que una construcción analítica que da sentido a un complejo de datos de otro modo inexplicables». Véase también ibid., pp. 5-6.

[37] Cf. Hobsbawm, íbid., p. 6: «Para los propósitos del historiador… la clase y los problemas de la conciencia de clase son inseparables. Clase en su sentido más pleno solo llega existir con el momento histórico en que la clase empieza a adquirir conciencia de sí misma como tal».

[38] La economía política marxista, con un proceso analítico necesario, construye una totalidad en la cual las relaciones de producción se proponen ya como clases. Pero cuando volvemos desde esta estructura abstracta al proceso histórico pleno, vemos que la explotación (económica, militar) se experimenta de modos c1asistas y solo entonces da origen a la formación de clases: véase mi «An Orrery of Errors», Reasoning, One, Merlin Press, septiembre 1978.

[39] Para los determinantes de la estructura de clase (y de la propiedad de relaciones de «extracción de la plusvalía» que imponen límites, posibilidades, y «modelos a largo plazo» en las sociedades de la Europa preindustrial), véase Robert Brenner, «Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe», Past and Present, LXX (febrero 1976), esp. pp. 31-32.

[40] Horace Walpole, Memoirs of the Reign of King George the Second, 1847. II, pp. 220-221.

[41] Para una traducción ligeramente distinta, véase Grundrisse, Penguin, 1973, pp. 106-107. Incluso aquí, sin embargo, la metáfora de Marx hace refe­rencia no a la clase o las formas sociales, sino a las relaciones económicas coexistentes dominante y subordinada.

[42] Véase los perceptivos comentarios sobre el sentido «circular» del espacio en la parroquia agrícola antes del cerramiento en John Barrel, The Idea of Landscape and the Sense of Place: An Approach to the Poetry of John Clare, Cambridge, 1972, pp. 103, 106.

[43]Véase mi «Rough Music: Le Charivari Anglais», Annales ESC, XXVII, n° 11 (1972); y mis otros comentarios en el curso del Congreso sobre «Le Charivari» bajo los auspicios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (VIª section), París, 25-27 de abril de 1977 (de próxima publi­cación).

[44] En fecha tan tardía como 1811 ciertos sofisticados tradeunionistas londinenses, al apelar a las cláusulas sobre el aprendizaje del Estatuto de Artífices («¡Mecánicos! ¡¡Proteged vuestras libertades contra los Invasores sin Ley!!»), comenzaban con una «Oda a la memoria de la Reina Isabel»: «Su memoria es todavía dulce al jornalero, / Pues protegidos por sus leyes, resisten hoy / Violaciones, que de otro modo prevalecerían. // Patronos tiránicos, innovadores simples / Se ven impedidos y limitados por sus gloriosas reglas. / De los derechos del trabajador es ella todavía una garantía Report of tbe Trial of Alexander Wadsworth against Peter Laurie (28 de mayo de 1811), Columbia University Library, Seligman Collection, Place pamphlets, vol. XII

[45] Espero que mi uso de «descifrar» no asimile mi argumentación inme­diatamente a esta o aquella escuela de semiótica. Lo que quiero decir debe quedar claro en las siguientes páginas: no es suficiente describir simplemente las protestas simbólicas populares (quema de efigies, ponerse hojas de encina, colgar botas): es también necesario recobrar el significado de estos símbolos con respecto a un universo simbólico más amplio, y así encontrar su fuerza, tanto como afrenta a la hegemonía de los poderosos y como expresión de las expectativas de la multitud; véase el sugerente artículo de William R. Reddy, «The Textile Trade and the Language of the Crowd at Rouen, 1752-1871», Past and Present, LXXIV (febrero 1977).

[46] Journal of Interdisciplinary History, VI, n° 1 (1975).

[47] Keith Thomas, Religion and the Decline of Magic, 1971, pp. 627-628.

[48] «Anthropology and the Discipline of Historical Context», Midland History, I, n° 3 (primavera 1972); Journal of Interdisciplinary History, VI, n° 1 (1975), pp. 104-105, esp. nota 31.

[49] S. Baring-Gould, Devonshire Characters and Strange Events, 1908, p. 59.

[50] Peter Linebaugh, «The Tyburn Riot against the Surgeons», en Douglas Hay y otros, Albion’s Fatal Tree, 1975; Ruth Richardson, «A Dissection of the Anatomy Act», Studies in Labour Htstory, I, Brighton, 1976.

[51] Compárese con Genovese, Roll, Jordan, Roll, p. 91: «Los esclavos aceptaban la disciplina de reciprocidad, pero con una diferencia profunda. A la idea de deberes recíprocos añadieron la doctrina de derechos recíprocos».

[52] Sostengo aquí la idea de Gerald M. Sider, «Christmas Mumming and the New Year in Outport Newfoundland», Past and Present (mayo 1976).

[53] Véase Connor Cruise O’Brien, «Politics as Drama as Politics», Power and Consciousness, Nueva York, 1969.

[54] Hist. MSS. Comm., Portland MSS, VII, pp. 245-246.

[55] Un palo alto pintado con rayas espirales de distintos colores y coronado de flores, instalado en un espacio abierto, para que las gentes en fiestas bailen a su alrededor en la celebración del Día de Mayo (1 de mayo). (N. del T.)

[56] Public Record Office (en adelante PRO). KB 2 (1> Affidavits, Pascua 10 G I, relativos a Henstridge, Somerset, 1724. A la subida de Jorge, la gente del pueblo en Bedford «vistieron el árbol de Mayo de luto» y un oficial militar lo derribó. En agosto 1725 hubo una refriega sobre un Árbol de Mayo en Barford (Wilts.), entre los habitantes y un caballero que sospechaba que el árbol había sido robado de sus bosques (lo cual era probablemente verdad). El caballero pidió un pelotón para ayudarle, pero los habitantes ganaron: para Bedford, An Account of the Riots, Tumults and other Treasona­ble Practices since His Majesty’s Accession to the Throne, 1715, p. 12; para Barford, Mist’s Weekly Journal (28 agosto 1725).

[57] Sin embargo, como nos recuerdan los episodios de Árboles de Mayo, la tradición tory de paternalismo, que se remonta al Book of Sports (Libro de Deportes) de los Stuart, y que otorga patronazgo o un cálido permiso a las recreaciones del pueblo, sigue siendo extremadamente fuerte incluso en el siglo XIX. Esta cuestión es demasiado extensa para ser tratada en este trabajo, pero véase R. W. Malcolmson, Popular Recreations in English Society, 1700-1850, Cambridge, 1973.

[58] William L. Clement Library, Ann Arbor, Michigan, Shelburne Papers, vol. 133, «Memorials of Dialogues betwixt Several Seamen, a Certain Victualler, & a S… Master in the Late Riot». Agradezco al bibliotecario y a su personal que me permitieran consultar y citar estos papeles.

[59]    Hasta qué punto las ideas explícitas antimonárquicas y republicanas estaban presentes entre el pueblo, especialmente durante los turbulentos años 1760, es una cuestión más frecuentemente dejada de lado con una negativa, que investigada. El enormemente valioso trabajo de George Rudé sobre la multitud londinense tiende a evidenciar un escepticismo metodológico hacia las motivaciones políticas «ideales»: así, se ha tropezado con el rumor, en otra fuente, de que los manifestantes utilizaban el slogan «Ni Wilkes, Ni Rey», pero lo ha desechado como un simple rumor; véase G. Rudé, Wilkes and Liberty, Oxford, 1962, p. 50; véase Brever, op. cit., p. 190; W. J. Shelton, English Hunger and Industrial Disorders, 1973, pp. 188, 190. Por otra parte, tenemos el fuerte caveat de J. H. Plumb: «Los historiadores, me parece, nunca dan el suficiente énfasis a la prevalencia de enconados sentimientos antimonárquicos, prorrepublicanos en los años 1760 y 1770» («Political Man», op. cit., p. 15), «No es probable que podamos descubrir la verdad en las fuentes impresas, sujetas al escrutinio del Abogado del Tesoro. Hay momen­tos, durante estas décadas, en que se tiene la sensación de que una buena parte del pueblo inglés estaba más dispuesta a separarse de la Corona que los americanos; pero tuvieron la desgracia de no estar protegidos por el Atlántico. En 1775, algunos artesanos privilegiadamente situados pudieron se­pararse más directamente, y los agentes americanos (disfrazados con ropas de mujer) estaban reclutando activamente más de un barco completo de carpin­teros navales de Woolvich» (William L. Clement Library, Wedderburn Papers, II, J. Pownall a Alexander Wedderburn, 23 de agosto de 1775).

[60] Yo no dudo de que hubiera una auténtica y significativa tradición paternalista entre la gentry y los grupos profesionales. Pero esa es otra cuestión. Lo que me ocupa a mí aquí es la definición de los límites del paternalismo, y presentar objeciones a la idea de que las relaciones sociales  (o de clase) del siglo XVIII estaban mediatizadas por el paternalismo, en sus propios términos.

[61] El profesor J. H. Hexter se quedó sorprendido cuando yo pronuncié esta unión impropia («burguesía agraria») en el seminario del Davis Centre de Princeton en 1976. Perry Anderson también quedó sorprendido diez años antes: «Socialism and Pseudo-Empiricism», New Left Review, XXXV (enero- Eebrero 1966), p. &: «Una burguesía, si es que el término va a retener algún significado, es una clase con base en las ciudades; eso es lo que significa la palabra». Véase también (en mi lado de la polémica), Genovese, The World the Slaveholders Made, p. 249; y un comentario juicioso sobre este asunto de Richard Johnson, Working Papers in Cultural Studies, Birmingham, IX, primavera 1976). Mi reformulación de este (algo convencional) argumento marxista se hizo en «The Peculiarities of the English», Socialist Register (1965), esp. p. 318. En él subrayo no sólo la lógica económica del capitalismo agrario, sino la amalgama específica de atributos urbanos y rurales en el estilo de vida de la gentry del siglo XVIII: los lugares de baños; la temporada de Londres o la temporada de ciudad; los ritos de pasaje periódicos urbanos, en educación o en los varios mercados matrimoniales; y otros atributos espe­cíficos de la cultura mixta agraria-urbana. Los argumentos económicos (ya presentados correctamente por Dobb) han sido reforzados por Brenner, op. cit., esp. pp. 62-68. Se encuentra más evidencia sobre las comodidades urbanas al alcance de la gentry en Peter Borsay, «The English Urban Renaissance; The Development of Provincial Urban Culture, c. 1680-c. 1760», Social History, V (mayo 1977).

[62] Digo esto a pesar de la cuestión suscitada en la nota 54. Si los sentimientos republicanos se hubieran convertido en una fuerza efectiva, creo que solo lo habrían hecho bajo la dirección de una gentry republicana. en la primera etapa. Recibo con gusto la nueva visión de John Brewer del ritual y el simbolismo de la oposición wilkesiana (Brewer, op. cít., esp., pp. 181-191). Pero si Wilkes hizo el papel de tonto para la multitud, nunca dejó de ser un tonto-caballero. En términos generales, mi artículo se ha ocupado principalmente de la  autoimpulsada mult1tud plebeya, y (una seria debilidad) me he visto forzado a dejar fuera la multitud con licencia o manipulada por la gentry.

[63] En una crítica relevante de ciertos usos del concepto de hegemonía, R. J. Morris observa que puede implicar «prácticamente la imposibilidad de la clase obrera o de secciones organizadas de la misma para poder generar ideas... radicales independientes de la ideología dominante». El concepto implica la necesidad de buscar intelectuales para el mismo, mientras que el sistema de valores dominante se ve como «una variable exógena indepen­dientemente generada» de grupos o clases subordinados {«Bargaining with Hegemony», Bulletin of the Society for the Study of Labour History, XXXV, otoño 1977, pp. 62-63). Véase también la aguda respuesta de Genovese a las críticas a este punto: «La hegemonía implica lucha de clases y no tiene ningún sentido aparte de ella… No tiene nada en común con historia del consenso y representa su antítesis: una forma de definir el contenido histórico de la lucha de clases en épocas de aquiescencia» (Radical History Review, invierno 1976-1977, p. 98). Me alegro de que esto se haya dicho.

[64] La cuestión de si una clase subordinada puede o no desarrollar una crítica intelectual coherente de la ideología dominante —y una estrategia que llegue más allá de los límites de su hegemonía— me parece ser una cuestión histórica (es decir, una cuestión respecto a la cual la historia ofrece muchas respuestas diferentes, algunas muy matizadas), y no una que puede ser resuelta con pronunciamientos de «práctica teórica». El número de «intelectuales orgá­nicos» (en el sentido de Gramsci) entre los artesanos y trabajadores de Gran Bretaña entre 1790 y 1850 no debe subestimarse.

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (el caso inglés: Las trade-unions o el proletariado como simple vendedor de mercancías)

Publicado originalmente en la web Gedar.

Este artículo se tratará de centrar en el mismo periodo histórico que el anterior, el capitalismo en fase de crecimiento y desarrollo. Nos fijaremos en el siglo XIX,  especialmente en la segunda mitad, y concretamente en el caso de Gran Bretaña, debido a que muestra una serie de características de gran importancia política que se harían presentes en el sindicalismo en un momento posterior. Tal como vimos, la desposesión violenta generalizada que da lugar al surgimiento del proletariado también contribuye a reunirlo en fábricas y talleres, facilitando en cierta manera que se asociara entre sí de distintas maneras [1]. Estas diversas formas organizativas coinciden en el tiempo, por lo  que no se puede trazar una línea temporal clara que separe el desarrollo de unas y otras. Así, un gremio de artesanos en un lugar puede coincidir con un sindicato de proletarios no cualificados en otro, mostrando planteamientos de lucha sindical muy diversos o incluso directamente opuestos. Esto se debe principalmente a que el desarrollo de la conciencia y organización de clase, así como del propio capitalismo, no es lineal, sino que presenta estados de desarrollo distintos de manera simultánea. En resumen, debemos entender que no sería correcto hablar de un tipo de sindicalismo en este momento histórico, sino de muchos de ellos.

En el caso de Gran Bretaña se dan una serie de circunstancias que permiten un desarrollo industrial superior al resto de Europa: la industria crece espectacularmente gracias a la expansión internacional de los mercados disponibles en las colonias, permitiendo además que se posicione como monopolio industrial. Además, surge de aquí un estrato mejor situado dentro del proletariado: la aristocracia obrera, que sienta un precedente de lo que luego ocurrirá en el resto de Europa en cuanto al cambio de formas que toma la lucha sindical, por un lado, y de la concepción de la lucha política que  tienen, por el otro. Por lo que nos toca, en este artículo entraremos a analizar más  detenidamente el fenómeno del tradeunionismo [2] como ejemplo concreto de estos planteamientos.

En el artículo anterior hablábamos de un capitalismo creciente, en expansión, y un estado que apenas intervenía en la economía, pero aplicaba gran violencia a toda asociación obrera, persiguiéndola con dureza. En Inglaterra las Combination Acts de 1799 y 1800 prohíben explícitamente la organización de trabajadores y no son derogadas hasta 1824. Lo mismo ocurre en otros países como Francia, con la Ley Chapelier (1789) que prohíben asociaciones y corporaciones gremiales a la vez que establece que «Toda persona será libre de ejercer cualquier negocio, profesión, arte u oficio que estime conveniente«[3]. En consecuencia, la lucha política del proletariado se dirige sobre todo a la libertad de asociación [4].

El caso de Gran Bretaña tiene gran importancia también en tanto que, con la derogación de las prohibiciones de asociación se comienza a pensar en la acción política más allá de las libertades de coalición. Entre 1836 y 1848 surge el cartismo. Este movimiento defiende en un primer momento que el proletariado, en caso de alcanzar el poder político, podría adecuar las leyes a sus intereses, lo cual se debe a una visión muy neutral del carácter del estado burgués, como árbitro del conflicto entre clases. A pesar del fracaso del movimiento al no conseguir sus objetivos propuestos y de sus limitaciones internas, supone un salto cualitativo en tanto que llega a trascender de las simples mejoras laborales y el proletariado toma contacto con la acción política con una visión más global. No sería correcto caracterizarlo como movimiento puramente reformista; en primer lugar, porque el movimiento cartista se dividiría en un ala moderada (W. Lovett y  Robert Owen), de pretensiones más económicas y otra radical (Bronterre  O’Brien y  Feargus O’Connor ) con miras puestas en la revolución social, y en segundo lugar porque no existe el reformismo [5] como tal en este momento histórico. En todo caso podríamos hablar de negar o afirmar la necesidad de la revolución social.

Aunque hacia 1824 las organizaciones proletarias ya no son clandestinas, la burguesía aún las ve con malos ojos. Esto cambia gradualmente cuando las crisis periódicas, frecuentes y violentas, causantes de una economía inestable, dan paso a un periodo de estabilidad más prolongado a partir de 1856. La estabilidad de la economía británica viene de la mano de un cambio de actitud [6] de la burguesía (y por extensión del estado), hacia el proletariado: de perseguir toda expresión de organización independiente a tolerarla como objeto de negociación, acuerdos y concesiones (que facilitan a la vez el enorme crecimiento de ganancias). La huelga no siempre es mal vista, llegando incluso a utilizarse como instrumento de competencia entre empresas cuando los señores industriales las suscitan en las empresas rivales. En 1860, según recoge Rosa Luxemburg [7], un empresario llega a declarar que las huelgas “son a la vez un medio de acción y el resultado inevitable de las negociaciones comerciales para la compra de trabajo”. Esta frase resulta esencial para comprender las limitaciones del movimiento tradeunionista, como veremos a continuación, ya que resume el espíritu de éste.

El tradeunionismo, la asociación obrera por oficios, se presenta a sí mismo como pragmático y prudente [8], llegando a creer que si se desprende del lastre de la influencia creciente del socialismo, podrá subir los salarios y bajar la jornada laboral hasta poder adquirir la propiedad completa de los productos de su trabajo. Este apoliticismo respecto a las ideas de revolución social viene de la mano de una participación en el parlamento para conseguir mejoras, llegando a tejer una verdadera red de influencias sobre distintos grupos políticos burgueses, más o menos progresistas. El proletariado así organizado pone su mirada exclusivamente en las reivindicaciones cotidianas, y a pesar del anterior intento de Owen de unificar la acción sindical en la Grand Trade Union, se dispersa en sindicatos independientes entre sí, cada uno operando por su cuenta de manera localista. Es un movimiento obrero particularizado, a diferencia de Alemania o Francia, situado completamente (política y económicamente) en el campo de juego de la sociedad burguesa. Ahora veremos por qué.

Sus métodos de presión, tanto en lucha contra la patronal, como en el parlamento llegan a basarse en un sistema de arbitraje [9], en el marco legal, un marco común. En otras palabras, la leyes -el estado- están por encima del conflicto entre clases. Esta  subjetividad, esta forma de pensar influida por la comprensión burguesa de las cosas, deriva en que el conflicto de clases se ve desplazado, en vez de ello, al conflicto entre  compradores y vendedores de mercancías, aceptando con ello que lo que regula los salarios son las leyes de la economía burguesa de oferta y demanda (y no la presión de la del proletariado organizado, entre otros factores). Por ello concluyen que tienen que limitar la oferta de trabajo: lucharán por reducir las horas extras, pero también por reducir el número de aprendices o limitar la inmigración, entre otras medidas. En resumen, luchan por limitar quién accede al trabajo por medios corporativistas, propios de los gremios de artesanos. Así, las trade-unions se convierten en mayoristas de la fuerza de trabajo y en vez de romper la competencia entre proletarios la acrecientan, rompiendo con ello la solidaridad obrera. Además -y esto es muy importante por la  semejanza con la situación hoy en día- su corporativismo pone en oposición a los sindicados con la masa no sindicada.

En su supuesto pragmatismo, su sindicalismo “puro” desprecia o limita al máximo el componente socialista, cualquier perspectiva global de clase, de manera que también aumenta la influencia de la ideología burguesa al no oponerse a ella de manera independiente, de hecho incluso llegando a aliarse con los patrones (por ejemplo la Alianza de Birmingham de 1890). Ya no son una escuela de solidaridad de clase que pueden aspirar a apuntar más allá de las categorías de la economía burguesa porque entienden su lucha dentro de éstas. Centrados exclusivamente en las preocupaciones materiales (que buscan solucionar por medios sindicales o parlamentarios), impulsan intereses particularistas, de carácter localista, que van en perjuicio de los intereses generales. Hemos visto como el presunto pragmatismo ha llevado a una perspectiva limitada del conflicto de clases, corta de miras; no solo se impusieron el egoísmo localista, especialmente entre obreros cualificados, en detrimento de acumular fuerzas como organización de clase, sino que las trade-unions llegaron a repudiar la necesidad de socialismo al caer en la concepción burguesa de la economía, limitando al proletariado a ser un mero intercambiador de mercancías, renegando de la comprensión de que lo único que tiene para vender es su fuerza de trabajo, esto es, negándole así el conocimiento de su condición de desposesión. Sin comprender esto no tiene manera de solucionar sus problemas. No es que el proletariado tenga que renunciar a defender los intereses inmediatos del proletariado, sino que limitarse a ello es una mera solución temporal, debido a que el sistema capitalista se reestructura constantemente, con consecuencias negativas para estas mejoras.

Quizá en la fase de capitalismo ascendente esto fuera menos obvio, por su mayor estabilidad, siendo por ello posible conseguir mejoras más duraderas. En parte, esto explicaría el supuesto pragmatismo y la creencia de la posibilidad de limitarse al marco capitalista de ciertas expresiones proletarias de ese momento histórico. Pero en nuestro momento, una fase de decadencia y crisis continua, queda claro que el capitalismo no es capaz de satisfacer nuestras necesidades. Además, no hay revolución posible sin lucha  política, en el sentido de que la lucha tome un carácter global, general, como conjunto  social de clase contra clase.

El conflicto de clases no es un conflicto entre compradores y vendedores de mercancías: es entre poseedores y desposeídos, entre los cuales no hay intereses en común. Por eso no se puede renunciar a la lucha política limitándonos a la económica, porque debemos alcanzar a entender -y enfrentar- la dominación capitalista de manera global, a escala social. Si además la lucha por nuestras condiciones inmediatas se lleva desde intereses particularistas, localistas y corporativistas, de ser una posible escuela de organización y unidad de acción, pasará a fomentar la división, tal como podemos ver a menudo a día de hoy, entre la masa no sindicada y los proletarios que sí lo están. Incluso a día de hoy, el supuesto pragmatismo miope impide la comprensión global de la dominación del  capitalismo, y por tanto de enfrentarlo de manera efectiva.

Para terminar, me gustaría recuperar al respecto una cita de “Salario, precio y ganancia” en la que Marx hace una apreciación acerca de esta pretensión de separar la lucha  sindical del componente político: “Los sindicatos trabajan bien como centros de  resistencia contra los ataques del capital; pero demuestran ser en parte ineficientes a consecuencia del uso mal comprendido de su fuerza. En general yerran su camino porque se limitan a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de laborar al mismo tiempo para su transformación, usando de su fuerza organizada como palanca para la liberación definitiva de la clase obrera, es decir, para la abolición definitiva del sistema del salario.”


[1] Al respecto consultar artículo anterior: Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado – el capitalismo ascendente, donde se habla de diversas formas organizativas de este periodo.

[2] Trade-union, del inglés: sindicatos de oficio. La etimología es curiosa en tanto que refleja la manera de interpretar la situación del proletariado como simple  intercambiador de mercancías, ya que ‘trade’ se puede traducir como “la actividad de vender, comprar o intercambiar bienes (nota del redactor: mercancías), o servicios entre personas, empresas o países” (Collins English Dictionary).

[3] Al respecto consultar el artículo anterior (Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado – el capitalismo ascendente.) acerca de las consideraciones de ‘igualdad’ para vender mercancías.

[4] Aún a día de hoy se criminalizan las luchas obreras por sus condiciones inmediatas: en China los sindicatos de clase a menudo tienen que ser clandestinos, aunque haya otros legales, forzando una separación entre lucha proletaria aceptable y no aceptable. Se puede ver también un peligroso precedente en las sentencias recientes con petición de coacción contra la CNT Gijón, o las peticiones de cárcel a LAB en Euskal Herria. Sientan un precedente político en tanto que son una muestra de fuerza jurídica de clase contra clase.

[5] Aquí identificado como el movimiento de finales del s. XIX y principios del XX con referentes como Eduard Bernstein. Sus postulados negaban la necesidad de la revolución para que el proletariado accediera al poder, y en vez de ello proponían una acumulación de reformas, desde una vía parlamentarista. Que el cartismo o el tradeunionismo no sean reformistas en el sentido estricto de la palabra no quita que todas estas tendencias y concepciones sean el germen del propio reformismo. De hecho Bernstein toma inspiración del tradeunionismo, que considera prágmático.

[6] “Los sindicatos, considerados hasta hacía poco obra del diablo, eran mimados y protegidos por los industriales como instituciones perfectamente legítimas y como medio eficaz para difundir entre los obreros sanas doctrinas económicas. Incluso se llegó a la conclusión de que las huelgas, reprimidas hasta 1848, podía ser en ciertas ocasiones muy útiles, sobre todo cuando eran provocadas por los señores fabricantes en el momento que ellos consideraban oportuno” (Engels, prefacio a la 2a edición alemana de La situación de la clase obrera en Inglaterra).

[7] Rosa Luxemburg “Las gafas Inglesas”, LeizpigerVolkszeitung, 9 de mayo de 1899.

[8] “El empresario razonable y el obrero sindicado no menos razonable, el capitalista educado y el obrero educado, el burgués de gran corazón, amigo de los obreros y el proletario con mezquino espíritu estrechamente burgués, se condicionan mutuamente, no son más que corolarios (fenómenos complementarios) de una sola y misma relación, cuya base común venía dada por la situación económica de Inglaterra a partir de mediados del siglo XIX: por la estabilidad y el dominio indiscutible de la industria inglesa en el mercado mundial” (Ídem).

[9] En el 1845 la conferencia general de sindicatos proclama “un nuevo método de acción sindical, la política de arbitrajes y de sentencias arbitrales”.

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (el capitalismo ascendente)

Publicado originalmente en la web Gedar.

Todas las formas de organización de clase responden a su contexto. Dependen por tanto del grado de desarrollo del capital, de la fase en la que se encuentre, de las relaciones de fuerza entre Capital y Trabajo, y también, por supuesto, del factor cultural [1], y por eso en la siguiente serie de artículos abordaremos las distintas formas que ha tomado el  movimiento obrero para hacer frente a sus necesidades inmediatas.

Haremos un paralelismo entre distintos momentos históricos y la actualidad, analizando diversas claves tácticas, y su posible aplicabilidad en la coyuntura actual. En el primer artículo de la serie hablaremos de la organización defensiva en el contexto del capitalismo ascendente, cuando desarrolla increíblemente las fuerzas productivas, llegando a ser determinante a escala mundial y sentando las bases necesarias para crear una nueva clase que antes no existía: el proletariado, así como multitud de maneras de enfrentar el capitalismo, con planteamientos válidos para hoy en día y otros que también tienen una continuidad con el presente, pero errados en su fundamento. En las siguientes entregas trataremos también la integración de los sindicatos en el aparato estatal, el estado del bienestar y los cambios en la organización del trabajo asalariado a finales del siglo anterior y en la actualidad con las consecuencias que conlleva.

Al principio la explotación capitalista toma una forma tan brutal, es tan cruda, que llega a poner en peligro incluso la supervivencia biológica del proletariado, que vive en unas condiciones de miseria absoluta. Aunque ahora no estemos en el mismo punto, ya que la dominación capitalista ha evolucionado -también, pero no solo- hacia formas más sutiles y refinadas, sigue habiendo conflictos cada cierto tiempo, a veces llegando a ser  verdaderos estallidos de rabia proletaria. Por esto decimos, que las condiciones de explotación del capitalismo llevan a una clara contradicción: empujan al proletariado a afirmarse en la lucha, a reconocer que tiene intereses propios, y sobre todo, separados del Capital, ya que en última instancia son irreconciliables.

Sin embargo, también esas mismas condiciones crean un estado de competencia, atomización, alienación, pasividad y facilitan la asimilación de la ideología dominante, poniendo trabas a que surja el conflicto y alcance cierta magnitud. Por ello, lo primero que busca la organización de clase, intuitivamente, aprendiendo a base de derrotas, es romper la competencia que mantiene la burguesía entre el proletariado, enfrentándolo entre sí a través de la ideología dominante y mediante las propias divisiones que impone el proceso productivo. Por ejemplo, entre categorías dentro del trabajo -hoy en día entre fijos, discontinuos…-, o como cuando se incorpora mano de obra nueva al mercado laboral (sea de otro lugar geográfico o incluso de una edad más joven), que está “dispuesta” (mejor dicho, empujada) a vender su fuerza de trabajo por un precio menor. Esta competencia es el primer obstáculo a la toma de conciencia unitaria y por ello sigue siendo esencial romperla hoy en día. Las contradicciones se vuelven más agudas, pero el capitalismo, que ahora opera a escala social, afectando a todos los aspectos de la vida, desarrolla mecanismos para paliar los efectos de éstas y mantener su propia estabilidad, como veremos más adelante.

Un punto importante en relación al momento histórico del que se ocupa este artículo es la mutación que ha sufrido el Capital. En un primer momento, su dominación tiene una forma brutal y explícita, se extiende y obliga -expropiación mediante- a participar de sus relaciones a una capa cada vez más grande de la población, es decir, que se ve  proletarizada. Esta nueva clase, desposeída de sus únicos medios de subsistencia de manera violenta, presenta una diferencia respecto a otras clases (esclavos o siervos) en momentos históricos anteriores en tanto que ahora es libre e igual a otras clases ante la ley. Es libre de acceder al intercambio generalizado, pero solo tiene una mercancía que ofrecer: su fuerza de trabajo, o en otras palabras, la capacidad de realizar un trabajo [2]. El proletariado se ve forzado a competir entre sí para acceder a unos medios de supervivencia que ya no tiene a cambio de un salario, aunque en apariencia es libre de no hacerlo, como si fuera una decisión voluntaria. El trabajo ahora forma parte de la relación capitalista, que lo ha absorbido y así toma la forma de trabajo asalariado, la forma burguesa de organización del trabajo. Este proceso no es inmediato, es lento y gradual y se da por medio de violencia (jurídica o física) y asimilación ideológica con instituciones específicas para ello (policía, religión, etc.).  Pero para lo que nos ocupa ahora, debemos fijarnos en un aspecto: en esta faceta de la dominación la plusvalía se acrecienta reduciendo los salarios y aumentando la jornada laboral, es decir es una plusvalía absoluta.

Las primeras asociaciones obreras son las sociedades de apoyo mutuo o sociedades de resistencia, que disponían de cajas comunes para sufragar gastos por enfermedad, accidentes o muerte, o mantener a sus miembros durante las huelgas. Al ser ilegalizadas y perseguidas, su acción política consiste en reclamar libertad de asociación y su acción inmediata se desplegará sobre esos dos aspectos: jornada y salario. Descubren intuitivamente que la fuerza está en su número, en la organización colectiva ante la indefensión individual. Van luchando y aprendiendo en base a numerosas derrotas y alguna victoria y así es como se dan también los primeros pasos de acumulación de experiencia en la lucha, con consciencia de independencia de intereses como clase respecto a la burguesía. Posteriormente, entre el siglo XVIII y XIX, surgen los sindicatos,
al principio de oficio y posteriormente agrupando a varios de éstos (sindicatos de industria) [3]. Resultan efectivos para ese momento, responden las necesidades del proletariado porque es capaz de luchar en contra de la tendencia creciente de ganancia capitalista, luchando por aumentar el salario y acortar la jornada, enfrentando la plusvalía absoluta, por lo que no se limitan a resistir las ofensivas capitalistas, sino que buscan activamente una mejora de sus condiciones inmediatas.

Durante el capitalismo en fase de ascenso, se desarrollan increíblemente las fuerzas productivas. En vez de limitarse a aumentar la jornada, la burguesía [4] reinvierte lo que ha acumulado para aumenta la productividad de cada hora que trabajamos gracias al desarrollo tecnológico, la cuantificación, instrumentalización, maquinización y mercantilización progresiva de toda la sociedad, entre muchos otros factores de racionalización de la organización del trabajo. Por la misma razón, producir lo necesario para asegurar que podamos volver al proceso de trabajo al día siguiente resulta mucho menos costoso, y en conjunto esto hace que crezca la separación entre el proletariado y la riqueza que produce [5]. La consecuencia es que los sindicatos pierden efectividad, al ser incapaces de enfrentar al proceso de extracción de plusvalor en toda su complejidad, que ha implementado las formas viejas de extracción con la optimización de las nuevas. Esta limitación sigue presente y es por ello que el economicismo, la tendencia situar la lucha contra el Capital exclusivamente en el trabajo asalariado, no es solo un error de interpretación sino que también por ello es inoperante más allá del medio plazo: puede arrancar una subida de salario puntual o una disminución de la jornada, pero la tasa de ganancia capitalista subirá por otros medios.

En cierto sentido, la organización sindical para la defensa del precio de la fuerza de trabajo de la que hablábamos, guarda cierta similitud con aspectos particulares del gremialismo de los artesanos organizados [6] antes de la proletarización generalizada, en tanto que se asocian para defender el precio de sus mercancías, salvo que la posición desde la que se hace es diametralmente distinta: donde el gremio disponía de sus medios para ganarse la vida, así como un gran control sobre la los procesos de trabajo, ahora, el proletario, desnudo ante el mundo, desposeído, defiende lo único que tiene: la mercancía-trabajo (su capacidad de trabajo predispuesta para la venta a tercero) [7]. La mercancía es, en cierta manera, uno mismo y la economía está fuera de su control. Hoy en día persisten restos de algunas facetas del gremialismo, visibles en las luchas corporativistas de sectores de la aristocracia obrera, por ejemplo sindicatos de oficio de médicos, funcionarios, etc. Pero no sólo. Curiosamente, esto resurge también en sectores de gran precariedad: por ejemplo en el estado español, en el caso de sindicatos de oficio, como las Kellys (limpiadoras de habitaciones en hoteles), trabajadora domésticas o las recientes luchas de riders [8] con Deliveroo (que ocurren en diversos países europeos), por nombrar dos casos mediáticos. Por ello, en cierta manera, se puede decir que asistimos a los principios de la organización obrera, volviendo a aparecer viejas fórmulas, por una cuestión de necesidad de defenderse antes las ofensivas capitalistas: el sindicato de oficio y la cooperativa. Ambos ejemplos además ilustran cómo, a pesar de su legitimidad, no suponen un avance en la experiencia de lucha respecto a lo ya descubierto. Son también fruto de las condiciones de un proletariado disgregado, incluso físicamente, que apenas coincide en el mismo centro de trabajo, en unos sectores donde no hay sindicatos. La relativa novedad del sector servicios en el centro imperialista contribuye a explicar en cierta manera su ausencia histórica, pero no es la única razón.

En concreto, la lucha de los riders en Barcelona desembocó en una huelga salvaje, ya que legalmente estaban considerados como autónomos y no como asalariados, aunque fueran en realidad trabajadores externalizados de la empresa. El desarrollo de la lucha acabaría llevando a la creación de una cooperativa de repartidores a domicilio de parte de ellos. En este sentido, hay un parecido con el proudhonismo, que proponía como forma de enfrentar el Capital la asociación de la clase obrera para superar la competencia interna en su seno, pero también para hacer competencia general a la clase capitalista.

De cualquier manera, mediante esta forma organizativa la clase obrera se sigue manteniendo como comunidad mercantil, sigue estando limitada al marco del intercambio de mercancías generalizado propio del capitalismo. De nuevo, al igual que con Proudhon, nos limitamos a buscar la solución en la esfera del intercambio; ésta no entiende de privilegios, ya que cualquiera puede vender lo que sea si otro está dispuesto a comprarlo; somos aparentemente iguales en oportunidades. Sin embargo, la relación entre muchas categorías del capitalismo se muestra de manera invertida, esto es, lo que parece ser de una manera a simple vista, en realidad oculta otro aspecto, que además en este caso es determinante porque que explica el origen de la desigualdad (y la imposibilidad de alcanzar la igualdad). La clave en realidad sigue estando en la producción, que determina la manera en la que accedemos a dicho intercambio. Si en un primer momento los riders querían (más bien necesitaban) vender su mercancía-fuerza de trabajo a alguien -Deliveroo- es porque no tienen nada más que intercambiar. Ya de partida, la relación de producción esencial del capitalismo, la relación Capital-Trabajo, define y determina la posición en la que cada parte de la relación accede a la esfera de la circulación. Por tanto la desigualdad estructural y la lucha de clases quedan encubiertas en la esfera de la circulación mercantil.

Otro ejemplo de actualidad, más lejano geográficamente, estaría en las fábricas recuperadas de Argentina. A menudo, por pura necesidad, los obreros se veían obligados a tomar el control de las fábricas. Pero algo falla. Cuando al fin el proletariado toma los medios de producción para sí mismo, se pone en evidencia cómo no se trata de un mero problema de quién sea el gestor, ya que el control de la producción que ejercen se sigue teniendo que circunscribir al marco capitalista de competencia. En vez de hacerlo de manera individual como asalariados que venden su fuerza de trabajo, lo hacen colectivamente y tienen más control sobre el proceso, pero los límites quedan claros. Por el contrario, y volviendo a un punto anterior, la importancia política de la lucha del proletariado está en afirmarse, en la unidad de acción, como un sujeto independiente a escala social en la confrontación: clase contra clase, y no como grupos -individuales- de productores, más o menos vinculados entre sí.

En resumen, aunque quedan muchos aspectos de este momento histórico que este artículo deja sin desarrollar (esperando poder hacerlo más tarde), como el de los debates acerca de la separación entre lucha económica y política entre posiciones marxistas y proudhonianas, de gran actualidad, hay varias claves que ya están presentes desde el principio de la lucha organizada del proletariado: la clase ha de organizarse colectivamente porque su fuerza está en la masa. Es la premisa para la posibilidad de la revolución socialista. Esta lucha, constituye una presión a la clase dominante y por ello, en su divergencia de intereses respecto a la burguesía tiene la posibilidad de conformar un movimiento político clasista, que no puede aspirar solamente a la gestión de la estructura del trabajo asalariado, en tanto que es la forma de organización del trabajo a semejanza de la burguesía. Además, la unidad de clase como premisa, por encima de las mil y una divisiones que reproduce el propio proletariado entre sí, ha de buscar romper la competencia existente y afirmarse en la unidad de acción. Ha de ser capaz también de contrarrestar la dominación de manera efectiva y defender la particularidad de los intereses inmediatos del proletariado, y para ello el mero ámbito laboral, aunque sea clave, no es un campo de batalla suficiente por sí mismo porque el enfrentamiento lo es a escala social. Es cierto que no hay que ver la lucha de manera lineal, sino que hay avances repentinos muy grandes, seguidos de retrocesos y ‘paz social’, pero la cuestión principal es relativa a si las formas que toma facilitan un crecimiento cualitativo en el plano organizativo bajo principios de independencia y unidad de clase.

Adam Radomski, 3 de junio 2019.


[1] Lo que está normalizado a escala social. En otras palabras, la ideología dominante.
[2] Que se materializa, precisamente, realizando un trabajo. La diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo es esencial a la hora de entender la dinámica de explotación, pero no nos vamos a meter en ello en esta sección.
[3] En el Capítulo I de Historia del sindicalismo, 1666-1920 (1920) Sydney y Beatrice Webb apuntan que: “El sindicato no surge de una institución particular, sino de cualquier  oportunidad de agruparse que encontraban los asalariados de una misma profesión. Más frecuentemente, es una huelga tumultuosa la que origina el nacimiento de una organización permanente.”
[4] Se debe entender estas dinámicas en clave de clases sociales, en su conjunto y no como una relación particular de personas individuales. Es la dinámica de la sociedad capitalista en su conjunto, en la que la burguesía ejerce su poder de dominación -cuyo fundamento descansa en la economía- la que es determinante, ya que como hemos dicho, el proletariado está en una situación de competencia entre sí, pero la burguesía también.
[5] Existe a día de hoy una tendencia que consiste en caracterizar al proletariado por su situación de pobreza, por lo que se dice que “ahora estamos mejor”. Sin embargo, aunque ya no vivamos bajo un mínimo de subsistencia (podemos, con más o menos esfuerzo, acceder a estudios, tenemos acceso a cierto nivel de consumo, etc.), la explotación ha crecido de manera inmensa respecto a tiempos anteriores, ya que tenemos infinitamente menos acceso a la riqueza que creamos en proporción.
[6] Sydney y Beatrice Webb (1920): “El gremio de artesanos era considerado como representante de los intereses, no de una única clase social, sino de los tres elementos distintos, y en algunos aspectos antagónicos, de la sociedad moderna: el entrepreneur capitalista, el trabajador manual y el consumidor en general.” El sindicato se encarga de una de las muchas funciones que hacía el gremio, por lo que no sería correcto considerarlo un proto-sindicato. En todo caso la similitud está en que “el propósito fundamental del sindicato es la protección del nivel de vida, es decir, la resistencia organizada a cualquier innovación que pueda tender a la degradación de los asalariados como clase.”
[7] Bajo unas condiciones que lo permiten: igualdad legal para participar en un mercado generalizado, con compradores dispuestos y, por fin, vendedores que llegan a él sin nada más que su propia existencia.
[8] El retorno a la tracción humana también es un tema que puede revelar aspectos interesantes en la configuración moderna de la estructura del trabajo asalariado, por ejemplo el carácter decadente del capitalismo en crisis, con una extracción de plusvalor insuficiente, y por ello obligado a buscarla en viejos ejemplos.

La huelga como último test estructural

Publicado originalmente el la revista Jacobin Magazine. La autora, Jane McAlevey, ha publicado hace unos años un interesante libro sobre la organización sindical y el movimiento obrero estadounidense, titulado No Shortcuts. Organizing for Power in the New Gilded Age.

Se ha escrito mucho en las pasadas dos décadas sobre cómo reconstruir la fuerza de la clase obrera. Se ha gastado mucha tinta y oxígeno en el debate acerca del modo en el que la clase obrera podría avanzar. Finalmente, en 2018, justo cuando la clase obrera y las organizaciones que ésta construye (los sindicatos) parecían exhalar su último suspiro, los trabajadores del sector de la educación de West Virginia cesaron el trabajo en una huelga que involucró al 100% de los trabajadores. Ganaron.

La huelga fue tan impresionante, tan dinámica, que de repente los trabajadores de otros estados empezaron a pensar que ellos también podían ir a la huelga, lo cual confirma nuestra idea de que los trabajadores aprenden a hacer huelga viendo cómo otros trabajadores la hacen y la ganan. Desde luego, parte de los motivos que han llevado a las empresas a dedicar tantos esfuerzos para aniquilar los anteriores periodos de intensas huelgas es precisamente que la clase patronal sabe perfectamente que el hecho de que cunda el ejemplo es una amenaza.Continue Reading

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (introducción)

Publicado originalmente en la web Gedar.

Esta sección de Ikuspuntua se titulará ‘Sindikalgintza’. Dado que este artículo funciona a modo de introducción, hablaré de las intenciones de dicha sección y también haré una contextualización breve. A día de hoy la cuestión se reduce mayoritariamente al ámbito laboral, y por ello será sobre lo que más me extienda en un inicio, aunque el objetivo será también otorgar una mayor importancia a las condiciones de vida del proletariado y, en definitiva, hablar sobre las luchas defensivas de éste.

A modo de presentación personal y para entender mis inquietudes y motivaciones, estoy involucrado en las luchas de resistencia de la clase obrera. Por eso, escribir en un medio como Gedar sobre ello me obliga a aclarar mis ideas, para que sean comprensibles al resto, pero también disciplinar el estudio que hago de la cuestión. Parto de que el momento de reflexión es un momento para repensar la acción y por eso mi intención no es de separarme de lo que analizo sino tratar de influir en ello y transformarlo.Continue Reading

Mercancías, transporte, capital y lucha de clases

Publicado por Echanges et Mouvement (2012). Descarga del .pdf en castellano aquí.

PREFACIO

La importancia que ha adquirido en Francia el movimiento contra la reforma de la jubilación en el otoño de 2010, bajo la consigna de “bloqueemos la economía”, que ha tratado de perturbar, cuando no de paralizar la producción capitalista interviniendo sobre el proceso de circulación de las mercancías, ha puesto de manifiesto la importancia que tienen hoy los transportes y las infraestructuras.

No obstante, la idea de este folleto acerca de los transportes, terreno crucial para el capitalismo, viene de atrás. Surgió durante un encuentro internacional celebrado en París durante el verano de 2007. Los textos presentados en el trascurso de este encuentro y las discusiones que siguieron fueron revisados por un camarada español. Pero posteriores discusiones con camaradas franceses y otros contratiempos han retrasado la aparición del folleto proyectado, que presentamos ahora modificado, completado y actualizado. Las consideraciones generales sobre los transportes, incluidas aquellas sobre las tecnologías inmateriales o sobre las mercancías, siguen siendo válidas, así como su papel en el proceso capitalista de producción-distribución y en la actual organización estructural del sistema. Pero la evolución de todos estos elementos en la presente crisis del capital puede modificar su importancia relativa y acelerar sus mutaciones; concretamente, una parte de los hechos relatados se produjeron antes de la crisis. La interdependencia de todos los elementos involucrados puede provocar transformaciones no sólo en lo inmediato y en cuestiones de detalle, sino también, eventualmente, en la propia organización del modo de producción capitalista. La cuestión principal sigue siendo que su extensión aumenta su vulnerabilidad ante distintos factores, entre los cuales el principal es la lucha de clases.

LOS TRANSPORTES EN LA EXPANSIÓN MUNDIAL DEL CAPITAL

«Las mayores expansiones del comercio mundial suelen provenir, no de tanteos pacíficos, sino del cargador de una ametralladora, del filo de una cimitarra o de la ferocidad de un jinete nómada»[1].

Aunque la circulación de mercancías y de dinero no es algo propio del capitalismo, constituye su elemento esencial:

«En sus orígenes, el modo de producción basado en el capital parte de la circulación, crea la circulación como su propia condición, situando el proceso de producción inmediata como elemento del proceso de circulación, así como el proceso de circulación como una fase del conjunto del proceso de producción»[2].

El producto de la actividad capitalista, la mercancía, tiene que venderse. Esta es una trasformación absolutamente necesaria para que el capitalista recupere no sólo todo el capital que ha invertido, sino también la plusvalía, es decir, todo el valor que esta mercancía únicamente porta. Venderla significa consumirla mediante su rentrada en el proceso de producción (como materia prima o medio técnico de producción), o bien como producto de consumo que contribuye principalmente a la reproducción de la fuerza de trabajo. Sea cual sea su destino (compra de materias primas, medios de producción o consumo individual), las mercancías hay que transportarlas, salvo casos concretos en los que se consumen in situ. Esto es condición necesaria para que se transformen en dinero, el cual, por su parte, para volver al bolsillo del capitalista, también hay que transportarlo.

Desde que surgió el modo de producción capitalista el transporte siempre ha jugado este papel, y se puede decir que «en la producción mercantil la circulación no es menos importante que la producción misma, los agentes de la circulación son tan necesarios como los de la producción»[3]. Estos agentes de la circulación juegan un papel tanto en el proceso de producción, en el aprovisionamiento regular, a lo largo del proceso, de materias primas, energía y mano de obra (capital variable), como en el transporte de la mercancía hasta los lugares de consumo donde se convierte en dinero. Para el capitalista es esencial que esta transformación se haga lo más rápidamente posible, primero para poder financiar la continuidad de la producción y luego también para que el capital reciba la remuneración de la plusvalía. La velocidad del medio de transporte y su fiabilidad son algo esencial, tanto para el retorno del valor que la mercancía porta como para la competencia con otros productores de la misma mercancía (lo cual es también un elemento importante de cara a la venta).

Varios factores, algunos de ellos contradictorios, condicionan la elección que se le presenta al capitalista a la hora de transportar su mercancía:

  • Aunque el transporte sea necesario para el modo de producción capitalista, supone una inmovilización de la mercancía, un tiempo durante el cual el valor que encierra la mercancía no se realiza (como si estuviera almacenada mientras se desplaza). Cuanto mayor es el tiempo de circulación, más dinero pierde el capitalista. Le interesa, pues, que el transporte sea lo más rápido posible. Esto explica por qué el capitalismo adquiere gran impulso con la innovación de los transportes, cada vez más veloces, como el ferrocarril, las carreteras y autopistas, las obras de ingeniería, los túneles, la aviación, la navegación a vapor, u hoy en día, la revolución en el transporte marítimo. Esto explica también por qué en el periodo reciente estas posibilidades que ofrece el moderno transporte han permitido poner en marcha, por una parte, una búsqueda mundial de la producción a bajo coste, y de otra parte, la producción just-in-time, que ha reducido considerablemente la inmovilización de la mercancía.
  • Otros imperativos relacionados con la naturaleza de la mercancía pueden modificar el tiempo de circulación. Su «existencia como valor de uso impone límites concretos a la circulación del capital-mercancía»; «cuanto más perecedera es una mercancía, más rápidamente hay que consumirla o venderla después de producirla, y más rápidamente deberá alejarse de su lugar de producción»[4]. Esto es fácil de entender en el caso de las frutas y las verduras, aunque el transporte frigorífico y otros medios de conservación permiten aumentar este tiempo de circulación. En el caso de otras mercancías, como el periódico diario, el tiempo de circulación es muy limitado y no puede alargarse; para la carga pesada, en cambio, el tiempo de transporte tiene menos importancia y puede así desligarse del valor de la mercancía. Los imperativos de la concurrencia también pueden influir en el tiempo de circulación; un nuevo producto debe estar en el mercado antes que los de la competencia.
  • Otra noción viene a cortocircuitar estas consideraciones acerca del tiempo de circulación. El coste de la mercancía de alto valor, que conlleva imperativamente su transformación en dinero en el intervalo más breve posible. Pero esto plantea otro problema, que choca con el resto de apreciaciones sobre el tiempo de transporte: el propio coste del transporte.
  • Todo un conjunto de factores pueden relativizar en el precio del transporte. Por ejemplo, el alza del precio del petróleo (que encarece el transporte), así como la necesidad de reaccionar ante la demanda (acortamiento del tiempo de circulación de la mercancía hasta el lugar de consumo), en el contexto de la caída de la demanda en los países capitalistas (a causa de la crisis), obligan a ciertos fabricantes a modificar sus estrategias, relocalizando la producción para acercarse al mercado. Esto implica el retorno a Europa de la fabricación de aquellos productos más sometidos a los tiempos de salida al mercado, como por ejemplo los productos de moda prêt-a-porter u otros productos de alta gama. Un movimiento que también se ve favorecido por el hecho de que el precio de la fuerza de trabajo se ha reducido en los centros capitalistas, con la ayuda de la inmigración y las reformas de las leyes laborales. Además, los problemas relativos a las infraestructuras, y por tanto a la logística, por ejemplo en los países de Europa del Este, pueden provocar dificultades para unos fabricantes cuya producción se basa en el método just-in-time.

El transporte no genera plusvalía, aunque se puede considerar que contribuye a su formación[5]. Su coste debe incluirse en el valor que contiene la mercancía. Cuanto más rápido es el transporte, mayor es su coste, lo que hace que el valor contenido en la mercancía pueda llegar a condicionar la duración de la circulación, chocando con los imperativos mencionados sobre las mercancías perecederas u otras exigencias.

La importancia del papel del transporte en el modo de producción capitalista hace que ciertos sectores del transporte puedan, según las épocas, adquirir una posición dominante e imponer sus condiciones acerca del tiempo de transporte y el coste: este fue el caso de los ferrocarriles y es el caso hoy del transporte marítimo, por carretera o aéreo. El transporte es una actividad capitalista que, a pesar de no ser productiva, es consumidora de plusvalía; para el productor, su coste debe ser el más reducido posible, no en cifras absolutas sino en el porcentaje del valor de la mercancía transportada.

Esta última afirmación se ve modificada por la realidad, pues es el cargador, el ordenante, el que impone sus condiciones al transportista, gracias a la sobrecapacidad (aumentada por la crisis) que existe en el sector del transporte, tanto por carretera como marítimo. En España, por ejemplo, el presidente de la patronal de armadores subrayaba en febrero de 2011 que el equilibrio entre la oferta y la demanda no se alcanzaría antes de 15 años. Y defendía, para afrontar las contradicciones del capital marítimo, una renovación de la flota española y el aumento de su capacidad de carga.

El aumento del tráfico marítimo en un 50% entre 2002 y 2011 (a pesar de las fluctuaciones de los años 2008 y 2009), ha llevado a los armadores a encargar navíos cada vez más eficaces, de ahí la excesiva oferta en todos los sectores (petroleros, cargueros a granel, contenedores). Dado que la oferta excede ampliamente a la demanda, hemos asistido a todo un cortejo de quiebras. Al igual que ocurre en todos los sectores, la crisis viene acompañada de la concentración de las empresas y de la formación de alianzas. Los clientes del tráfico marítimo temen el poder de los transportistas, que pueden imponerles así sus condiciones tanto en lo que respecta a los precios como a las rutas marítimas.

A lo largo de la cadena logística, el contratista que opera con diferentes medios de transporte, es decir, el que domina el sistema intermodal a escala internacional, es el que impone sus condiciones a las empresas de transporte subcontratadas, y de ahí se produce un efecto cascada hasta llegar al transportista independiente que conduce su camión. La reciente subida de los costes del transporte, en marzo de 2011, debido a la subida del precio de los carburantes, tal y como ha anunciado Maersk (grupo industrial danés presente, entre otros, en el transporte marítimo con Maersk Line, primera compañía marítima y el mayor armador de porta-contenedores del mundo, y en el transporte aéreo con Maersk Air), no ha repercutido en los precios finales porque las compañías marítimas internacionales han aprovechado la crisis para tratar de sacar ventaja a sus competidores (captación de tráfico operando por debajo de los costes) durante un periodo (2008-2010) marcado por el descenso del tráfico mundial. Pero estas estrategias de conquista de porciones del mercado con actividades deficitarias siempre tienen sus límites.

LOS TRANSPORTES EN LA RESTRUCTURACIÓN DEL CAPITALISMO

Por todo un conjunto de razones, a partir de mediados de los años 60, la tasa de ganancia empezó a caer: el capitalismo puso en marcha entonces toda una gama de medidas para contrarrestar los factores que contribuyen a esta caída. Los transportes han jugado un importante papel en el desarrollo de esta contra-tendencia.

Uno de los principales ataques tendentes a reducir el coste del capital variable ha afectado a los salarios directos e indirectos y a las condiciones de trabajo. Para vencer las resistencias que no han dejado de manifestarse en los países industrializados (dadas las condiciones de trabajo existentes y el nivel de las relaciones laborales establecidas con anterioridad), se ha visto obligado a echar mano, de manera desmesuradamente ampliada con el paso del tiempo, del inmenso ejército de reserva de los países subdesarrollados. La inmigración legal e ilegal, importación de capital variable a bajo coste, ha permitido imponer salarios reducidos y puestos inferiores a los recién llegados al mercado de trabajo interno, a la vez que se ejercía presión sobre los asalariados nacionales.

Pero esto no ha sido suficiente. Y hemos podido ver cómo se multiplicaban las deslocalizaciones hacia las regiones del mundo en las que éste ejército de reserva estaba disponible en tal cantidad que el coste del capital variable se podía reducir en proporciones insospechadas. El capital ha hallado ahí una fuerza de trabajo explotable sin moderación, como en los inicios del capitalismo: mujeres, niños, horarios extensibles, desprecio total por la seguridad, etc. Ha hallado ahí, además, una forma de escapar de las obligaciones medioambientales que cada vez son mayores en los países desarrollados, y que gravan los costes de producción.

Esta transferencia masiva de industrias requiere que las materias primas puedan transportarse hacia los centros de producción, pero sobre todo que las mercancías producidas allí puedan transportarse a los centros de consumo, es decir, de realización de la plusvalía así extraída, a un coste tal que no ampute demasiado esta plusvalía.

Los costes del transporte, de materias primas a los centros de producción y de allí a los centros de consumo, se han convertido en un elemento esencial de proceso del traslado de industrias. Como la duración del transporte implica una inmovilización del stock, y como la carrera de productividad ha impuesto, tanto en la producción como en la distribución, la noción de just-in-time, la cuestión del tiempo se ha vuelto primordial, dando lugar a profundas transformaciones en todo el sector del transporte, considerado en su sentido más amplio.

Nueva extensión, nuevas vulnerabilidades

Los transportes se han convertido así en uno de los principales factores del modo de producción capitalista, dentro de un proceso dialéctico en el que las posibilidades técnicas permiten una intensa deslocalización, y donde la dimensión de ésta aumenta la rentabilidad. La consecuencia es una huida hacia adelante, hacia el gigantismo y la restructuración del sector, pero también hacia el desarrollo de distintas vulnerabilidades.

Hasta la actual crisis capitalista, se tendía a bosquejar un cuadro algo idílico de la puesta en marcha de todo este conjunto de nuevas técnicas asociadas para que el sistema funcionara supuestamente sin fricciones, y o bien se ignoraban estas vulnerabilidades, o bien se pensaba que si se consideraban a escala mundial, las estrategias del capital podrían paliar lo que consideraban como meros baches en el camino, confiando precisamente en las ventajas de esta nueva dimensión.

El capitalismo es una guerra interna (a veces también externa), y esta guerra se desarrolla en primer lugar entre diferentes elementos económicos. En esta guerra, las líneas de comunicación, es decir, los transportes considerados en su sentido más amplio, juegan un papel vital.

«Estas arterias vitales, no deben interrumpirse de manera permanente, ni ser demasiado largas y difíciles, pues la longitud de la ruta consume siempre una parte de las fuerzas, lo que implica el debilitamiento del ejército», escribía Clausewitz[6].

Ahora bien, la presente organización del sistema capitalista ha alargado considerablemente las líneas de comunicación en casi todas las actividades del proceso productivo. Y lo que es más importante, ningún medio de comunicación es fiable en sí mismo, sea cual sea la perfección del instrumento empleado. Toda herramienta utilizada en los transportes obligatoriamente emplea energía y hombres, lo cual explica en parte su vulnerabilidad; a esto hay que añadir una debilidad que proviene de la irracionalidad del propio capital, que en la concurrencia entre diferentes unidades para la conquista de un determinado mercado multiplica los sistemas de explotación de los medios de transporte y comunicación. Estos, por tanto, no se estandarizan y a veces son incluso incompatibles, lo cual causa disfunciones. En lo que respecta a los factores humanos, por mínimos que sean en el conjunto del proceso de transporte, por muy desarrollada que esté la automatización, deber intervenir en un momento u otro, y pueden ser causa de la ruptura de una cadena cada vez más extensa, debido a la mundialización. Por último, un último factor conocido pero cuyas incidencias futuras son difíciles de evaluar, es la polución ambiental considerada en su sentido más amplio, que afecta a la vida sobre la Tierra, incluidos los hombres como fuerza de trabajo; las consecuencias de la polución, a la cual los transportes contribuyen ampliamente, tienen un efecto retroactivo sobre éstos.

El proceso de producción se inscribe en una dinámica impulsada por un conjunto de relaciones dialécticas entre distintos factores. Es decir, que en nuestra descripción nada es estático; si en las últimas décadas esta dinámica se ha acelerado, hoy se ve de nuevo perturbada, sobre todo en lo que respecta a los transportes, por la crisis que afecta tanto al coste de los medios empleados y de la energía necesaria para su funcionamiento, como a las corrientes comerciales debido a las restricciones y las transformaciones en el consumo[7].

PROBLEMAS DE DEFINICIÓN

Las palabras tienen su propia evolución, ligada a la evolución de las técnicas de producción y, por tanto, a la naturaleza del modo de producción dominante. Pero a veces es difícil desembarazarse de las viejas costumbres y adaptarse a las nuevas[8].

En su sentido clásico, el transporte es el servicio de un particular o de una empresa que garantiza el desplazamiento de mercancías o de personas de un lugar geográfico a otro, sea por cuenta propia o ajena. Este servicio puede implicar muchas actividades auxiliares, separadas o reagrupadas: conservación, almacenaje, gestión de infraestructuras, mensajería, fletamento, organización modal o multi-modal. Todas estas actividades conexas pueden estar integradas dentro de una empresa de producción de mercancías, definida o reagrupada en una sola empresa, o convertirse en un medio dirigido desde el exterior, para una mercancía que, en el curso de su periplo, puede cambiar de propietario y de destino.

Normalmente, en el antiguo periodo del modo de producción capitalista, cuando se hablaba de «transporte» se solía pensar en el transporte de mercancías o de personas. Pero también hay que tener en cuenta que estas palabras, «mercancías» (es decir, productos llevados al mercado) y «transporte» (desplazamiento de una mercancía de un lugar a otro), han adquirido sentidos muy diferentes en el periodo reciente, si observamos su empleo en el presente proceso de producción y distribución. En cierta manera, estas dos palabras han seguido evoluciones paralelas, en su sentido económico, pues anteriormente no se referían más que a objetos materiales; y hoy incluyen cosas inmateriales.

  • «Mercancía» es todo aquello que puede ser objeto de un uso personal (consumo, utilización) o de intercambio en el mercado; lo cual hoy incluye no sólo las posesiones materiales, sino también aquello que puede definirse únicamente mediante un derecho de propiedad reconocido por la legislación internacional. Puede tratarse tanto de una posesión material como de un derecho inmaterial sobre aquello de lo que se puede reivindicar la «propiedad» exclusiva, ya se pueda consumir, vender, alquilar o intercambiar con el objetivo de extraer de ello un valor y/o una ganancia. De todas formas, sea cual sea su definición y su empleo, una «mercancía», es decir, un producto llevado al mercado, contribuye a la perennidad del modo de producción capitalista: contribuye a la producción de otra mercancía (como materias primas, máquinas o técnicas productivas) a través de la explotación de la fuerza de trabajo, y contribuye también pues a la reproducción de la fuerza de trabajo y/o a la producción de otras mercancías.
  • El «transporte» no incluye únicamente aquello que se emplea materialmente por vía terrestre (ferrocarril, coches y camiones, oleoductos y todo tipo de tuberías, alcantarillado, relés, tuberías forzadas, líneas eléctricas, cables, hilos y fibras, etc.), marítima (mares, ríos y canales) o aérea (aviones, helicópteros o satélites), sino también cosas inmateriales ampliamente empleadas hoy día: «ondas», «espacio» y todo tipo de telecomunicaciones sin cables. No hace falta decir que, sea material o inmaterial, el «transporte» también puede ser objeto de apropiación (incluso por parte de un Estado, bajo la noción de «servicio público») y se convierte así en cierto sentido en una mercancía. Muchos usos semánticos reflejan esta realidad comercial; se habla por ejemplo de rutas alternativas para todo tipo de transporte, de «autopistas de la energía o de la información», de interconexiones, de «modal» o «intermodal». Hasta hace poco el transporte se refería a mercancías materiales transportadas por medios materiales. El empleo de medios inmateriales (teléfono, radio, Internet) no es más que el complemento de otros medios de circulación de mercancías materiales o inmateriales, para transmitir órdenes, controlar o recibir dichas mercancías[9].

Pero actualmente la información ya no es algo secundario. Forma parte integrante de la circulación general de la mercancía en el proceso de producción-distribución. Los sistemas de gestión de las rutas que toma la mercancía, del almacenaje, etc., están siempre orientados hacia una mayor productividad del transporte. Los sistemas de gestión de los stocks en los puntos de venta, los sistemas de previsión de la demanda, etc., afectan directamente a la realización del capital, dado que ofrecen mejores oportunidades para la venta de mercancías. De hecho, las tecnologías de la información (el transporte de la información) se convierten en algo fundamental para la organización y puesta en marcha de los transportes, más allá de las tareas puramente administrativas  (pedidos, facturas, órdenes de envío, etc.) o de los sistemas EDI (Electronic Data Interchange) tradicionales

En este capítulo de los transportes hay que incluir también el transporte de la fuerza de trabajo en sus diferentes formas, por una parte desde la vivienda al centro de explotación, y por otra los desplazamientos necesarios para gestionar el sistema (viajes de negocios), pero también los que forman parte de la recuperación de la fuerza de trabajo (vacaciones y turismo). Acerca del transporte de la mercancía fuerza de trabajo, un experto en logística declaraba recientemente que «a quien no tenga medios para desplazarse no es empleable» (véase también la noción del tiempo de transporte a la hora de ofrecer trabajo a los parados). El empleo, por parte de los inmigrantes, de todos los medios de transporte concebibles, a menudo peligrosos, para poder alcanzar el preciso lugar de su explotación, ilustra esta reflexión de que para ser «empleable» hay que desplazarse. Pero también aquí hay que tener en cuenta que para los trabajadores cuyo centro de trabajo está en zonas alejadas de los centros urbanos, mal comunicadas, los gastos de transporte son mayores (tienen que comprarse un coche) que para los cuadros mejor pagados que viven y trabajan en la ciudad o en las zonas adineradas y bien comunicadas de las afueras (ver más adelante la página 32, la nota 22 y las páginas 72-73).

Dado que la recuperación de la fuerza de trabajo implica una forma u otra de descanso, la industria de la vivienda, así como el turismo, vector de esta recuperación, conllevan un empleo importante de todos los medios de comunicación materiales o inmateriales, tanto en lo que respecta a la explotación de estos medios (regulación del tráfico, organización y gestión de la estancia) como a su consumo (compra, reserva, etc.).

EL CONTENEDOR, ELEMENTO CENTRAL DEL PROBLEMA DE LOS TRANSPORTES EN LA ÉPOCA MODERNA

«Un buen contenedor, en el momento oportuno, en el lugar adecuado». «Transportar cualquier contenedor, desde cualquier parte y hasta cualquier lugar». «Se puede hacer de todo con un contenedor». (Declaraciones de un experto en logística)[10]. «El contenedor es el equivalente a la producción en masa en la industria».

El contenedor es sencillamente un bote: «La caja metálica que lo ha cambiado todo»[11]. Hace mucho tiempo que se emplean botes tanto para usos domésticos como comerciales, a veces en miniatura: tabaquera, caja de zapatos, de herramientas, de clavos, de sal u otros artículos, caja de sombreros, etc., y a veces más grandes: baúl, valija, cofre, etc. Podríamos preguntarnos por qué la idea de transportar mercancías al por mayor en grandes botes no surgió antes (y también podríamos reflexionar sobre los palés, el envasado con plástico, el toro elevador, los robots para el transporte dentro de las fábricas, etc., que suelen ser el complemento del transporte mediante contenedor; de hecho, se trata de botes dentro de otros botes, como muñecas rusas, con sus medios de desplazamiento adaptados). Podríamos comparar aquí las escaleras mecánicas, los ascensores y demás tipos de pasillos móviles para el transporte de personas (normalmente complementando otros medios de transporte), con cualquier tipo de cintas transportadoras (cadenas de montaje, de despiece, de envasado, etc.) empleadas para el transporte, carga y descarga de todo tipo de materiales (arena o cereales, carbón o minerales), desde las canteras o los centros de producción, hasta la clasificación de cartas y paquetes en correos, o en las compañías de mensajería, pasando por la venta por correspondencia o la distribución de periódicos o libros.

Como siempre, el nacimiento del contenedor es al mismo tiempo el resultado tanto de soluciones específicas para un problema ligado a un determinado grado de desarrollo de las técnicas y como de la imaginación de un individuo aislado, busque o no una ganancia. La ocurrencia fue de un norteamericano que, inspirándose quizá en las técnicas de transporte y desembarco de tanques y camiones en la última guerra mundial, pensó en 1956 que en la navegación de cabotaje en las costas de los Estados Unidos se podían transportar camiones cargados de mercancías en una especie de ferris. Esto evitaba la ruptura del cargamento (en la carga y la descarga), pues el camión se hallaba a pie de obra desde su carga en un centro de producción hasta su destino, ya fuese otro centro de producción o uno de distribución. Como la evolución del transporte por carretera ya permitía separar el tractor del remolque, su idea se concretó transportando únicamente el remolque, y luego la caja sin las ruedas: había nacido el contenedor.

Este primer «porta-contenedores», empleado en principio para la navegación de cabotaje en los Estados Unidos, medía 150 metros de eslora y tenía capacidad para transportar 58 contenedores, desde el puerto de Nueva York a la terminal de Texas City, el puerto de Houston. No fue hasta 1966 cuando un buque hizo la travesía Nueva York-Rotterdam con 228 contenedores. Los primeros porta-contenedores eran petroleros de la primera guerra mundial acondicionados a tal efecto; pero los astilleros no tardaron en construir navíos especializados que podían viajar a una velocidad de 60 km/h. Sólo podemos decir que a los inventos, sobre todo a los relacionados con medios de transporte, les ha faltado imaginación: los primeros vagones de viajeros imitaban a las diligencias, los primeros automóviles parecían simones y los camiones eran semejantes a los carros; no fue sino con el paso de los años que estos vehículos adquirieron sus formas modernas; lo mismo sucedió con los contenedores. Además, por distintas razones, seguramente técnicas (desde el acero de las paredes hasta las máquinas para su manipulación) y humanas (desde la incredulidad de los armadores o su voluntad de rentabilizar las estructuras e instalaciones existentes hasta la resistencia de los estibadores), a este medio de transporte le costó imponerse: muchas de las empresas que se lanzaron a esta novedad acabaron en quiebra. Hay que añadir que el empleo del contenedor requería modificar radicalmente las instalaciones portuarias, y por tanto las condiciones de trabajo de los estibadores. En la historia del capitalismo, este retraso en la aplicación de un invento que revolucionaría un sector económico no es un caso excepcional[12].

Al contrario de lo que sucedió en otros sectores de la economía, en los que la competencia impidió o limitó toda estandarización, incluso a nivel nacional, el contenedor no tardó en estandarizarse internacionalmente, a pesar de la concurrencia encarnizada de los transportistas marítimos entre sí y entre ellos y otros medios de transporte. Esta estandarización se impuso debido a las múltiples manipulaciones que sufren estos botes, marítimas, fluviales, terrestres (por carretera o ferrocarril). Para permitir estas manipulaciones, el coste de las distintas inversiones, sobre todo las portuarias, y la necesidad de reducir los tiempos de traslado eran tales que se hacía imposible diversificar la forma y el tamaño de los contenedores[13].

Hoy, su auge se refleja en el gigantismo de los buques y de las instalaciones portuarias, así como en la organización del tráfico, ligado a las más modernas técnicas de comunicación. Los portacontenedores tienen más de 400 m. de eslora, 131 m. de altura y 59 m. de manga. Pueden transportar 18.000 contenedores, cuya capacidad ha pasado de 33 m³ a 66 m³, con una tripulación de tan solo 13 marineros[14]. Aunque es evidente que el importante auge del comercio, bajo la mundialización, se basa en los distintos costes de producción, es difícil disociarlo de la irrupción del contenedor, un medio técnico que ha permitido reducir considerablemente los costes en toda la cadena de transporte desde cualquier centro de producción hasta cualquier centro de distribución. Existirían hoy 10 millones de contenedores circulando por todo el mundo, que tienen un precio por unidad de unos 1.400 euros y una vida útil de 15 años[15]. Además, no hay que pasar por alto que el contenedor ha permitido reducir el coste que provoca el deterioro o el robo de mercancía durante el transporte; no obstante, no ha eliminado la piratería en alta mar, ni el extravío o el robo de contendores enteros durante las operaciones de carga y descarga, pues estas peripecias se han adaptado a las transformaciones técnicas.

Un contenedor puede transportar 350 televisores o 15.000 pares de zapatos. Para hacernos una idea de la reducción de los costes del transporte, vamos a dar dos precios: para una camiseta que llega a Nueva York procedente de Hong-Kong y que se vende a 10 dólares, el transporte cuesta 0.025 dólares; en el caso de un televisor que hace la misma ruta, el coste es de entre 2 y 3 dólares. Pero el coste del transporte puede variar bastante según la mercancía que se transporte, llegando incluso al 200% del coste de la mercancía[16]. Durante la crisis de 2001, los transportes marítimos reaccionaron reduciendo sus tarifas, lo que implicó un aumento de la demanda global. Pero hacia mediados de 2007, el tráfico de contenedores entre Asia y EEUU empezó a disminuir, mientras el comercio entre Asia y Europa, África del norte y Oriente Medio progresaba un 20%. La actual crisis no ha hecho más que acentuar estas variaciones erráticas del coste del transporte marítimo: en octubre de 2009 el tráfico marítimo se redujo un 13%, y las empresas más importantes vieron como su volumen de negocio se reducía más de un 30% en unos pocos meses. Lo cual les ha obligado por una parte a desarmar porta-contenedores (700 en 2009, de los 7.000 en circulación), y por otra a buscar distintas fórmulas para hacer frente a la bajada de precios y al alza del precio de los carburantes: líneas directas de puerto a puerto con buques alquilados, reducción de la velocidad de 25 a 19 nudos (lo cual altera el tiempo de transporte e incide en la inmovilización de la mercancía), etc. El impulso del 2010, tan rápido como la caída, ha provocado otros problemas en la sustitución de material (ver la nota 15), y el precio de este tipo de transporte se ha vuelto aún más errático. De todas formas, mejorar la cuota de mercado operando a precios por debajo del coste real no puede funcionar durante mucho tiempo: a principios de marzo del 2011 la compañía ZIM (ZIM Integrated Shipping Services Ltd., empresa israelí fundada en 1945), que había adoptado esta práctica, anunciaba algunos días antes que MSC (Mediterranean Shipping Company, con sede en Ginebra, fundada en 1970, y segunda compañía mundial por el número de contenedores y porta-contenedores que posee), que iba a aumentar 250 dólares por TEU su precio para las rutas Europa-Asia.

Una de las principales consecuencias del empleo de los contenedores fue la completa restructuración del tráfico marítimo, de los puertos y del trabajo de los estibadores. La restructuración de los puertos también fue en parte consecuencia de la desaparición de las colonias, del desplazamiento de los centros de producción y del descubrimiento y explotación de nuevas materias primas, principalmente el petróleo. La evolución de las corrientes económicas ha provocado la práctica desaparición de algunos puertos anteriormente prósperos, así como al auge y la aparición de otras instalaciones (véase la página 28). En esta importante evolución, el tráfico de contenedores ha jugado un papel primordial; la explotación óptima de la circulación de los porta-contenedores ha impuesto una drástica reducción del tiempo de inmovilización en los muelles, lo cual ha suprimido totalmente los embarcaderos que dependían de las mareas, como el puerto de Londres, y ha llevado a la creación de antepuertos en aguas profundas, como el de Rotterdam o Le Havre[17], que pueden alojar portacontenedores en cualquier momento y con cualquier climatología. Máquinas elevadoras completamente nuevas (grúas pórtico) permiten que las operaciones portuarias se desarrollen con rapidez y puntualidad, y su eficacia además se ve aumentada con el empleo de los códigos de barras y los aparatos de lectura óptica. La contenedorización no sólo ha reducido considerablemente las operaciones de carga y descarga, que eran la parte esencial del trabajo de los estibadores, sino que también ha cambiado radicalmente los instrumentos de manipulación en los puertos: las grúas pórtico, pero también las técnicas de aspiración y expulsión por corrientes de aire han modificado considerablemente el trasbordo de productos a granel (grano, carbón, minerales varios), y ha suprimido una parte particularmente penosa del trabajo de los estibadores.

Pero estos puertos tradicionales tampoco son necesariamente ideales a la hora de gestionar racionalmente toda la cadena de transporte. Así es como hemos visto desarrollarse nuevos puertos para la canalización del tráfico, los «hubs», que distribuyen el tráfico en una determinada región. Igualmente, para huir de las restricciones portuarias y limitar el tiempo de atraque de los porta-contenedores, se han desarrollado los «puertos secos», unidos directamente por tren a los puertos de descarga y desde los cuales se lleva a cabo la clasificación de los contenedores, que luego se trasportan por ferrocarril o por carretera.

Recientemente, la desigualdad de los intercambios y el aumento del precio de los carburantes, que hacen que se plantee la cuestión de los fletes de retorno, han aumentado la flexibilidad en el empleo del contenedor. Ahora se emplean para transportar, además de botes de mercancías, productos a granel (cereales, por ejemplo). Han surgido líneas regulares de contenedores de «gran velocidad» y «poca velocidad» (dependiendo del consumo de carburante), que dependen del precio de la mercancía transportada y del tiempo de entrega impuesto[18].

Desde 1958, el empleo de contenedores ha revolucionado totalmente el transporte por mar, pero también por tierra y por aire, pues los contenedores pueden ser transportados en camión, en tren o en avión, además de en barco. Ha permitido transportar las mercancías directamente desde el centro de producción al centro de distribución, en todo el mundo, sin dañar la carga. La organización y la combinación en el desplazamiento de la mercancía ha dado lugar, en cierto sentido, al puerta a puerta. No obstante, hoy la organización de la producción no aspira únicamente realizar y controlar el pedido, sino que también pretende planificarlo y regularlo, empleando todo lo posible los medios de transmisión. El empleo de distintas técnicas «inmateriales» (códigos, lectura óptica, Internet) permite una automatización casi completa del transporte con contenedores, lo cual tiene importantes consecuencias sobre el proceso de producción y de distribución.

La integración de todos los medios de transporte y comunicación en el proceso de producción (cuando la cadena de montaje y el envasado dependen del medio de transporte del producto que se está fabricando), desde el pedido hasta su entrega en el centro de distribución (de consumo), todo ello seguido paso a paso por un marcado que se puede consultar en cualquier momento (también por satélite) para ordenar una operación, todo esto ha modificado considerablemente todas las etapas. Dado que muchos de estos factores han surgido recientemente, el contenedor ha quedado relegado a ser un elemento más, desde luego importante, pero únicamente un eslabón de una única cadena de transporte que va de un productor a un consumidor, y que emplea toda una gama posible de medios de comunicación, materiales e inmateriales.


GIGANTISMO

El crecimiento potencial del contenedor desde hace medio siglo se puede medir por el tamaño de los navíos, lo cual también ilustra el auge del tráfico marítimo:

En 1956, un navío de 150 m. de eslora podía transportar 58 contenedores. En 1966, 160 m. de eslora, 228 contenedores. En 1976, 400 metros, 11.000 contenedores. Y en 2011, 400 metros con capacidad para 18.000 contenedores.

Es imposible continuar con esta carrera hacia el gigantismo: buques más grandes necesitarían nuevas instalaciones portuarias, lo que impediría a las compañías multiplicar sus escalas en las líneas regulares. Un problema semejante afecta a los buques para el transporte de gas natural licuado (GNL, en pleno auge), que debido a su tamaño se denominan «gaseoductos flotantes». Uno de estos nuevos metaneros tiene 360 metros de eslora y es capaz de transportar 266.000 m3 de gas licuado, pero no puede atracar más que en algunos puertos del mundo, debido a la carencia de terminales adecuadas (amplitud y profundidad de los muelles). Otro límite al gigantismo es la dimensión de los motores y su eficiencia energética.


AUGE Y FUSIÓN DE LOS MEDIOS DE TRANSPORTE: ALGUNOS EJEMPLOS

  1. El transporte por la costa del Pacífico de todos los contenedores cargados por la compañía de fletes ferroviarios Canadien National, privatizada en 1995, está estrictamente planificado para adaptarse a los horarios de los trenes, y un sistema de control empresarial, elaborado con los sindicatos, permite seguir su rastro hasta su destino. La compañía desarrolla protocolos de transporte con los grandes transportistas ferroviarios norteamericanos, o un programa de regulación del tráfico en transporte intermodal, maximizando el empleo de su flota de locomotoras, o el «triaje de precisión», que reduce los retrasos y las manipulaciones de los vagones durante la clasificación[19].
  2. Podemos dar un ejemplo de un caso contrario, de cómo las necesidades de la distribución determinan la organización de la producción. Las nuevas posibilidades que ofrece la transmisión de información (que para nosotros es un medio de transporte) permiten eliminar la brecha entre producción y distribución, reducir e incluso eliminar los stocks de mercancías y acelerar la rotación del capital. Por ejemplo, un hipermercado vende calcetines de una fábrica textil, de distintos tamaños, colores y materiales, etc. Cada categoría tiene un código específico que se lee y se registra al mismo tiempo que el precio, cuando pasa por la caja registradora. A lo largo del día, la fábrica textil controla con el ordenador el nivel de los stocks de todos los tipos de calcetines; y en el turno de noche se fabrican los susodichos calcetines, lo que implica una cierta forma de organización del trabajo y de organización técnica. Por la mañana temprano, un camión entrega los calcetines requeridos, que se pueden colocar inmediatamente en los estantes para su venta. Todo este proceso de fabricación y venta se puede organizar entre el vendedor y el productor, pero también puede ser independiente, pues la técnica logística puede organizar distintas funciones del proceso a través de terceras empresas. Refiriéndose a esta flexibilidad en las relaciones de producción-distribución, Alan Greenspan, el antiguo presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED), afirmaba en noviembre de 2006 que la transmisión inmediata al proceso de producción de cualquier disminución en el consumo introduce una gran elasticidad en la economía norteamericana, evitando toda inmovilización del capital bajo la forma de stocks de mercancías[20].
  3. La primera cadena de supermercados del mundo, la norteamericana Wal-Mart, antes empleaba mucho la subcontratación y, gracias a la revolución de los contenedores, podía permitirse tener a sus principales proveedores en tierras lejanas, donde la mano de obra es barata, como en China. Con el objetivo de reducir más los costes de producción, de hacer frente a la competencia y de aumentar las ganancias, Wal-Mart ha cambiado completamente este sistema tradicional de subcontratación. Todos los elementos necesarios para producir un artículo, entre ellos la maquinaria y las materias primas, son comprados por la compañía (al por mayor, lo que permite cierto ahorro) y suministrados a un tercero, que contrata y explota la mano de obra, elegido a través de Internet y que ofrece el precio más barato para la producción de una mercancía determinada.

Esta empresa también refleja otra de las consecuencias de esta integración total de los transportes en un proceso global. Con el objetivo de reducir el coste de su flota de camiones, una de las más importantes de los Estados Unidos, ha invertido, para sus entregas urbanas, en una fábrica de camiones híbridos electricos-diesel, cuya actividad depende en última instancia de la producción de litio, en el que se ve obligado a invertir[21]. La reducción de costes, puede contar así con la ayuda del gobierno, en el contexto de sus políticas «verdes».

  1. Hace poco, una empresa de Hong-Kong proponía reunir en un sólo lugar todas las mercancías destinadas a un determinado centro de distribución situado en cualquier parte del mundo, y transportarlas en contenedor mediante estantes móviles hasta el almacén, sin otro tipo de manipulación.
  2. Un proceso similar, que emplea una cascada de subcontratas ligadas a través de una cadena de transportes materiales e inmateriales, ha sido implementado por Boeing para la fabricación de su nuevo modelo. La compañía subcontrata en todo el mundo, a los que ofrecen precios más baratos, la producción de las piezas del avión, imponiendo los planos, controlando los equipos y la ejecución mediante el empleo intensivo de los ordenadores y de Internet. La actual restructuración de Airbus tiene como principal objetivo poner en marcha un proceso de producción que permita reducir costes. Pero de hecho, estos intentos de reducir los costes de producción mediante la deslocalización universal de los subcontratistas se ha revelado catastrófico para Boeing, en lo que respecta a sus objetivos, hasta el punto que uno de los directivos ha declarado que: «la mejor forma de hacerlo sería que las principales piezas se produjeran en la acera de enfrente». Veremos luego, en los comentarios generales sobre el conjunto de esta cadena de producción basada en el transporte, hasta qué punto se puede cuestionar la declaración de Bernanke en noviembre de 2006, cuando decía que «la eficacia de la cadena de suministro es una fuente de elasticidad para la economía norteamericana».
  3. «Revolución en las aulas», «revolución en los hospitales» y «revolución en la gestión y administración de las empresas»: todas estas «revoluciones» se reducen a una sola, la «revolución digital». Todo son mercancías: los intercambios epistolares, el envío de documentos, la búsqueda de información, la venta a distancia así como las conferencias a distancia, la enseñanza interactiva o una operación quirúrgica a distancia. El medio de transporte es el ordenador o el teléfono móvil, el cable de internet o las ondas de wifi, que permiten todo tipo de operaciones «en tiempo real», de manera inmediata. La «revolución en las aulas», por ejemplo, consiste en la sustitución del libro y el bolígrafo por los «aparatos de educación interactivos», un jugoso mercado de aparatos electrónicos, nuevos medios de transporte del conocimiento (o más bien de información, que sustituye al conocimiento) en un terreno «desgraciadamente» aún dominado por el libro y el cuaderno[22].
  4. El coste del transporte de personas tiende a determinar una política de transportes y de vivienda que facilite la movilidad de la fuerza de trabajo[23]. En el polo extremo de esta noción de tiempo, vemos como reaparece, sobre todo en China, el dormitorio en el centro de trabajo, o en las proximidades (los distintos hogares de trabajadores jóvenes o inmigrantes, los barrios obreros, son reliquias del pasado). En el otro extremo, para controlar a los parados, se introduce la noción de distancia entre el domicilio y el trabajo que se les ofrece; en el mismo sentido, podríamos añadir la gestión del paro mediante el control de las ofertas de empleo, la posesión del carnet de conducir o el rechazo a contratar a quienes vivan lejos del centro de trabajo, dado que el cansancio o las deficiencias del trayecto implican una reducción de la productividad.
  5. Una práctica común a todas las formas de transporte. La multinacional francesa Veolia (antes Vivendi) permite ilustrar la forma en la que se desarrollan las técnicas de transporte en sectores aparentemente muy distintos, pero que permiten hacer un análisis general. Esta empresa empezó sus andaduras en 1853, con el nombre de Générale des eaux, haciéndose cargo de la distribución de agua en el territorio francés, prerrogativa de los municipios, que pueden encargarse ellos mismos del servicio o concedérselo a compañías privadas; a partir de ahí, la empresa empezó a dedicarse a todo lo relacionado con el saneamiento del agua, la recuperación y el tratamiento de las aguas residuales, luego a los transportes terrestres (recogida y destrucción o reciclaje de desechos domésticos, pero también a los transportes ferroviarios y urbanos, hoy con Veolia Transdev, 50% propiedad de Veolia y 50% de Caisse des Dépôts, con presencia en 27 países). Con la vista puesta en la liberalización de los ferrocarriles en la Unión Europea, Veolia firmó un acuerdo con Air France-KLM en 2008 para unir las líneas TGV de corta distancia, que explotaría de forma privada, con las líneas aéreas de larga distancia[24]. Durante una época, con el nombre de Vivendi, la compañía extendió sus actividades al transporte inmaterial, con la producción, distribución y difusión por Internet, sobre todo de discos y películas. ¿Qué tienen en común todas estas actividades, cuya unión las asemeja a esos conglomerados que hace tiempo reunían en un mismo trust multinacional a diferentes empresas con el único fin de obtener ganancias? Es la recogida y distribución de mercancías, sean las que sean, que funciona en base a los mismos principios.
  6. La multinacional norteamericana Fedex afirma que se dedica a la «revolución logística». Al principio, esta empresa de mensajería explotaba únicamente un servicio aéreo para la recogida y entrega exprés de paquetes entre 25 ciudades norteamericanas. Luego se extendió mundialmente a todo tipo de transporte exprés, para terminar convirtiéndose, dentro del mapa capitalista, en el equivalente por ejemplo a Microsoft (explotando, dicho sea de paso, un medio de transporte distinto). Fedex dispone de una flota aérea semejante a la de Air France-KLM (700 aparatos); transporta 6.5 millones de paquetes al día; ha absorbido no sólo otras empresas de transporte de paquetería, sino también informáticas; acaba de concluir un acuerdo con DHL, empresa de mensajería filial de Deutsche Post, para la recogida y entrega de paquetes en territorio estadounidense. En Memphis (Tennessee) dispone de un centro neurálgico, el Global Operation Central Center (las cintas transportadoras de este centro suman 500 km.), que incluye un aeropuerto, un centro informático que permite localizar en todo momento sus aviones de transporte y un servicio para los clientes que les permite saber en todo momento dónde se encuentra su paquete, así como un centro de investigación, Fedex Institute of Technology, que estudia todas las nuevas tecnologías (incluida la nanotecnología) que podrían mejorar la oferta de transporte, es decir, hacer frente a la competencia mundial. Uno de los directivos de Fedex ha declarado: «La información sobre un paquete es tan importante como el propio paquete», subrayando así que el transporte se ha convertido en un eslabón esencial en el proceso de producción-distribución[25].
  7. La vigilancia vía satélite de una flota de camiones permite imponer a los conductores ahorros de carburante, regulando su velocidad y cambiando su itinerario en caso de atasco. El GPS (Global Positioning System, que se puede traducir como «sistema de localización mundial», o conservando las siglas: guía por satélite) permite también controlar el trabajo de los conductores (paradas, descanso para orinar, distancia, velocidad, etc.)[26].
  8. El uso del teléfono móvil en los países subdesarrollados, que no están equipados con modernos sistemas de comunicación, permite a los agricultores y pescadores conocer principalmente la información meteorológica y los precios del mercado, introduciendo con ello cierta regulación ante las adversidades de su vida[27].
  9. Más recientemente hemos asistido al rápido desarrollo del comercio por Internet, bautizado como «comercio electrónico». Aquí los modernos medios de comunicación también juegan un papel esencial, así como todos los accesorios de la logística: desde la oferta en línea de catálogos de diversas mercancías, los pedidos empleando el mismo medio, la manipulación de mercancías mediante procesos completamente automáticos y la entrega, sea por correo o por mensajería, siendo el transporte la única parte en la que intervienen los humanos[28].

El éxito de la venta por Internet no afecta a todos los productos de la misma forma. Los billetes de avión, las entradas a los espectáculos, electrónica, vestimenta, productos del hogar, etc., son los que mejor responden a este medio, mientras otros lo tienen más difícil a causa de problemas logísticos ya mencionados. Muchas empresas no trasladan al consumidor el coste real del servicio con el objetivo de conquistar porciones del mercado a la competencia, gracias a una financiación deficitaria (este es el caso, por ejemplo, de Amazon).

De todas formas, el transporte, una vez más, plantea problemas (precio de los servicios a la baja, entregas fallidas porque el destinatario está ausente, etc.): por ejemplo, ¿quién paga el servicio del segundo viaje de entrega? Pero también surgen problemas en la fase de preparación del pedido (paquete): juntar productos que proceden de distintos fabricantes, dificultades para optimizar los paquetes (embalaje) debido al peso de los productos, volumen, etc. La complejidad del comercio electrónico plantea además otros problemas, que se pueden conocer leyendo la literatura de los directivos sobre el tema.

UNA «NUEVA» VIEJA INDUSTRIA: LA LOGÍSTICA

La nueva característica de la organización de los transportes es que marca el fin de la separación entre producción, el transporte, la distribución y la propia mercancía. Es cierto que la organización, sin rupturas, del flujo de mercancías entre productores y consumidores se remonta a los orígenes de las caravanas o del comercio marítimo en el Mediterráneo o el Océano Índico[29].

Hasta la última guerra mundial, el término «logística» apenas se empleaba más allá de los restringidos círculos de la organización militar. Fue el ejército el que, desde el comienzo del siglo XIX en Europa, con el desarrollo de las grandes campañas militares, planificó, organizó y teorizó la gestión de los stocks de mercancías. Según Clausewitz, cuando el mantenimiento de los ejércitos incumbió al Estado «se creó […] no sólo una casta militar independiente, sino también una organización independiente destinada a su mantenimiento, organización que se lleva a cabo al máximo nivel de perfección posible».

Aunque poco a poco las empresas más importantes fueron empleando estos métodos, hasta la segunda guerra mundial, en general, el transporte mediante medios materiales garantizaba la relación entre dos esferas separadas: la producción de mercancías y su distribución. La situación habitual era la separación entre la producción y la distribución de mercancías, aunque el transporte estuviera integrado en la empresa. Hacia mediados del siglo XX, el transporte se interponía entre las dos, una situación que hoy parecería completamente artificial. Hoy el «transporte», en el amplio sentido que ha adquirido, se ha convertido no sólo en el lazo necesario entre producción y distribución, sino en una parte integrada en el proceso de producción (por ejemplo, en el caso de la producción just-in-time). Por otra parte, las necesidades del proceso de producción y de distribución han transformado totalmente la organización del transporte.

Esta competición capitalista, que es a la vez causa y consecuencia de la búsqueda continua de unos costes cada vez más reducidos de los elementos que afectan a la producción, incluyendo la fuerza de trabajo y los medios de transporte, es más que nunca mundial. Un sencillo ejemplo: una camiseta que sale de Hong-Kong hacia Nueva York integra las labores de trabajadores de diez países diferentes, lo que significa que al margen de la cuestión del transporte del producto acabado, otros medios de transporte han intervenido en su producción; podemos así hacernos una idea de lo que ocurre con productos más complejos como un coche o un avión, etc[30]. Con el desarrollo a escala mundial de esta división del trabajo, y cuando todos los factores que intervienen en la producción y la distribución son totalmente interdependientes, la cuestión del tiempo de transporte se inserta en cada fase de la producción, y no sólo ya en el aprovisionamiento de materias primas o en la fase final de distribución del producto acabado. El tiempo, la fiabilidad y el coste de los transportes adquieren una posición predominante, aunque encaminada de hecho a la búsqueda del menor coste de producción, lo que determina una localización para la cual las características del transporte se convierten en algo esencial. La logística halla aquí naturalmente su lugar, aunque con un contenido variable, desde la propia planificación hasta la puesta en marcha de las diferentes fases de la recogida y redistribución de los productos intermedios o del producto final. La mundialización de la producción, que ha dado pie a la innovación técnica en el sector de los transportes, ha hecho que la irrupción de la logística sea una necesidad.

En esta cuestión de los transportes a escala mundial, hay que deshacerse de bastantes ideas preconcebidas y de las perspectivas que se limitan a determinados territorios. A escala mundial, el empleo de distintos modos de transporte (materiales, aquí no nos referimos a lo que hemos llamado transporte inmaterial) se reparte como sigue:

  • El 80% del transporte de mercancías (el 90% según la patronal de los armadores) se lleva a cabo por mar. Según la misma fuente, el transporte de líquidos a granel (crudo y productos petrolíferos), sólidos a granel (carbón y minerales) y de contenedores representan cada uno un tercio del comercio marítimo. Más de 50.000 buques mercantes surcan los mares, empleando alrededor de un millón de marineros. En los últimos 20 años, los intercambios comerciales por vía marítima han aumentado un 80%. El tráfico marítimo se ha multiplicado por cinco en los últimos 40 años.
  • El 20% restante por tierra (del cuál, dos terceras partes se realizan por carretera y un tercio por ferrocarril).

En otras palabras, más de 7.000 millones de toneladas (o 25 billones de toneladas-km., medida empleada en las estadísticas, que relaciona el tonelaje con la distancia recorrida) de fletes cruzan los océanos anualmente, comparadas con las 3.000 toneladas transportadas por ferrocarril y las 7.000 que se desplazan por carretera.

De hecho, la ventaja del transporte por carretera frente al ferroviario es su flexibilidad, es decir, la posibilidad de dividir el servicio según los distintos destinos en una determinada región. Por eso el transporte por carretera es el más utilizado por vía terrestre. Y por eso también los proveedores logísticos tratan de combinar medios de transporte en sus servicios en línea, con una tendencia a la verticalización de los negocios (servicios puerta a puerta); esto se refleja en las compañías de navegación, que se convierten cada vez más en empresas logísticas con ofertas de servicios puerta a puerta.

En Europa, los transportes por carretera suponen el 78% del total de transportes terrestres, frente al 14% del ferrocarril y el 7% fluvial (en Francia, el 86% del transporte de mercancías se hace por carretera, y sólo el 8% por ferrocarril). En los Estados Unidos (que supuestamente es un país más apto para el transporte por carretera), el 50% se hace por ferrocarril, 37% por carretera y el 13% por agua. Según algunas valoraciones, el tren es tres veces más barato que la carretera. Pero en todas estas valoraciones no hay que perder de vista que el comercio exterior no es más que una fracción de la producción mundial y que el coste del transporte, a pesar de sus fluctuaciones, no es más que una pequeña fracción del coste global del producto.

La elección de un medio de transporte está ligada a los imperativos económicos, pero también a la situación geográfica y al equipamiento que impone, y de ahí surgen situaciones muy desiguales. Por ejemplo, en Europa, el transporte fluvial es muy denso en el norte y casi inexistente en el sur; los transportes ferroviarios son muy densos en el oeste y mucho menos en el este, lo que impone la elección de una logística determinada.

Con el desplazamiento de las actividades productivas hacia la periferia capitalista y la tercialización creciente de las actividades económicas en los países desarrollados, el sector de la logística y del transporte adquiere tal importancia que se ha convertido en un nuevo polo de atracción de las inversiones (sector inmobiliario logístico, por ejemplo), que han tomado el relevo a las inversiones productivas. El sector de los transportes se ha redimensionado y adquiere funciones cada vez más complejas (de ahí su organización mediante la logística), lo que ha hecho surgir nuevas empresas (operadores logísticos) que superan las características del transporte tradicional por el hecho de que gestionan la cadena de suministro a una escala internacional y transcontinental, empleando distintos medios de transporte (aéreo, marítimo, fluvial, ferroviario y por carretera), presionando sobre los procedimientos legales, aduaneros, etc., de los distintos países.

El sector de la logística se extiende por toda Europa y, por supuesto, por el mundo, con un crecimiento anual del 10% y la tendencia es que este crecimiento se prolongue durante los próximos años, teniendo en cuenta las previsiones de crecimiento de los intercambios comerciales entre los países del centro y del este de Europa.

El crecimiento ha sido continuo hasta principios de 2008, pero con la crisis la actividad logística en Europa ha caído entre el 10 y el 15%, aunque no ha afectado a todos los sectores con la misma intensidad: algunos proveedores han mejorado sus resultados desde 2008, por ejemplo los que trabajan en el sector alimentario y farmacéutico. De todas formas, las circunstancias que se derivan de la crisis plantean nuevos problemas. Las promociones comerciales (ofertas de lotes a bajo precio, etc.) plantean problemas a los proveedores logísticos debido a las oscilaciones del flujo, lo que a fin de cuentas implica un coste añadido de manipulación y la introducción de una nueva manera de operar; estas operaciones pueden parecer insignificantes, pero la estrechez de los márgenes que caracteriza el sector de la logística hace que la tecnología y la organización adquieran mucha importancia, intentando siempre reducir los costes de cualquier operación intermedia.

Además, el comercio de la logística se basa en el volumen, con unos márgenes por unidad reducidos (entre un 2 y un 4%, según la consultoría financiera Deloitte). Para garantizar la rentabilidad de sus empresas, los operadores de la logística deben ampliar sus negocios mediante contratos de servicio para los grandes fabricantes, y las grandes empresas de distribución imponen condiciones cada vez más draconianas (proporcionales a los costes logísticos, que tienden a aumentar con la dispersión del proceso de producción). Así pues, los costes logísticos de las empresas oscilan, según el sector de actividad, entre el 8 y el 11% del total de sus ventas, y ya se trate de empresas industriales o de servicios, esta es una de las variables básicas de su estructura de costes. En el sector del transporte y la distribución, los costes logísticos suponen el 33% de la factura; le siguen los costes de almacenaje (24%) y de gestión de los stocks (23%). Por ejemplo, los fabricantes de automóviles gastan más en logística (8-10%), que en personal (7-8%).

Dada la estrechez de los márgenes, el operador logístico trata de centrar su actividad en ciertas funciones o ciertas partes de la cadena logística, lo cual le ofrece mejores oportunidades de rentabilidad; concretamente, la gestión de la información permite reproducir la cadena de subcontratación (almacenaje, manipulación y preparación del pedido, transporte, etc.). En realidad, más de un tercio de operadores logísticos subcontratan más del 80% de su factura de transportes. Si bien existen diferencias según los países, la tendencia general es hacia la progresión de la subcontratación.

La organización del trabajo bajo el régimen de subcontratación refleja su fragilidad tanto en los centros de fabricación (huelgas puntuales de proveedores de la industria del automóvil que paralizan todo el proceso[31]) como en el transporte (huelgas de camioneros). En el sector del automóvil, por ejemplo, los fabricantes que dominan la cadena logística han reexaminado su funcionamiento, reagrupando a sus proveedores en polígonos industriales alrededor de las fábricas de ensamblaje; al mismo tiempo han reducido el número de proveedores, limitando el número de interlocutores de primer nivel, los que se encargan del aprovisionamiento de módulos y no simplemente de componentes, lo cual transfiere los problemas de la coordinación logística y de los servicios puntuales de transporte a las subcontratas.

Como resultado de todo esto, los fabricantes de componentes y de partes modulares de los automóviles aumentan su responsabilidad en la coordinación y la gestión de la cadena de suministro, así como en el ensamblaje final del vehículo, de tal forma que si actualmente su participación en la composición del valor total de cada unidad varía entre el 60 y el 70%, en poco tiempo llegará al 90%.

En este terreno, una de las principales fuentes de ganancias de las empresas subcontratistas es la gestión de la información, lo que les otorga una posición hegemónica en la cadena logística y de transporte[32].

En lo que respecta a la distribución comercial, desde 2008 la tendencia es hacia la concentración de los stocks en zonas urbanas, lo que permite poner en marcha una rápida y flexible red de transportes, y así reducir el nivel de los stocks y relajar las operaciones de cross-docking (técnica de preparación de los pedidos de mercancías procedentes de distintos proveedores). Todo esto atiende a un mismo objetivo: reducir los costes.

El discurso dominante emplea abusivamente la noción de valor añadido refiriéndose a las actividades de logística, dicho esto sin pretender entrar a analizar el problema del valor en el transporte. Sin embargo, la presión ejercida sobre la cadena logística obliga a algunas empresas, originalmente dedicadas al transporte, a ampliar su esfera de actividad a las labores depositarias, preparación de pedidos, logística inversa, etc., como servicios adicionales para su cliente. Esto a veces viene acompañado de una intervención directa sobre el producto (por ejemplo, en el envasado de los productos para la industria farmacéutica y de la alimentación, o en el ensamblaje final y la personalización de productos para la industria electrónica, o también la preparación de promociones que incluyen varios productos en un sólo embalaje), que a veces se reduce a la simple conservación y el transporte sin llegar a intervenir en el producto final; pero estas operaciones implican siempre un coste logístico añadido al precio final. Esto explica que, para el fabricante y por tanto también para el operador logístico subcontratado, el coste del transporte sea distinto dependiendo del itinerario, el volumen de carga y la densidad del tráfico. En cualquier caso, el aumento de los costes de distribución repercute en el precio final del producto y participa en la presión inflacionista[33].

La dinámica del capitalismo reposa, por una lado, en la innovación, que afecta a todos los factores de la producción y la distribución, y por otro lado en diversas resistencias, entre las cuales la lucha de clases sigue siendo esencial. En esta dinámica, un solo factor puede modificar el conjunto, a veces de forma radical. El ejemplo de las empresas chinas de las regiones costeras del oeste y del sur es significativo: para mantener los bajos costes de producción, después de que la lucha de clases haya obligado a aumentar los salarios, las empresas se han deslocalizado al este; sin embargo, en estas provincias montañosas el acceso al mar es complicado, y el empleo de los circuitos marítimos acostumbrados se ha vuelto oneroso: los ferrocarriles hacia el este de Europa han permitido reducir el tiempo de transporte a la mitad, comparado con el transporte marítimo, con la ventaja añadida de que atraviesan todo un espacio de consumo interno, ruso y europeo y se evita la piratería marítima[34].

Esto, además, juega un papel en la competencia entre las distintas facciones del capital (portuario y del transporte marítimo). El desvío de las líneas de transporte, que hoy rodean África en lugar de atravesar el Canal de Suez para evitar la piratería que florece en las aguas de Somalia y en el golfo de Adén, beneficia a los puertos del Atlántico y provoca pérdidas de carga y actividad en los puertos mediterráneos. Esta situación ha provocado las protestas de las autoridades portuarias mediterráneas en el seno de la Unión Europea, dada la pasividad de los países del norte (Alemania, Países Bajos, etc.) en la puesta en marcha de medidas destinadas a erradicar la actividad de los piratas en esta región de África.

Ocurre lo mismo con el cambio climático, del que muchas empresas o países tratan de sacar provecho. Las autoridades del puerto de Rotterdam han realizado un estudio sobre el deshielo del estrecho de Bering y la posibilidad de conectar con los países asiáticos empleando esta ruta, que reduciría el tiempo de navegación y atraería una parte más importante del tráfico marítimo hacia los puertos europeos de la fachada atlántica, en detrimento de los mediterráneos.


EL PASO DEL NOROESTE

El deshielo del Ártico deja entrever la posibilidad de apertura de pasos del noroeste y del noreste entre el Atlántico y Asia. El hielo marino estival parece que va a desaparecer de aquí a 20 o 30 años. Solo quedaría una banquisa permanente.

El trayecto Londres-Yokohama se vería reducido en unos 8.000 km. Sébastien Pelletier y Frédéric Lasserre, de la Universidad Laval de Quebec, han llevado a cabo una encuesta entre las empresas (8.148 buques): de las 98 respuestas que obtuvieron, 17 decían que pretendían desarrollar sus actividades en el Ártico, 10 que quizá y 71 que no.

Los fletadores de porta-contenedores funcionan en el contexto de la logística just-in-time: retrasos y reorganización de las rutas. Ahora bien, a causa de los hielos a la deriva y de los icebergs en verano, la disgregación del hielo marino y la actitud de las compañías de seguros siguen siendo inciertas. (http://pierrefacon.blogspot.fr/2011 /05/arctiquenouvelles-routes-maritimes.html).


LOS AVATARES DE OTROS CIRCUITOS DE MERCANCÍAS ESPECÍFICAS

Si el contenedor ha revolucionado el transporte, permitiendo elegir alternativamente vías terrestres, marítimas, fluviales o ferroviarias desde el centro de producción de la mercancía hasta su lugar de consumo, hay otras formas de manipulación, y por tanto de transporte, que tampoco han jugado un papel despreciable. La automatización completa mediante el marcado con código de barras y el chip electrónico han perfeccionado la revolución del contenedor, aumentando la fiabilidad del transporte y reduciendo su duración; y la automatización mediante el palé y el toro elevador, cuya aparición ha facilitado el desplazamiento de volúmenes reducidos de mercancías (piezas separadas o productos acabados), automatización relacionada también con el marcado de los productos, ha implicado también la práctica eliminación de la intervención humana. Los almacenes pueden ser abastecidos y pueden entregar sus artículos (desde piezas de cualquier producto hasta un libro, por ejemplo) de manera totalmente automatizada.

Un tipo de almacén que antes estaba reservado a la venta por correspondencia (empleando el correo o el teléfono para hacer los pedido y el correo y las carreteras para la entrega) se ha extendido con el empleo de Internet (comercio electrónico), el cual, complementado con el empleo de las cuentas bancarias, permite que el comprador no tenga en ningún momento contacto real con el vendedor, completando el circuito de la mercancía con el del dinero.

Estamos ya lejos del papel y de la moneda que materializaban la extracción del valor de la mercancía y que dependían de un modo u otro de transporte y de manipulaciones para salir de los bancos y luego volver a ellos. Este circuito del dinero no ha desaparecido por completo, desde luego, pero ha disminuido considerablemente. Incluso la utilización del cheque, que había comido terreno al dinero en efectivo, y que dependía también de su distribución y recogida, se ha restringido.

El modo de transporte predominante para el dinero es el medio electrónico, controlado por los cajeros automáticos de los establecimientos financieros pero también por Internet, donde se pueden efectuar operaciones bancarias. El pago de los salarios, de las pensiones y de diversos subsidios, los pagos comerciales y la mayor parte de los pagos de los consumidores, se llevan a cabo mediante giros de cuenta a cuenta, sin más intervención que la de estas vías informáticas.

Hasta la Bolsa, la cima de las finanzas, depende de la informática. Allí Internet ha revolucionado las prácticas especulativas que antes se hacían a gritos. No los ha eliminado totalmente en algunos sectores concretos, pero las transacciones financieras se hacen esencialmente en tiempo real, casi en fracciones de segundo, en el silencio de las oficinas de ordenadores donde trabajan los corredores de bolsa.

Luego veremos que estos circuitos de la mercancía y del dinero basados en la comunicación informática, por el hecho de ser inmateriales no están a salvo ni de los fenómenos naturales: por ejemplo, (véase la nota 53) la ruptura de un cable submarino que, en el año 2000, afectó a las telecomunicaciones entre Asia, Australia y Europa, podría haber sido provocada por un seísmo en el fondo del océano, por no hablar de Fukushima; ni de las diversas formas de piratería que surgen allí donde la mercancía se materializa, desde el simple robo en las cuentas bancarias o el desvío de fondos con medios más sofisticados, hasta la incursión en los circuitos bancarios para extraer el mayor efectivo posible, el vaciado de cuentas en los cajeros, las transferencias ilícitas de cuenta a cuenta, o, como una forma moderna del asalto a la diligencia o al pagador de subsidios, el ataque a los distribuidores o a los furgones blindados que transportan fondos.

También se habla de piratería, como en el caso de los transportes marítimos, para referirse a los ataques sobre una forma muy concreta de stocks de mercancías: las mercancías inmateriales (música, películas, libros, etc.), que se almacenan en los servidores o flujos de datos de Internet y pueden ser transferidos a otro soporte; y parece que todos los esfuerzos para erradicar este tipo de piratería son relativamente vanos. Y se habla de espionaje refiriéndose a los stocks de información más o menos secreta de las empresas y de los Estados; casos famosos han hecho circular stocks de distinta información que supuestamente debían haber permanecido en secreto dentro de los cajones oficiales. Se podría decir que los ataques sobre las redes inmateriales de transporte son más fáciles, menos arriesgados para los piratas o los espías, pero más peligrosos para los usuarios que los atentados contra los medios de transporte materiales de mercancías.

El reciente desarrollo exponencial de la informática y de todos los gadgets para la comunicación concentra en un mismo aparato miniaturizado el teléfono móvil, la televisión, Internet y la cámara de fotos, y permite recuperar y almacenar texto, imágenes y sonido con una contrapartida: el conocimiento, por parte de quienes controlan los medios, es decir, los diversos agentes del capital, de muchos detalles de la vida del usuario, pues todo lo que pasa por un «teléfono» inteligente queda registrado, estés en el trabajo, en casa o donde sea (conversaciones, desplazamientos, todo lo que se difunde por Internet, compras, …). La recogida de todos estos datos permite orientar de forma inmediata la publicidad, y proceder además a todo tipo de control imaginable. Este control se ve además reforzado por otros medios colectivos, como la video vigilancia, las tarjetas de transporte informatizadas como el «Pass Navig» de la región parisina, etc.

El uso del chip electrónico remplaza los códigos de barras, la lectura óptica y las bandas magnéticas (para el contenedor y para cualquier otra mercancía), permitiendo el seguimiento de las mercancías e introduciéndose en un lugar tan íntimo como el frigorífico. Permite todo tipo de espionaje, hasta tal punto que las «agencias de seguridad» se encargan de «limpiar» los locales comerciales o políticos en los que se llevan a cabo entrevistas secretas sobre todo tipo de actividades.

Espionaje y piratería son las dos mamas de las actividades de toda esta densa red de telecomunicaciones por cable, hilos, ondas, antenas y satélites. Cualquiera, sin necesidad de un conocimiento técnico muy experto (niños bien dotados de apenas 12 años han conseguido hacerlo) y disponiendo del material adecuado, puede penetrar en las redes más protegidas, hacer acopio de información o de dinero, destruirlas a veces en diferido o incluso hacerlas inoperantes durante un intervalo de tiempo más o menos largo.

LAS CONSECUENCIAS DE LA REVOLUCIÓN DEL CONTENEDOR

El empleo del contenedor ha reducido el coste del transporte, ha permitido la explotación mundial de la mano de obra a un precio más bajo, transformando las condiciones de la manipulación. En esta búsqueda constante de la máxima productividad, ¿cómo se concreta la cuestión del tiempo en el conjunto del proceso de producción? La elección de tal o cual medio no sólo depende del tiempo, sino también de su coste y del precio relativo de la mercancía transportada. La competencia es feroz, y no sólo entre las compañías de porta-contenedores, sino también entre distintos medios de transporte y las distintas fases del transporte de los contenedores. Toda constatación sobre el coste del transporte no puede ser sino provisional; la subida del precio de los carburantes puede trastocar la organización del transporte para ciertos productos, los armadores y los fletadores deben contar con el retorno de los contenedores vacíos, debido al desequilibrio de los intercambios comerciales, etc. Se ha formado toda una cadena de producción-transporte, revolucionando el conjunto del proceso de producción debido a su integración mutua, cada vez más intensa.

Llegar el primero al mercado permite aprovechar las mejores oportunidades de venta. Esto vale, por ejemplo, tanto para los productos de la industria agrícola como para los artículos de moda, tanto para los yogures como para los perfumes. Cuando se habla de acortar el tiempo de salida al mercado de un producto, se hace referencia tanto al tiempo necesario para su concepción y fabricación como al tiempo de circulación hasta que se consume. Las estrategias de los fabricantes basan, pues, la gestión del ciclo de vida del producto en dos aspectos distintos: el de la cadena de suministro (de materiales, sabores, información, etc.) necesaria para la producción, y el de la distribución. En estos dos aspectos se basa el ciclo de negocios de la empresa. El papel del transporte (de la logística en su sentido más amplio), es por tanto central, tanto para el suministro como para la distribución, y está completamente integrado en el proceso de producción/realización de la mercancía.

Ahora bien, habría que distinguir, por una parte, el discurso de los dirigentes de la patronal, el cual, atestado como está de ideología técnico-progresista, representa la única propaganda de la organización social y tecnológica del capitalismo actual (una mezcla de promesas futuras, realidades desnaturalizadas, hipotéticas realizaciones tecnológica, etc.); y por otra parte la realidad de la circulación sobre el terreno y la consumación del ciclo de las mercancías en el mercado. En otras palabras, hay que distinguir el discurso dominante, expresión de la voluntad de dominio técnico-organizativo de la clase dirigente, de la realidad, la aplicación práctica de esta tecnología con todas las contradicciones que conlleva.

El discurso de la clase dirigente denota, en el mejor de los casos, una tendencia, un deseo, una orientación hacia aquello que evoca el desarrollo tecnológico y la estrategia de dominación, pero no hay que confundir la realidad del discurso con el discurso de la realidad. A fin de cuentas, por su naturaleza ideológica y su legitimación, el discurso dominante, sobre todo en lo que respecta a la tecnología, está lleno de exageraciones, disimulos y deformaciones, que ocultan los límites, los fracasos y las contradicciones que conlleva la aplicación práctica de la tecnología.

De hecho, una cosa es lo que la tecnología promete y otra muy distinta son los resultados prácticos de su aplicación en la actividad económica real. Por poner un ejemplo, la eliminación de los stocks (sea en las empresas de producción o en las de distribución), se traduce de hecho en su externalización a lo largo de la cadena de las subcontratas, es decir, mediante la transferencia de los costes de almacenaje a las empresas subcontratistas (el caso del automóvil es paradigmático)[35].

La necesaria integración de la cadena logística y del transporte requiere relaciones de colaboración a lo largo de la cadena, lo que provoca contradicciones y choques de intereses. Las subcontratas ven como les imponen condiciones cada vez más duras en sus contratos, pero los cargadores, los distribuidores y los proveedores les exigen una actitud colaborativa. En este sentido, no hay duda sobre el papel de juega la tecnología de la información para lograr una integración automatizada e inmediata de todos los actores de la cadena logística. Pero al mismo tiempo existen problemas técnicos de integración de los distintos sistemas y problemas de «estrategia» debido a que hay que compartir información crítica entre los distintos colaboradores. Además, esta integración «colaboracionista» entre la logística y el transporte significa, para los fabricantes y los distribuidores, una tendencia al aumento del coste global del transporte, lo que provoca una presión a la baja sobre las tarifas del último eslabón: el transportista.

Por otra parte, la tendencia a externalizar actividades, tratando de optimizar todas las fases del proceso de producción, conlleva una transferencia de funciones que supone de hecho el abandono a las empresas subcontratadas del control de los saberes y de funciones que dejan de ser estratégicas. Si a esto le añadimos que la cadena de subcontratación se amplía, tenemos que la fragilidad del proceso aumenta en proporción a la complejidad y al grado de explotación. Las huelgas de transportistas reflejan esta contradicción. Más concretamente, la búsqueda de fórmulas de colaboración a todos los niveles, que garanticen el control de la cadena por parte del operador logístico que se beneficia de su posición hegemónica, demuestra implícitamente la necesidad de abordar las distorsiones actuales en el sector de la logística y del transporte. Podemos decir lo mismo de los «manuales de buenas prácticas» patrocinados por las empresas y asociaciones comerciales, que proliferan en todos los sectores de actividad. La competencia encarnizada a lo largo de toda la cadena de subcontratación conlleva prácticas de sobre-explotación cada vez mayores, que al final desestabilizan el sistema. En el caso concreto del transporte, la guerra de tarifas ha favorecido la aparición de grupos mafiosos en los puertos españoles, así como una sobre-explotación creciente del último eslabón del sector (conductores autónomos), lo que aumenta la tensión y la inestabilidad del transporte por carretera, visibles a diario en forma de retrasos, accidentes, deterioro de las mercancías, pérdidas, etc., así como en las huelgas.

Otro aspecto fundamental del discurso dominante es la idea de que es posible hallar una solución técnica a estas contradicciones. La promesa tecnológica se basa en una solución ilimitada de los problemas gracias a la automatización de las actividades de manipulación y envasado de las mercancías, y gracias a la automatización de la gestión de la información. La inserción de la tecnología de la automatización en la cadena logística, como en cualquier otro tipo de actividad, suscita numerosos problemas que afectan precisamente a la competencia entre las distintas empresas proveedoras de soluciones informáticas; todas intentan imponer como estándar su propia tecnología con el objetivo de conquistar una parte más amplia del mercado. Esta concurrencia se traduce en incompatibilidades entre los distintos sistemas de control y de gestión con los que operan las empresas a lo largo de la cadena de proveedores; esto origina problemas de funcionamiento que repercuten directamente en el proceso real del transporte. Todo esto permite a la empresa hegemónica de la cadena imponer sus condiciones, o dicho de otra forma, el fabricante o el operador logístico obliga a las empresas subcontratadas a adoptar una tecnología que permite optimizar sus operaciones de acuerdo con los informes de productividad, realizados por él, de manera que se acelera el ritmo del cambio tecnológico y se reduce el ciclo de inversión a lo largo de la cadena. Los efectos desestabilizadores sobre la capa inferior de la cadena logística (el transportista) son sensibles, en la medida en que las pequeñas empresas de transporte (y en última instancia el conductor autónomo), en el contexto de la negociación a la baja de sus tarifas, deben hacer frente al aumento de los costes debidos a su obligación de invertir cuando el ciclo de amortización es cada vez más corto.

Por otra parte, las posibilidades que ofrece la tecnología de la información y de la comunicación (TIC) en lo que respecta a la trazabilidad y al control de la cadena logística en su conjunto no son evidentemente las que anuncian las consultorías, los ingenieros, los dirigentes de las empresas, o cualquier experto en el ámbito de la logística. Una cosa es la trazabilidad de la mercancía y otra muy distinta es el control de la cadena logística. Lograr un seguimiento puntual en tiempo real de la mercancía a lo largo del ciclo de transporte, puerta a puerta, es en el mejor de los casos una condición, entre muchas otras, para que tenga éxito ese control y esa sincronización de toda la cadena logística. La trazabilidad determina el control de la información, pero no el control real, práctico, del transporte físico de la mercancía, sometido a los avatares del día a día (cuellos de botella, accidentes e incidentes de todo tipo); dicho de otra forma, a las variables no controlables por simples dispositivos electrónicos. Un ejemplo de este tipo de problemas lo ofrece la gigante multinacional del contenedor, Maersk, que padeció estas incompatibilidades entre tecnologías informáticas tras la absorción de su competidor Sealand (que a su vez fue la empresa que lanzó el concepto del contenedor) en 1998, y de nuevo tras la absorción de Nedloyd-P&O, en 2007[36].

Desigualdades

La importancia que ha adquirido el transporte marítimo gracias al contenedor conlleva un desarrollo desigual en los países en desarrollo. Dos ejemplos permiten ilustrar esta constatación: en China, el desarrollo costero ha tenido una considerable importancia en el auge económico del país, a expensas del interior, dotado de unas débiles infraestructuras; en la India, las concentraciones industriales se hallan en el centro del país, lo cual, unido a la debilidad de las infraestructuras, constituye un freno considerable al desarrollo del capitalismo, mientras que el sector de la informática que no se ve afectado por estas restricciones ha conocido un notable auge, desproporcionado en relación al resto del desarrollo económico. Se puede observar que allí, como en otros países donde se han deslocalizado las viejas industrias de Europa o de América del Norte, éstas hallan costes más bajos no sólo para la mano de obra, sino también para las condiciones del «transporte» en su sentido más amplio.

Hemos mostrado como el enorme desarrollo de los transportes, al permitir la búsqueda de la máxima plusvalía en todo el mundo, provoca la división de las empresas antes integradas en torno a un núcleo central (en el caso del automóvil, una simple cadena de montaje final), ligadas ahora a una cascada de subcontrataciones, a veces muy alejadas, cuya función evoluciona con las posibilidades que ofrece la informática, pasando de simple fabricante a la de diseñador. En un sentido inverso, la empresa comercial de distribución ha pasado a ser quien da órdenes precisas a las empresas de mano de obra, a las cuales se suministran el conjunto de elementos necesarios para el proceso de producción, excepto el capital variable.

Asistimos así a un fenómeno de disociación de las funciones que antes correspondían a una sola empresa, particularmente en los sectores donde la importancia adquirida por el transporte permite que algunas de estas funciones adquieran autonomía.

Allí donde antes una empresa única disponía de infraestructuras y al mismo tiempo las explotaba, ahora asistimos a una separación de estas dos funciones: la explotación de las autopistas separada de su propiedad, la de las líneas de ferrocarril separada de la propiedad de la propia red, el empleo de las líneas de electricidad separado de la producción de electricidad,… y lo mismo para el gas, el petróleo, el teléfono, los puertos, los aeropuertos… Las compañías aéreas privadas pueden apropiarse de derechos de uso privilegiados, las empresas de mensajería pueden atribuirse derechos de uso privado de ciertos sectores del servicio postal público, cualquier empresa privada puede comprar derechos a cualquier radio o televisión, propiedad de otras empresas privadas o del Estado. Todo ello implica una transferencia de valor del capital público invertido en infraestructuras, de las cuales se beneficia el capital privado, que puede concentrarse en las actividades más rentables. Dicho de otra forma, las inversiones públicas en infraestructuras crean condiciones más favorables para maximizar la rentabilidad del capital privado, como se puede ver en las actividades portuarias, por ejemplo.

Nos hallamos ante un complejo sistema de interpenetración de diversas funciones que, sustentadas todas en la búsqueda de beneficio, pueden descomponerse o recomponerse, siguiendo la mayor parte del tiempo un uso imprevisto, o las innovaciones tecnológicas de la comunicación y los transportes.

Paralelamente, las estructuras del capital se han modificado. Las viejas compañías de navegación cuyo papel se limitaba a pilotar el navío (las operaciones de carga y descarga, almacenaje y distribución quedaban fuera de su campo de actividad) se han visto obligadas a integrar este conjunto de actividades: la primera compañía mundial de porta-contenedores, Maersk, dispone de terminales en todo el mundo (gestionadas por su filial, APM, segundo grupo mundial de instalaciones portuarias), así como de filiales que se encargan del transporte fluvial, ferroviario y por carretera.

Desde hace 10 años, el comercio internacional ha crecido, de media, más rápido que la economía global, debido a distintos factores como la disminución de los costes del transporte, la reducción de las tarifas aduaneras y la especialización de los distintos elementos de la cadena de producción (véase en la página 19 las cifras sobre el tráfico de contenedores).

Bajo la forma actual de la producción mundial de mercancías, el transporte se ha convertido en un terreno en el cual se extienden las contradicciones del desarrollo capitalista, revelando así sus límites físicos, objetivos, que la dirección capitalista trata de paliar recurriendo, por una parte, a la tecnología (que como hemos visto, más que resolver, reproduce los problemas del transporte a otro nivel y en ciclos cada vez más cortos), y por otra parte, al arsenal ideológico, bajo la denominación de sostenibilidad.

Movilidad y saturación

El desarrollo sin control del transporte de mercancías y de personas, como no puede ser de otro modo en las condiciones de producción y distribución capitalistas, ha generado una verdadera situación de saturación y, eventualmente, de parálisis, tanto en los principales pasillos de comunicación como en las concentraciones urbanas. Una realidad cuyos evidentes efectos se traducen en problemas prácticos a la hora de garantizar la fluidez necesaria para la buena marcha de la reproducción del capital. Los problemas del transporte, consecuencia directa de la lógica de la acumulación del capital, no pueden solucionarse si no se cuestiona la propia lógica del modelo de reproducción capitalista. Así es cómo se desarrolla el discurso sobre la sostenibilidad o el desarrollo sostenible; una noción insostenible de por sí, y que choca frontalmente con la dinámica real del transporte.

Estos últimos años, los gestores del transporte, particularmente del transporte de personas, ante la creciente saturación de las vías de comunicación que acompañan al proceso de urbanización desenfrenada, han tenido que enfrentarse a la movilidad (desplazamiento de personas). En una economía capitalista de producción y distribución flexibles, las necesidades de movilidad aumentan no sólo para las mercancías (previsión de desarrollo del tráfico), sino también para la mercancía fuerza de trabajo y la de los consumidores (turismo). Cuando se produce una interrupción o, sencillamente, cuando la lógica propia de la movilidad lleva a una concentración a lo largo de los ejes de la riqueza, la fragilidad del sistema se traduce en una concentración de los modos y los medios de transporte en un área geográfica determinada.

La concurrencia industrial de los puertos, para el transporte de mercancías, o la de las compañías aéreas o ferroviarias, para el transporte de personas, acentúa la tendencia a la saturación y a la parálisis, mientras que en otras inmensas zonas geográficas, que se considera que no son rentables, los servicios de transporte se reducen o se suprimen[37]. En este contexto, las posibilidades de desarrollo de un transporte sostenible son absolutamente incoherentes con la economía capitalista. Las tendencias que dictan el ritmo y la orientación de una eventual sostenibilidad chocan directamente con los principios de optimización del tiempo y de los medios que rigen el modelo de actividad capitalista y que han llevado precisamente a la situación actual. El tráfico por carretera en Europa ha aumentado un 50% entre 1998 y 2010. Los intentos de reducir el transporte por carretera en beneficio del ferrocarril no son más que un lugar común en los frecuentes discursos sobre el transporte sostenible, con todo tipo de declaraciones de intenciones que van desde la Comisión Europea a los estibadores y transportistas, mientras que la realidad muestra cada año que el porcentaje de mercancías transportadas por ferrocarril se reduce respecto a las transportadas por carretera o por mar. Y esto se debe a que la competencia capitalista, o si se prefiere la competencia empresarial, necesita de una flexibilidad en la producción y circulación de mercancías y servicios que el ferrocarril no puede ofrecer, salvo para ciertos segmentos del tráfico y ciertos productos. Las soluciones propuestas evidentemente son más lentas y menos flexibles que el transporte por carretera, o más costosas. Así pues, se abandonan o se transforman en pequeñas notas del discurso ideológico (sostenibilidad), precisamente porque desde la perspectiva económica dominante son inmanejables.


ACCESIBILIDAD Y RIQUEZA

«Sea cual sea la ciudad portuaria que estudiemos, se puede constatar que en menos de 6 horas como mucho se puede alcanzar al 10% de la población europea. Sólo Amberes llega actualmente a este porcentaje. Se distinguen claramente 2 tipos de puertos. Los de Europa del norte, donde se incluyen los puertos ingleses, y, en menor medida, los del norte de Italia. Los puertos que presentan los mejores resultados son lo que se benefician de unas mejores infraestructuras de carreteras y, sobre todo, de una importante concentración de población y riqueza en las proximidades. […] En lo que respecta a la accesibilidad de la riqueza en 6 horas, se observa que el porcentaje máximo se dobla en relación a la población […]. El puerto de Dunkerque, el mejor situado, supera el 19% de riqueza accesible. Esto ilustra de nuevo el considerable peso de la megalópolis europea en el reparto de la riqueza. Hay que subrayar que toda la periferia se ve penalizada.» Fuente: «Le rayonnement des villes selon la portée des déplacements», en L’Accessibilité, marqueur des inégalités de rayonnement des villes portuaires en Europe. http//cyoergeo.revues.org/2463.


CONSECUENCIAS SOBRE LA ESTRUCTURA DEL CAPITALISMO

El auge de los transportes ha modificado todas las corrientes comerciales, y de rebote también el desarrollo del capitalismo, sobre todo en lo que respecta al reparto geográfico de las actividades productivas en el mundo entero. Históricamente, podemos observar este desarrollo en torno a los medios de transporte (las infraestructuras) bajo un doble aspecto: por una parte, un reparto fluctuante entre las inversiones públicas y recompra privada por el capital; por otro lado, allí donde las infraestructuras son inexistentes o están poco desarrolladas, una migración selectiva de las industrias hacia zonas en las que estas infraestructuras no son necesarias (por ejemplo, las zonas costeras de China) o hacia lugares donde la técnica permite prescindir de ellas (por ejemplo, los call-center en la India central)[38]. Durante un lago periodo, todos los sistemas de transporte esenciales (carreteras, canales, ferrocarriles, puertos, aviación, teléfono y correos) requerían de la intervención o el monopolio del Estado, dada la importancia de las inversiones (lo mismo que ocurre en las cuestiones de defensa nacional) y sus escasas perspectivas de rentabilidad; más recientemente, el auge desmesurado de todos los medios de transporte unido a la extensión de la influencia del capital en busca de nuevos terrenos para el beneficio ha hecho que poco a poco el conjunto de este sector se convierta en un terreno lucrativo al que el capital se lanza con las privatizaciones.

En un pasado relativamente cercano, aparte de las empresas particulares que, de prosperar, caían antes o después en manos del capital financiero, el conjunto de las empresas que atraían a los capitales consistían básicamente en dos tipos de estructuras, consideradas como las más lucrativas: bien una integración vertical en una empresa industrial que conjugaba bajo el mismo armazón jurídico unas actividades que iban desde la explotación de las materias primas hasta la venta del producto acabado, bien una integración horizontal en un conglomerado que acaparaba un conjunto de empresas a veces muy dispares. Con la irrupción del sector financiero, este tipo de estructuras se han transformado en forma de holdings, hedge funds, fondos de pensiones, etc., que buscan ante todo la máxima rentabilidad imponiendo normalmente objetivos a corto plazo y que tienen poco que ver con la evolución del capital industrial[39]. Este sector, en cambio, debido a las posibilidades que ofrece el auge de todo tipo los transportes, ha visto cómo se instalaba una nueva estructura industrial alrededor de la subcontratación (muchas veces las deslocalizaciones no son más que uno de sus aspectos). Sectores enteros de empresas antes integradas se han separado de la sociedad madre bajo todas las formas jurídicas posibles, dependiendo de las necesidades, los imperativos del proceso de producción y las perspectivas de beneficio en cualquier parte del mundo.

En un primer momento, el transporte, o lo llevaba a cabo la propia empresa (para su abastecimiento así como para las entregas), o bien recurría a distintos transportistas, dependiendo de los productos y del medio más rentable. La noción del tiempo era en aquel entonces secundaria y la empresa tendía más bien a acumular stocks, tanto de materias como de productos acabados, para compensar los avatares del proceso de producción. Es difícil afirmar si este desarrollo fulminante de todo tipo de transportes es el que ha permitido luego el desarrollo del método de producción just-in-time o si la introducción de este método requería del auge previo de los transportes.

Esta noción de tiempo ha llevado a coordinar los distintos medios de transporte empleados para el deslazamiento de la mercancía y a transformar la logística en una nueva rama industrial, integrando las más modernas técnicas de comunicación. Y esta nueva industria se ha convertido en un terreno de inversión y de ganancia para el capital, separado jurídicamente de las empresas productoras y distribuidoras, convirtiéndose en un eslabón esencial de la nueva estructura de las empresas madre, basada en la subcontratación de la producción especializada.

La competencia es feroz. En el sector marítimo, esto no se refleja tanto en un movimiento de integración de distintas empresas, o al contrario, en su desintegración mediante la subcontratación, como en la formación de alianzas para explotar de manera más rentable tal o cual línea. De esta forma, una «Grand Alliance» que reagrupa empresas alemanas, japonesas y coreanas, trata de explotar el tráfico transpacífico. Una «New World Alliance» entre empresas de Singapur, Japón y Corea le hace frente. Y a éstas se añade la CYKH Alliance. En conjunto, explotan 18, 11 y 10 servicios transpacíficos semanales de porta-contenedores, es decir, más de 5 al día[40].

En lo que respecta al transporte marítimo, distintos grupos de puertos luchan por la supremacía. En Malasia, en abril de 2008, el nuevo puerto de Tanjung Pelapas (PTP), totalmente privado, trata de arrebatar con relativo éxito al puerto público de Singapur su puesto como primer puerto mundial de contenedores; éste ha respondido con una política comercial muy agresiva[41]. Del mismo modo, el puerto autónomo de Tánger compite con los puertos españoles cercanos, con un desarrollo «global» y una zona industrial anexa (donde están presentes Renault y Nissan), además de un programa de infraestructuras de carreteras y ferrocarril en toda África del norte[42]. Un grupo marítimo chino quiere convertir el Pireo y Tesalónica en un gigantesco «hub» que debería irrigar toda la zona, desde los Balcanes al Mar Negro[43].

Además, la cuestión de la seguridad en los suministros, relacionada sobre todo con las vicisitudes políticas, hace que la áspera competencia y el juego fluctuante de las alianzas alimenten conflictos sobre el trazado y la construcción de los oleoductos. Aquí también prolifera el gigantismo, tanto en la longitud de estas «líneas» de transporte, o en la profundidad de su enterramiento en el mar, como en el diámetro de los tubos. La competencia también afecta a las acerías que fabrican estos tubos[44].

Del mismo modo, el desarrollo exponencial de Internet provoca una competición entre el cable y el satélite. Estas «líneas» de comunicación, que transportan información en tiempo real y en cantidad incalculable, juegan un papel en la deslocalización de los servicios análogo a la influencia de las líneas de contenedores en la deslocalización de las industrias[45].


INTERNET LLEGA POR MAR

El mapa muestra un cable submarino de 17.000 km que discurre entre Francia y Sudáfrica, para ofrecer Internet de banda ancha a 23 países de África. Bautizado Africa Coast to Europe (ACE), debía estar operativo a principios de año, según el acuerdo firmado en 2010.

Orange se lleva la mejor parte de este acuerdo, pues varias empresas estatales de comunicación le han concedido el servicio. La costa occidental de África está sometida a la competencia de tres proyectos: WACS (Londres-Ciudad del Cabo, pero sin parar en Senegal ni en las tres Guineas: Bissau, Conakri y Ecuatorial), Main One y GLO-1 (Nigeria-Reino Unido).

En la costa este, el cable Seacom conecta desde 2009 Marsella y Sudáfrica, uno de cuyos ramales abastece a Bombay y la India.

Internet de banda ancha está poco extendido en África, y France Telecom (Orange) calcula un crecimiento anual del número de abonados del 20% de aquí al 2013. Desde 2009 la capacidad de Internet en África se ha multiplicado por 300.

Este crecimiento beneficia poco a los habitantes, dada la lentitud con la que los operadores instalan las infraestructuras de conexión, sobre todo en las zonas rurales.


LAS CONSECUENCIAS SOBRE LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO

La restructuración de los años 70 se manifestó entre otras cosas en la dispersión territorial de la producción a escala regional, nacional e internacional. Lo cual ha provocado una mutación de la función del sector del transporte en el proceso general de la economía capitalista, por su integración en las fases de producción/realización del capital, mientras que paralelamente este sector sufría una transformación radical en la organización de sus redes y sus medios a escala mundial. Los cambios y los conflictos ligados al transporte no pueden comprenderse más que a través de la reorganización general del trabajo del sector de bienes y servicios en el contexto de la restructuración de los años 70, así como la creciente movilidad (transporte de personas) hay que comprenderla a través de la nueva organización del trabajo a escala territorial, en la cual se desarrolla también la expansión del comercio turístico. Desde finales de los años 60 se ha producido un aumento de los intercambios, debido a la integración de los países asiáticos en la economía mundializada y a la deslocalización de la producción.

El tráfico de contenedores se ha impuesto como el mejor medio para proceder a la racionalización capitalista del trabajo (taylorización), con un impacto particularmente importante en el tráfico marítimo. La aparición de compañías de navegación independientes (outsiders) con nuevas estrategias basadas en los enormes porta-contenedores que dan la vuelta al mundo en ambos sentidos (eastbound y westbound), ha desbordado la organización del tráfico marítimo a través de «conferencias», como se llevaba haciendo desde hace más de un siglo[46]. Todo esto ha contribuido a dotar a los puertos de nuevas funciones, dejando de ser puntos de descarga de los productos para convertirse en centros de conexión (intermodal) de la cadena de suministro, una noción clave para la organización de la producción flexible y para la tendencia a la externalización de las actividades (subcontratación)[47]. Podemos decir, pues, que según las actuales estrategias de gestión, la organización de las actividades empresariales reposa sobre la gestión de la cadena de suministro. Pero las dificultades y las contradicciones están a la orden del día: según un informe de la consultoría Accenture, en los Estados Unidos, a pesar de que el 90% de las empresas admiten que la cadena de suministro es crucial, sólo el 50% reconoce haber invertido en ella.

La introducción de soluciones informáticas de planificación en la cadena de suministro, como afirman algunos documentos, permite aumentar la productividad y reducir los costes en los distintos ámbitos de actividad (inventario, transporte, etc.). No obstante, estas soluciones se basan siempre en el transporte, en última instancia.

Existe una contradicción entre la búsqueda del menor coste por todo el mundo, la presión del transporte (por reducida que sea), la eliminación de los stocks y los imperativos del just-in-time. Asistimos, por una parte, a la extensión de la subcontratación bajo todas sus formas, más o menos dependientes del transporte, y a la reconstitución en un mismo lugar de unidades industriales fragmentadas para eliminar el riesgo provocado por la dilatación de las líneas de suministro y los avatares del transporte. Pero una de las ventajas que señalan los especialistas del conjunto de este nuevo sistema de producción (incluido su eslabón esencial, el transporte por contenedor) es su extrema flexibilidad, que permite hacer frente fácilmente y con rapidez a cualquier reducción de la demanda (véase en la página 28 el ejemplo de los calcetines) en el proceso de producción y ajustarse temporalmente a toda variación. Sin duda, se evita así cualquier inmovilización del capital bajo la forma de mercancía; la consecuencia de esta elasticidad es la precarización de la fuerza de trabajo, que se expresa actualmente en la tendencia universal a la reforma del contrato de trabajo. Dos ejemplos permiten ilustrar esta elasticidad: para contrarrestar el aumento del precio de los carburantes, que ha aumentado sensiblemente el coste del trayecto de los porta-contenedores, se ha establecido una distinción entre buques de gran velocidad, grandes consumidores de combustible, para ciertos géneros de precio elevado, y buques de velocidad reducida, que consumen menos combustible y se emplean para transportar mercancías menos costosas. Como la entrega de cantidades fijas de productos textiles procedentes de China, por ejemplo, implica un cierto retraso, son los talleres clandestinos del país de destino lo que asumen la flexibilidad, el volante variable de la demanda.

La densidad del tráfico y las posibilidades de ampliar los servicios sobre el territorio ponen al descubierto la fragilidad de las estrategias de movilidad puestas en marcha por las administraciones públicas y las empresas privadas. La «liberalización», y por tanto la privatización de los servicios de transporte, ya habían provocado una mayor saturación de la oferta sobre las vías de comunicación consideradas rentables. Además, la flexibilidad del trabajo y su duración hacen que un número cada vez más grande de trabajadores tenga que desplazarse cada vez más lejos de su domicilio, mientras los precios de la vivienda en los centros de las ciudades aumentan de manera incontrolada, lo que provoca el desplazamiento de la población hacia la periferia. De ahí se deriva una tendencia a la concentración en nuevos territorios, dada la economía de escala y la necesidad de acercarse a la demanda. La experiencia demuestra que no se trata de un simple problema de organización técnica capaz de resolverse mediante los paliativos típicos de la lógica de la movilidad (aumento de los transportes públicos, teletrabajo, etc.), sino más bien de una contradicción inherente al modelo de desarrollo capitalista. De la misma forma, se puede decir que el aumento de las posibilidades que ofrecen las técnicas de la comunicación no ha disminuido los desplazamientos, sino que los han aumentado. De hecho, la lógica de la acumulación del capital es la que lo domina todo, y ya se trate de los nichos de mercado o de los sectores emergentes, todo es más inestable. La proliferación de compañías aéreas de bajo coste es un buen ejemplo. La competencia entre ellas es implacable, y a pesar de las ayudas y las subvenciones de las autoridades locales, a veces han llegado a acumular pérdidas, a abandonar destinos o sencillamente han desaparecido, y todo ello, desde luego, en el contexto de una incertidumbre creciente[48].

Se podría pensar que con las posibilidades que ofrece Internet y las comunicaciones telefónicas, sería más fácil para las empresas dirigirlo todo a escala mundial, desde una sede social situada en un Estado determinado. Pero de hecho ocurre casi lo contrario: si la búsqueda del menor coste (de explotación, pero también de obligaciones medioambientales) provoca la deslocalización de los centros de producción en el mundo entero mediante una cascada de subcontrataciones, otras consideraciones pueden llevar a desplazar los centros de decisión y a dividirlos en distintas unidades financieras, técnicas, jurídicas, etc., intentando acercarse a los lugares de producción o de consumo de tal o cual mercancía, y también alejarse de las obligaciones financieras de un Estado. Internet permite una gran elasticidad en esta búsqueda de la eficacia óptima, con rápidos desplazamientos de estos centros de un Estado a otro: una tendencia que se confirma en el periodo reciente con la división de los centros de dirección de las multinacionales[49].

FRAGILIDAD Y VULNERABILIDAD DEL SISTEMA DE TRANSPORTE

Todo sería perfecto en el mejor de los mundos capitalistas si el alargamiento de los circuitos de los transportes, aun escapando a las restricciones de los puertos tradicionales, no implicara un aumento de la vulnerabilidad debido a los factores que hemos mencionado: los imperativos de la producción y la distribución just-in-time, o la búsqueda del menor coste de producción a escala mundial que aumenta la presión sobre las poblaciones (restructuraciones, paro, pobreza, etc.). Que acontecimientos como un desastre natural, una epidemia, un conflicto político, la piratería marítima y una huelga o una serie de huelgas sobrevengan en cualquier parte y perturben seriamente el aparato productivo, a una escala que depende de la extensión del problema en cuestión y de la importancia de la empresa o de los países afectados, es una preocupación constante del sistema. Un ejemplo a pequeña escala ocurrió en 2007 en Japón, cuando un temblor de tierra prácticamente destruyó una fábrica que producía piezas para toda la industria automovilista japonesa, obligando a las fábricas de automóviles del país a cerrar durante una semana; y un ejemplo a gran escala ocurrió en el mismo país en 2011, con la catástrofe de Fukushima, tras un seísmo y un tsunami[50] (aquí no nos referimos a la catástrofe nuclear).

En 2010, la erupción del volcán Eyjafjöll en Islandia creo una nube de cenizas que bloqueó el tráfico aéreo en todo el Atlántico norte y el oeste de Europa, obligando sobre todo a las fábricas de automóviles (otra vez ellas) a reducir e incluso a parar la producción por falta de chips electrónicos que se importan por avión, just-in-time, desde Japón. Recientemente, una erupción solar ha hecho temer una seria perturbación en todo tipo de sistemas de comunicaciones por satélite.

Los capitalistas se preocupan desde hace bastante tiempo por la fragilidad de su propio sistema. Un artículo del Financial Times titulado «La fragilidad que amenaza los sistemas industriales mundiales»[51] no mencionaba sin embargo más que las catástrofes naturales, y se ocupaba poco de las consecuencias de las exacciones del capital o de sus incoherencias: «Vivimos hoy en un mundo en el que un desastre aislado, político o natural, en la cara opuesta del globo, puede perturbar los sistemas básicos de los que dependemos». El diario financiero británico establecía tres factores de evolución del capital como multiplicadores de esta vulnerabilidad: la concentración capitalista, que otorga a un grupo industrial una posición de cuasi-monopolio, adquiriendo más poder que los Estados y permitiéndole escapar a todas las regulaciones; el fin de la integración vertical y la interdependencia de la producción; y el sistema just-in-time con la sistematización del proveedor único y la eliminación de los stocks.

En la medida en que la organización del transporte, el desplazamiento de mercancías, remite al proceso de realización del capital, las condiciones de crisis en las cuales actualmente se halla la acumulación del capital se dejan sentir en forma de fragilidad y vulnerabilidad. Por fragilidad, hay que entender las debilidades intrínsecas «objetivas» del proceso de reproducción del capital y su creciente complejidad material y práctica (organizativa, tecnológica). Esta fragilidad se refleja en los numerosos disfuncionamientos del sistema, que desde luego el discurso dominante transforma en eufemismos[52].

Una de las principales vulnerabilidades de la cadena de transporte concierne a los problemas físicos, tan ineluctables como imprevisibles. Pueden afectar directamente a un eslabón de esta cadena: una tormenta magnética puede perturbar las comunicaciones vía satélite, un temblor de tierra, un huracán o una inundación pueden destruir las carreteras y los ferrocarriles, cortar los cables y los oleoductos, bloquear los puertos, una tempestad puede volcar un buque. O también pueden hacerlo indirectamente: cortando o agotando las fuentes de energía necesaria para el funcionamiento de los vehículos y los aparatos de manipulación. Incluso una epidemia (el síndrome respiratorio agudo grave, la gripe aviar) se considera como un elemento que puede perturbar los transportes: amenaza con agotar los agentes humanos necesarios para que los elementos de la cadena funcionen, y su propagación amenaza con multiplicar las perturbaciones locales a nivel mundial (se han realizado estudios serios sobre este tema, no tanto por preocupación por la salud humana como para prevenir problemas económicos).

Piraterías

Una vulnerabilidad parecida a las consecuencias de los fenómenos naturales es la que resulta de la intervención humana, sea voluntaria o involuntaria. Involuntarios son los accidentes de carretera o ferroviarios, o las equivocaciones marítimas, los errores en la manipulación o también, menos frecuente, la ruptura de un «tubo»: un cable submarino roto por la red de un barco de pesca[53], o un conducto de gas dañado por una excavadora. Voluntarias pueden ser dos tipos de acciones humanas: una operación de rescate de los productos transportados (Nigeria), o una interrupción destinada a lograr la satisfacción de unas reivindicaciones. El rescate de las mercancías desviadas de su destino inicial responde a la piratería, que no se limita a los ataques a los buques en la mar[54], sino que incluye también el secuestro de camiones (o sencillamente el robo de su combustible)[55] o de contenedores enteros, el robo de camiones, de información («hacker» que trabaja por la fama o por venalidad), las escuchas telefónicas y otras formas de espionaje. Más recientemente, el alza del precio de los metales ha provocado el robo de los propios medios de transmisión (cables de señalización, telefónicos o eléctricos, de todo tipo de instalaciones para los clientes).

La piratería marítima merece una atención especial, pues se ha renovado desde hace algunos años y sufre una publicidad algo romántica que la relaciona con los legendarios piratas del Caribe de los siglos XVII y XVIII. De hecho, esta piratería nunca ha dejado de existir, aunque ha adquirido grandes dimensiones tras el auge del tráfico marítimo y el empobrecimiento e incluso el caos en el que viven algunos países limítrofes con las zonas de tráfico intenso. La piratería en la zona privilegiada del golfo de Adén, y los problemas en el Cuerno de África, se han desplazado a todo el oeste del océano Índico, adaptándose constantemente a la represión colectiva de las grandes potencias, lo cual hace que ésta sea prácticamente inoperativa. Pero la piratería afecta también a toda la zona de Malasia, Indonesia, Vietnam y Filipinas, el golfo de Guinea, el Caribe e incluso el estrecho de Bering. Los buques y su carga no interesan mucho a los piratas de hoy en día, que tratan más bien de secuestrar cualquier tipo de buques y su tripulación para obtener un rescate. El coste de la prima en los seguros, que cubre todo, incluso las negociaciones y las pérdidas debido a la inmovilización del buque, se ha multiplicado por diez, y su incidencia en el coste del transporte marítimo no es despreciable.

Fragilidades «subjetivas»: las luchas

Otra cosa distinta son las huelgas y los sabotajes que, teniendo un objetivo preciso (lograr una reivindicación o satisfacer una revuelta o una venganza), tratan de cortar o bloquear las líneas de comunicación: el alargamiento de los trayectos  y los múltiples medios empleados permiten un amplio abanico de operaciones, que van desde el simple cese del trabajo a la puesta en marcha de medios tan sofisticados como los propios sistemas de explotación de los distintos medios de transporte. Estos bloqueos voluntarios pueden provocarlos las huelgas o los sabotajes en sectores anexos, a menudo ignorados, y a los que normalmente se niega una capacidad de acción a gran escala: así es como la huelga de los servicios de restauración de Heathrow pudo bloquear totalmente durante varios días todo el tráfico aéreo de este aeropuerto; o como la huelga de algunos obreros de los servicios de mantenimiento que reparan fallos menores puede terminar bloqueando líneas enteras de metro; o como las huelgas de maleteros pueden bloquear un aeropuerto, cuando su función a primera vista no es esencial, al contrario que la de los controladores aéreos, poco numerosos pero necesarios para la seguridad; o también como el cese del trabajo de los controladores de trenes puede interrumpir la marcha de toda la red ferroviaria.

Todos estos factores de vulnerabilidad son conocidos, así como algunas de sus soluciones, no siempre eficaces. En cambio, la realidad de las supuestas soluciones tecnológicas que prometen una completa fiabilidad está mucho menos difundida, aunque ciertamente pueden ser también destructivas para las líneas de comunicación. La tecnología de la información y la gestión del ciclo (gestión de itinerarios, trazabilidad, RFID o Radio Frecuency Identification, etc.) tratan de solventar una enorme cantidad de errores, de fallos e imprevistos que en la vida cotidiana se traducen en grandes pérdidas. La naturaleza de los problemas relacionados con el transporte transciende la determinación técnica que propone el reduccionismo tecnológico.

Además hay que tener en cuenta la fragilidad inherente a toda tecnología (fallo de los sistemas de información, nuevos equipos y programas más potentes y seguros)[56], los problemas ligados a la supresión de la intervención humana (automatización, aumento de la composición orgánica del capital y de las inversiones) y la transferencia de las decisiones hacia la cúspide de la jerarquía. Todo esto conlleva una subordinación que, en el caso del transportista, se añade a su subordinación económica derivada de su posición en el mercado, dado que él es el último eslabón de la cadena logística, donde el distribuidor/descargador ajusta al máximo el precio del servicio. La fragilidad del sector del transporte y la logística se manifiesta en una realidad paradójica, puesto que a pesar de su posición estratégica en el conjunto de la actividad económica y del volumen del capital que está en juego, dispone de márgenes reducidos, al situarse entre las exigencias de los fabricantes y los distribuidores por na parte, y las necesidades de la subcontratación en unas condiciones de precarización creciente (depositarios, transportistas, etc.) por otra.

La fragilidad del sistema de transporte está también relacionada con la feroz competencia entre las empresas subcontratistas, así como con las operaciones ambiguas para conseguir contratos. No es extraño pues que para lograr un contrato haya que bajar el precio del servicio, reduciendo más los márgenes. Hasta el punto que la necesidad de reducir costes implica reducciones de personal y la sobreexplotación de trabajadores que, cuando les da por reaccionar, pueden producir situaciones de parálisis[57].

Por otra parte, la noción de vulnerabilidad nos remite a las intervenciones de los trabajadores.

En este contexto, las iniciativas gubernamentales llevadas a cabo en nombre de la democracia y del derecho de los consumidores van dirigidas a un control más eficaz y a la represión de la fuerza de trabajo, reduciendo parcialmente el derecho de huelga, sobre todo en los servicios públicos, a través, por ejemplo, de la precariedad que permite el despido barato del trabajador rebelde, etc.

La fragilidad que acompaña a la cadena de subcontratación ha sido puesta en evidencia durante las huelgas del automóvil (véase la nota 31); la lección que han aprendido los jefes de las empresas ha sido que es necesario reducir el número de proveedores, para tener menos interlocutores y optimizar el control y la coordinación, y que las empresas intermedias aseguren el control de los últimos eslabones de la cadena de subcontratación. Así es como la fabricación de coches ha desembocado en el abastecimiento de módulos[58]. Lo cual facilita la gestión del ensamblador, pero no impide que la cadena se extienda hacia abajo y que, a medida que los márgenes se reducen y las condiciones de trabajo empeoran, se produzcan errores que afectan a la calidad de los productos (las retiradas de algunas series por fallos del embrague, de los neumáticos, etc., son algo frecuente y afectan a todas las marcas)[59].

El progresivo deterioro de las condiciones de trabajo afecta más a las capas de trabajadores más desfavorecidos, ya se trate del personal de almacén (contratos eventuales o de temporada, intensificación de las tareas gracias a la automatización), o de los camioneros, entre los cuales los conductores autónomos sufren un aumento de los costes (amortización del camión, seguros, responsabilidad civil, etc.), mientras que los conductores asalariados se ven obligados a realizar nuevas tareas (descarga).

Por parte de los empresarios, la restructuración de los puertos estratégicos adquiere el aspecto de una gestión de la vulnerabilidad. Los conflictos provocados por los cambios en la gestión y la organización del trabajo, como consecuencia de la nueva función de los puertos en los intercambios comerciales a escala mundial, han llevado a los gobiernos y a los patrones a articular un nuevo pacto social en los muelles; se ha propuesto a los estibadores la posibilidad de aumentar los ingresos (doblando turnos) y condiciones ventajosas de jubilación anticipada, a cambio de que abandonen parte del poder que sus sindicatos habían conquistado en los muelles. Nos volvemos a encontrar aquí con la intervención de los trabajadores y la importancia de las luchas mencionada antes.

FUKUSHIMA, UN TEST PARA LA CADENA DE SUMINISTRO GLOBAL

Reproducimos aquí un artículo del New York Times que habla de las consecuencias industriales del temblor de tierra y del tsunami que sacudió Japón en marzo de 2011 (las consecuencias del seísmo sobre la central nuclear no se abordan en el texto).

A Tony Prophet, vicepresidente senior de operaciones en Hewlett-Packard, le despertaron a las 3:30 a.m., hora de California, para decirle que un terremoto y un tsunami acababa de sacudir Japón. Poco después, el Sr. Prophet convocaba una «reunión de trabajo» virtual, para que los gerentes en Japón, Taiwán y Estados Unidos compartieran información al instante.

El Sr. Prophet supervisa todas las compras de hardware de HP, una cadena de suministro global de 65 mil millones de dólares anuales que alimenta su enorme motor de fabricación. Las fábricas de la compañía producen dos ordenadores personales por segundo, dos impresoras por segundo y un centro de procesamiento de datos cada 15 segundos.

Mientras que otros miembros del personal de HP comprobaban cómo estaban los trabajadores de la compañía en Japón, ninguno de los cuales resultó herido en el desastre, el Sr. Prophet y su equipo se esforzaban por determinar el impacto en los proveedores de la compañía en Japón, para para preparar planes de refuerzo si fuera necesario. «Es muy temprano para afirmarlo, y no pretendemos predecir el resultado», dijo el Sr. Prophet en una entrevista el jueves. «Es como estar en una sala de emergencias, haciendo triaje».

La imagen de la sala de emergencias lo dice todo. Según los expertos, las modernas cadenas globales de suministro se asemejan a los sistemas biológicos complejos, como el cuerpo humano. Pueden ser extraordinariamente resistentes y curarse por sí mismos, pero a veces son bastante vulnerables ante alguna debilidad específica, aparentemente pequeña, como si una pequeña rotura en una arteria crucial pudiera causar una insuficiencia cardíaca.

Día tras día, el flujo global de productos se adapta de manera rutinaria a todo tipo de fallos y contratiempos. Una ruptura en el suministro en una fábrica de un país, por ejemplo, se reemplaza rápidamente con envíos adicionales de proveedores en otras partes de la red. A veces los problemas abarcan regiones enteras y requieren una acción de emergencia durante días o semanas. Cuando un volcán entró en erupción en Islandia la primavera pasada, arrojando ceniza a través del norte de Europa y afectando los viajes aéreos, los magos de la cadena de suministro se pusieron a prueba, haciendo malabarismos con la producción y los envíos en todo el mundo para mantener el flujo de suministros.

Pero el desastre en Japón, según los expertos, representa el primer desafío de este tipo, aunque aún haya muchas incertidumbres.

Japón es la tercera economía más grande del mundo y un proveedor vital de componentes y equipos para las principales industrias, como la informática, productos electrónicos y automóviles. El peor de los daños se produjo al noreste de Tokio, cerca del epicentro del terremoto, aunque el centro de fabricación de Japón está más al sur. Pero habrá problemas mayores si continúan durante mucho tiempo los apagones eléctricos y las interrupciones del transporte en todo el país.

Hay muchas plantas cerradas en todo Japón, al menos durante algunos días, con fechas de reinicio inciertas. Los efectos ya se dejan notar en todo el mundo: por ejemplo, una planta de camiones de General Motors en Luisiana anunció el jueves que cerraba temporalmente debido a la falta de piezas fabricadas en Japón. Y se esperan más problemas en cadena de suministro procedente de Japón.

«Esta va a ser una gran prueba para las cadenas de suministro globales, pero no creo que sea un golpe mortal», dice Kevin O’Marah, analista de Gartner-AMR Research. «Creo que, sobre todo, veremos lo resistentes que se han vuelto y lo rápido que aprenden estas redes».

La buena noticia para la economía manufacturera mundial es que los sectores en los que Japón juega un papel vital son industrias mundiales bastante maduras, como la informática y la electrónica. Para los componentes principales, como los semiconductores, la producción ahora se extiende por varios países. Por el contrario, a principios de la década de 1990, prácticamente todos los microprocesadores 486 (los motores de los ordenadores personales más potentes de aquella época) se fabricaban en una sola fábrica de Intel cerca de Jerusalén.

La importancia de Japón en la industria de los semiconductores en general se ha reducido en los últimos años, ya que parte de la producción se ha trasladado a Corea del Sur, Taiwán e incluso a China. Japón representa menos del 21% de la producción total de semiconductores, frente al 28% en 2001, según IHS iSuppli, una firma de investigación.

Aun así, Japón produce una porción mucho mayor de ciertos chips importantes, como la memoria flash light que se usa en teléfonos inteligentes y tablets. Japón produce aproximadamente el 35% de esos chips de memoria, estima IHS iSuppli, y ​​Toshiba es el principal productor japonés. Pero las compañías surcoreanas, lideradas por Samsung, también son grandes productoras de memoria flash.

Apple, al igual que todas las grandes compañías en estos días, trata sus operaciones de la cadena de suministro como un secreto comercial. Pero los analistas de la industria estiman que Apple compra tal vez un tercio de sus memorias flash a Toshiba, y el resto proviene principalmente de Corea del Sur. El tiempo de espera entre los pedidos de chips y la entrega es de dos meses o más. Un cliente líder como Apple será el primero en la lista de suministros, y tiene inventario para varias semanas, según los analistas. Así que esto tendrá poco impacto inmediato en Apple o en sus clientes, pero incluso Apple probablemente se vea afectada por la escasez de suministros de componentes cruciales en el segundo trimestre, predice Gene Munster, analista de Piper Jaffray.

El campo de la compra y envío de suministros se ha transformado en los últimos 10 o 20 años. La globalización y la tecnología han sido las fuerzas motrices. La fabricación se subcontrata por todo el mundo, y cada componente se fabrica en ubicaciones elegidas por su experiencia y bajos costes. Así que el ordenador o el teléfono inteligente de hoy son, en sentido figurado, un ensamblaje de piezas de las Naciones Unidas. Eso significa que las líneas de suministro son más largas y mucho más complejas que en el pasado.

La capacidad de administrar estas redes complejas, dicen los expertos, se ha hecho posible debido a la tecnología: comunicaciones de Internet, etiquetas RFID y sensores conectados a partes valiosas, y sofisticados programas para rastrear y controlar el flujo de productos en todo el mundo.

Esa evolución geográfica y tecnológica, en teoría, debería facilitar la adaptación de las cadenas de suministro corporativas al desastre de Japón. «En el pasado, cuando te enfrentabas a una interrupción, la respuesta era regional», dice Timothy Carroll, vicepresidente de operaciones globales de IBM. «Ahora es global».

Se puede rastrear casi todo, pero se necesita tecnología inteligente, inversión y esfuerzo para hacerlo. Y a medida que las redes de aprovisionamiento se vuelven más complejas y las líneas de suministro se amplían más («delgados hilos», como los expertos denominan al fenómeno), las dificultades y el coste de esta profunda vigilancia de la cadena de suministro aumentan.

«Las principales empresas tienen comunicaciones constantes y un profundo conocimiento de los principales proveedores», dice David B. Yoffie, profesor de Harvard Business School. «En las capas secundarias de proveedores (cosas más pequeñas, apenas percibidas) es donde existe mayor riesgo».

De hecho, los suministros de componentes electrónicos más grandes y más costosos, como la memoria flash y las pantallas de cristal líquido, tienden a atraer la mayor atención. Pero, dice Tony Fadell, un ex alto ejecutivo de Apple que lideró los equipos de diseño de iPod y iPhone, «hay todo tipo de piezas especializadas pequeñas sin fuentes secundarias, como conectores, altavoces, micrófonos, baterías y sensores que no atraen la atención que se merecen. Muchas proceden de Japón».

La falta de una pieza, aunque cueste solo diez centavos o unos pocos dólares, puede significar el cierre de una fábrica, agrega Fadell.

Un análisis reciente realizado por IHS iSuppli, tras desmontar un nuevo iPad2 de Apple, identificó cinco piezas procedentes de proveedores japoneses: memoria flash de Toshiba, memoria de acceso aleatorio para el almacenamiento temporal de Elpida Memory, una brújula electrónica de AKM Semiconductor, pantalla táctil de cristal de Asahi Glass, y una batería de Apple Japan.

Más abajo en la cadena de suministro se encuentran las materias primas. Los problemas que tenga un proveedor de otro proveedor de componentes para una tercera empresa pueden generar un efecto cascada en toda la industria. Por ejemplo, los informes de que una fábrica de Mitsubishi Gas Chemical en Fukushima ha sido dañada por el tsunami han avivado los temores de escasez de un tipo de resina (triacina bismaleimida, BT) utilizada en el ensamblaje de pequeños chips computadores para teléfonos móviles y otros productos.

Dos compañías japonesas son las principales productoras de obleas de silicio, la materia prima utilizada para fabricar chips computadores, y representan más del 60% del suministro mundial. La más grande es Shin-Etsu Chemical Corporation. Su principal planta de obleas en Shirakawa fue dañada por el terremoto, y la fábrica está inactiva. «Las continuas réplicas violentas están complicando el trabajo de inspección», afirmaba Hideki Aihara, portavoz de Shin-Etsu en Japón, el viernes. «En este momento no conocemos el alcance de los daños ni cuándo podremos empezar».

Shin-Etsu tiene fábricas fuera de Japón. «Pero los procesos más avanzados de fabricación y tratamiento del silicio se realizan en Japón», dice Klaus Rinnen, un analista de semiconductores de Gartner. Y el tratamiento de lingotes de silicio, que luego se cortan en obleas, es un proceso largo y delicado que se verá obstaculizado por fallos de energía u otras interrupciones, dice.

Los grandes fabricantes de chips como Intel, Samsung y Toshiba suelen tener inventarios de obleas de silicio para entre cuatro y seis semanas de producción. «Pero después, aumentarán las dificultades», dice el Sr. Rinnen.

El terremoto de Japón, según algunos expertos, estimulará a las empresas a reevaluar el riesgo en sus cadenas de suministro. Quizás, dicen, pasarán de centrarse en la reducción de inventarios y costes, el modelo just-in-time, iniciado en Japón, a otro que ponga mayor énfasis en el riesgo de amortiguación, una mentalidad just-in-case (por si acaso).

Aumentar inventarios y proveedores de refuerzo reduce el riesgo, al aumentar la redundancia en el sistema de suministro. Según los expertos, es una manera de mejorar su resistencia, pero hay otros.

Señalan un ejemplo que es bien conocido por los expertos en la cadena de suministro. En 1997, hubo un incendio en una planta de uno de los proveedores principales de Toyota, Aisin Seiki, que fabricaba una válvula de freno empleada en todos los vehículos Toyota. Debido al sistema just-in-time del fabricante de automóviles, la empresa tenía a mano existencias para dos o tres días. Así pues, el incendio amenazó con detener la producción de Toyota durante semanas.

Pero Toyota y los equipos de proveedores de la red de la cadena de suministro de la empresa trabajaron 24 horas durante días para diseñar y establecer lugares de producción alternativos. Las plantas de ensamblaje de Toyota reabrieron tras echar el cierre solo dos días.

«Ese tipo de capacidad de resistencia, creo, es lo que veremos en Japón durante las próximas semanas y meses, para poner de nuevo en pie estas cadenas de suministro», dice Charles H. Fine, profesor de la Sloan School of Management en el Instituto de Tecnología de Massachusetts.

Para los directivos de operaciones globales como el Sr. Prophet de HP, el desastre japonés será una dura prueba para sus redes y sistemas de suministro. Una vez que la etapa de triaje haya pasado, servirá de experiencia de aprendizaje. «Haremos una retrospectiva para saber qué funcionó mejor y qué no funcionó, y para cambiar las cosas y hacer que nuestra cadena de suministro sea más resistente», dice.

New York Times, 19/3/2011.

LA TRANSFORMACIÓN DE LAS CONDICIONES DE TRABAJO, LA DIALÉCTICA CAPITAL-TRABAJO

La tendencia a la reducción del ciclo de los negocios y al desarrollo de estrategias de fabricación flexibles repercute en toda la cadena logística: creciente flexibilidad en los servicios y por tanto mayor elasticidad en la explotación de la fuerza de trabajo. Para lograr esto, surgen cambios en la legislación laboral, para adaptar las condiciones de contratación a las necesidades operativas de las empresas (disponibilidad permanente de la mano de obra ante las fluctuaciones de la demanda, es decir, ante los picos de trabajo durante ciertos meses del año: recordemos aquí el interés por parte de la patronal en computar anualmente el tiempo de trabajo, que en Francia se ha introducido con el concepto de trabajo efectivo en la ley de las 35 horas, etc.), sabiendo que dadas las condiciones actuales de competencia, la respuesta a la demanda es vital para el ciclo de negocios de las empresas, sobre todo a la hora de conquistar porciones de mercado. Como hemos visto, esto no deja de tener consecuencias tanto en la esfera productiva (cadena de suministro) como en la de la distribución. En ambos casos la racionalización capitalista del proceso busca maximizar la productividad de cada eslabón de la cadena logística (empresas de descarga, proveedores logísticos, almacenes continentales y regionales, transportistas, etc.), y las actividades menos rentables se ven empujadas a las zonas más bajas de la cadena. En el caso de la distribución, por ejemplo, los comerciantes y los tenderos intentan también reducir sus costes disminuyendo sus stocks y el espacio de almacenaje de mercancías, debido a la subida de los precios de los espacios en las zonas urbanas. También ellos exigen a los proveedores logísticos y a los transportistas unos servicios a demanda (just-in-time), como en el sector del automóvil. Esto implica una presión creciente sobre los transportistas, debido al aumento del número de servicios (dos veces al día) y a la obligación de asumir el retorno de lo que no se vende o de las mercancías caducadas (logística inversa), cuyo coste repercute en toda la cadena. Una primera consecuencia es la multiplicación de pequeños transportistas encargados del transporte llamado «capilar» en unas aglomeraciones urbanas ya saturadas, con los retrasos, multas y estrés que ello implica para los transportistas. Así es más fácil comprender hasta qué punto esta presión de la productividad influye directamente en las condiciones de trabajo de todos (trabajadores de almacén, empleados de las operaciones logísticas, conductores por carretera, repartidores, etc.). El desarrollo de las tecnologías de automatización de las operaciones de manipulación y de organización (programas de gestión de pedidos, control de stocks, gestión de rutas, etc.) es un factor añadido de presión sobre la fuerza de trabajo, pues si bien disminuye la carga de trabajo de cada tarea, permite a la dirección aumentar el número de tareas diarias.

La producción flexible, en series cortas, y mucho más la producción a demanda, que se ha desarrollado en todos los sectores de producción de bienes de consumo, se basa en la reacción inmediata; la oportunidad de los negocios, para un fabricante, depende su tiempo de respuesta. Esto significa que el empleo de capital variable debe ser totalmente flexible: los trabajadores implicados deben ser totalmente flexibles, deben trabajar de manera irregular, con una vida completamente alterada. Por su parte, los trabajadores que manipulan los paquetes de mercancías durante la carga y descarga pueden verse obligados a escanear los códigos de barras que no sólo registran la salida y la entrega de las mercancías, sino que también controlan su trabajo, permitiendo establecer el salario según rendimiento y unas posibles sanciones (y prevenir los hurtos). Así, la combinación de distintos «medios de transporte» ha cambiado todo el proceso de producción y distribución, la organización y el control a lo largo de todo el proceso de trabajo.

El transporte y la logística están sometidos a cambios constantes. Se trata en realidad de un sector emergente, de una nueva función dentro de la actividad económica, lo que explica que esté en una situación de ajuste y restructuración permanente (adquisiciones, concentración de empresas y posicionamientos en los primeros eslabones de la cadena). En la articulación de la cadena logística, si bien es el fabricante/empresa de manipulado quien ejerce la hegemonía, imponiendo condiciones al operador logístico (que presta sus servicios en régimen de subcontratación) en la organización de la cadena de suministro y de distribución, el operador logístico a su vez ejerce presión sobre el depositario, la empresa de transportes, que a su vez presionan al operador o a la empresa de transportes del nivel inferior (subcontrata), que en última instancia explotan al repartidor final (generalmente un conductor autónomo que sólo es dueño de su vehículo).

Veremos cómo la restructuración de los puertos provocó y aún provoca luchas de los estibadores, pero también de los marineros. El tráfico marítimo internacional es el centro de una competencia encarnizada; asistimos a la proliferación de pabellones de conveniencia que escapan a todas las regulaciones nacionales del trabajo marítimo y que desembocan en la contratación de tripulaciones multinacionales mal pagadas[60].

Dada su creciente importancia en el comercio mundial, los puertos son los centros de interés en la transformación de la cadena de transporte. Tradicionalmente los estibadores disponían de un cierto crédito y una cierta autonomía en lo que respecta a su capacidad para organizar el trabajo (rotación y reparto del trabajo, organización de los grupos de trabajo, etc.). Las reestructuraciones llevadas a cabo en los puertos durante las últimas décadas tenían por objetivo quitar a los obreros portuarios esta capacidad de controlar su propio trabajo, la supresión del estatuto laboral de los estibadores era una condición necesaria para que el capital pudiera recuperar los puertos.

Dada su nueva función en la cadena de suministro global, los puertos (al igual que los aeropuertos para ciertas mercancías valiosas, como los productos electrónicos, las flores, pescado, etc., y para los pasajeros) compiten entre sí para imponerse como gran base operativa del tráfico intercontinental. Así se establece una jerarquía entre los puertos «terminales» de tránsito (feeder) y los puertos regionales subsidiarios, y lo mismo ocurre con los aeropuertos. Se constata una tendencia en todos los continentes al establecimiento de uno o dos grandes puertos o aeropuertos (hubs) dotados de buenas conexiones intermodales para canalizar el flujo del tráfico intercontinental. Esto es consecuencia de las estrategias de despliegue de las compañías transnacionales que, en el caso de Europa, establecen una base operativa generalmente en el centro del continente (Bélgica o el eje del Rin), desde donde llevan a cabo el aprovisionamiento de sus filiales europeas, lo que requiere que la logística sea muy eficaz.

Relocalizaciones

De hecho, la intermodalidad (conexión de los puertos con los ferrocarriles, carreteras y aeropuertos) es la clave de la competencia entre los puertos, es lo que permite atraer más caga y consolidar su posición dentro de las redes logísticas a escala mundial. Según algunas expectativas, el sistema europeo de transporte intermodal atraerá en 2020 el 40% de las mercancías transportadas en todo el mundo, favorecido por el empleo creciente de contenedores para el transporte de productos a granel. Pero esta tendencia a la intermodalidad plantea muchos problemas técnicos y administrativos, como los que se derivan de la falta de estandarización de las unidades de carga, los distintos sistemas de información y su incompatibilidad, etc.

Paralelamente, alrededor de los puertos marítimos se desarrollan actividades logísticas, de almacenaje y de envasado de mercancías que luego se distribuyen en el mercado interno. La adaptación de los productos y la producción a demanda convierten estas zonas de actividad en centros neurálgicos de la cadena de suministro, pues no hay que olvidar que la deslocalización de la producción tiene también sus límites e inconvenientes, y que además muchas empresas han dado marcha atrás a sus planes. En octubre de 2007, el semanario alemán Der Spiegel comentaba el caso de empresas que pensaban volver al país.

Los fabricantes de productos electrónicos, por ejemplo, importan componentes de los países asiáticos y los llevan a las zonas francas portuarias, para que sean ensamblados en función de la demanda de los mercados continentales. La adaptación del producto, ligada a la rapidez de la respuesta al mercado, es la razón de que se instalen fábricas de ensamblaje cerca de los puertos (principales centros de recepción de productos asiáticos). Y justamente porque las dificultades reales que plantea la respuesta a los mercados pueden hacer que se evaporen los beneficios logrados gracias a la reducción de costes ligados a la producción en Asia, los fabricantes de prêt-à-porter o de cualquier producto de temporada, para los que la competencia es salvaje y el tiempo de realización de las ganancias es muy corto, acumulan sus stocks en Europa.

La tendencia a la deslocalización de la producción que ha caracterizado los últimos decenios muestra sus contradicciones en las condiciones de crisis prolongada, pues tiene efectos negativos sobre la flexibilidad, sobre la capacidad de reacción a los cambios cada vez más rápidos de la demanda.

Toda la problemática del transporte y su importancia creciente en el proceso global de la economía capitalista remite al problema de la acumulación de capital. Aunque se hable de mercado mundial, la realidad es que el mercado, en términos de consumo, se extiende cada vez menos. En general, el crecimiento de los mercados, a pesar del surgimiento de China y en menor medida de la India, no es comparable al que experimentaron los países desarrollados tras la segunda guerra mundial. El ritmo de crecimiento del mercado (de la demanda) se haya por debajo de la capacidad productiva, la cual, debido al desarrollo de las técnicas de automatización, ha intensificado el fenómeno de sobreproducción inherente a la producción capitalista. Y todo mientras en los grandes países capitalistas desarrollados el empleo de la capacidad productiva es del 85%, lo que hace pensar que una buena parte del comercio de las empresas en el mercado mundial no responde tanto a las oportunidades de los mercados emergentes como a la necesidad de arrebatar porciones de mercado a la competencia.

Además, el consumo interno sigue siendo fundamental para la dinámica de la economía de las principales zonas del capitalismo desarrollado (Europa, Estados Unidos, Japón), lo que significa que la realización del proceso de acumulación del capital reposa en última instancia en la transferencia de la plusvalía producida en los países emergentes y en una explotación cada vez más intensa del proletariado autóctono.

LAS LUCHAS Y SU IMPACTO EN EL PROCESO PRODUCTIVO

Uno de los motores de la desestabilización del sistema capitalista y de la lucha de clases es el movimiento del propio capital.

En 1966 un buque hizo el trayecto Nueva York-Rotterdam llevando 268 contenedores. Esta fecha señala un giro en el conflicto que desde siempre enfrenta a los estibadores del mundo entero con aquellos que emplean el tráfico marítimo, sobre todo las compañías marítimas y las autoridades portuarias. Pero esta vez el conflicto adquirió un carácter distinto.

El ataque a los puertos y a los estibadores

En los años 60 no se hablaba de logística ni de transporte integrado; esto vino mucho más tarde con el auge de la informática y las deslocalizaciones. Las mutaciones del capital se estaban esbozando en aquel entonces. La lucha en los puertos, que eran el nudo gordiano de la expansión del contenedor, giraba entonces en torno a dos problemas esenciales, surgidos a partir de la expansión del tráfico de contenedores y de las necesidades de rentabilidad del capital invertido en este sector. Esta era una de las condiciones necesarias para garantizar la supremacía del contenedor sobre las viejas formas de transporte marítimo.

Por una parte, en lo que respecta al capital fijo, al margen de los propios buques, se requería una modificación radical de las instalaciones de manipulado. Por otra parte, en lo que respecta al capital variable, una transformación también radical del estatuto de los estibadores y de su número. Ambas condiciones estaban estrechamente ligadas, como siempre, pues las transformaciones técnicas implican transformaciones de las condiciones de trabajo y, también como siempre, su orientación puede quebrar los frentes de resistencia obrera constituidos en el periodo precedente.

En el conjunto de las actividades económicas, esto implica la privatización de las operaciones (concesión de contratos a largo plazo de terminales de contenedores a operadores privados) en el sector del transporte y particularmente en los puertos. Privatización que entra en contradicción con la forma de organización y de gestión tradicionales de la fuerza de trabajo, así como con su organización portuaria. El papel de la administración pública consistía en garantizar buenas infraestructuras y ponerlas a punto para el desarrollo de las actividades portuarias. Esta función al servicio de los operadores privados ya no es adecuada, pues estos reclaman inversiones y orden en el puerto con mucha insistencia, pues de ello depende su ganancia. De esta forma, los conflictos en torno a la restructuración portuaria afectan a la parcela de poder sobre la organización y la gestión que hay que arrebatar a los trabajadores, más que a sus salarios, pues lo que está en juego es el grado de decisión y de gestión sobre las actividades de los muelles y las terminales, dicho de otra forma, sobre el flujo de mercancías. Esta dimensión política de la restructuración es la base de los conflictos portuarios que se han producido en las dos décadas pasadas.

No hace falta decir que el reparto del trabajo entre los operadores, unido a la subcontratación, obligan a las empresas de manipulación a ser exigentes con el coste de sus operaciones con contenedores, pues esto influye en su ganancia. Esto explica que las luchas salariales tengan una importancia relativa, aunque el coste del contenedor en el precio global del transporte es bastante reducido[61].

A esta mutación tecnológica, estrechamente imbricada a la evolución del capital, se añadieron otros elementos que han debilitado la capacidad de resistencia de los estibadores. Los cambios económico-políticos de la posguerra provocaron el surgimiento de nuevas corrientes comerciales, lo que aceleró el declive de algunos puertos antes prósperos. La descolonización y, sobre todo en Europa, los puertos como Liverpool, Londres o Marsella, entre otros, se vieron particularmente afectados. El desarrollo de la aviación comercial, los vuelos transatlánticos y hacia oriente, redujeron a la nada la actividad de los puertos transatlánticos de pasajeros como Southampton, Le Havre, Cherburgo o Marsella. En cambio, los puertos del mar del Norte, gracias al desarrollo del comercio intra-europeo, así como los de la costa oeste de los Estados Unidos, dadas las nuevas corrientes comerciales transpacíficas, vivieron un nuevo impulso. Reforzando esta nueva estructuración, el desarrollo del tráfico de petróleo y gas necesitaba instalaciones aún más específicas y una fuerza de trabajo especializada. Un factor aún más radical, que acompañó poco después a esta obsesión por la rentabilidad, fue la necesidad de escapar de la servidumbre de las mareas, debido al gigantismo de los porta-contenedores; la obligación de amarrar en un puerto de aguas profundas implicó la muerte de un puerto como el de Londres, que fue uno de los primeros centros mundiales del transporte marítimo.

En todos los países en los que las luchas fueron lo bastante importantes (de hecho en los países industrializados), los estibadores en general lograron arrancar a las autoridades portuarias unas condiciones generales de trabajo que les aseguraban un salario decente, unas normas de trabajo y la composición de los equipos, limitando un poco las prerrogativas de la patronal. A menudo el sistema de contratación, controlado por los sindicatos (closed shop) permitía mantener una temporalidad sin precariedad y una cierta independencia: el estibador conseguía su trabajo a través del sindicato y no era el asalariado de una empresa. En la mayor parte de los países industrializados, la patronal pudo disputar estas conquistas a partir de los años 60, pues la irrupción de nuevas tecnologías le ofrecía los medios para llevar a cabo un ataque en toda regla.

Para lograr la máxima rentabilidad, las compañías de navegación debían quebrar el cuadro jurídico y técnico existente, es decir, los puertos concebidos como servicio público con una mano de obra que disfrutaba de un determinado estatuto, y reducir todo lo posible los agentes de manipulación. Entre 1966 y 1986, las luchas en los puertos de los países industrializados fueron incontables. Pero eran combates de retaguardia que, si bien lograron amortiguar los efectos de la introducción de nuevas técnicas, de manera que no fueran demasiado desastrosas para los estibadores, no pudieron impedir finalmente que estas inundaran completamente el tráfico marítimo; del mismo modo, otras técnicas vendrían luego a añadirse y a acentuar aún más los efectos en todos los puertos del mundo.

Entre estas luchas, hay dos que son ejemplares desde este punto de vista, la de los estibadores británicos y la de los estibadores de Barcelona. Pero estas no son las únicas, pues además las luchas adquieren un carácter específico en cada país, e incluso en cada puerto. No es casualidad que el ejemplo más destacado fuera el de Gran Bretaña: por una parte, es una isla cuya actividad económica depende esencialmente del tráfico marítimo, y por otra parte todo el aparato económico era obsoleto y la lucha de los estibadores se insertaba en una resistencia global a toda modernización, que se desarrolló durante 30 años, desde la posguerra hasta la era Thatcher[62]. En el Reino Unido se daba el ejemplo más característico del «closed shop» de los estibadores: un National Docks Labour Scheme (NDLS) aseguraba el empleo para toda la vida al estibador y un salario mínimo para cualquier tipo de puesto; pero este estatuto afectaba a los 60 puertos más importantes y no se aplicaba a los «pequeños puertos» que mantenían la contratación cotidiana de trabajadores eventuales, que no gozaban de garantía ninguna (este será además el caballo de Troya del gobierno para desmantelar el NDLS). Debido precisamente a su posición de fuerza en la economía británica, los estibadores tenían una potente tradición de lucha. De ahí su resistencia a la modernización y al cambio de su estatuto. Antes de 1966, su lucha había tenido momentos destacados: octubre de 1945, junio de 1948, mayo de 1959… Desde 1972 (cuando se produjeron enfrentamientos directos con el poder que desembocaron en una lucha global que provocó la caída del gobierno) hasta 1979, la lucha de los estibadores consistió en preservar todo lo posible el estatuto y el número de estibadores ante la presión que implicaba el empleo de contenedores: los «pequeños puertos» a los que debido a su escasa importancia no afectaba el NDLS, fueron adquiriendo más protagonismo, dado que quedaban al margen de las restricciones que tenían los puertos con estatuto. El final era previsible: en 1989 el gobierno abolió el NDLS y una huelga de los últimos estibadores con estatuto no pudo cambiar nada[63]. En 20 años el número de estibadores que disfrutaban de estatuto cayó de 50.000 a 10.000 (en Francia la caída tuvo las mismas proporciones, su número pasó de 22.000 a los 4.200 de hoy día) y los puertos bajo estatuto realizaban menos del 70% del tráfico portuario. Luego otros conflictos liquidaron los últimos vestigios del viejo estatuto, como la huelga de los estibadores de Liverpool de 1995 a 1999[64]. Pero en esta huelga también estaba en juego otro problema que también surgió en otros países: la adquisición por parte de compañías privadas del conjunto de las operaciones portuarias para lograr una integración de la cadena de transporte, dentro de una misma empresa con su propia mano de obra.

Otro ejemplo significativo de la resistencia de los estibadores es el de la Coordinadora en el puerto de Barcelona, entre 1986 y 1987[65]. Tampoco es casualidad que este conflicto mundial cristalizara en aquel entonces en torno a los estibadores del primer puerto de España. El final del franquismo dio carta blanca al capital para adaptar las estructuras económicas y hacerlas competitivas, con la apertura al mercado europeo y mundial. Al contrario que en Gran Bretaña, en donde las huelgas, a menudo salvajes, han permanecido en un marco sindical, al menos de base, los estibadores de Barcelona crearon un colectivo de lucha con un sistema de asambleas soberanas que gestionó la lucha contra las reestructuraciones en los años 80, intentando extender sus métodos de organización a todos los puertos españoles. Pero finalmente, tras muchas vicisitudes en el trascurso de esta lucha, la Coordinadora se convertirá en un sindicato como el resto y terminó validando la restructuración de los puertos españoles.

En el trascurso de este periodo, muchos países pasarán por conflictos similares, que terminarán de la misma forma que los más radicales que acabamos de citar[66].

 La competencia entre puertos se ha intensificado debido a los intentos, por parte de las compañías de navegación, de reducir el número de buques (gracias al gran tamaño de estos) y el número de escalas en la rotación de los servicios alrededor del mundo. Las exigencias de las compañías de transporte influyen en la organización de los trabajadores portuarios; la necesidad de mejorar la productividad en todas las escalas ha tenido consecuencias en las estrategias sindicales, creando alianzas de intereses entre la patronal y los sindicatos portuarios para ofrecer mejores condiciones en lo que respecta a las tarifas, productividad, etc., para atraer nuevas compañías de transporte. Por un lado, las compañías tratan de mejorar la productividad en las escalas (que el movimiento por hora de los contenedores en el muelle suba de 29 a 39) gracias a la automatización y a la intensificación del trabajo; y por otro lado los sindicatos aceptan todo esto para asegurar los empleos. Como los transportistas disponen de un poder de negociación que ha aumentado en los puertos, los estibadores hacen frente común con el conjunto de interlocutores para conservar o lograr ventajas competitivas respecto a otros puertos.

El tráfico marítimo del periodo anterior a la aparición de los contenedores se conformaba, en los países en desarrollo, con terminales portuarias equipadas únicamente con una fuerza de trabajo abundante y máquinas elevadoras rudimentarias. El tráfico de contenedores, en cambio, ha impuesto en estos países las mismas obligaciones que a los «viejos» puertos de los países industrializados. Hemos visto, así, cómo surgían en el mundo entero, en cierta medida en diferido, los mismos conflictos en torno a las condiciones de trabajo de los estibadores y al paso de las instalaciones portuarias del ámbito público al privado[67].

Las luchas en toda la cadena de transporte

En un periodo más reciente, este tipo de conflictos ha sido más abundante. Pero los conflictos se insertan finalmente en toda la cadena logística. Ya no hay conflictos portuarios propiamente dichos, sino conflictos idénticos que interrumpen la cadena logística, que se ha vuelto más vulnerable desde que la mercancía se trata de forma continua, gracias al contenedor, desde el centro de producción hasta la fase última de la distribución.

Un síntoma de la importancia que ha adquirido el sector de los transporte lo ofrecen los trabajadores de otros sectores o los estudiantes que participan en acciones que aunque están ligadas a su propia situación, emplean como arma de lucha el bloqueo de las redes de carreteras o ferrocarril, o los accesos a las vías de suministro o evacuación de mercancías. El piquete de huelga, que antes era algo que ocurría a las puertas del centro de trabajo, se ha extendido a cualquier lugar en el que un nodo vital de la economía puede verse afectado.

Al mismo tiempo, la cadena de transporte cada vez es más decisiva para el conjunto del sistema de producción y cada vez es más compleja, en esta carrera cada vez más veloz hacia la rentabilidad. De ahí el desarrollo de todo tipo de vulnerabilidades de las que hemos hablado. En un extremo, hallamos empresas especializadas que tienden a llevar a cabo una integración del conjunto de sus operaciones, pero que no descartan no obstante recurrir a la subcontratación: la danesa Maersk o la franco-libanesa CGM-CSM en el transporte de contenedores, las norteamericanas UPS o Fedex en la mensajería, la norteamericana Wal-Mart en la distribución, o la también norteamericana Verizon en la comunicación. En el otro extremo, hallamos en las empresas de logística todo tipo de subcontratas.

Las empresas integradas no están a salvo de los conflictos sociales. Las huelgas pueden afectar al conjunto de las actividades, como la de UPS en 1997[68], o la de Verizon en 2001[69], o las de los servicios postales en cualquier país[70]. Pero al igual que el conjunto de la cadena de transporte, estas empresas pueden verse afectadas por movimientos que no incumben más que a una categoría limitada de trabajadores, muchas veces considerada marginal, más severamente quizá que por conflictos de carácter global; su actividad a veces se entrega a las subcontratas por cuestión de rentabilidad (para que estos trabajadores queden al margen de las obligaciones legales o contractuales que afectan a los salarios y a las condiciones de trabajo que disfrutan los trabajadores de la empresa madre, que se encuentran en una posición más fuerte). Notables conflictos han afectado a los aeropuertos y a los trenes.

Las causas intrínsecas, objetivas, de la fragilidad del sistema de transporte, están relacionadas desde el punto de vista formal con su complejidad tecnológica y organizativa; pero remiten también directamente a la relación social (salarial o de dependencia en el caso de las subcontratas) o de manera más concreta al conflicto potencial que conlleva la intervención de la fuerza de trabajo y a la subjetividad que entra en juego en el proceso de huelga. Las huelgas de los últimos años en el transporte han mostrado la creciente debilidad del sistema ante la acción consciente de los trabajadores, sean asalariados (estibadores) o autónomos (conductores). Una vulnerabilidad que, además, refleja claramente los conflictos de intereses que existen a lo largo de toda la cadena logística y sus repercusiones sobre el conjunto de la actividad económica.

El sector está también inmerso en una tendencia a la reducción de las tarifas. Las empresas de manipulación o los operadores logísticos subcontratados tienen una posición de fuerza para imponer el precio del servicio a los transportistas, que sufren la presión de la subida de los costes (de funcionamiento: créditos, seguros, etc., y operativos: carburante), la cual además se incrementa debido a otras obligaciones (tiempo de transporte y de descanso). Por añadidura, existe una oferta excedentaria de transporte al nivel más bajo de la cadena (transportistas autónomos), lo que desata una intensa competencia que presiona a la baja los precios e incluso provoca prácticas mafiosas[71].

Los beneficios económicos de las empresas de manipulación y de los operadores logísticos reposan en última instancia en la explotación del eslabón inferior de la cadena de transporte, a saber, el trabajo de los transportistas, asalariados o autónomos. Respecto a estos últimos, cuyo número demuestra su importancia en el sector, son una especie de falsos empresarios, o más exactamente asalariados camuflados, debido a su gran dependencia respecto a las empresas que les contratan.

La complejidad de los intereses, así como la complejidad organizativa, provocan divergencias entre las empresas del sector. La bajada de las tarifas conduce al empleo de asalariados mal pagados (inmigrantes), así como a la auto-explotación de los transportistas independientes, que aumentan el tiempo que están conduciendo camiones para seguir siendo competitivos. Tampoco dudan en sobrepasar los límites legales de velocidad, lo que aumenta los accidentes y deriva en un clima de presión y enfermedad creciente en el trabajo[72].

Al margen del país en el que se estallen los conflictos en el transporte (de mercancías o de pasajeros), estos responden al aumento del deterioro de las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo a lo largo de toda la cadena logística que acabamos de describir; la fragilidad crítica del suministro (cero stocks, just-in-time) tiene múltiples efectos sobre la actividad, lo que otorga a cada interrupción voluntaria (huelga) o a cada incidente involuntario un carácter paralizante.

La extensión de la nueva organización del trabajo hace surgir un nuevo espacio objetivo de conflicto, más allá de la fábrica, a lo largo de los distintos ciclos de la mercancía, que en última instancia reposa en la intervención de la fuerza de trabajo sobre el propio trabajo. Frente a esto, y esta es una de las contradicciones inevitables del proceso de acumulación del capital, los directivos de las empresas y los administradores públicos, mientras se intensifica la fragilidad y la vulnerabilidad del sistema de transporte, tratan de frenar a través de medios técnicos y represivos las contradicciones que se derivan de la relación social sobre la que se establece el sistema de reproducción del capital. Si las medidas técnico-organizativas puestas en marcha aumentan la complejidad, la fragilidad y la vulnerabilidad del conjunto del proceso, se intenta compensar esto mediante estrategias de compensación en los centros neurálgicos (congelación de los medios de defensa en el trabajo, cuestionamiento del derecho de huelga y de manifestación, etc.).

El consenso, establecido a través de los sindicatos, que rige en el resto de sectores, reina también en el sector del transporte, como hemos podido ver en el caso de los estibadores. La dificultad llega cuando hay que extender y consolidar este consenso en el momento en que los trabajadores reclaman mejores condiciones de trabajo y mejores salarios; reivindicaciones que chocan precisamente con la necesidad de aumentar la rentabilidad.

La dirección patronal intenta privilegiar a ciertas capas del sistema de transporte en detrimento de otras, aunque el problema para los directivos reside en el hecho de que una acción de indisciplina o de huelga llevada a cabo por los trabajadores, cada vez menos numerosos, puede tener un efecto cada vez más negativo sobre el conjunto de la actividad. La naturaleza de la relación social capitalista pone en primer plano los límites de los mecanismos de control de los conflictos, pues las contradicciones de clase no pueden resolverse simplemente con medios tecnológicos o legislativos. En el transporte, en su restructuración a escala mundial y en su cristalización en la organización de la cadena de suministro, se observa una reproducción de las contradicciones bajo la nueva forma de organización, perceptibles no sólo en el propio sector, sino también en otras esferas de la reproducción social: expropiación de territorios para las infraestructuras, saturación del tráfico, exclusión y desabastecimiento de algunas zonas geográficas, etc., todo ello acompañado de una creciente y sin duda irremediable devastación medioambiental.

¿Puede sobrevivir un ser vivo si su aparato circulatorio está constantemente amenazado?

Recordemos a Clausewitz: «La longitud de la ruta consume siempre una parte de las fuerzas, lo que implica el debilitamiento del ejército»; la debilidad del modo de producción capitalista en el estado actual de su evolución se basa en el alargamiento de sus líneas de comunicación, de estas arterias por las que circula su sangre: la mercancía.

El enemigo siempre ataca los puntos débiles de su adversario. Sin duda alguna, la producción de mercancías sigue siendo uno de los puntos débiles, y la huelga de quienes venden su fuerza de trabajo sigue siendo un elemento central, pues interrumpe la producción de valor, fuente de la reproducción y la acumulación de capital. Pero la mundialización permite, de momento, esquivar el impacto de cualquier huelga en un centro de producción (ya se trate de una huelga general o de una huelga en un punto específico que paraliza toda la producción, denominada huelga tapón), permitiendo transferir la producción de un lugar a otro, alimentando el flujo de mercancías casi inmediatamente para poder responder a la demanda.

Aquí es donde aumenta la importancia de la cadena de transporte. Además de su función normal para la transferencia de las mercancías, ya esencial, debe asumir esta función de regulación de las sacudidas del modo de producción capitalista. Lo cual no siempre es posible ni se puede llevar a cabo sin complicaciones, pues la cadena de transporte, por cuestión de rentabilidad, funciona siempre al límite de sus posibilidades.

¿Realmente el «enemigo» ataca de manera inconsciente, de diversas formas, los eslabones más débiles de esta cadena? ¿Qué tienen en común los hechos siguientes, que hemos tratado en el curso de las páginas precedentes?

  • El robo, no únicamente de la mercancía durante su transporte (desde la piratería de un camión o de un buque hasta el trucaje de un contador de electricidad o de teléfono, pasando por la apropiación de un medio protegido o de un programa de Internet, colarse en un medio de transporte o vaciar una cuenta bancaria, etc.), sino también de los propios instrumentos de este transporte para emplearlos de una forma u otra (desde el robo de coches, camiones y otras máquinas de obra, hasta el robo de cables eléctricos, de señalización [véase la página 76], etc.). El robo de mercancía puede venir acompañado de la creación de un medio de transporte paralelo protegido, pues como toda mercancía, ésta debe realizar su valor.
  • El sabotaje, que no afecta tanto a la mercancía o a todo lo que rodea a la producción de la mercancía como las herramientas de trabajo o el tiempo de trabajo, sino al medio de transporte (desde incendios de vehículos durante los disturbios en las periferias, los cortes de oleoductos, incendios de cables de señalización ferroviaria, sabotaje de parquímetros y otros artefactos para la circulación, como cámaras de vigilancia o radares de carretera, hasta los sabotajes informáticos, mediante virus o la introducción de datos falsos, pasando por el desvío del uso con la introducción de la gratuidad).
  • El bloqueo que interrumpe temporalmente, en un punto determinado, el flujo del transporte de una mercancía. Desde un piquete de huelga a las puertas de una fábrica, de un almacén o de un depósito de vehículos de transporte para bloquear la entrada o la salida de mercancías, hasta los bloqueos puntuales, fijos o itinerantes (operaciones tortuga) de una carretera o ferrocarril, pasando por bloqueos de larga duración como en las huelgas de ferroviarios o de los estibadores. Pero esto puede afectar también a las líneas de comunicación virtuales, como la saturación de las líneas telefónicas multiplicando las llamadas o los correos electrónicos de las páginas web de la administración o de las empresas. El boicot puede interpretarse como un bloqueo de este tipo, pues corta el transporte de toda mercancía, o lo satura completamente si el conjunto del proceso de producción no se interrumpe rápidamente.

Todos estos medios enunciados, o algunos de ellos, son a menudo instrumentos accesorios para reforzar la eficacia de una huelga clásica en el lugar de producción, pero pueden ser también, y aparentemente lo son cada vez más, el arma directa de una lucha más global de categorías sociales que no tienen medios para presionar directamente sobre el proceso de producción. Asistimos pues a la generalización de un tipo de acción que afecta precisamente a toda la cadena de transporte. ¿Contiene esta extensión el germen de una generalización de la lucha de clases que, sin llegar a ser eficaz en los centros de producción, supone un ataque al eslabón hoy más vulnerable del modo de producción capitalista? Esto es lo que debieron pensar en Francia algunos grupos, durante el movimiento contra la reforma de la jubilación (que vino acompañado de una huelga en las refinerías), cuando empleaban el eslogan «bloqueemos la economía»; es cierto que al centrarse en lo que en cierto sentido son las arterias por las que circula la sangre del capital, es posible reducir o paralizar todo el movimiento de la economía; pero esto implica una correlación de fuerzas a nivel global que no sólo dificulte la represión, sino que también impida que el capital sustituya el sector paralizado por otro que sí funciona.

Los Estados, al reagruparse, intentan contener un ataque mundial que un Estado nacional no puede resolver por sí solo, debido a la competencia y a la amplitud de los medios que hay que poner en marcha.

En la primera mitad del siglo XVIII, la piratería marítima adquirió tal fuerza que logró obstaculizar el proceso de acumulación primitiva, y a pesar de la rivalidad por la supremacía en el mar, una ley británica, la «ley para la represión más efectiva de la piratería», se convirtió en el programa de una represión unificada que finalmente logró acabar con la piratería. Podemos comparar esto con todo el arsenal jurídico y policial que los países industrializados ponen en marcha hoy día, superando el marco nacional, para proteger el derecho de propiedad (de bienes materiales o inmateriales) ante todas las formas de robo, y para defender también todas las vías de comunicaciones (sobre todo las marítimas y las electrónicas).

La puesta en marcha y el desarrollo de estas redes mundiales de represión, sobre la cadena de transportes más que sobre la propiedad de la mercancía, demuestran precisamente que la vulnerabilidad de las arterias vitales del modo de producción capitalista tiene más importancia que la que habitualmente se admite. Asistimos a un ataque mundial, aunque esté plagado de acontecimientos locales, una hidra de mil cabezas no reconocida como tal. Forma parte de la generalización de la lucha de clases, que supera el contexto tradicional de oposición directa a la explotación de la fuerza de trabajo.

LOS TRANSPORTES Y LA CRISIS ECONÓMICA

Antes de examinar las consecuencias de la crisis, que se dice financiera pero que es económica, nos parece importante mostrar su incidencia en el conjunto del sistema de comunicación. Hay pocos análisis acerca de estos límites del desarrollo capitalista. Todos conocemos lo que se denomina «efecto invernadero», debido a los índices crecientes de gas carbónico (CO2) y otros contaminantes en la atmósfera terrestre, polución a la que los transportes de todo tipo contribuyen ampliamente (es difícil de evaluar, pues algunos agentes contaminantes se ignoran voluntariamente) debido a la búsqueda de beneficio.

Una de las consecuencias más visibles de esta polución, el cambio climático, no sólo perturba localmente la red de transporte (sobre todo los distintos huracanes), sino que genera un conjunto de problemas de los que el capitalismo pretende sacar beneficio, podríamos decir que con cinismo si lograr beneficios no fuera el comportamiento normal del capital. El mejor ejemplo nos lo ofrece el deshielo del Polo Norte que abre nuevas posibilidades al tráfico marítimo (véase la página 48); las compañías empiezan a preparar el terreno, sabiendo que los conflictos de intereses son tales que una regulación mundial en este terreno parece imposible. Otro aspecto indirecto concierne a la modificación de las áreas de producción agrícola, que puede llevar también a la modificación de las rutas de suministro de alimentos.

Volviendo a la crisis, ésta golpeó ya en 2009 al conjunto de compañías marítimas, pero éstas recobraron en 2010 un nuevo impulso. No obstante, esto se tradujo en restructuraciones internas y cesiones, fusiones y modificaciones en el control financiero de estas empresas. Las medidas que los grandes del sector se vieron obligados a adoptar para salvar a las compañías de la quiebra, la anulación de pedidos de nuevos buques que garantizaban la renovación de una flota y de unos contenedores cuya vida es limitada, han tenido un efecto bumerang. No sólo los astilleros mundiales y los fabricantes chinos de contenedores han tenido que limitar su actividad, sino que se han visto en la imposibilidad de satisfacer nuevos pedidos tras la reanudación de 2010. El aumento del precio de los carburantes ha obligado a las compañías a reducir la velocidad de los buques, lo que ha influido en el coste de inmovilización de las mercancías. Además, las formas de lucha que atacan el sistema de comunicaciones, desde la huelga y el rescate hasta la piratería, se han desarrollado al mismo ritmo que el empobrecimiento generalizado.

Hablamos sólo de la incidencia de la crisis sobre el transporte marítimo porque éste canaliza el 80% del transporte de mercancías, pero el resto de transportes no han dejado de sufrir una ralentización de su actividad económica; aumento de la competencia, quiebras, concentraciones, etc.

En cambio, las comunicaciones inmateriales se han incrementado, en un terreno en el que la innovación técnica ha sido espectacular. Éstas trastocan unas posiciones que parecían muy estables. Las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías no dejan de repercutir en el transporte material: por ejemplo, la crisis no ha ralentizado las ventas por Internet, lo que beneficia a todo el sector logístico.

El sistema capitalista, aunque implique la revuelta de los explotados, provoca cambios cuya finalidad aparentemente irracional es restaurar la tasa de ganancia. Hoy es difícil saber si las condiciones para la supervivencia del sistema son suficientes.


[1]«Military, industrial and complex», Financial Times, 25/2/2008, crítica de Power and plenty, Trade war and the world economy in the second millennium, de R. Findlay y K. O’Rorke, Princeton University.

[2]Karl Marx, Grundrisse, capítulo 3, Ed. 10/18, p. 65.

[3]Karl Marx, Le Capital, II, 1ª sección, «El tiempo de circulación», Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, Economie, tomo 2, p. 566. O Editions sociales (edición de bolsillo en 3 volúmenes, 1976), libro segundo, p. 112.

[4]Id., Bibliothèque de la Pléiade, p. 567; Editions sociales, p. 113-114.

[5]Dejamos aquí de lado la discusión sobre si la industria del transporte crea valor o no. Marx consideraba que la industria del transporte es autónoma. No encierra el precio de una mercancía acabada, sino que se intercambia por el traslado de mercancías de un punto a otro. Por una parte los trabajadores del transporte producen valor, pero por otra los gastos del transporte se deducen de la plusvalía generada en el proceso de producción. «La circulación, es decir, el movimiento efectivo de las mercancías en el espacio, se reduce finalmente al transporte de mercancías. Por una parte, el transporte forma una industria independiente y por tanto una esfera de inversión particular del capital productivo. Por otra parte, lo que distingue a la industria del transporte es que aparece como la continuación de un proceso de producción dentro del proceso de circulación y con miras a éste». (K. Marx, Le Capital, Bibliothèque de la Pléiade, p. 584; Editions sociales, p. 133).

[6] De la guerre, Carl von Clausewitz, Les Editions de Minuit, p. 384 («Les lignes de communication»).

[7] Esta irracionalidad y esta dinámica se reflejan en muchos terrenos. Entre los últimos ejemplos más asombrosos (se hablará de otros en el texto), podemos citar los trastornos introducidos en todos los transportes por la subida del precio de los carburantes, el auge del tráfico de Internet que congestiona una red de cables ya sobredimensionada pero sometida a avatares imprevisibles, la exploración de nuevas rutas marítimas (ver más adelante) que se han vuelto explotables gracias al efecto invernadero, provocado por la imposibilidad del capital para regular el empleo de combustibles fósiles (véase «Une route sort des glaces», Le Monde 2, 1/12/2007, o «Search for alternative routes», Financial Times, 10/3/2008).

[8]La jerga tecnocrática amplia el significado corriente de las palabras o las sustituye por términos supuestamente «técnicos», en realidad más imprecisos. Los periódicos están llenos de clichés, se habla de las «autopistas de la energía» refiriéndose a las líneas de conexión eléctrica (Le Monde, 15/11/2006), de las «autopistas de la información» refiriéndose a la red de cables submarinos (Le Monde, 12/5/2008), bautizados como «tubos» o «autopistas del mar» (ver Fortunes de mer, lignes maritimes à grande vitesse, les illusions bleues d’un «capitalisme vert», 2010, Acratie). La concentración de contenedores en tierra firme se denomina «puerto seco». El término «piratería», empleando originalmente sólo para los ataques marítimos, se ha ampliado a las copias ilegales en la red de Internet. Podríamos hallar otros ejemplos que no son producto de la casualidad, sino que testimonian la aparición de un lenguaje común para todas las formas de transporte.

[9]Antes de que Internet planteara este problema, en cierto sentido Marx ya lo había anticipado: «Existen, no obstante, sectores industriales autónomos en los que el producto resultante del proceso de producción no es un nuevo producto material, una mercancía. La industria del transporte es la única, entre éstas, económicamente importante, ya se trate del transporte propiamente dicho de mercancías o personas o de la simple transmisión de información, cartas, telegramas, etc.» Marx, Le Capital, Ed. Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», nota 1, p. 1697; Ed. Sociales, libro II, p.50.

[10]Alain Michel, responsable de CMA-CGM, Le Monde, 22/11/2005.

[11]Le Monde, 17/5/2006.

[12] «Mondialisation du commerce, la révolution du conteneur», Le Monde, 22/11/2008.

[13]La anchura de los contenedores  está estandarizada (8 pies, es decir, algo más de 6 metros, pues 1 pie = 0.3048 metros), al igual que su longitud (20, 30 o 40 pies), pero no ocurre lo mismo con la altura. De esta forma, la unidad de medida de capacidad de los cargueros (TEU, unidad equivalente de 20 pies o Twenty-Foot Equivalent Unit) no es muy precisa.

[14] «Building the engines of globalisation, the story of shipping giant Maersk», Financial Times, 3/10/2006. «Le géant des mers Otello, symbole des ambitions mondiales de CMA-CGP», Le Monde, 20/10/2005.

[15]Dos empresas chinas, CIMC (China International Marine Containers), que acapara la mitad del mercado mundial, con una producción de 1.2 millones de unidades en 2004 (frente a las 70.000 en 1994), y Singama, son los principales fabricantes de contenedores. En abril de 2011 una huelga de camioneros bloqueó la terminal de CIMC en Shanghái, provocando una disminución de las exportaciones chinas y de rebote también de la actividad de las empresas. Del mismo modo, el aumento del tráfico marítimo en 2010 tras la caída del 2007 (que redujo los pedidos de contenedores) creó un cuello de botella con idénticas repercusiones en cascada, pues la producción de nuevos contenedores no era capaz de responder a la demanda del mercado.

[16]Hay muchos factores que explican las enormes variaciones del precio del transporte marítimo. Por ejemplo, el aumento del tráfico de materias primas a granel en 2005, tuvo como resultado el aumento del coste del transporte en estos buques de carga a granel (considerado «nocivo» e «inaceptable» por quienes los contrataban debido a la falta de buques y a la congestión de los puertos de carga y descarga). Pero estos costes, tras alcanzar su pico en noviembre de 2007, cayeron un 42% en enero de 2008 («Shipping cost ride on crest of Chinese demand», Financial Times, 3/12/2007; «Falls in the cost of cargo fees would be welcomed», Financial Times, 3/12/2007; «Collapse of dry bulk rates», Financial Times, 24/1/2008).

[17] «Un quai neuf pour rester á flot»: el nuevo muelle de El Havre tendrá más de 4 km. de largo. Aproximadamente al mismo tiempo, el puerto de Rotterdam comenzaba su ampliación, y en el 2012 ocupará unas 2.000 Ha., es decir 20 km2 (Libération, 30/3/2006). Estas ampliaciones probablemente no sean más que inciertas especulaciones, no tanto debido a la crisis como a las mutaciones estructurales del capitalismo. Hay que apuntar, además, el cambio en las rutas de China a Europa; el desarrollo de otras, sobre todo de África y Sudamérica hacia Asia. Otro ejemplo: China cada vez compra más carbón a Australia, por lo que los cargueros se ven obligados a esperar de media 27 días en el puerto carbonero de Dalrymple Bay, en Queensland (Financial Times, 18/11/2010). La obra Fortunes de mer (página 13, nota 8) detalla los exagerados proyectos que se planean para el puerto de Bolulogne-sur-Mer.

[18]El transporte marítimo no sólo se enfrenta a la subida del precio del carburante, sino también a las obligaciones medioambientales. La International Maritime Organization quiere imponer, antes del 2015, la sustitución del carburante barato y altamente contaminante, el «bunker», residuo de destilación del crudo, por otro producto, más elaborado, mucho más caro, pero que no contamina. Se puede pensar que, al igual que ocurre con las distintas líneas según el valor de los productos transportados, veremos cómo esta obligación se emplea perversamente como un instrumento para la competición comercial. (Financial Times, 8/4/2008).

[19] «La seconde vie reussie et rentable du Canadien National», Le Monde, 8/11/2006. «Canadian pioneer puts efficiency on the line», Financial Times, 19/9/2009.

[20] «Supply chain to help soft landing», Financial Times, 17/11/2006.

[21] «Electric dreams. How plug-in cars pick up speed and credibility», Financial Times, 8/1/2008. «Truck makers embrace hybrid revolution», Financial Times, 31/3/2008. «Les transports peinent et peineront à s’affranchir du petrole», Le Monde, 23/1/2008.

[22] «The digital revolution transforms learning», Financial Times, 26/4/2006.

[23] «Quand le coût des transports devient un frein à l’emploi», Le Figaro, 31/5/2006 (véase también la página 16). Podemos observar que con la subida del precio de los carburantes se produce una mutación hacia medios de transporte menos costosos (individuales o colectivos) y se desarrollan prácticas espontáneas como la de compartir vehículo.

[24] Esto con el fin de aprovechar la apertura de las líneas ferroviarias a la competencia. El proyecto parece haberse quedado en los trámites debido a un contra-ataque de la SNCF y a la crisis.

[25] «Risk taking on the road of faster delivery», Financial Times, 11/7/2007.

[26] «How technology can cut journeys and reduce cost», Financial Times, 11/6/2008.

[27] El bajo coste de las inversiones ha provocado un inmenso éxito del teléfono móvil en los países en desarrollo. Su influencia en las economías locales a menudo se subestima; «Mobile telephone offer a new sense of direction», Financial Times; «Understanding Mobile Communication»; las nuevas tecnologías han integrado en un mismo soporte el teléfono, el ordenador, la televisión, el video, la fotografía e incluso el libro.

[28] «Le e-commerce explose», Le Monde, 18/7/2007 ; «L’avenir de la France numérique», Le Monde, 30/7/2008.

[29] Hoy ya no se habla de rutas marítimas, sino de autopistas marítimas. La obra ya citada, Fortunes de mer (página 13, nota 8) intenta analizar, a través de la historia de las actividades en el puerto de Boulogne, el impacto de las recientes iniciativas en este terreno sobre un puerto de actividad intermedia, extrapolando su análisis al conjunto de los problemas que se tratan en parte en este folleto. «Time to put the southern silk road on the map», Financial Times, 14/6/2011. El desarrollo de las «autopistas del mar» depende sobre todo de la financiación pública. Dados los problemas financieros actuales, hoy predomina el discurso más que la práctica.

[30] Financial Times, 25/2/2008.

[31] Por ejemplo, las huelgas en la Ford. Véase Echanges nº 13 y nº 16 (1978), nº 17 (1979) y 64 (1990).

[32] En este terreno las empresas de logística han sufrido, quizá más que otros sectores capitalistas, procesos de descomposición (quiebras, restructuraciones) y recomposición (absorciones, concentraciones), que la subida del precio de los carburantes ha acelerado. El paisaje económico es tanto más movedizo en la medida en que la competencia entre los distintos medios de transporte engloba factores como la velocidad, el coste y la fiabilidad.

[33] El informe de 2006 sobre la industria de alimentación y la bebida en España muestra un aumento del índice de los precios de los alimentos elaborados respecto al índice industrial del sector de la alimentación y bebidas, lo cual, según los redactores del informe, indicaría que el aumento de los precios de consumo se debería más a la influencia de las empresas de distribución que a las de fabricación. Según la consultoría ATKearny, los costes del transporte tienden a aumentar dentro del coste total de la logística. Por lo demás, actualmente el transporte de mercancías por carretera representa en Europa 14 millones de puestos de trabajo, directos e indirectos, y el 11% del PIB.

[34] «Truckloads of notebooks mark first step of long march in land», Financial Times, 24/5/2011.

[35] En 2005, por ejemplo, las 900 empresas de logística del automóvil del mercado español tuvieron una cifra de negocios de 917 millones de €, con una previsión de crecimiento del 5%; el 75% del total del transporte se llevó a cabo por carretera y el 12% por ferrocarril.

[36] «Maersk chants new course», Financial Times, 27/5/2008; «Maersk costs cutting to threaten jobs», Financial Times, 28/5/2008; «Magnat du fret: Maersk McKinney Moeller», Le Monde, 25/4/2012.

[37] En este terreno se experimenta y se modifica sin cesar, abandonando las actividades si no son rentables a corto plazo. Se resucitan los cargueros mistos vela-motor; se proyectan líneas ferroviarias directas sólo para el flete o se modifica el perfil de las vías y los vagones para poder transportar camiones enteros, se estudian itinerarios para ferris de camiones (los «buques de carga rodantes») de puerto a puerto, para descongestionar el tráfico por carretera. Financial Times, 8/4/2008.

[38] Mientras que la industria costera china se beneficia de una red «moderna» con todos los recursos de la logística, su abastecimiento de energía proviene esencialmente de las centrales térmicas de carbón explotadas en condiciones primitivas, y de una red de transportes principalmente por carretera y también primitivo. Un ejemplo: el transporte de carbón de la mina de Fugu hasta Baoding (Shanxi), 400 km., dura 5 horas. Los frecuentes cortes de electricidad dificultan las condiciones de explotación del trabajo y la competitividad (New York Times, 10/6/2008). Un problema similar se plantea en los Estados Unidos, donde desde el 2000 el carbón se ha convertido de nuevo en la principal fuente para la producción de electricidad (más del 50%), y donde la red de ferrocarril, abandonada por el capital y que ha recuperado su importancia, provoca obstrucciones y retrasos. Las 100 millas de ferrocarril entre Donkey Creek y Shawnee Junction son casi tan importantes para el carbón como el Canal de Suez para las exportaciones de petróleo de Arabia Saudí (Financial Times, 27/6/2006; véase la nota 16 sobre Australia).

[39] Un ejemplo: un fondo de inversiones australiano, BBI, especializado en carga a granel, ha invertido en los sectores menos rentables de todo el mundo y es propietario de 15 puertos en el Reino Unido, una sociedad de logística en los Estados Unidos, otras empresas de transportes en China, una terminal en Australia, otra en Rostock (antigua Alemania Oriental); apuesta por una rentabilidad a largo plazo mientras los especuladores esquilman el mercado de los contenedores (Financial Times, 7/1/2008). El Financial Times del 25 de octubre de 2006 («The light at the end of the terminal») subraya que «la revolución de las infraestructuras ofrece oportunidades» e invita a los gobiernos a privatizar todas las infraestructuras para dar oxígeno a los capitales. La introducción masiva en este sector de capitales que exigen una rentabilidad fuerte e inmediata puede alterar las condiciones de la explotación del trabajo, aquí al igual que en la industria. La crisis ha acelerado estas descomposiciones y recomposiciones: empresas que se deshacen de sectores deficitarios para concentrarse en su actividad principal (como Maersk en el tráfico mediante contenedores).

[40] Financial Times, 1/8/2006.

[41] «Port groups battle for supremacy», Financial Times, 3/4/2008.

[42] «Tanger sees profit on its door», Financial Times, 16/2/2008.

[43] «Greek ports see chance to be a hub for China», Financial Times, 20/1/2007.

[44] «Oil and gas demand spurs pipeline makers», Financial Times, 14/4/2008.

[45] «Le boom d’Internet dope les fabricants de câbles», Le Monde, 19/5/2008.

[46] Las compañías organizaban los intercambios comerciales de puerto a puerto (costa a costa) en todos los mares del mundo; cada espacio marítimo (Atlántico norte, Atlántico sur, Pacífico, etc.) estaba gestionado por una conferencia en la cual los armadores establecían sus tarifas y las condiciones del transporte. La aparición de las compañías llamadas «outsiders», que ofrecían precios inferiores a los de las conferencias, liquidó este sistema. En Europa, este sistema, derogado por las leyes anti-trust, se prohibió en 2008 debido a la presión de los cargueros que estimaban que los armadores, al imponerles sus condiciones, frenaban la libre concurrencia.

[47] En España, la subcontratación representa el 12% de la producción industrial, con una cifra de negocios de 40.000 millones de euros en 2001 y un tejido de 19.000 PYMES y 250.000 puestos de trabajo. En China, sólo en la región de Wenzhou (900 mil habitantes), se cuentan 300.000 PYMES, todas subcontratas que tratan, mal que bien, de adaptarse a la evolución del mercado.

[48] A esto hay que añadir el surgimiento de nuevos servicios (compañías aéreas de bajo coste, transporte especializado, etc.) así como la expansión del comercio turístico que ha multiplicado las necesidades al mismo tiempo que los problemas de movilidad. Y los conflictos de clase, dado que la fuerza de trabajo empleada en la mayoría de los nuevos servicios de transporte así como en los servicios auxiliares (limpieza y mantenimiento) es la peor pagada y la que tiene peores condiciones. Algunos ejemplos de España, aunque se pueden encontrar también en otros países: si la huelga de maleteros del aeropuerto de Barcelona de julio de 2006 fue ejemplar a la hora de poner el acento sobre los nuevos focos de explotación y de conflicto de clases, las huelgas en los servicios de limpieza ya habían puesto a los aeropuertos de Madrid y Barcelona al borde del cierre. El nivel de sincronización y de eficiencia que requieren los servicios aeroportuarios, ofrece un espacio para la intervención de los grupos de trabajadores auxiliares (catering de Düsseldorf, por ejemplo), que ven como aumenta su capacidad de respuesta ante las agresiones del capital.

[49] «Globalization, technology and shifty legal land regulatory environments are encouraging a growing number of companies to consider moving their corporate headquarters to new jurisdictions», T Magazine, febrero 2011.

[50] «Quake in Japan upsets lean supply model», Financial Times, 24/7/2007. Más tarde se produjo el tsunami de 2011 (véase la página 83): «Fukushima, un test pour la chaîne globale d’approvisionnement».

[51] Financial Times, 18/11/2005.

[52] Por ejemplo, tras el caos vivido en el Prat (aeropuerto de Barcelona) a finales de julio de 2006 por la huelga de maleteros, el servicio de facturación de equipajes sufrió una parálisis de nuevo en julio de 2007, pues no había suficiente personal para la manipulación de las maletas.

[53] El 31 de enero de 2008, en Egipto, la ruptura simultánea de dos cables provocó la reducción de más de la mitad de las comunicaciones telefónicas y de Internet  durante varios días. Luego se han producido otras rupturas de cables. Sobre los cables submarinos: http://www.cablesm.fr

[54] Disponemos de poca información sobre el acuerdo y la puesta en marcha de una fuerza especial multinacional marítima para la protección de la marina mercante. Por otra parte, no sabemos si las recientes maniobras de simulación de un bloqueo del estrecho de Malaca (el paso más concurrido del mundo) está relacionado con la lucha contra la piratería, contra el terrorismo, o con las dos. En 2008, el primer ministro británico, Gordon Brown, intervino en Nigeria, feudo de la petrolera británica Shell, para poner a punto un plan destinado a frenar el desvío de petróleo (robo, sabotaje, extorsión) que afectaba a más del 7% de la producción (Financial Times, 2 y 7/1/2008).

[55] Mercury Interactive Co. y The Economic Intelligence Unit realizaron un estudio en 2006, entrevistando a mil dirigentes de 22 países. Las conclusiones muestran que la cadena de suministro y la logística son las más vulnerables ante las averías de la tecnología informática, por los riesgos que provoca la complejidad de las nuevas implantaciones. Subraya entre las principales consecuencias de las averías la pérdida de inversores y de clientes.

[56] Según el Barómetro Europeo de robos en la distribución, las pérdidas representan un 1.24% de la facturación, es decir, 29.000 millones de euros al año. Las empresas de distribución europeas invierten 8.000 millones de euros en tecnología antirrobo.

[57] Entre otros ejemplos, en marzo de 2003 en Barajas (aeropuerto de Madrid) y en diciembre de 2003 en el Prat (aeropuerto de Barcelona), las huelgas de un centenar de trabajadores de empresas de limpieza provocaron tal desorden que los aeropuertos estuvieron a punto de cerrar y apelaron a los sindicatos mayoritarios para que pusieran fin al conflicto. Como telón de fondo, siempre están las condiciones de trabajo (intensificación de la explotación por la multiplicación de tareas) y la cuestión de los salarios, entre otras cosas. Como en todos los conflictos que afectan a los servicios, se apela al consenso mediático criminalizando a los trabajadores, aludiendo a lo que se ha convertido en un lugar común, la prioridad el derecho de los usuarios/consumidores frente a las reivindicaciones de los trabajadores.

[58] Según PriceWaterhouseCoopers, «Los agentes del automóvil en el siglo XXI», el número de subcontratistas de primer nivel pasará en 2010 de mil a treinta, mientras que los de segundo nivel pasaran de 10.000 a 800.

[59] Los fabricantes ocultan estos fracasos para conservar la imagen de la marca y proteger su cotización en la Bolsa. Cualquier error en la planificación, la producción o la verificación de los productos se traduce en pérdidas y reducciones de beneficios que las empresas ocultan sistemáticamente. No obstante, la retirada de algunas series de ciertos modelos de coche por parte de los fabricantes es obligatoriamente pública. Según la fundación Cetmo, los costes de explotación de los vehículos ensamblados han aumentado un 30% en cinco años, mientras que la subida del carburante ha sido del 34%, lo que implica una caída de la rentabilidad media del transporte de mercancías por carretera del 2.5% entre 1998 y 2005. Las empresas más pequeñas son las que sufren más. Por ejemplo, un envío entre la capital de una provincia y una ciudad de otra provincia implica al menos a tres transportistas con otros tantos desplazamientos. El precio de un palé entre una ciudad del País Vasco y Bruselas es prácticamente el mismo que entre esa ciudad del País Vasco y Barcelona, aunque la distancia es tres veces menor.

[60] Se trata de la matriculación de compañías de navegación en lugares aislados que escapan a todas las regulaciones (algunas compañías francesas están registradas en las islas Kerguelen, rocas semidesérticas al sur del océano Índico), lo que permite contratar marineros extranjeros con salarios y condiciones cercanas a la esclavitud. La única obligación es que el capitán y su segundo sean de la nacionalidad de origen. Esta vieja práctica a menudo ha sido objeto de conflictos animados por los sindicatos nacionales, que no han podido impedir esta situación, la cual a veces ha provocado escándalos, pues los marineros son a menudo abandonados sin recursos cuando su buque queda inmovilizado por cualquier causa en un puerto extranjero.

[61] Pero esto puede tener un efecto perverso para el transportista. Por ejemplo, las parcelas de poder de los estibadores sobre la organización y la gestión del trabajo, a mediados de los años 80 en Barcelona, les permitían llevar a cabo huelgas alternas. Cada día, los estibadores de una empresa de manipulación distinta se ponían en huelga, lo cual permitía bloquear el flujo de mercancías durante bastante tiempo sin perder el salario en todo ese periodo, perdiendo tan solo un día y compartiendo equitativamente la victoria.

[62] Lutte de classe autonome en Grande-Bretagne, 1945-1977, de Cajo Brendel (Echanges et Mouvement); y Shake it and Break it, de David Brown y Henri Simon (Echanges et Mouvement).

[63] «La grève des dockers anglais», Echanges, nº 62 (octubre-diciembre 1989), pág. 23.

[64] La huelga de los estibadores de Liverpool, aunque tuvo el carácter de una huelga salvaje y se oponía deliberadamente a la legislación de Thatcher que atacaba la solidaridad entre estibadores divididos jurídicamente debido a la subcontratación, no dejaba de ser un combate de retaguardia en el conflicto mundial ligado a la restructuración de todo el tráfico marítimo. Magnificado por los medios ultraizquierdistas, esta lucha atrajo únicamente una solidaridad virtual, y apenas aglutinó la solidaridad real de un sector ya muy afectado por la modernización. Echanges nº 84 (1997), nº 88 (1998) y nº 92 (1999).

[65] Hay muchos trabajos en francés y español que han tratado esta experiencia de la Coordinadora, sobre todo La Estiba, el periódico de esta organización autónoma, Echanges nº 44, 50, 53, 57, 67 y 68 (entre 1985 y 1991) y «El puerto de Barcelona», en Asalto a la fábrica. Luchas autónomas y restructuración capitalista (1960-1990), Francisco Quintana coord., Alikornio Ediciones, Barcelona 2002.

[66] Las huelgas de estibadores lidian desde hace mucho con los problemas que acabamos de citar en los casos británico y español: Holanda (Echanges nº 20, 43, 52 y 56, 1980-1988), Australia (Echanges nº 87 y 88, 1998), la costa oeste de los Estados Unidos (Echanges nº 103, 2002), etc. En Francia existe un estatuto complejo para todos los trabajadores de un puerto, algunos de los cuales son asalariados de empresas privadas y otros, sobre todo los operadores de las máquinas de manipulación, dependen de las autoridades semi-públicas del puerto. Uno de los últimos actos de esta lucha se está desarrollando actualmente en 8 puertos, por la transferencia de las actividades de manipulación y de alrededor de 2.000 estibadores a los operadores privados, con garantías en lo que respecta a los salarios y a los puestos. El conflicto se ha polarizado en Marsella, donde son muchos los problemas de esta diversidad de estatutos y de empresas y donde una fuerte presencia sindical (CGT) los complica mucho debido a la defensa de sus posiciones de poder burocrático (Le Monde, 28/3/2007, 7/4/2007, 8 y 24/4/2008 y 9/7/2008).

[67] En los países en desarrollo hemos podido ver estos conflictos casi a diario, allí donde las deslocalizaciones industriales imponen las mismas restructuraciones portuarias que en los países industrializados. Por ejemplo en Bangladesh, la India o en los países de África.

[68] «La grève de UPS, une routine ou l’esquisse d’un dépassement?», Echanges nº 85 (septiembre-diciembre 1997).

[69] «Etats-Unis, apercus sur les luttes recentes. 87.000 grevistes chez Verizon»,  Echanges n° 96 (primavera 2001).

[70] En los países europeos, donde desde tiempos inmemoriales los servicios postales eran públicos, la presión del capital está desmantelando progresivamente estos servicios, hoy mucho menos necesarios para la seguridad del Estado, para convertirlos en un campo para la explotación capitalista e integrarlos en la cadena de transportes. Todos los países europeos, sobre todo Francia y Gran Bretaña, son el teatro de un combate palmo a palmo que sólo logra retrasar esta reconquista por parte del capital.

[71] La prensa anunció el arresto de los representantes de algunos transportistas, que obligaban a otros a pagar para poder operar en las instalaciones portuarias de Valencia, Bilbao (octubre 2006) y Barcelona (julio 2006).

[72] En España, diariamente, centenares de furgonetas de transporte urgente, sobre todo entre Madrid y Barcelona, superan los límites legales de velocidad, empleando sistemas para despistar a los radares. Sin ello les sería imposible cumplir con el contrato de entrega urgente interregional. Por supuesto, el ministerio prefiere mirar para otro lado.

El papel revolucionario de los sindicatos (A. Pannekoek)

Extraído de El Socialista, nº 1127, 1128 y 1129, septiembre/octubre 1909.

El objeto del movimiento sindicalis­ta[1] es, como se sabe, mejorar las condi­ciones de existencia de los trabajadores, particularmente por medio de la eleva­ción de los salarios y la reducción de las horas de trabajo. Pero ¿termina ahí, mejor dicho, el papel de los Sindicatos concluye ahí?

Hay otras instituciones que se proponen como objeto disminuir las crud­ezas de la vida del proletario; por ejemplo, las Cooperativas de consumo pueden, excluyendo loe intermediarios, aumentar sensiblemente su salario efec­tivo, es decir, la cantidad de medios de existencia que aquél puede comprar con su salario. Desde este punto de vista pudiera también mencionarse las Cajas de socorro para enfermos y otras insti­tuciones que, basadas en el seguro mu­tuo, ayudan al trabajador a pasar los momentos difíciles de su vida.

Pero pocos atribuyen a estas institu­ciones, incluso a las Cooperativas, una importancia semejante a la de los Sindicatos. Cuando se dice, por consiguien­te, que los Sindicatos son útiles para la gran lucha por la emancipación de la clase obrera, porque al mejorar sus con­diciones de existencia acrecen su valor de combate, se dice verdad, pero sólo una parte de la verdad. Si, por otra par­te, la miseria lenta, la degeneración cor­poral e intelectual causada por el exceso de trabajo, por las pésimas condiciones de viviendas y de alimentación, hacen con frecuencia a las capas más oprimi­das del proletariado totalmente incapa­ces para la lucha; a la inversa también, una situación más elevada no da siem­pre un buen combatiente. Porque no es el nivel elevado del salario en sí mismo, es ante todo la manera como ha sido conquistado, y el riesgo que corre esa conquista, si no está constantemente defendida, lo que determina el valor para la lucha. He ahí por qué la impor­tancia de los Sindicatos para la eman­cipación obrera no puede consistir sólo, o principalmente, en lo que mejoren las condiciones de existencia de los traba­jadores.Continue Reading

Los comunistas y las luchas obreras: ¿Qué hacer?, ayer y hoy

El Programa Comunista nº 40, enero-junio 1982.

¿Cómo conquistar una influencia sobre la clase obrera cuando se ve lo reducidas que son las vanguardias que buscan la vía de la emancipación del yugo del capitalismo y la debilidad de las fuerzas del partido? ¿En qué consiste esta influencia? ¿Cómo arrancar a la clase obrera de las garras de la política social-imperialista, reformista y democrática, cuando se encara un adversario con una formidable capacidad de «recuperar» las reacciones inmediatas a la explotación y opresión capitalistas? ¿Qué relación hay entre la participación en las luchas obreras suscitadas por las necesidades inmediatas –luchas que tienden a profundizarse y generalizarse en respuesta a los sismos económicos que se suceden con frecuencia e intensidad crecientes– y la prosecución del fin revolucionario de los comunistas que aún se ve tan lejano?

Esta es una serie de preguntas que se plantean legítimamente los militantes comunistas. Ellos han luchado durante largos y negros decenios por mantener intactas las armas teóricas del comunismo revolucionario, en condiciones extremadamente des favorables que brindaban escasas posibilidades a una participa­ción regular en las luchas obreras. Hoy, que esta participación se hace más continua y sistemática, deben volver a aprender, en consecuencia, el lazo viviente que existe entre teoría y acción.

Estas mismas preguntas se plantean los proletarios combativos y los revolucionarios que estos últimos años se han encontrado frente a las respuestas aportadas por una «extrema iz­quierda» ya completamente alineada con el reformismo obrero y que sirve de infantería a las burocracias sindicales, y frente a aquellas dadas por grupos que a menudo reaccionan contra este curso, penoso pero previsible, con una especie de «fuga hacia a delante» en la propaganda revolucionaria y que vuelven la espalda a una lucha inmediata que muchas veces les ha decepcionado debido a la escasez de resultados significativos que ésta ha dado por sí misma.

Ahora bien, hoy se tiende a buscar la respuesta a todas estas preguntas en Lenin y, en particular, en su célebre ¿Qué Hacer? Pero también se recurre a él para justificar tal o cual respuesta falsa e incluso decididamente oportunista. En estas condiciones, nos parece útil volver nosotros también a Le­nin y retomar sus escritos más importantes del periodo 1895­-1905, sin excluir por ello otros posteriores, para explicar así su verdadera significación, con la que coincidimos totalmente, como lo demostrarán además las frecuentes comparaciones con los textos clásicos de nuestra corriente.Continue Reading