Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 · Anexo Documental

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PRESENTACIÓN

         Al margen de las publicaciones y recopilaciones realizadas por los distintos partidos herederos de la tradición de la Izquierda Comunista Italiana, es la primera vez que se reúnen en un volumen, traducidos al castellano, los documentos más destacados correspondientes al periodo formativo de esta corriente política. Algunos escritos, de hecho, se publican aquí por primera vez en castellano.

         Esta recopilación de tesis, artículos, discursos y cartas que se ha añadido como tercer volumen a la obra Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930, de Agustín Guillamón, constituye por tanto una fuente documental indispensable para el estudio de los fundamentos teóricos de la Izquierda Comunista Italiana, que son los del marxismo revolucionario. Ahí reside exclusivamente su utilidad para la clase proletaria hispanohablante y su lucha revolucionaria.

         Todos los escritos se han traducido del italiano, partiendo, cuando ha sido posible, de una copia digitalizada del documento original. Así ha ocurrido con los textos extraídos de Il Soviet (Tesis de la Fracción Comunista Abstencionista), Rassegna Comunista (Partido y clase, Partido y acción de clase, las Tesis de Roma y El principio democrático) y Prometeo (El movimiento dannunziano, Lenin en el camino de la revolución, El comunismo y la cuestión nacional y Organización y disciplina comunista). Por su parte, el Memorial de Bordiga en el juicio a los comunistas italianos se ha tomado de una copia digital del folleto Il processo ai comunisti italiani, 1923. Cuando no se disponía de una copia digitalizada del documento, se ha recurrido a las distintas páginas web de las actuales organizaciones herederas de la tradición política de la Izquierda Italiana. Así, de la edición digital de la revista Comunismo se ha tomado la Carta del CC del PCUS a la delegación italiana en el IV Congreso y respuesta de la delegación italiana, La función histórica de las clases medias y la inteligencia, la Plataforma del Comité de Entente y la Declaración del representante de la Izquierda no publicada por el Comité Central. De la edición digital de los Quaderni Internazionalisti di Prometeo se ha extraído la Moción presentada por la Fracción Comunista en el XVII Congreso del PSI. De la web del Partido Comunista Internacional, el Proyecto de Tesis sobre la táctica presentado en el IV Congreso de la IC. Y de la web de n+1 los doce documentos restantes.

         Aunque la traducción no se ha realizado con ánimo ni capacidad profesional, sino con espíritu militante, se ha intentado hacer de manera meticulosa y hasta escrupulosa, tratando de permanecer fieles al contenido del texto, por supuesto, y también a su forma, en la medida en que esto último no chocaba con una adecuada exposición en castellano, que siempre facilita la lectura y la comprensión. Todas las notas a pie de página son de traducción.

         Tengo que dar las gracias a Agustín, Clara y Jorge, que han colaborado en la traducción de algunos documentos y sin cuya ayuda esta recopilación difícilmente se habría llevado a cabo.

Ángel Rojo, septiembre 2020

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 · Volumen II (Agustín Guillamón)

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REFLEXIONES FINALES

De 1912 a 1926 la acción y pensamiento político de Amadeo Bordiga encarnaron la lucha del marxismo revolucionario en Italia.

Ya antes de la Primera Guerra Mundial, la izquierda marxista del PSI expresó en los congresos de Reggio Emilia (1912) y Ancona (1914), el surgimiento de una mayoría capaz de enfrentarse al reformismo, el sindicalismo y el nacionalismo. 

Dentro de esta ambigua mayoría (de la Fracción Intransigente) se delineó la formación de una extrema izquierda (la Fracción Intransigente Revolucionaria), que tendió siempre a soluciones más radicales y clasistas. Esta extrema izquierda del PSI, en los congresos de Bolonia (mayo de 2015), Roma (febrero de 1917) y Florencia (noviembre de 1917) sostuvo posiciones muy próximas a las de los bolcheviques, como fueron la negación de la ayuda obrera a las tareas de defensa nacional y la consigna de derrotismo revolucionario, lanzada por Bordiga tras Caporetto (derrota italiana de octubre de 1917).

La fundación de Il Soviet (diciembre de 1918), órgano de la Fracción Abstencionista, supuso la defensa decidida de la revolución rusa y de la dictadura del proletariado, así como un claro planteamiento de la función del partido revolucionario.

La Fracción Abstencionista se planteó, desde el primer momento, la escisión del PSI de los revolucionarios. Su objetivo y su tarea principal en los años 1919 y 1920 fue extender la fracción a nivel nacional para fundar el Partido Comunista. En el II Congreso de la Internacional Comunista, la Fracción Abstencionista abandonó el abstencionismo como criterio táctico fundamental, y Amadeo Bordiga tuvo una intervención decisiva en el endurecimiento de las condiciones de admisión a la Tercera Internacional.

En todo momento, la acción y el pensamiento de Amadeo Bordiga tienen un marco italiano e internacional, íntimamente entrelazados, como correspondía a la militancia en el movimiento comunista internacional.

En enero de 1921, en el Congreso de Livorno del PSI, Bordiga dirigió y protagonizó la escisión de los comunistas y la fundación del PCI. Fue el máximo dirigente del PCI desde su fundación hasta el IV Congreso de la IC (diciembre de 1923).

La asimilación de los clásicos marxistas constituye una impronta imborrable y una constante referencia en los textos programáticos bordiguistas. Este dominio teórico, unido a la experiencia adquirida por Bordiga en la lucha contra el oportunismo imperante en la Segunda Internacional, le prepararon para enfrentarse a las crecientes disidencias entre el PCI y la IC con una capacidad crítica excepcional, dotada de una característica coherencia, rigor e intransigencia que la hacían temible y respetada a la vez.

El nuevo oportunismo, que hacía mella en la Internacional Comunista, se caracterizaba por una permanente adecuación del análisis histórico del capitalismo al cambio producido en las condiciones y situaciones inmediatas de la lucha del proletariado.

Amadeo Bordiga comprendió, analizó y denunció el carácter del oportunismo comunista. Del mismo modo, supo captar los primeros síntomas de abandono de los principios programáticos comunistas. Y se enfrentó hasta el último momento, en el seno de la propia Internacional, a la progresiva degeneración oportunista y contrarrevolucionaria del movimiento comunista internacional. No porque creyera que aún era posible evitar la derrota de la oleada revolucionaria iniciada en 1917, sino para dar testimonio y facilitar en el futuro la restauración teórica y organizativa del partido revolucionario.

En 1926, la Izquierda del PCI había culminado un largo proceso de formación ideológico y programático, caracterizado por las tensiones y enfrentamientos con la Internacional Comunista.

Estas divergencias no se resolvieron mediante una escisión, con ocasión de la acusación de fraccionalismo hecha al Comité de Entente (junio de 1925), a causa de la decidida oposición de Bordiga, contrario a la ruptura definitiva con el PCI y la IC.

El Congreso de Lyon del PCI (enero de 1926), supuso la definitiva derrota organizativa de la Izquierda, dada su imposibilidad de presentarse como fracción o tendencia en el seno del partido, así como de defender sus posiciones políticas.

La intervención de Amadeo Bordiga en el VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional fue la última posibilidad que tuvo la Izquierda del PCI de utilizar una tribuna internacional para defender el programa comunista fundacional. El brusco enfrentamiento entre Stalin y Bordiga, en torno a la cuestión rusa y la teoría del socialismo en un solo país, señalaba la definitiva derrota de las concepciones revolucionarias en el seno del movimiento comunista internacional.

Bordiga constató que la llamarada revolucionaria internacional iniciada con el Octubre ruso había sido definitivamente apagada por el alud contrarrevolucionario. Reconocida esta derrota histórica del proletariado, rechazó todo activismo y mística de la vanguardia y la organización, abrazó una concepción férreamente determinista de las posibilidades revolucionarias y personalmente consideró inútil su militancia activa en la clandestinidad impuesta por el fascismo.

En 1926, en el momento de su detención y confinamiento por las autoridades fascistas, pero cuando ya estaba también organizativamente aislado en el seno del partido y en la Internacional, Amadeo Bordiga había elaborado, como líder de la Izquierda del PCI, un cuerpo teórico coherente y acabado, claramente diferenciado del marxismo soviético oficial.

Los rasgos diferenciales fundamentales de este pensamiento marxista bordiguista eran, en 1926, los siguientes:

  1. Rechazo de la táctica de frente único y de la consigna de los gobiernos obreros y campesinos, así como de todo tipo de coalición antifascista.
  2. Rechazo de la dirección de la Internacional Comunista por el Partido Comunista ruso y de la teoría del socialismo en un solo país.
  3. Rechazo de la necesidad de defensa de la democracia burguesa por parte de los comunistas.
  4. Rechazo del antifascismo y de toda doctrina política ajena a la lucha de clases.
  5. Consideración de la democracia y el fascismo como dos formas de dominio burgués complementarias, equivalentes e intercambiables.
  6. Rechazo del principio democrático en el seno del Partido Comunista. Al centralismo democrático se opone el centralismo orgánico.
  7. Lucha y crítica contra el oportunismo, entendido como dejación de principios programáticos fundacionales.
  8. El partido es definido como un órgano de la clase, no inmediatista, centralizado, que defiende su programa intransigentemente, anteponiendo la defensa de los intereses históricos del proletariado al reformismo.
  9. La táctica tiene unos límites impuestos por el programa comunista. Una táctica inadecuada influye necesariamente en cambios programáticos, así como en la naturaleza misma del partido.
  10. Rechazo a la fundación de una nueva Internacional sobre la base de un denominador común de experiencias negativas o críticas a la Tercera Internacional o el estalinismo. Necesidad previa de un balance histórico de los errores de la Internacional y de elaboración de una plataforma programática común. 

La derrota organizativa de la Izquierda del PCI era consecuencia directa de su defensa intransigente de los principios programáticos comunistas. En 1928, en el suburbio industrial parisino de Pantin, los exiliados comunistas italianos en Bélgica y Francia se reunieron para fundar una nueva organización, que podemos calificar sin lugar a dudas como bordiguista: la Fracción de Izquierda del PCI, que en 1935 cambió este nombre por el de Fracción Italiana de la Izquierda Comunista Internacional.

En la declaración de su congreso fundacional, este grupo manifestaba su adhesión a los principios programáticos del II Congreso de la IC, del congreso fundacional del PCI en Livorno, de las tesis de Bordiga en la conferencia clandestina del PCI en Como, de las tesis presentadas por Bordiga al V Congreso de la IC, así como de todos los escritos del camarada Bordiga. Es decir, la nueva organización política se declaraba partidaria de toda la acción y el pensamiento político desarrollados por Amadeo Bordiga, desde su intervención en el II Congreso de la Internacional Comunista y en Livorno hasta sus últimas intervenciones en Lyon o en el VI Ejecutivo Ampliado de la IC, de 1926. El apelativo de bordiguismo, dado por el resto de formaciones políticas, no podía ser más apropiado

Sin embargo, debemos señalar que la Fracción de Izquierda del PCI rechazó, en todo momento, el apelativo de bordiguista. No deja de ser cierto que las tesis desarrolladas por este grupo durante los años treinta se hicieron sin contacto alguno con Bordiga. Por otra parte, los escritos de Amadeo Bordiga se resisten a la personalización: son siempre textos de partido, aunque esta característica conozca grados diversos, desde los de carácter programático a los artículos de debate o la correspondencia con otros militantes.

¿Hasta qué punto es lícito personalizar e individualizar unos textos programáticos, de partido? El peligro radica en convertir la historia de un partido o un movimiento en la biografía de sus dirigentes.

¿No es ahistórico y erróneo personalizar el complejo fenómeno del estalinismo en la persona de Stalin? ¿Es factible reducir la alternativa histórica que se presentaba ante el PCI, entre la defensa de los principios programáticos de Livorno o la aceptación de la disciplina ciega a la Internacional, en un enfrentamiento individual entre Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci?

El propio Bordiga se quejaba, en los agrios debates sobre el fraccionalismo del Comité de Entente de la Izquierda, del excesivo personalismo en torno a su nombre. Conocida es, por lo demás, su concepción del líder en un partido comunista como mera función totalmente despersonalizada. El mérito y la fuerza de Gramsci y Togliatti en el PCI no fue otro que el de ser los hombres de confianza de la Internacional en Italia. Esa es también su miseria, porque ello suponía su plena identificación con el naciente estalinismo. La inevitable derrota y la debilidad de Bordiga radicaban en su intransigente oposición al oportunismo y a la degeneración de la Internacional. Esa es también su grandeza histórica, y el origen y la razón de ser del bordiguismo como corriente marxista diferenciada.

Agustín Guillamón.

«Anti-Gramsci», o ¡Vamos, Antonio, sal a bailar, que tú lo haces fenomenal!

El aniversario de la muerte de Gramsci se ha celebrado un año más en la prensa izquierdista con la correspondiente ristra de artículos y panegíricos, loas y cumplidos. Gramsci nunca pasa de moda. Bien es cierto que el corte gramsciano se adapta a todas las temporadas y estilos, y que por su parte la izquierda radical, siempre más preocupada por las apariencias que por el fondo, nunca pierde la oportunidad de cubrir sus vergüenzas con los ropajes más horteras, siempre que sea para dar el pego. Como se suele decir, aquí se junta el hambre con las ganas de comer.

Como toda buena mercancía moderna, la obra y el pensamiento de Gramsci se prepara al gusto del consumidor, que siempre tiene razón. De esta forma, bajo la sombra del árbol gramsciano se puede reunir, en las fiestas de guardar, la gran familia del izquierdismo. Ocurre que la sombra es escasa, pues el árbol nunca fue muy frondoso, y la familia es numerosa, reuniendo a tres generaciones de impostores (a saber: los abuelos estalinistas, los hijos eurocomunistas y los nietos podemitas). Pero ya saben, familia que reza unida permanece unida cual «bloque histórico». Unos agarran su estampita de Gramsci marxista-leninista, fundador y bolchevizador del PCdI. Otros prefieren encomendarse al Gramsci «trotskista», crítico con Stalin. El Gramsci antifascista causa mucha devoción, por supuesto. Y la imagen de Gramsci consejista hay quien asegura que quita el dolor de muelas. A las jóvenes generaciones, por su parte, les encanta disfrazarse con el hábito de «intelectual orgánico» para predicar la «guerra cultural».

Sea como fuere, la fama intelectual de Antonio Gramsci (1891-1937) proviene principalmente de sus obras escritas en la cárcel durante sus últimos años de vida, tras su detención en noviembre de 1926. Evidentemente, sus Cartas y Cuadernos de la cárcel no podían ser otra cosa que la reflexión resultante de su experiencia y aprendizaje político como militante socialista y comunista, entre 1913 y 1926. Pero, por desgracia, tanto la práctica previa como la reflexión teórica posterior adolecen de una completa falta de solidez y sustancia, si medimos éstas, eso sí, según los parámetros del marxismo revolucionario, pues todo depende del color del cristal con que se mire.

Para comprender mejor la figura y el pensamiento de este genio disidente y apreciar el significado histórico de esta lumbrera del comunismo, tenemos que hacer un breve repaso por su vida y milagros.

LOS AÑOS DE MILITANCIA SOCIALISTA DE GRAMSCI

Gramsci, nacido en Cerdeña, dio sus primeros pasos en el movimiento socialista siendo estudiante en la industrial y proletaria ciudad de Turín. En aquella época la situación política italiana era peliaguda, o como diría un gramsciano, muy compleja. La guerra de Libia entre Italia y Turquía (1911-1913), que fue respondida por el movimiento obrero con una huelga general, había provocado una buena sacudida en el Partido Socialista Italiano, dominado por el típico sector reformista, parlamentarista y colaboracionista. En este partido, sin embargo, empezaba a despuntar un ala izquierda, llamada Fracción Intransigente, que capitaneada por Mussolini había logrado expulsar del PSI a los reformistas más recalcitrantes y a los masones, que en Italia (como en España) dominaban la política parlamentaria de izquierdas.

En este contexto, en el invierno de 1913-1914, casi en vísperas de la Gran Guerra, Gramsci se inscribe en el PSI. En aquella época, según cuenta él mismo, padecía «un tipo de anemia cerebral que me quita la memoria, me devasta el cerebro». Ya fuera a causa de los daños cerebrales o de su formación crociana, más que socialista o marxista, el caso es que la actividad de Gramsci durante sus años de militancia socialista no se caracterizó por su claridad de ideas, como vamos a ver.

Dos acontecimientos vinieron a establecer claras fronteras políticas de clase entre los campos proletario y burgués: la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. ¿Cómo respondió el maltrecho caletre de Gramsci a tan graves sucesos?

Es sabido que el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 supuso la bancarrota de la Segunda Internacional, cuyos partidos, carcomidos durante las previas décadas por el reformismo, el parlamentarismo y el nacionalismo, no dudaron en votar los créditos necesarios para que los Estados capitalistas pusieran en marcha toda maquinaria de guerra. El PSI no salió del todo malparado de aquel trance, pronunciándose ambiguamente a favor de la neutralidad («ni adherirse ni sabotear» la guerra, fue la consigna). Sin embargo, dentro del partido no tardó en desarrollarse una corriente favorable a la intervención contra Austria y la «bárbara» Alemania, que se manifestó sobre todo en las páginas del periódico Avanti!, dirigido por Mussolini, quien a la sazón era el líder del ala izquierda del partido, como se ha dicho. En octubre de 1914 Mussolini publicó el polémico artículo titulado «De la neutralidad absoluta a la neutralidad activa y operante», defendiendo abiertamente la intervención, lo cual le valió la expulsión del PSI. Ya conocemos la historia: con dinero procedente, entre otros, de socialistas franceses y de los servicios secretos británicos, fundó el periódico Il Popolo d’Italia y posteriormente el movimiento fascista, que llegaría al gobierno en 1922.

Gramsci, pues, apenas iniciada su militancia socialista, aparte de enfrentarse a los exámenes y las jaquecas tuvo que vérselas con esta grave crisis en el partido. Entre tanta confusión, o como diría hoy un gramsciano, como la realidad era compleja, el sardo debió pensar que si el intransigente Mussolini abogaba por la «neutralidad activa y operante», sus razones debía tener el buen hombre. Además, aquel eslogan sonaba bastante bien. Así que el novicio Gramsci, tan activo y operante él, decidió escribir un artículo con ese mismo título en El Grito del Pueblo, el 31 de octubre.

Verdad es que la propia fórmula de «neutralidad» del PSI invitaba a la confusión y la ambigüedad. ¿Neutralidad de quién? ¿Del Estado italiano en la guerra o del proletariado en la lucha de clases? Pero Gramsci, lejos de aclarar las cosas, las enredó aún más. Leyendo hoy el artículo «Neutralidad activa y operante», lo cierto es que uno no encuentra entre tan engorrosa palabrería ninguna referencia explícita a la intervención en la guerra. Gramsci ciertamente defendía la consigna mussoliniana y alababa el «concretismo realista» del futuro fascista, pero parecía entender la «neutralidad activa y operante» como una apuesta por la lucha de clases. Da la impresión de que Gramsci no estaba muy al tanto de lo que se ventilaba en toda aquella polémica. Pero en todo caso, el artículo otorgó a su autor una reputación de intervencionista que le acompañaría durante todos sus años de militancia socialista.

Nuestro inexperto revolucionario, por tanto, no salió muy airoso de esta primera prueba, pero al menos no siguió a Mussolini y permaneció en el PSI. No le juzguemos por este traspié juvenil y sigámosle en estos años terribles. Por el momento la teoría socialista no era su fuerte. En cambio, en la redacción de sus artículos periodísticos hacía gala de un estilo prometedor y nada prosaico, que le colocaba, eso sí, más que en la estela de Marx, en la de Julián Sanz del Rio. Como buen estudiante de letras, los temas relacionados con la cultura empezaron a hacerle tilín. El concepto de «hegemonía» aún no había echado raíces en su cerebro, pero éste daba muestras de una fecundidad desbordante, capaz de los mayores desatinos y de fenomenales jeroglíficos como estos, extraídos de su artículo «Socialismo y cultura», publicado en El Grito del Pueblo (29/1/1916):

«La cultura es […] organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. […] El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo habido siempre explotados y explotadores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. […] Y esa conciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y luego de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeabilidad de ideas a través de agregados humanos».

Como se puede apreciar, Gramsci aún no estaba muy al tanto de qué era eso del materialismo. Aunque se esforzaba por asimilar el ABC del marxismo, la cosa no era fácil: «En aquel tiempo el concepto de unidad de teoría y práctica, de filosofía y política, no me resultaba claro y yo era por tendencia crociano». Ya se sabe que la universidad, más que enseñar, le vuelve a uno medio bobo. ¡Pobre Gramsci!… Sigamos.

Italia finalmente intervino en el conflicto bélico en mayo de  1915. La guerra seguía su curso. Pero el proletariado europeo empezaba a pensar que la broma ya había durado bastante. Y en esto llegó la revolución de febrero de 1917 en Rusia. Ese mismo mes, Gramsci publicó él solito una revista llamada La Ciudad Futura, de la que saldría un único número y donde dejó constancia de su opinión sobre Croce como «el más grande pensador de Europa en este momento». Algún lector malpensado dirá que eso de que un militante socialista muestre tanta estima por un filósofo idealista y liberal de izquierdas, como era Croce, es algo contradictorio. ¡Allá cada cual con sus envidias!

El ambiente obrero en Italia también estaba caldeado, si bien no tanto como en Rusia. En agosto de 1917 estalló una revuelta en Turín a causa del hambre y la guerra, que fue sofocada con plomo, metralla y cárcel. Los líderes socialistas regionales fueron arrestados en masa, lo que permitió a Gramsci entrar en el comité directivo de la sección turinesa del partido y quedarse como único redactor de El Grito del Pueblo. Esto último le vino de perlas, pues estaba empezando a cogerle el gusto a eso del periodismo y su prosa «krausista» mejoraba cada día.

Dentro del PSI, las divisiones internas causadas por la guerra, la orientación política y la actividad de la organización, estaban provocando la polarización el partido en distintas fracciones. Gramsci, posicionándose en la pelea, estuvo presente en la reunión clandestina de la Fracción Intransigente Revolucionaria del PSI que se celebró en noviembre de 1917 en Florencia. Esta fracción agrupaba a sectores heterogéneos del partido que se oponían a la unión sagrada y la defensa del territorio nacional, propugnadas por los socialistas reformistas del PSI (o social-patriotas) tras la derrota militar italiana en Caporetto.

Por aquellas mismas fechas la Revolución de Octubre acababa de triunfar, atrayendo las simpatías de las diversas corrientes políticas que coexistían dentro del movimiento obrero. Gramsci no pudo resistir la tentación de escribir unos parrafillos acerca de tan importante acontecimiento, y en noviembre apareció en El Grito del Pueblo su artículo titulado «La revolución contra El Capital». Al cándido Gramsci no se le ocurrió nada mejor que describir a los bolcheviques del siguiente modo: «No son «marxistas», y eso es todo. No han levantado sobre las obras del maestro una exterior doctrina de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Viven el pensamiento marxista, el que nunca muere, que es la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán, y que en Marx se había contaminado con incrustaciones positivistas y naturalistas». Por si fuera poco, añadía: «[La Revolución de Octubre] Es la Revolución contra El Capital, de Carlos Marx. El Capital de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los proletarios». ¿Cómo te quedas, Lenin? Es verdad que por aquel entonces Ulianov y el bolchevismo eran prácticamente desconocidos fuera de Rusia. Corramos un tupido velo.

El Grito del Pueblo dejó de publicarse en octubre de 1918. Pero Antonio era culo de mal asiento y no se quedó de brazos cruzados. Como le gustaba escribir más que a un tonto un lapicero, en mayo de 1919 comenzó a publicar L’Ordine Nuovo, una revista turinesa de cultura (of course!) socialista, junto a sus amigos Togliatti, Tasca y Terracini.

En fin, Gramsci pasó por las pruebas de la guerra y la Revolución Rusa con más pena que gloria. Parecía algo duro de mollera, pero el caso es que, consciente o inconscientemente, por voluntad firme o afortunada casualidad, se situaba en el ala izquierda del PSI y apoyaba la revolución proletaria en Rusia. ¡Pelillos a la mar! Hagamos la vista gorda, démosle un voto de confianza y, para ponernos en contexto, veamos cuál era la situación del movimiento proletario y socialista en Europa en general, y en Italia en particular, en la época en que Gramsci y sus amigos empezaron a publicar L’Ordine Nuovo.

La Revolución de Octubre de 1917 dio comienzo a un periodo de agudización de la lucha de clases que en gran parte de Europa adquirió un carácter revolucionario. Su consecuencia más inmediata fue el cese de la guerra, pero la cosa no quedó ahí: revolución alemana (1918-1919), trienio bolchevique en España (1918-1920), bienio rojo en Italia (1919-1920)… Nunca antes la victoria de la revolución proletaria estuvo tan cerca. La incapacidad de los partidos socialistas para encauzar el impulso proletario por la vía revolucionaria, su colaboración con la burguesía, e incluso su papel represivo y criminal (recordemos a Noske y el asesinato de Liebknecht y Luxemburg), provocó en el seno de estos partidos la emergencia de una serie de corrientes, grupos y fracciones que no tardarían en escindirse para fundar los distintos partidos comunistas.

En Italia concretamente, el Partido Socialista celebró en octubre de 1919 un Congreso en Bolonia, donde entre otras cosas se planteó la cuestión de la adhesión del PSI a la III Internacional. En este congreso el partido apareció dividido en varias corrientes, entre las que cabe mencionar a los «ordinovistas» (de L’Ordine Nuovo) de Gramsci, reducidos a Turín, y a otra fracción más importante y sólida (aunque también minoritaria) que con el nombre de Fracción Comunista Abstencionista iba extendiéndose a nivel nacional y había empezado a publicar en diciembre de 1918 el periódico Il Soviet. En el Congreso de Bolonia la Fracción Abstencionista defendió la expulsión de los reformistas del PSI y la orientación del partido hacia la preparación revolucionaria, en lugar de hacia las elecciones parlamentarias (de ahí el nombre de «abstencionistas», pues pensaban que en una situación revolucionaria el partido no debía presentarse a las elecciones, sino preparar la revolución). Derrotada en el congreso, esta fracción minoritaria empezó a fraguar la escisión del PSI para fundar el Partido Comunista de Italia. Gramsci y los ordinovistas, por su parte, votaron en el congreso a favor de la moción propuesta por la Fracción Comunista Eleccionista, encabezada por el ambiguo Serrati, que a pesar de defender la adhesión del PSI a la Internacional Comunista, era partidario de mantener la unidad dentro del partido, eludiendo la necesaria expulsión de los reformistas, que obstaculizaban la actividad revolucionaria del PSI. La moción de Serrati salió vencedora en las votaciones, y por tanto el PSI estuvo presente en el II Congreso de la III Internacional, celebrado en julio de 1920.

Entre tanto, la lucha del proletariado italiano iba adquiriendo efectivamente un carácter revolucionario, particularmente en Turín, donde precisamente se hallaban los ordinovistas de Gramsci y compañía. En abril de 1920, una huelga en la fábrica de la FIAT en Turín desencadenó un movimiento de solidaridad que terminó generalizando la lucha a todo el sector metalúrgico de esta ciudad industrial, formándose consejos obreros en las fábricas. El movimiento, aislado en Turín, terminó disolviéndose, pero reapareció con más fuerza en septiembre, esta vez extendiéndose por buena parte de Italia. Finalmente fue derrotado gracias a la pasividad del PSI y del sindicato CGL, más que a la represión gubernamental.

Los acontecimientos de 1920 fueron la gota que colmó el vaso de las divergencias internas del Partido Socialista, que por otra parte ya venían de lejos. El verbalismo revolucionario de los dirigentes serratianos del PSI había demostrado su carencia de contenido. Los ordinovistas cambiaron de orientación y se acercaron a los abstencionistas. Aunque el 18 de octubre de 1919 Gramsci había publicado un artículo («La unidad del partido») rechazando toda posibilidad de escisión dentro del PSI, pocos meses después, viendo cómo estaba el percal, acudió como invitado a una conferencia de los abstencionistas, en mayo de 1920. ¡Rectificar es de sabios! En octubre, ordinovistas, abstencionistas y otros grupos socialistas de izquierda crearon el Comité provisional de la Fracción Comunista del PSI, formado por 7 miembros, entre los cuales estaba el propio Gramsci. En la Conferencia de Imola, celebrada en noviembre, esta Fracción empezó a planear conjuntamente la escisión, que se produjo finalmente en enero de 1921, durante el Congreso del PSI en Livorno. Los partidarios de la moción de la Fracción Comunista, de nuevo derrotada en el congreso, abandonaron la reunión cantando La Internacional, y acto seguido fundaron el Partido Comunista de Italia, en cuyo Comité Central entraron dos ordinovistas: Gramsci y Terracini.

¡Bueno! Pues aunque no había sido lo que se dice fácil, Gramsci y los ordinovistas finalmente habían logrado entrar a formar parte de la vanguardia revolucionaria italiana y mundial. Y si decimos que no fue fácil, es porque en la primavera de 1919 L’Ordine Nuovo no era más que «el producto de un intelectualismo mediocre que buscaba a tientas un punto de apoyo ideal y una vía para la acción», como decía el propio Gramsci en «El programa de L’Ordine Nuovo» (14-28/8/1920). «El único sentimiento que nos unía en aquellas reuniones era el provocado por una vaga pasión por una vaga cultura proletaria. Queríamos hacer, hacer, hacer, nos sentíamos angustiados, sin una orientación, hastiados en la ardiente vida de aquellos meses después del armisticio». Pasar de ahí a fundar el partido revolucionario en Italia en apenas dos años no es moco de pavo. Es cierto que los ordinovistas se sumaron a última hora a los esfuerzos escisionistas encaminados hacia la fundación del partido comunista. Lo hicieron durante los meses previos al Congreso de Livorno, cuando la ola revolucionaria acababa de estrellarse contra el dique capitalista y empezaba el reflujo. Es cierto también que Gramsci no dijo ni «mú» durante el congreso de la escisión. Es cierto que el nombre de Gramsci se convirtió durante las sesiones en «sinónimo de intervencionismo» (según el historiador programsciano Paolo Spriano). Y también es cierto que Amadeo Bordiga, líder de los abstencionistas y principal conductor de la escisión comunista, tuvo que salir en su defensa: «Puede que entre nosotros haya debilidades, incapacidades, lagunas, puede que haya disensiones. Gramsci puede equivocarse […] pero todos luchamos igualmente por la última meta». Pue sí, Gramsci se había equivocado, Gramsci tenía lagunas (y no pequeñas precisamente), pero ahí estaba el tío. Para la historia queda que fue uno de los fundadores del PC de Italia y que entró a formar parte del Comité Central del partido, siguiendo y asumiendo, eso sí, el liderazgo de la Fracción Abstencionista y de Bordiga («sin Bordiga no se hace el partido comunista, es necesario aceptar su dirección», pensaban los ordinovistas). A pesar de sus profundas discrepancias políticas, Gramsci y Bordiga terminaron entablando una sólida y duradera amistad.

Así pues, a comienzos de 1921 Gramsci ya era comunista, o al menos eso decía su carné de militante. Pero, ¿hasta qué punto habían evolucionado las ideas de Gramsci durante los últimos años, al calor de la revolución rusa y la ofensiva proletaria? Veamos.

En 1918, siendo aún redactor de El Grito del Pueblo, Gramsci exponía así su concepto del régimen democrático italiano: «La democracia italiana aún es «demagogia», pues no se ha constituido en una organización jerárquica, ya que no obedece a una disciplina ideal procedente de un programa al que adherirse libremente» (El Grito del Pueblo, 7/9/1918). Cristalino como agua pura.

Esta noción del carácter incompleto de la revolución burguesa en Italia, Gramsci la remataba concluyendo que el proletariado italiano aún no estaba preparado para la revolución, pues debido al débil desarrollo del capitalismo en Italia, la clase obrera se hallaba culturalmente atrasada y sin suficiente capacidad revolucionaria: «El movimiento socialista se desarrolla, reagrupa multitudes cuyos miembros individuales están preparados en diversos grados para la acción consciente […]. Esta preparación es más débil entre nosotros, pues Italia no ha pasado por la experiencia liberal, ha conocido pocas libertades y el analfabetismo está más extendido de lo que afirman las estadísticas» (El Grito del Pueblo, 31/8/1918).

Sin embargo, como hemos visto, a los obreros italianos, sobre todo a los de Turín, les dio por demostrar en 1920 que no por ser analfabetos eran menos revolucionarios. A pesar de este fallo en sus previsiones, Gramsci no se desanimó. Al fin y al cabo la realidad es muy compleja, ya se sabe. Como dijimos, en mayo de 1919 empezó a publicar L’Ordine Nuovo con sus colegas de la Universidad de Turín. «Angustiados», «desorientados», «hastiados» y queriendo «hacer, hacer, hacer» (casi como activistas de Lavapiés), unidos por «una vaga pasión por una vaga cultura proletaria», empezaron a escribir, escribir y escribir. Y con eso de escribir mucho y pensar poco de vez en cuando surgía alguna polémica sin importancia.

Pero Gramsci no era un pelanas, y no le achantaban los duelos retóricos. El 20 de marzo de 1920, por ejemplo, se defendía así en su revista de unas críticas malintencionadas: «[un camarada de Bolonia] se ha escandalizado seriamente al leer en L’Ordine Nuovo la siguiente opinión: «si un monje, un cura o un religioso efectúan cualquier trabajo de utilidad social, y por tanto son trabajadores, hay que tratarles como al resto de trabajadores», y cree oportuno preguntar a los camaradas de L’Ordine Nuovo si, escribiendo así, no dan razones para pensar que lo que propugnan es el nuevo orden [referencia irónica a Ordine Nuovo] de los curas, monjes y religiosos socialistas […] ¿Qué actitud cree [el camarada de Bolonia] que debería adoptar el poder de los soviets italianos respecto a Bérgamo, si la clase obrera de Bérgamo elige como representantes a curas, monjes y religiosos?». La pregunta, desde luego, tenía miga. Gramsci proseguía así: «¿Acaso tendríamos que arrasar Bérgamo a sangre y fuego? […] ¿Acaso los obreros comunistas, no contentos con enfrentarse a la ruina económica que el capitalismo dejará en herencia al Estado obrero […], deberían también iniciar en Italia una guerra de religión, aparte de la guerra civil? […] En Italia, en Roma, están el Vaticano y el Papa, pues el Estado liberal se ha visto obligado a buscar un equilibrio con el poder espiritual de la Iglesia. El Estado proletario también deberá encontrar ese equilibrio». Hacer un hueco al Papa y a los curas en el Estado proletario no era ningún pecado para un marxista heterodoxo como era el bueno de Gramsci. ¡Sin dogma no hay herejía!

En L’Ordine Nuovo el tema de la cultura era muy importante. Recuerden que se trataba de una revista de cultura socialista que había surgido por iniciativa de un grupo de militantes vagamente apasionados por una vaga cultura proletaria. «Nosotros no imponemos ningún programa», decían el 17 de julio de 1910 sobre la formación de «grupos de amigos de L’Ordine Nuovo», «la palabra «cultura» tiene un significado suficientemente amplio, apto para justificar cualquier libertad de espíritu, pero además tiene un contenido preciso, en el que sólo cabe una actividad que en sí misma es capaz de darse una disciplina. Nosotros jamás nos hemos apartado de la búsqueda de este objetivo, la cultura, pero esta búsqueda nos ha llevado a desarrollar un programa preciso. Para nosotros, cultura significa seriedad en las actitudes mentales y en la vida, y nuestros «amigos» seguramente hallaran en estos conceptos una base adecuada para la constitución de grupos homogéneos». Quienes no hayan ido a la universidad, puede que tengan dificultades para entender estas sencillas sentencias. Yo con mucho gusto las explicaría, pero aún nos quedan muchas hazañas de Gramsci por relatar, y no quiero extenderme demasiado. Basta de momento con señalar que el interés que mostraban los ordinovistas por la cultura se correspondía con el papel que según ellos debían tener los comunistas y el partido, como «educadores que se proponen poner a las masas en condiciones de actuar por sí mismas». Las masas obreras necesitaban cultura y los comunistas eran sus educadores.

No podemos terminar este repaso por la evolución del pensamiento gramsciano durante los años anteriores a la fundación del Partido Comunista sin mencionar la conocida polémica que se ventiló en las páginas de L’Ordine Nuovo e Il Soviet (órgano de la Fracción Abstencionista) sobre los consejos de fábrica, a lo largo de 1920. Una polémica que reflejaba las grandes divergencias teóricas que separaban a ordinovistas y abstencionistas, a pesar de su acercamiento y colaboración en la escisión del PSI y la fundación del PCdI.

Recordemos que, sin comerlo ni beberlo, los ordinovistas se vieron en medio de las batallas obreras del año 1920, cuyo foco de propagación fue precisamente Turín. El surgimiento del movimiento de los consejos de fábrica era, sin duda, prometedor, y reflejaba la madurez revolucionaria del proletariado italiano. Los ordinovistas, que tenían orejas, ya habían oído algo de los consejos obreros de Rusia, Alemania y Hungría, y rápidamente se entusiasmaron con los consejos de fábrica italianos, a los que otorgaron cualidades maravillosas, tanto en el plano económico como político. Para conocer un poco cómo concebían los ordinovistas los consejos de fábrica y qué función les otorgaban dentro del proceso revolucionario, no hay más remedio que echar un ojo a sus escritos y declaraciones, lo sentimos.

En su intervención durante la Conferencia de Milán del PSI (1919), Gramsci se expresó así: «Para que la revolución se transforme, de simple hecho fisiológico y material, en acto político que dé comienzo a una nueva era, debe encarnarse en un poder ya existente, cuyo desarrollo el viejo orden, a través de sus instituciones, obstaculiza y comprime. Este poder proletario debe ser emanación directa, disciplinada y sistemática de las masas trabajadoras obreras y campesinas. Es pues necesario elaborar una forma de organización que discipline a las masas obreras constantemente. Los elementos de esta organización hay que buscarlos en las comisiones internas de las fábricas, conforme a las experiencias de la revolución rusa y húngara y a las experiencias pre-revolucionarias de las masas trabajadoras inglesas y americanas».

En el artículo «Democracia obrera», publicado en L’Ordine Nuovo (21/6/1919), escribía: «El Estado socialista existe ya en las instituciones de la vida social características de la clase trabajadora explotada. […] Las comisiones internas son órganos de democracia obrera que hay que liberar de las limitaciones impuestas por los empresarios y a los que hay que infundir vida nueva y energía. Hoy las comisiones internas limitan el poder del capitalista en la fábrica y cumplen funciones de arbitraje y disciplina. Desarrolladas y enriquecidas, tendrán que ser mañana los órganos del poder proletario que sustituirá al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y de administración».

En «A los comisarios de sección de los talleres FIAT-centro y patentes», L’Ordine Nuevo (13/9/1919): «La masa obrera tiene que prepararse efectivamente para conseguir el pleno dominio de sí misma, y el primer paso por ese camino consiste en disciplinarse lo más sólidamente en la fábrica, de modo autónomo, espontáneo y libre. No puede negarse tampoco que la disciplina que se instaurará con el nuevo sistema llevará a una mejora de la producción; pero eso no es sino la verificación de una de las tesis del socialismo […]. Y a los que objetan que de este modo se acaba por colaborar con nuestros adversarios, con los propietarios de las industrias, contestamos que ése es, por el contrario, el único modo de hacerles sentir concretamente que el final de su dominio está cercano». ¡Chúpate esa!

En «Sindicatos y consejos» (11/10/1019): «La dictadura proletaria puede encarnarse en un tipo de organización que sea específica de la actividad propia de los productores y no de los asalariados, esclavos del capital. El consejo de fábrica es la primera célula de esta organización. Puesto que en el consejo todos los sectores del trabajo están representados proporcionalmente a la contribución que cada oficio y cada sector de trabajo da a la elaboración del objeto que la fábrica produce para la colectividad, la institución es de clase, es social. Su razón de ser está en el trabajo, está en la producción industrial, en un hecho permanente y no ya en el salario, en la división de clases, es decir, en un hecho transitorio y que precisamente se quiere superar. Por eso el consejo realiza la unidad de la clase trabajadora, da a las masas una cohesión y una forma que tienen la misma naturaleza de la cohesión y de la forma que la masa asume en la organización general de la sociedad. El consejo de fábrica es el modelo del Estado proletario».

En «El programa de L’Ordine Nuovo» (14-28/8/1920): «¿Existe en Italia algo que se pueda comparar con el soviet, que participe de su naturaleza, como institución de la clase obrera? […] Sí, existe en Italia, en Turín, un germen de gobierno obrero, un germen de soviet: es la comisión interna [en las fábricas]».

En «Los grupos comunistas», L’Ordine Nuovo (17/8/1920): «Como el Estado obrero es un momento del proceso de desarrollo de la sociedad humana que tiende a identificar las relaciones de su convivencia política con las relaciones técnicas de la producción industrial, el Estado obrero no se funda en circunscripciones territoriales, sino en las formaciones orgánicas de la producción: las fábricas, los astilleros, los arsenales, las minas, las factorías».

Aunque no es fácil sacar algo en limpio de estos extractos, el lector habrá podido comprobar que hay unas ideas que se repiten: «El Estado socialista existe ya», dentro del régimen burgués, en forma de «un germen de gobierno obrero, un germen de soviet»: los consejos de fábrica, «primera célula» de la dictadura proletaria, «modelo del Estado proletario», «órganos del poder proletario que sustituirá al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y de administración». Eso sí, mientras el régimen burgués siga vivito y coleando, los consejos de fábrica no podrán evitar «colaborar con nuestros adversarios, con los propietarios de las industrias», pues el desarrollo de la disciplina obrera a través de la organización irremediablemente «llevará a una mejora de la producción».

Los ordinovistas confundían los consejos de fábrica italianos con los soviets rusos, el poder político revolucionario con la gestión económica, y la gestión obrera de la economía socialista con la gestión obrera del capitalismo. Es cierto que en Rusia los consejos de fábrica también tuvieron un importante papel en el proceso revolucionario, pero el poder del Estado proletario ruso se basaba en consejos obreros territoriales, no de fábrica. Estos consejos obreros territoriales, por su parte, nunca tuvieron carácter revolucionario en sí mismos, sino en la medida que fueron conquistados por la influencia y la dirección de los bolcheviques, entre febrero y octubre de 1917. Por lo tanto, los consejos no pueden ser considerados «un germen de gobierno obrero» en sí mismos, ni siquiera «órganos del poder proletario». Bajo influencia socialdemócrata, por ejemplo, un consejo de fábrica o un soviet podía convertirse perfectamente en un órgano de poder burgués. Según la perspectiva marxista revolucionaria, mientras se mantenga en pie el régimen burgués, los consejos de fábrica (y en general la organización obrera en los centros de trabajo) no pueden ser más que órganos para la lucha de clases, y no deben convertirse en órganos de gestión económica del capitalismo, pues eso evidentemente supone cierto grado de colaboración entre empresarios y trabajadores. Esta función de gestión económica sólo la pueden adquirir una vez derribado el poder político de la burguesía, triunfante la revolución. La concepción ordinovista, en cambio, consideraba los consejos de fábrica como órganos de gestión económica dentro del capitalismo, lo cual forzosamente tenía que convertirlos en organismos de colaboración de clases.

Después de este atracón de textos gramscianos, si al lector aún le queda fuerza para más, podemos empezar a pasar revista a la época comunista de Gramsci. ¿Quién dice que segundas partes nunca fueron buenas?

LA MILITANCIA COMUNISTA DE GRAMSCI HASTA SU DETENCIÓN

Los ordinovistas, como se ha comentado, una vez fundado el PCdI, aceptaron el liderazgo de los abstencionistas en el partido. Tampoco les quedaba más remedio, pues la antigua Fracción Abstencionista estaba mucho mejor organizada a nivel nacional y su capacidad teórica era mucho mayor que la del grupo de Gramsci, cuya organización se reducía prácticamente a la ciudad de Turín. Durante los años 1921 y 1922, pues, Gramsci, Togliatti y compañía, aunque formaban parte de la dirección del partido, practicaron una política de seguidismo al liderazgo de Bordiga y los suyos, a quienes a partir de ahora denominaremos sencillamente Izquierda Comunista italiana.

Ocurrió que, a lo largo de estos años (1921-1922), comenzaron a surgir discrepancias políticas entre el PCdI y la Internacional Comunista, primero en torno a cuestiones puramente tácticas, que más tarde fueron extendiéndose a cuestiones de principio y de programa. Estas divergencias políticas se hicieron patentes en el III Congreso de la Internacional Comunista (verano de 1921) y el IV Congreso (otoño de 1922), así como en el II Congreso del PCdI, celebrado en marzo de 1922 en Roma. En este Congreso de Roma, Gramsci y sus viejos compañeros votaron a favor de unas tesis sobre la táctica que, redactadas por Bordiga y Terracini (un ordinovista), entraban en contradicción con las directrices tácticas emanadas de la Internacional. Allí Gramsci fue elegido además delegado del partido en el Comité Ejecutivo de la Internacional, y se trasladó a Moscú.

¿Cuál era la causa de estas divergencias políticas entre el Partido Comunista de Italia y la III Internacional? El periodo de auge revolucionario había pasado y había que establecer una táctica común para los distintos partidos de cara al periodo de reflujo de la lucha, que estaba en curso. La Internacional optó por la táctica que dio en llamar «de frente único». En lo que respecta a Italia, la IC resolvió que el PCdI debía fusionarse de nuevo con el PSI, a pesar de la reciente escisión. La dirección del PCdI (Izquierda italiana y exordinovistas), aunque se oponía a esta decisión, terminó aceptándola por disciplina. Gramsci fue elegido miembro de la comisión encargada de negociar la fusión de ambos partidos, que finalmente no se llevaría a cabo a causa del rechazo de los propios socialistas. El giro derechista de la Internacional durante estos años se manifestó también, entre otras cosas, a través la consigna del «gobierno obrero», que los dirigentes moscovitas entendían como una coalición entre los partidos comunistas y socialistas en el Parlamento y en las elecciones para lograr una mayoría que les aupara al gobierno. El PCdI, como no podía ser de otra forma, se opuso a esta confusa consigna, argumentando que no hay más gobierno obrero que la dictadura de proletariado, y que denominar «gobierno obrero» a una coalición parlamentaria era engañar y confundir a las masas trabajadoras.

Aunque en sus dos primeros años de vida el PCdI fue un partido bastante homogéneo políticamente, las discrepancias con la Internacional provocaron el surgimiento de una minoritaria ala derecha dirigida por Angelo Tasca, antiguo ordinovista y colega de Gramsci, que en la polémica entre el partido italiano y la Internacional se posicionaba del lado de ésta. A finales de 1922, en el IV Congreso de la IC, las divergencias entre el partido italiano y la Internacional llegaron al borde de la ruptura. Los dirigentes comunistas italianos plantearon su dimisión a la Internacional, para que el PCdI pasara a ser dirigido por la minoría de derecha, fiel a Moscú. En ese mismo Congreso, los dirigentes de la Internacional, para solucionar las divergencias con el PCdI, ofrecieron a Gramsci la dirección del partido italiano, como cuenta él mismo: «El Pingüino [Rakosi], con la delicadeza diplomática que le caracteriza, me asaltó para ofrecerme nuevamente hacerme jefe del partido, eliminando a Amadeo [Bordiga], que sería además excluido de la Komintern si continuaba en su línea. Yo respondí que haría todo lo posible por ayudar al Ejecutivo de la Internacional a resolver la cuestión italiana, pero que no creía que se pudiese de ninguna manera (y mucho menos con mi persona) sustituir a Amadeo sin un previo trabajo de orientación en el partido. Para sustituir a Amadeo en la situación italiana era necesario, por otra parte, disponer de más de un elemento, porque Amadeo, efectivamente, en lo que atañe a su capacidad general y de trabajo, vale por lo menos por tres, suponiendo que pueda sustituirse de tal modo a un hombre de su valía».

A partir de ese momento empezó a producirse una división dentro del grupo mayoritario del PCdI, que se desarrollaría a lo largo del año 1923 y desembocaría en 1924 en la ruptura entre la Izquierda italiana de Bordiga y los exordinovistas de Gramsci, quien llevó además la iniciativa en esta división del grupo dirigente del partido.

Todo esto sucedía en el contexto del avance del fascismo en Italia. Mussolini llegó al poder en octubre de 1922. En febrero de 1923 fueron detenidos varios dirigentes comunistas (entre ellos Bordiga). Togliatti se convirtió a raíz de estas detenciones en el máximo dirigente en funciones del partido dentro de Italia. Con Bordiga en la cárcel, Gramsci se trasladó de Moscú a Viena y empezó a maniobrar para ganarse el apoyo de sus viejos compañeros ordinovistas y hacerse con la dirección del partido. Aunque hasta entonces Gramsci también se había mostrado crítico con las decisiones de la Internacional, no estaba de acuerdo en ceder la dirección del partido a la minoría derechista de Tasca.

En junio de 1923, en el III Ejecutivo Ampliado de la Internacional, Gramsci reconoció algunos errores, pero defendió públicamente las posiciones de la mayoría del partido italiano, alertando a la IC de los peligros que suponía fusionar el PCdI y el PSI: «Ha habido errores en el Partido Comunista, nosotros somos los primeros en reconocerlo, cosa que no hace por su parte […] la minoría del Partido Comunista y la fracción fusionista del Partido Socialista. […] nosotros declaramos que estamos plenamente dispuestos a luchar para salvaguardar en Italia las tradiciones, la base sana del Partido Comunista, porque consideramos que es el destino de la revolución en Italia lo que está en juego cuando se sientan las bases constituyentes de la organización del partido». En esta misma reunión del Ejecutivo Ampliado se reorganizó el Comité Ejecutivo del partido italiano, que pasaría a estar formado por 2 miembros de la minoría de Tasca y 3 miembros de una mayoría cada vez menos cohesionada (de estos tres, dos eran antiguos ordinovistas: Togliatti y Scoccimarro).

Pero aquellas declaraciones públicas de Gramsci en junio ocultaban los planes que ya por aquel entonces rondaban su diáfana cabeza. En efecto, en su carta a Togliatti fechada el 18 de mayo de 1923, un mes antes del III Ejecutivo Ampliado, confesaba: «La cuestión fundamental hoy es esta: […] es necesario crear en el partido un núcleo de camaradas, que no sea una fracción, pero que tenga la máxima homogeneidad ideológica para poder imprimir a la acción práctica la máxima unidad directiva. […] Creo que nosotros, nuestro grupo, debemos permanecer en la dirección del partido, porque estamos realmente en la línea del desarrollo histórico y porque, a pesar de todos nuestros errores, hemos trabajado positivamente y hemos creado algo».

En mayo de 1923, pues, Gramsci ya estaba planeando separarse del grupo de Bordiga, desplazarle y hacerse con la dirección del partido. Y para ello esperaba contar con el apoyo de los viejos ordinovistas («nuestro grupo»), a quienes no obstante aún tenía que convencer, pues no tenían las cosas tan claras como él.

Bordiga y los comunistas detenidos en febrero fueron absueltos y liberados en octubre. Gramsci intensificó su campaña, escribiendo desde Viena a sus viejos camaradas para convencerles de que abandonasen la línea seguida por Bordiga y la Izquierda italiana:

«Nosotros […] demostramos con los hechos que estamos en el terreno de la Internacional Comunista, de la que aceptamos y aplicamos los principios y la táctica. No nos petrificamos en una actitud de permanente oposición, sino que sabemos cambiar nuestras posiciones a medida que cambia la correlación de fuerzas y que los problemas a resolver se plantean sobre una base distinta […]». (Carta a Terracini, 12/1/1924)

«Podemos constituir el centro de una fracción que tiene todas las posibilidades de convertirse en el partido entero. […] me parece que en el partido se está formando tres corrientes, una de izquierda, otra de centro y otra de derecha. […] La cuestión más grave para nosotros es indudablemente la de distinguirnos de la derecha, pero no me parece que sea insuperable y creo que en gran parte es cuestión de personas» (Carta a Scoccimarro y Togliatti, 1/3/1924).

Para entendernos: Gramsci no quería abandonar la dirección del partido, pero para ello tenía que aceptar las directrices de la Internacional, a las cuales hasta entonces se había opuesto. Y como ya existía en el PCdI un pequeño grupo que aceptaba esas directrices de la IC (la derecha de Tasca), la jugada de Gramsci debía consistir en diferenciarse de esa derecha para conservar la dirección del partido, aunque ambos defendían prácticamente lo mismo. Por eso decía que «en gran parte es cuestión de personas».

¿Pero por qué Gramsci decidió romper con la mayoría en ese momento, si hasta entonces, en el III Congreso de la IC, en el II Congreso del PCdI y en el IV Congreso de la IC no había mostrado ninguna discrepancia con la dirección del Partido Comunista de Italia, dirección de la que él mismo era corresponsable como miembro del Comité Central? Esto lo explica él mismo en su Carta a Scoccimarro del 5 de enero de 1924: «Hoy precisamente, hoy que se ha decidido llevar la discusión a las masas, hay que adoptar una posición definitiva y perfilarla exactamente. Mientras las discusiones discurrían en un círculo reducidísimo y se trataba de organizar a cinco, seis o diez personas en un organismo homogéneo, era todavía posible (aunque ni siquiera entonces fuera totalmente justo) llegar a compromisos individuales y descuidar ciertas cuestiones que no tenían actualidad inmediata».

Puede que esta actitud consistente en callar en petit comité y mostrarse discrepante en el momento de hacer públicas las discusiones no sea muy loable. Pero hay que reconocer que Gramsci, él solito desde Viena, se las apañó para salirse con la suya. En su estratagema, eso sí, contó en todo momento con el apoyo de la IC, como reveló Humbert-Droz, delegado de la Internacional en Italia, en sus memorias publicadas en 1969: «Mi misión era introducir una diferenciación en la mayoría extremista del Partido Comunista de Italia y desgajar de Bordiga el grupo de Gramsci, para confiarle la dirección del partido». Así pues, la ruptura dentro de la mayoría del PCdI se hizo oficial en el invierno de 1923-1924.

En las elecciones de abril de 1924 Gramsci salió elegido diputado, lo cual le permitió volver a Italia con ciertas garantías de inmunidad frente a la represión fascista. En mayo de 1924 se celebró una Conferencia clandestina del PCdI en Como, en la que se manifestó por primera vez la división del partido en tres tendencias. En las votaciones de las distintas mociones presentadas en la Conferencia, la Izquierda obtuvo 41 votos, la derecha 10 y el grupo de Centro recién creado por Gramsci obtuvo solo 8 votos. Los cuadros intermedios del partido italiano, que apenas estaban al corriente de las luchas intestinas ocurridas en los últimos meses, seguían apoyando mayoritariamente a la Izquierda comunista.

La Conferencia de Como demostró que, a pesar de haber aumentado su presencia en los órganos directivos del partido gracias al apoyo de la Internacional, el grupo de Centro acaudillado por Gramsci estaba aún muy lejos de controlar realmente la organización. ¿Qué podían hacer al respecto Gramsci y sus colegas? Una de dos: o bien debatir y clarificar las distintas posturas públicamente entre la militancia, para que ésta se pronunciara a favor de una u otra, o bien recurrir a la censura, la manipulación y la represión interna para someter a la Izquierda italiana, es decir, emplear todos los medios para situar en los cuadros intermedios del partido a militantes adeptos al grupo de Centro. La primera opción era más honrosa, pero llevaba más tiempo. Además, en la Rusia soviética estaba empezando a surgir una tradición de censura, manipulación y represión interna que prometía mucho. Gramsci, que había estado en Moscú, se unió a la moda y tiró por la vía de la derecha.

A principios de 1924 la Izquierda italiana había empezado a publicar un órgano de prensa mensual, llamado Prometeo. En el nº 2, Grieco, que posteriormente se uniría al grupo gramsciano, comparaba de esta forma a Gramsci con Bordiga, en su artículo titulado «Gramsci»: «Pero en Gramsci el proceso de generación de la idea síntesis es lento. Ya dije que en otro lugar que Bordiga es, por su temperamento, propenso a la síntesis, en oposición al Gramsci analista. Diré, ahora, que el procedimiento analítico de Gramsci es lento y laborioso». Aunque era poco propenso a la síntesis y lento y laborioso en el análisis, Gramsci sabía cómo resolver las discrepancias internas: la dirección del PCdI prohibió la publicación de Prometeo, cuyo último número salió a principios del verano de 1924.

Por esas mismas fechas, entre junio y julio de 1924, se celebró el V Congreso de la IC. Gramsci no viajó a Rusia, pues prefirió quedarse en Italia para poder intervenir en la crisis política que se desencadenó tras el asesinato por los fascistas del diputado socialista Matteotti. En el V Congreso de la IC se reorganizó de nuevo la dirección del PCdI. La Izquierda se quedó sin ningún miembro en el Comité Central: se negaba a participar en los órganos de dirección del partido debido a las discrepancias políticas que mantenía con la Internacional. A pesar de constituir aún la corriente mayoritaria dentro del partido, la Izquierda pensaba que era más coherente dejar la dirección a un grupo minoritario que siguiera las directrices de la Internacional por convicción, no por disciplina. ¡Cosa insólita, nunca vista en política! En esta reorganización de la dirección del PCdI impuesta por la Internacional, al grupo de Gramsci (recién creado y minoritario dentro del partido, como se había demostrado en la Conferencia de Como apenas un mes antes) le correspondió la mayoría del Comité Central (9 de los 17 miembros), así como 2 de los 4 miembros del Comité Ejecutivo. Gramsci, miembro tanto del Comité Central como del Ejecutivo, fue elegido dos meses más tarde secretario general del partido, cargo hasta entonces inexistente. Su gran amigo Palmiro Togliatti fue elegido miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional, se fue a Moscú y le cogió el gustillo a aquel ambiente. Gramsci y a los suyos, pues, pasaron a dominar la dirección del partido. ¿Qué podía salir mal?

La crisis política que se produjo en Italia a raíz del asesinato de Matteotti por los fascistas, en el verano de 1924, dio a Gramsci la oportunidad de demostrar de qué pasta están hechos los líderes comunistas. Con la dirección del partido en sus manos, podía desplegar todas sus dotes de estratega. ¿Qué hacer? ¿Quizá una guerra de movimientos? ¿O mejor una guerra de posiciones? ¿Tal vez un gambito de rey, un 4-3-3? ¡¿Qué carajo hizo Gramsci?! Veámoslo.

El 12 de junio fue asesinado Matteotti. El día 14, toda la oposición, incluidos los 19 diputados comunistas con Gramsci a la cabeza, abandonó el Parlamento y formó un comité al que se dio el nombre de Aventino. El hecho de que el PCdI fuera de la mano, no ya sólo con el Partido Socialista, sino con partidos claramente burgueses, desde luego era una novedad, que el bueno de Antonio justificó de esta manera: «En junio, inmediatamente después del delito Matteotti, el golpe sufrido por el régimen fue tan fuerte que una intervención decidida de una fuerza revolucionaria lo habría puesto en peligro. La intervención no fue posible porque la mayoría de las masas eran incapaces de moverse o estaban bajo la influencia de los demócratas y los socialdemócratas». El PCdI convocó una huelga general para el 27 de junio, que se saldó con un absoluto fracaso. Viendo que los obreros no hacían demasiado caso, Gramsci decidió continuar con las maniobras políticas parlamentarias, librando la batalla en terreno plenamente burgués. En octubre, el Comité Central del PCdI aprobó la táctica del Antiparlamento, que no halló eco en el resto de partidos antifascistas. Sin saber bien cómo proseguir, la dirección del partido terminó accediendo a las peticiones de la Izquierda y de las bases, que exigían que se abandonara el frente común con los partidos burgueses (auténtica anticipación del nefando Frente Popular de Stalin) y que los diputados comunistas volvieran al Parlamento, pues el momento era inmejorable para desplegar esa táctica que se llama «parlamentarismo revolucionario» y que a Gramsci le sonaba un poco a chino. En el Congreso de la Federación napolitana del partido, celebrado clandestinamente en octubre de 1924, Gramsci y Bordiga se tiraron discutiendo 14 horas. Días después, el 12 de noviembre, Luigi Repossi, diputado comunista y militante de la Izquierda italiana, acudió solo al Parlamento, donde espetó estas lindezas a los fascistas en plena cara: «Fuera el gobierno de los asesinos y vividores del pueblo. Desarme de los Camisas Negras. Armamento del proletariado. Instauración de un gobierno de obreros y campesinos. Los comités obreros y campesinos serán la base de este gobierno y de la dictadura de la clase obrera». Como curiosidad, hay que señalar que pocos días antes de pronunciarse estas declaraciones en el Parlamento italiano, el 7 de noviembre, Mussolini fue invitado por la embajada soviética a la celebración del aniversario de la Revolución de Octubre. ¡Cosas de la política! ¡Compleja realidad!

Finalmente, el 3 de enero de 1925 Mussolini asumió toda la responsabilidad de lo ocurrido: «Si el fascismo es una asociación de delincuentes, ¡yo soy el jefe de esa asociación de delincuentes!». Y terminada la crisis Matteotti con la derrota de la oposición antifascista, el grupo de diputados comunistas se reintegró por completo en el Parlamento. La actividad política legal de los partidos de la oposición empezaba a ser cada vez más difícil, y la represión fascista empujaba a una clandestinidad para la que no todos estaban bien preparados.

Gramsci, pues, la había cagado (de nuevo), esta vez en su estreno como jefe revolucionario. Las críticas empezaban a escocer un poco su epidermis, pero tenía pendiente una tarea importante (el control del partido) y no podía perder tiempo. Para empezar a comer terreno a la Izquierda dentro del PCdI, pensaron que era buena idea repartir carnés del partido a diestro y siniestro. Entre mayo y diciembre de 1924 el número de militantes pasó de 12.000 a 30.000, y según Togliatti: «En la gran masa de militantes, el sentido de la disciplina hacia los órganos dirigentes nacionales e internacionales es muy fuerte, por el contrario el grado de madurez y de capacidad política es bastante bajo». Los novicios eran poco entendidos, pero fieles. ¡Punto para Gramsci!

Pero la cosa no quedó en abrir las puertas del partido a todo quisque. En el V Ejecutivo Ampliado de la IC, reunido en marzo de 1925, se aprobaron las llamadas «Tesis sobre la bolchevización de los partidos comunistas», que pretendían endurecer la disciplina y la centralización en los distintos partidos nacionales. A los ordinovistas gramscianos esto les venía como anillo al dedo. La bolchevización, además, implicaba una remodelación de la estructura partido, que debía pasar de organizarse territorialmente a hacerlo sobre la base de células de militantes comunistas en las fábricas. Aunque aparentemente esto daba un toque obrerista al partido, en realidad suponía un incremento del control de la organización por parte del grupo de funcionarios dirigentes, en su gran mayoría intelectuales.

La nueva dirección gramsciana del PCdI, pues, no vaciló a la hora de emplear la bolchevización como excusa y herramienta en su lucha contra la Izquierda, que aún seguía siendo muy popular entre la base militante. El dominio del grupo gramsciano sobre el Partido Comunista debía formalizarse en un congreso nacional, pero para lograr la victoria en el congreso había que preparar muy bien el terreno. ¡A bolchevizar se ha dicho! En primer lugar, se limitó la libertad de expresión de los militantes de Izquierda en la prensa del partido. Ya hemos mencionado la supresión del periódico Prometeo en el verano de 1924. Sin un órgano de prensa propio, la Izquierda sólo podía expresarse en los periódicos controlados por la camarilla gramsciana. Los artículos escritos por los militantes de Izquierda, o bien no se publicaban, o bien se publicaban con retraso, o fuera de contexto, o acompañados de comentarios o apostillas difamatorias. Otra de las marrullerías empleadas consistió en convocar congresos federales para sondear la opinión de los militantes. Si parecía que la opinión general era favorable a la dirección, se proponía la votación de resoluciones. Y si no, el carácter del congreso federal se restringía al meramente informativo y no se votaba nada. ¡Otro punto para Gramsci!

En 1925, la cuestión Trotsky y las críticas al trotskismo empezaron a estar muy en boga en Rusia. Gramsci y los suyos tampoco desaprovecharon la oportunidad de meter a la disidencia bordiguista en el mismo saco que la trotskista, para matar dos pájaros de un tiro: «La actitud de Bordiga, como la de Trotsky, tiene repercusiones desastrosas: cuando un camarada de la valía de Bordiga se aparta, surge en los obreros una desconfianza en el partido», opinaba Gramsci durante una reunión del Comité Central del partido en febrero de 1925. ¡No daba puntada sin hilo, el mozo!

Con tanta trampa y tejemaneje, el cerebro de Gramsci echaba humo. Así, en la reunión del Comité Central celebrada el 11 y 12 de mayo de 1925, los dirigentes del partido tuvieron el privilegio de ver a Gramsci parir su concepto de hegemonía, que tanto tinta ha hecho correr desde entonces: «Los dos principios políticos que caracterizan el bolchevismo son: la alianza entre obreros y campesinos y la hegemonía del proletariado en el movimiento obrero revolucionario anticapitalista». Verdad es que sin predominio del proletariado en un movimiento, éste no puede ser ni obrero, ni revolucionario ni realmente anticapitalista. Pero dejando de lado estas sutilezas, debió ser una maravilla escuchar a Gramsci hablar por primera vez de la hegemonía del proletariado. En medio de semejante jolgorio y regocijo, se aprovechó para anunciar que próximamente se celebraría el III Congreso del PCdI, que finalmente se aplazó a enero de 1926 y se hizo no en Italia, sino en Lyon.

¿Por qué en Lyon? Porque celebrar el congreso en el extranjero, a pesar de que se podía celebrar clandestinamente en Italia, permitía a la dirección gramsciana filtrar a su antojo los delegados que debían viajar a Francia. Por si esto no bastaba, decidieron echarle imaginación a la hora de elaborar el método de recuento de votos en el congreso: los votos de los delegados ausentes y de aquellos que se abstuviesen contarían como votos favorables a las tesis de la dirección. ¡Cómo te las gastas, Gramsci!

En el Congreso de Lyon Gramsci se tiró hablando 4 horas, y Bordiga otras 7. Y al final, claro, ganó el primero con el 90% de los votos favorables a sus tesis. En apenas 18 meses Gramsci, Togliatti y compañía habían logrado hacerse completamente con el control del partido. Lo hicieron de manera poco elegante, hay que reconocerlo. Pero oye, quien quiere el fin también quiere los medios. El congreso ratificó a Gramsci como secretario general del partido, pero la alegría, como veremos, le duraría poco.

Tras el apabullante triunfo del sector gramsciano en el Congreso de Lyon, algunos dirigentes quisieron aprovechar la situación para empezar a expulsar del partido a los más destacados militantes de la Izquierda. En honor a Gramsci hay que decir que esta vez se opuso a esta barrabasada.

En octubre de 1926 la carrera política de Gramsci estaba a punto de acabar, pero aún había tiempo para poner a ésta su broche de oro. Por aquella época las divisiones en la vieja guardia bolchevique, que comenzaron tras la muerte de Lenin, se habían profundizado bastante. Zinoviev y Kamenev se habían unido a Trotsky, formando la Oposición Unificada para enfrentarse al dominio de Stalin en el partido, quien con la colaboración de Bujarin estaba ya desplegando su teoría del «socialismo en un solo país». Gramsci, alarmado por los peligros que podía entrañar esta división, decidió escribir una carta al Comité Central del PCUS, la cual ha quedado para la posteridad como testimonio de la aguda visión política del genio comunista que era Gramsci. Sin embargo, curiosamente, en esta carta el sardo no hacía sino recoger los argumentos que la Izquierda del PCdI, Bordiga particularmente, llevaba ya años desarrollando en su polémica contra la Internacional y el grupo gramsciano. Veámoslo.

Gramsci escribió al PCUS que «nos parece que la actitud actual del bloque de oposición y la virulencia de las polémicas del PC de la URSS exigen la intervención de los partidos hermanos». Es decir, Gramsci exigía la intervención de los distintos partidos comunistas en la resolución de los problemas internos del PCUS. A Stalin esta ocurrencia no le terminaba de hacer gracia. ¿Acaso era una idea nueva? En el VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional, celebrado en febrero de 1926, Bordiga había defendido la necesidad de que fuera la Internacional la que decidiera la política interna de Rusia, en lugar de ser el PC ruso el que decidiera la política de la Internacional. En un entrevista con Stalin, Bordiga incluso había formulado esta pregunta: «¿Cree el camarada Stalin que a la hora de determinar la política del partido ruso es necesaria la colaboración del resto de los partidos comunistas, que representan la vanguardia del proletariado revolucionario?». Este interés de Bordiga por defender la colaboración de todos los partidos de la Internacional a la hora de definir la política del partido ruso se debía a que este partido había prohibido expresamente debatir las cuestiones internas rusas en aquella reunión del Ejecutivo Ampliado. Bordiga lo tenía claro: «El problema de la política rusa no puede resolverse únicamente en los estrechos límites del movimiento ruso, es necesaria la colaboración directa de toda la Internacional Comunista». Gramsci, pues, coreaba los argumentos de Bordiga en este aspecto.

En su carta al PCUS, Gramsci también afirmaba que «la unidad y la disciplina no pueden ser en este caso mecánicas y obligadas; tienen que ser leales y de convicción, no las de una tropa enemiga prisionera o cercada que piensa en la evasión o en la salida por sorpresa». Y aquí, de nuevo, no hacía sino repetir en términos parecidos las palabras pronunciadas por Bordiga en el mencionado Ejecutivo Ampliado: «la disciplina es un resultado, no un punto de partida, no es una especie de plataforma inquebrantable. […] Por eso, instaurar una especie de código penal en el partido no es solución ante frecuentes casos de falta de disciplina». Y es que Bordiga y la Izquierda llevaban ya dos años soportando las medidas disciplinarias impuestas precisamente por Gramsci y compañía desde la dirección del partido, con el apoyo de Moscú. Gramsci, pues, estaba criticando al PCUS lo que él mismo había estado haciendo hasta entonces: tratar de resolver las divergencias políticas internas mediante amenazas y sanciones. Además de pecar de cinismo, pues, pecaba de falta de originalidad.

Al recoger en su carta al PCUS los argumentos de la Izquierda italiana, ¿acaso Gramsci estaba dando testimonio de su arrepentimiento por su pasado comportamiento? ¿Se estaba alejando de los dirigentes moscovitas después de haberse convertido en su hombre de confianza en Italia? Jamás lo sabremos con certeza. Gramsci envió la carta a Togliatti, delegado en Moscú, pero éste jamás la entregó al Comité Central del PCUS, pues según él en ella se hablaba «indiferentemente de todos los compañeros dirigentes, sin hacer, en definitiva, ninguna distinción entre los compañeros que están al frente del comité central y los jefes de la oposición […] se considera que todos son responsables y que todos deben ser llamados al orden» (Carta a Gramsci del 18/10/1926). Para Togliatti, la carta era un «error político», y se limitó a enseñársela a Bujarin. Gramsci, para aclarar su fidelidad, contestó a Togliatti: «Lamento sinceramente que nuestra carta no haya sido comprendida, […] toda nuestra carta era una requisitoria contra las oposiciones, pero su redacción no estaba hecha en términos demagógicos y precisamente por eso era más eficaz y más seria».

Días después, a raíz de un atentado contra Mussolini, se promulgaron unas leyes excepcionales que ilegalizaron los partidos contrarios al régimen. El 8 de noviembre de 1926 los dirigentes del PCdI fueron detenidos en masa, entre ellos Gramsci y Bordiga. Ambos coincidieron durante unas semanas en Ustica, y allí organizaron una escuela del partido en la que Gramsci se dedicaba a exponer las ideas de Bordiga, y éste las de Gramsci. A pesar de todo, ambos seguían siendo amigos, demostrando que ni lo personal es político, ni lo político es personal.

En otoño de 1926, pues, terminó la actividad política de Gramsci como dirigente comunista. Durante el juicio que le condenó a 20 años de prisión, las argucias empleadas por el fiscal y el Estado para encerrar al gran secretario del PCdI quedaron al descubierto: «hay que impedir que este cerebro funcione durante los próximos 20 años», dijo el fiscal. ¡Fascistas! Bien sabían ellos que el cerebro de Gramsci llevaba años sin funcionar, ¿qué razones tenían para suponer que este oxidado órgano iba a empezar a carburar de súbito? Estaba claro que le querían en prisión, sí o sí.

En fin, ¿qué habría pasado si Gramsci no hubiera sido detenido? ¿Habría seguido a Togliatti, convirtiéndose en perro fiel de Stalin, o se habría trasformado en un comunista disidente? Imposible saberlo, pues ya no abandonaría la cárcel hasta prácticamente su muerte.

Aunque durante su encarcelamiento estuvo muy enfermo, no dejó de aprovechar el mucho tiempo del que disponía. Retomó su mayor placer: escribir sin ton ni son. Y hete aquí que todas sus notas fueron posteriormente reunidas y publicadas como Cuadernos de la cárcel, que comúnmente se consideran una especie de testamento político de Gramsci.

Aquí acaba necesariamente, pues, nuestro repaso por la vida y milagros de Antonio Gramsci. En lo que respecta a su militancia política, ¿cuáles fueron sus méritos? Escasos.  Se sumó al carro de la fundación del PCdI, sin llevar nunca las riendas. En 1923 empezó a conspirar para hacerse con la dirección del partido, la cual conquistó únicamente gracias al apoyo de la Internacional. Y una vez en la dirección, su único éxito, la victoria en el Congreso de Lyon, fue logrado mediante la trampa y el engaño. El papel histórico de Gramsci en el movimiento comunista de Italia, pues, es de adalid de la línea política de la Internacional Comunista, es decir, paladín del naciente estalinismo.

¿Y qué hay de sus elaboraciones teóricas, que tanto encandilan a la izquierda radical? Podríamos plantear la pregunta de otra manera: ¿Con semejante currículum político, podría tener algún valor la obra teórica de Gramsci? Desde luego sería una gran sorpresa que semejante nulidad política fuera capaz de escribir algo que sirviera para algo más que limpiarse el culo. Los mejores teóricos revolucionarios suelen ser también los mejores ejecutores de una política revolucionaria. Pero los forofos de Gramsci siempre pueden argumentar que sus escritos más valiosos fueron redactados en la cárcel, una vez su arresto puso fin a su actividad política, y que estas obras suponen cierta ruptura con el pasado y una especie de redención política. Lamentablemente, ni la «hegemonía», ni la «guerra de posiciones», ni el «bloque histórico», ni los «intelectuales orgánicos» sirven tampoco más que para dar que hablar a la masa de charlatanes que salen de la universidad aspirando a convertirse en intelectuales con nombre propio o políticos sin vergüenza.

Sería perder el tiempo tratar de estudiar todos estos conceptos partiendo de aquello que escribió Gramsci sobre ellos, pues como hemos podido ver a lo largo de estos párrafos, la claridad expositiva no era una de las cualidades de Antonio. Por otra parte, la gracia de estos conceptos está precisamente en su elasticidad y vacuidad. Cualquiera puede cogerlos y llenarlos con lo primero que se le pase por la cabeza. Son lo que Laclau, ese gran fan de Gramsci, llama «significantes vacíos», dentro de los cuales los intelectuales pueden vaciar el bacín de sus cabezas huecas.

Lo que sí tiene mérito en Gramsci es haberse convertido en un referente del marxismo y de la política con tan pocas cualidades y sustancia. Es cierto que esto constituye, más que un elogio de Gramsci, un descrédito de sus seguidores, pero así son las cosas.

En la lista de discípulos de Gramsci, sinceros o interesados, el primer lugar lo ocupa Palmiro Togliatti, o «Palmi», como cariñosamente le llamaba Gramsci en sus cartas. Togliatti ascendió a secretario general del partido tras la detención de Gramsci, y el muy tunante terminó convirtiéndose en ojito derecho de Stalin. En 1935, en plenas purgas estalinistas, ya era uno de los máximos dirigentes de la Internacional, y tras el inicio de la guerra civil española fue designado (a dedo, se entiende) máximo responsable de la Internacional en España. Fue, por tanto, cómplice o artífice de todos los crímenes cometidos por los estalinistas contra el movimiento proletario durante la guerra. Antes de empezar la lucha contra el fascismo en España, no obstante, debió pensar que era lo suyo dirigirse a los fascistas italianos y decirles un par de cosas bien dichas. Así que en agosto de 1936 les lanzó este llamamiento, titulado «Por la salvación de Italia, reconciliación del pueblo italiano» y publicado en Lo Stato Operaio nº 8: «¡Pueblo italiano, fascistas de la vieja guardia, jóvenes fascistas!, los comunistas hacemos nuestro vuestro programa fascista de 1919, que es un programa de paz, de libertad y de defensa de los intereses de los trabajadores. Nosotros os decimos: luchemos todos unidos por realizar este programa».

Los gramscianos de hoy, siguiendo a Togliatti, también hacen suyo el programa fascista de 1919, aunque son menos valientes que Palmi y se guardan mucho de decirlo. En fin, ¡hay que conservar las buenas tradiciones familiares!

Ángel Rojo, mayo 2020.


Las citas están extraídas de:

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga, Agustín Guillamón. Volúmen I y Volúmen II.

«Gramsci, L’Ordine Nuovo et Il Soviet«, Programme Communiste nº 71 (sept. 1976), nº 72 (dic. 1976) y nº 74 (sept. 1977).

Y también de aquí.

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 (A. Guillamón)

Descarga del documento Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 (Volumen I) en formato pdf.

PRÓLOGO

Bajo confinamiento y temporalmente despedido a causa de la pandemia «coronavírica» que ha azotado al mundo en 2020, me sedujo la idea de trascribir los 550 folios mecanografiados que ocupan este trabajo de historia. Era un enorme esfuerzo y una labor gigantesca. Pero el trabajo ciertamente merecía la pena, y como era «ahora o nunca», finalmente decidí ponerme a la tarea.

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 es la tesis con la que Agustín Guillamón (Barcelona, 1950) completó su grado de licenciatura en Historia hace 33 años. Apenas unas pocas personas, interesadas en el tema, conocían su existencia. Pero eran aún menos quienes la habían leído, pues hasta el momento sólo existían un par de copias del original mecanografiado, disponibles para consulta en la Fundación Salvador Seguí de Madrid y en la Biblioteca del Pabellón de la República, en Barcelona.

Esta versión en formato digital, revisada por el propio autor, facilitará al menos la difusión de una obra hasta ahora prácticamente desconocida y que permite profundizar en el conocimiento de un tema sobre el que poco hay escrito en castellano: los orígenes de la Izquierda Comunista italiana.

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Llamamiento a toda la clase obrera

Llamamiento a toda la clase obrera y a todas las clases populares
Esto solo se puede parar, SI TODO EL MUNDO PARA
Siguiendo el ejemplo de los compañeros y compañeras de MERCEDES en Vitoria/Gasteiz que han iniciado desde hoy una huelga general en la factoría, y atendiendo a la gravedad de la situación sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus que estamos sufriendo, hacemos este LLAMAMIENTO A TODA LOS TRABAJADORES Y TRABAJADORAS:
  • Si la situación es tan grave como para adoptar medidas que impiden la libre movilidad de las personas y decretar un ESTADO DE ALARMA en todo el territorio nacional, no podemos entender qué sentido tiene seguir produciendo innecesariamente, contribuyendo al sostenimiento del sistema productivo en productos y servicios que no son imprescindibles para la preservación de la salud y la vida de la población.
  • Si, como están repitiendo mensajes y lemas en diversos soportes, “solo el pueblo salva al pueblo” nadie mejor que nosotrxs mismxs, la clase trabajadora que sostiene la producción y el funcionamiento de los servicios, para determinar qué trabajos son imprescindibles y en qué medida lo son, quiénes pueden asumir riesgos y qué riesgos se pueden y se deben asumir, y como repartir las tareas y los recursos.
Llamamos a los trabajadores y trabajadoras a extender la lucha contra la ofensiva de la burguesía en los puestos de trabajo y en los barrios obreros. A parar la producción allí donde no se den las medidas de seguridad necesaria. A resistir a la presión de la patronal allí donde la salud de los trabajadores se pone en riesgo. Llamamos a extender el ejemplo de los trabajadores de Mercedes, a organizar la lucha en todos los lugares en los que sea posible. La crisis burguesa debe pagarla la burguesía.
Por la vida y la salud de nuestra gente,
 por las necesidades humanas, contra las exigencias del capital.
SOLIDARIDAD DE CLASE
Caja Obrera de Solidaridad Antirrepresiva,
Valladolid, 16 de marzo de 2020.

8 de marzo (III). Huyendo de las zarpas del tripalium, organicemos la huelga feminista de las trabajadoras

Tras pasarnos meses sumergidos en interminables debates con nuestras amigas, compañeras de clase y compañeras militantes, y habernos enredado en una constante lucha interna política, ha llegado la hora para añadir contenidos racionales y ordenar políticamente las intuiciones e ideas que hemos ido desarrollando en reflexiones informales. En la últimas dos entradas hemos tenido la ocasión de presentar nuestro posicionamiento político y de dar algunas pinceladas sobre el sujeto político a organizar. Esta vez, en cambio, es el momento para reflexionar sobre la huelga como herramienta que utilizan diversos sectores para desarrollar o llevar a cabo una lucha. ¿Qué debemos entender como huelga? ¿Quiénes hacen huelga? ¿Para qué hay que emplear la huelga? ¿De qué manera la ha conceptualizado la ciencia proletaria? ¿Y el movimiento feminista hegemónico? Mediante esta entrada, trataremos de contestar a éstas y otras preguntas. Para ello, organizaremos los argumentos de los que nos serviremos en esta entrada de esta forma: primero, presentaremos una breve cronología de la Huelga Feminista, con el objetivo de situar en el tiempo este fenómeno creado y desarrollado en los últimos años. Junto con esto, hablaremos de algunas oportunidades positivas que ha creado la Huelga Feminista, y expondremos algunas limitaciones del planteamiento político propuestos para este día. Mientras tanto, trataremos de exprimir la potencialidad de la Huelga Feminista, es decir, intentaremos explicar cómo debería de ser la Huelga Feminista a fin de que refuerce la capacidad de organización de los trabajadores.

Los inicios de la Huelga Feminista se sitúan cuando la ONU designó el año 1975 como el Año Internacional de la Mujer. Ya que, influidas por este suceso, cinco delegadas de una de las organizaciones feministas de Islandia crearon un Comité, con la intención de organizar eventos novedosos dirigidos a mujeres. Un movimiento de mujeres más radical, Red Stockings (Medias Rojas), propuso la idea de organizar una huelga de mujeres, con la intención de que esto posibilitaría visibilizar el papel fundamental de las mujeres en la sociedad, y hacer ver a la sociedad la diferencia de sueldos y el trabajo de las mujeres dentro y fuera del hogar. Sin embargo, el Comité decidió cambiar la palabra huelga por “día libre” porque sería más fácil de aceptar por las masas, y argumentando que había mayor posibilidad de que las empresarias despidiesen a las mujeres por la huelga que por un día libre. Tras semanas organizando este día, el 24 de octubre de 1975 el 90% de las mujeres islandesas renunciaron al trabajo asalariado, a las tareas del hogar y al cuidado de sus hijos e hijas. La sensación positiva que se generó este día propició que cinco años más tarde Vigdis Finnbogadottir fuese elegida Presidenta de Islandia. Finnbogadottir se convirtió en la primera mujer electa democráticamente en la organización política mundial burguesa. En cualquier caso, esto no supuso el fin de las diferencias, y desde entonces las mujeres trabajadoras han dejado cinco veces su empleo antes de terminar su jornada para visibilizar que no se ha alcanzado la igualdad salarial.

Además, coordinada por la Campaña Internacional por un Salario para el Trabajo en el Hogar en EEUU y por la plataforma International Women Count Network en Irlanda, el año 2000 se organizó la Huelga Mundial de las Mujeres bajo el lema “paremos el mundo para cambiarlo”. El nacimiento de la campaña Wages for Housework (Salario para el Trabajo Doméstico) fue esclarecedor, puesto que está muy ligada a la reconceptualización feminista de la huelga que se expone en las siguientes líneas. Fueron las feministas autonomistas italianas Silvia Federici, Mariarosa Dalla Costa, Selma James y Leopoldia Fortunatti quienes, en 1972, impulsaron esta campaña, cuyo objetivo era replantear los análisis marxistas sobre el trabajo reproductivo. Según estas autoras, el trabajo doméstico realizado por las mujeres, y en general todos los trabajos de cuidados, que no son remunerados y se realizan fuera del mercado, son fundamentales para que se pueda explotar la fuerza de trabajo en el mercado. En la medida que en esta sociedad se considera natural que las mujeres nos dediquemos al trabajo doméstico no remunerado y los trabajos de cuidados, defendían que conseguir retribución económica para estos trabajos sería una buena herramienta de subversión. Por consiguiente, propusieron mover el foco del análisis y de la lucha, a nivel teórico y político, del trabajo productivo al trabajo reproductivo. Por desgracia, aunque nos parece interesante analizar las teorizaciones sobre el trabajo reproductivo, se aleja del objetivo de este escrito. En cualquier caso, estos fueron algunos de los objetivos asignados a la campaña a favor del Salario para el Trabajo en el Hogar del año 2000: remuneración de cualquier trabajo de cuidados, en forma de salario u otras formas; igualdad salarial entre hombres y mujeres a nivel mundial; abolición de la deuda económica del Tercer Mundo…

En 2001 se organizó la Segunda Huelga Mundial de las Mujeres, y muchos países organizaron eventos a favor de ella: Francia, España, EEUU, Bolivia, Brasil… quince años más tarde, en 2016 aumentaron las revueltas de mujeres. En Polonia, por ejemplo, el 3 de octubre se realizó una denuncia masiva contra la ley que criminalizaba el aborto, y se consiguió que el Parlamento detuviese el proyecto. En Argentina, por otro lado, Ni Una Menos y otros movimientos feministas llamaron a un paro de una hora el 19 de octubre inducidas por siete feminicidios que tuvieron lugar en una misma semana. Unos meses más tarde, el 21 de enero de 2017, se celebró la Women’s March (Marcha de Mujeres) en Washington, para apoyar los derechos en los sectores de la salud y la educación y los derechos de las mujeres y el colectivo LGTB. También se organizaron otras manifestaciones paralelas contra la elección de Donald Trump.

Este alborotado panorama político mundial impulsó que varias activistas feministas de distintos países se juntasen y creasen un pequeño grupo para organizar el primer Paro Internacional de Mujeres. El Paro celebrado el ocho de marzo bajo el lema “Nosotras* paramos” tuvo un gran eco en más de cincuenta países, en el estado Español entre otros. Allí, el día tomó forma de denuncia contra todos los tipos de violencia contra las mujeres, y así el 2018 fue el año que posibilitó el reforzamiento político y social del movimiento feminista. Todas nos alegramos cuando nuestras madres, abuelas, tías… se quitaron los delantales y salieron a la calle; cuando las chicas de nuestros grupos de amigas se emocionaron y alzaron contra el machismo de la sociedad en la que viven.

Para que la fuerza de las mujeres demostrada estos últimos años no se quede en nada, el Movimiento Feminista hegemónico ha puesto todos sus esfuerzos en que este año también compartamos la cita del 8 de marzo. Si el año pasado las mujeres* hicimos paros en centros de trabajo y escuelas (también en cuanto al consumo y los trabajos de cuidados), este año han decidido ir un paso más allá: convocar huelga en todos los aspectos de la vida. Sitúan la huelga en cinco ejes: pensionistas, estudiantes, cuidados, empleo y consumo. Más allá de los detalles, se percibe un claro cambio de planteamiento en la conceptualización de la huelga feminista, apostando por ampliar el ámbito político de la lucha, en cuya base se encuentra la reconceptualización teórica del trabajo. La Huelga Feminista pretende problematizar la comprensión del trabajo conectado al mercado, tal y como está en extendida en la sociedad burguesa, y define el trabajo de la siguiente manera: “todas las actividades necesarias para generar bienestar y riqueza son trabajo, sean remuneradas o no”. Esto significa que las tareas domésticas y los cuidados también deben considerarse trabajos; a saber, que son productivos y deben ser reconocidos políticamente. Esta reconceptualización del trabajo implica no situar la lucha solamente en el ámbito del trabajo asalariado, y así, el Movimiento Feminista hegemónico sitúa la Huelga Feminista en todos los ámbitos de la vida. De esta manera, defienden que, cuestionando el carácter androcéntrico de la huelga, lo de este año es un intento de crear una nueva herramienta política que se adapte a la realidad de las mujeres. Esta teorización de la Huelga Feminista, pues, rebasa la comprensión tradicional del concepto de la huelga, no la limitan a dejar el trabajo asalariado: sitúan la huelga en la reproducción, la sexualidad, el modelo de consumo, la manera de construir la familia… en efecto, en la totalidad de la vida.

Como en la base de la reconceptualización de la Huelga se encuentra un intento de teorización del trabajo, el análisis de éste será nuestro punto de partida. En los últimos años, varias ramas del feminismo han difundido la comprensión burguesa del trabajo: la economía feminista, el feminismo operario, el feminismo materialista, el ecofeminsimo… Aunque hayan hecho interesantes aportaciones, nos encontramos ante definiciones contradictorias del trabajo, puesto que no superan el concepto del mismo legitimado por la ideología burguesa, dando así explicaciones inexactas. En lo que atañe a la definición concreta que tenemos entre manos, se nos ocurren varias preguntas: ¿el bienestar y la riqueza de quién genera el trabajo? ¿Las vidas de quiénes son las que permite llevar adelante? ¿Asegura el bienestar de los oprimidos pero genera riqueza para los opresores? Si es así, ¿tenemos que tener a ambos en cuenta? Por otro lado, ¿podemos hablar del bienestar de las desposeídas dentro del marco capitalista?

Así, se nos presenta la acepción burguesa del trabajo: en el sistema capitalista, trabajo es cualquier labor directa o indirecta que hacemos nosotras que crea bienestar y riqueza para el enemigo y que éste utiliza para llevar adelante su vida incluidas las labores para nuestra reproducción y nuestro aparente bienestar. En cualquier caso, no creemos que sea casualidad que en la definición del trabajo dada por el Movimiento Feminista posmoderno no se haya concretado quién y para quién se realizan esas labores denominadas trabajo. En el desarrollo de esta definición nos encontramos el mismo procedimiento de la ciencia burguesa: tomar las creencias extendidas en la sociedad y construir argumentos sobre ellas. Este tipo de tareas pseudo-científicas adjudica a la inmediatez de los sucesos un valor científico elemental. Al contrario, para poder construir la ciencia proletaria es necesario plantear una tarea epistémica muy distinta a la recién expuesta. Para poder pasar de la apariencia de los sucesos a su esencia, es fundamental, por un lado, percatarse del condicionamiento histórico de los sucesos, y por otro lado, dejar de lado el punto de vista que presenta los sucesos como actos sin mediación alguna. La labor de la ciencia proletaria es retirar el revestimiento que impide comprender y superar la realidad capitalista.

Tras estas pinceladas sobre la ciencia proletaria, trataremos ahora de explicar el porqué de la inexactitud y ambigüedad de la categoría trabajo. En la sociedad burguesa, la definición del trabajo tiene una connotación positiva y otra negativa. En la medida en que el trabajo engloba actividades muy diversas, no implica ninguna abstracción racional, puesto que el concepto de trabajo denomina de forma arbitraria unas labores como trabajo y otras no. ¿Dónde está, pues, la línea roja de esta clasificación arbitraria? ¿En qué contexto histórico surgió este concepto abstracto y general de la actividad económica y social? En varias culturas, la raíz de la palabra trabajo se utilizaba para designar personas inmaduras, dependientes de otras. En la creación del concepto trabajo no hay abstracción neutral, sino social: el trabajo es la labor de los que han perdido la libertad. Es indiferente cuál es la labor exacta, cuidar niños o cocinar, el contenido de la abstracción del concepto trabajo es la esencia de la esclavitud. Es decir, el trabajo no hacía referencia a una tarea humana general, y tampoco a una determinación positiva. Es más, en latín, el trabajo significaba tristeza, desgracia o pesar moral; pesar de los que penden de una carga (laborare). Una carga invisible pero absolutamente insoportable; invisible, pues es la dependencia vital hacia otro. Palabras romanas como trabajo y “travail” se derivan de la palabra latina tripalium, que nombraba un tipo de yugo utilizado para castigar y torturar a esclavos. Por lo tanto, ni siquiera en su creación etimológica, la palabra trabajo no se refiere a tareas humanas autónomas. El trabajo es la labor de quienes han perdido su libertad y capacidad de decisión.

Fue el Cristianismo el que convirtió en positiva la abstracción negativa del trabajo, manteniendo la idea de la tristeza y del pesar, además. El Cristianismo alabó el sufrimiento, alabando cualquier tarea dolorosa en pos de una meta positiva más allá de la vida. Asimismo, fue el protestantismo quien colocó el binomio trabajo-dolor en el centro de la vida: la tarea moral del ser humano consistía en mostrar a Dios cuán trabajador era. Más tarde, fue en la Edad Moderna cuando tomó cuerpo la imposición abstracta del trabajo, dándose simultáneamente la generalización del trabajo y su cosificación, mediante el sistema de producción de mercancías: la dependencia social se ha convertido en el grupo abstracto de las relaciones del sistema, y así se ha expandido a la totalidad. No obstante, al estar esto tan normalizado, es casi imperceptible. Toda la clase obrera obedece al Dios invisible del capitalismo, a la forma generalizada del tripalium.

Tras años de educación impuesta, al ser humano moderno le es imposible imaginar su vida más allá del trabajo. Al ser un axioma del que no se puede dudar, el trabajo ha sometido todos los aspectos del ser social, todas las expresiones de nuestro día a día responden a la dictadura del trabajo. Nos sentimos tan perdidas fuera del trabajo que reproducimos muchas de sus características al salir de éste, por ejemplo cambiamos el reloj que controla nuestro tiempo en el puesto de trabajo por el cronómetro que mide nuestra “rentabilidad” cuando hacemos footing. Al pensar nuestra vida según el tiempo libre que creemos que se nos concede, estamos aceptando la coerción de dos maneras: por un lado, aceptando la existencia de tiempo no-libre, y por otro lado, que durante la jornada de trabajo nos encontramos fuera de nuestro ser, es tiempo en el que no estamos viviendo.

La dictadura del trabajo también se muestra en lenguaje diario, cuando somos cómplices del excesivo uso de la palabra “trabajo” y cuando le asignamos definiciones contradictorias. Ha pasado mucho tiempo desde que dejamos de utilizar la palabra “trabajo” solamente para designar a la labor capitalista impuesta, la utilizamos como sinónimo de labores dirigidas a conseguir cualquier objetivo, como si hubiese borrado todas sus huellas. La inexactitud conceptual de trabajo prepara el terreno de juego para realizar un movimiento engañoso, y así, el Movimiento Feminista posmoderno expande la acepción positiva del trabajo a toda la sociedad. En esta sociedad donde el trabajo es Dios, se propaga la crispación porque le hemos dado una definición demasiado estrecha: como sólo consideramos trabajo las tareas asalariadas, no tenemos en cuenta el resto de tareas y las personas que las llevan a cabo. De esta manera, dicho movimiento se levanta a favor de la valorización positiva del trabajo, pensando que esto hará que desaparezca la clasificación de los distintos tipos de trabajos. Planteamientos de este tipo no tienen como objetivo terminar con la dictadura del trabajo, sino la adaptación semántica del trabajo. En otras palabras, expanden la idea de que los sectores más oprimidos deben conseguir un trabajo organizado en la esfera productiva para liberarse de su subordinación, como si el trabajo trajese consigo nuestra autonomía. Ante los que quieren eternizar la dictadura del trabajo y difundir el tripalium a todas las tareas humanas, es decir, ante planteamientos que buscan convertir la Huelga Feminista en una huelga a favor del trabajo, nosotras demandamos la abolición del trabajo, desarrollando una forma organizativa revolucionaria que posibilite esta abolición. En última instancia, pretendemos liberar a la clase trabajadora de todos los dispositivos del poder que refuerzan nuestras cadenas.

Como hemos mencionado anteriormente, la reconceptualización del trabajo propuesta por el Movimiento Feminista trae consigo ampliar el campo de batalla: extienden la lucha del trabajo asalariado a todos los aspectos de la vida. En este caso también hacemos nuestras algunas de sus aportaciones, pero debemos subrayar la necesidad de obtener un conocimiento concreto y correcto del funcionamiento general de la realidad social. Así, en las próximas líneas trataremos de situar nuestra función política en la necesidad de confrontar el poder del enemigo; para ello, abordaremos la huelga como táctica articulada por la clase trabajadora. Esto será un modesto intento, dejando claro que todavía tenemos mucho que aprender.

La base de la dominación de la burguesía sobre el proletariado es económica, pero son varias las modalidades de opresiones que se derivan del sometimiento económico. Esto significa que la clase trabajadora es vitalmente dependiente de su enemigo, puesto que no tenemos poder material ni libertad política para sobrevivir sin reforzar el poder del enemigo; al fin y al cabo, estamos obligadas a poner nuestra capacidad para trabajar al servicio de la burguesía, lo cual crea sus posesiones y propiedades. En este sentido, en el sistema capitalista, el fundamento del poder de la burguesía es la producción, realización y acumulación de la plusvalía. En el metabolismo social capitalista, la producción de la plusvalía se da en el proceso de producción, siendo la producción el proceso de generar plusvalía, lo cual sólo sucede en el puesto de trabajo.

En cualquier caso, no todas las tareas que realizamos en el puesto de trabajo son productivas, sólo las dirigidas a la acumulación en forma de excedente (plustrabajo). Sin embargo, la particularidad del trabajo realizado en el puesto de trabajo es que posibilita el incremento de la esfera del valor, y así, adquiere poder de mando en una escala mayor. Esto es debido a que en el puesto de trabajo consume una mercancía especial, la fuerza de trabajo, cuya singularidad consiste en crear riqueza material, porque su valor de uso es mayor que su valor de cambio. Así, mediante la forma compleja del dinero, la burguesía articula su poder sobre todo el proceso de trabajo, convirtiéndose su poder en poder político al conseguir poder de mando sobre los procesos humanos. Del mismo modo, la forma esencial de acumulación de la sociedad es la acumulación de unidades de poder, el hacinamiento sin fin de unidades de poder.

Por lo tanto, queda claro que la producción capitalista, es decir, la producción de plusvalía, es la esencia de la formación social, lo que regula y condiciona constantemente la esfera reproductiva. La reproducción no es, en ningún caso, la fuente ni la substancia del poder burgués: la reproducción capitalista es la precondición indispensable de la producción. Esto no significa que la esfera reproductiva no es importante, al contrario, implica que no puede haber producción sin reproducción. En consecuencia, nos parece positivo el intento de conceptualización de la huelga en el ámbito de la reproducción capitalista. Es más, en la medida en que a la mujer trabajadora se le ha impuesto la responsabilidad de la reproducción de la familia y sus allegados, nos alegra ver que la socialización de todo esto y la posibilidad de que las mujeres hagan huelga se sitúe en el centro.

Aun así, tal y como lo hemos explicado, es muy importante comprender la dinámica del poder burgués, puesto que es opuesta a la construcción del poder del proletariado. Dicho de otro modo, debemos analizar las formas concretas que toma la dinámica general del poder de la burguesía, y tenemos que articular modelos organizativos que neutralicen esas formas. En este sentido, encontramos varias carencias en la conceptualización de la Huelga Feminista. Por un lado, al incorporar en la huelga la esfera de la reproducción además de la esfera de la producción, es notoria la reducción de la potencialidad de atacar el fundamento del poder burgués (la acumulación de plusvalía). Además, al ser solamente dirigida a mujeres*, la clase trabajadora pierde capacidad política para detener la producción.

Porque, ¿cómo logrará el movimiento feminista el objetivo asignado a la huelga, parar el sistema, sin que participe toda la clase trabajadora? Es más, nos parece naïf pedir a los jefes varones que cierren el local y lo conviertan en espacio de cuidados comunitarios. O al plantear el parar la producción como paro de todas las mujeres*. ¿Es ser mujer lo que convierte a las empresarias en nuestras aliadas? ¿Debemos empezar a acordar las características de la herramienta de lucha con quien se aprovecha de nuestra condición de oprimidas? Por otro lado, con un planteamiento de este tipo, ¿no serán las altos cargos de las empresas e instituciones capitalistas las únicas mujeres que podrán realmente llevar a cabo este paro? ¿Qué capacidad de hacer huelga tendrá una mujer migrante contratada en negro? ¿O las que cuidan de los hijos e hijas de las que hacen huelga? ¿O las limpiadoras subcontratadas por la UPV? Aquí no sirve preparar todo los días anteriores para poder tomar las calles el próximo día, así no se articula ningún paro en el proceso de producción. ¿O es que las mujeres que, aun queriendo sumarse a la huelga, no pueden deben conformarse con colgar sus delantales en el balcón?

Llegadas a este punto, nos encontramos con la duda de a quién pretende dirigirse el Movimiento Feminista hegemónico. Según nuestro parecer, la huelga debe ser una táctica para la lucha de clases, para luchar contra a la burguesía y los fundamentos de su poder. Para ello, es primordial que la esencia de la huelga sea un paro GENERALIZADO y unificado de la producción, para actuar sobre la correlación de fuerzas mediante el ataque al enemigo, luego es imprescindible actuar con unidad de clase entre quienes participamos en la producción. Esto trae consigo elevar de facto el tensionamiento entre las relaciones de fuerza, dejando de lado el matiz festivo que hoy por hoy desprende la Huelga Feminista. Es más, al ser la huelga una táctica para confrontar al enemigo directamente, debemos tener presente que para las trabajadoras esto incrementa el coste político, personal y represivo, y en consecuencia, que la articulación de relaciones revolucionarias basadas en los cuidados serán un pilar para nosotras. Sólo llevaremos a cabo la unidad de clase si nos protegemos entre nosotras y tejemos redes de confianza y solidaridad incondicional, y sólo mediante la unidad de clase podremos responder ante la ofensiva que organice el enemigo. Por consiguiente, ante propuestas que plantean la huelga de cuidados, nosotras respondemos en defensa del cuidado, puesto que éste es la realización de las relaciones revolucionarias.

Hemos partido de la reconceptualización del trabajo del Movimiento Feminista posmoderno, puesto que al ampliar el ámbito de lucha, la Huela Feminista es la herramienta a utilizar para actuar en ese marco político. Tomando la Huelga Feminista por herramienta, ahora nos referiremos a los objetivos que ésta implica. Ciertamente, no hay una relación externa entre medios y objetivos, pues son dos momentos categoriales de la praxis implicados mediante su conexión interna. Es decir, la efectividad de los medios trae necesariamente la de los objetivos. A saber, las carencias identificadas en la conceptualización teórica de la Huelga Feminista influyen directamente en los objetivos que implica esta herramienta. Se encuentran carencias no sólo en la propia Huelga Feminista, también en los objetivos que implica. Como han manifestado este año, han hecho un especial esfuerzo en exponer sus reivindicaciones de la manera más concreta posible, para poder interpelar a las instituciones y a la sociedad. Las exigencias del Movimiento Feminista hegemónico se enumeran en tres bloques que recogen 28 reclamos. Mientras que estamos de acuerdo en tratar de concretizar al máximo posible los objetivos tácticos a conseguir mediante el día de lucha, no son pocas las preocupaciones que nos han abordado al leer las exigencias.

Aunque apuntemos que las demandas exigidas son muy generales, está claro que estamos de acuerdo con muchas de ellas: la desaparición de la figura de empleada del hogar interna, el reconocimiento político y social de los trabajos imprescindibles para la sostenibilidad de la vida, en contra de los tratados transnacionales de libre comercio, en contra de los proyectos destructores que destrozan la tierra… En consecuencia, nuestras preocupaciones no se derivan de un desacuerdo, sino de las maneras concretas de situar estas demandas: qué sentido se le da, cómo se miden sus contribuciones, cuál es la relación entre ellas, cómo se pretenden conseguir… Además de no definir claramente los pasos tácticos para conseguir las exigencias enumeradas, su planteamiento nos sugiere que la Huela Feminista del 8 de marzo se convierte en objetivo. Así, en vez de priorizar organización de las trabajadoras para el ordenamiento efectivo de las condiciones creadas por la lucha feminista, se busca visibilizar el trabajo que realizamos y la opresión que sufrimos las mujeres de clase obrera. Por consiguiente, tras poner sobre la mesa muchísima fuerza, el mayor logro son las fotos de calles llenas de mujeres. Es por ello que vivimos con preocupación estos planteamientos que se escudan en una radicalidad discursiva, que incluyen todo y nada al mismo tiempo.

Asimismo, si analizamos muchos de los objetivos a alcanzar, dudamos si no traerían el deterioro de las condiciones de vida de las mujeres de clase trabajadora. En efecto, al defender que los trabajos de cuidados deberían recaer en las instituciones públicas, sitúan al estado como un ente neutro sin relación con la dominación capitalista. Igualmente, si las instituciones públicas hiciesen suyas las labores de cuidados, ¿a quién contratarían para llevarlas a cabo? ¿Qué garantías tenemos de que las que fuesen contratadas no serían las mujeres más proletarizadas?

Nosotras, en cambio, las mujeres oprimidas, trabajadoras, tenemos claro que apostaremos por organizar la solidaridad de clase real mientras que el objetivo final sea proteger y liberar a las más vulnerables. En estos tiempos en los que es notoria la tendencia a institucionalizar el feminismo, donde se habla de un nuevo pacto social con instituciones capitalistas que no superará las relaciones de explotación, tenemos claro que nuestro deber es proveer de teoría y práctica revolucionaria a la mujer trabajadora. Nos reafirmamos en la necesidad de las mujeres trabajadoras de alinearse con el feminismo proletario, el realmente revolucionario, el cual se articula a favor del sujeto real a liberar: la clase trabajadora.

Por todo esto, como declaramos en la primera entrada para este 8 de marzo, hacemos un llamamiento a toda la clase trabajadora de Euskal Herria a actuar con independencia de clase y a favor de los intereses de las mujeres trabajadoras en esta huelga feminista. Con el peligro de que las fotos de calles llenas de mujeres del 9 de marzo ensombrezcan el estado de la mujer trabajadora, es vital que las que compartimos y defendemos los intereses de las desposeídas ocupemos la primera línea. Debemos ocupar la primera línea para evitar que la mujer trabajadora se mueva bajo banderas posmodernas, debemos ocupar la primera línea para debatir sobre el planteamiento de la huelga feminista de este año, y también para poner sobre la mesa todos los elementos con los que debería contar una huelga de trabajadoras. Tenemos claro, aun así, que la batalla real no se celebrará sólo este 8 de marzo, sino en la organización de una lucha de décadas, en la cual es imprescindible que lo demos todo para reforzar la capacidad política de las trabajadoras.

Por la emancipación de la mujer trabajadora… ¡viva la lucha de la clase obrera!

¡Nos veremos en la calle!

Extracto del Proyecto y explicación del programa del partido socialdemócrata (Lenin, 1895)

EXTRACTO DEL PROYECTO Y EXPLICACIÓN DEL PROGRAMA DEL PARTIDO SOCIALDEMÓCRATA

Proyecto de programa

[…]

B. 1. El Partido Socialdemócrata de Rusia declara que su tarea es ayudar en esta lucha de la clase obrera rusa desarrollando la conciencia de clase de los obreros, contribuyendo a su organización y señalando las tareas y los objetivos de la lucha.

[…]

Explicación del programa

B. 1. Este punto del programa es el más importante, el principal, pues muestra cuál debe ser la actividad del partido que defiende los intereses de la clase obrera y la de todos los obreros conscientes. Señala cómo la aspiración al socialismo, la voluntad de eliminar la eterna explotación del hombre por el nombre, debe estar ligada al movimiento popular que engendran las condiciones de vida creadas por la aparición de las grandes fábricas.

Por su actividad, el partido debe contribuir a la lucha de clase de los obreros. La tarea del partido consiste, no en inventar procedimientos novedosos para ayudar a los obreros, sino en adherir a su movimiento y llevarle ideas esclarecedoras, en ayudar a los obreros en la lucha que han iniciado. El partido debe defender los intereses de los obreros, representar los de todo el movimiento obrero. ¿Cómo debe, pues, manifestarse la ayuda a los obreros en lucha?

El programa dice que esta ayuda debe consistir, en primer término, en desarrollar la conciencia de clase de los obreros. Ya hemos visto cómo la lucha de éstos contra los fabricantes se convierte en una lucha de clase del proletariado contra la burguesía.

De lo que hemos visto se desprende qué debe entenderse por conciencia de clase de los obreros. Esta conciencia de clase es la comprensión, por su parte, de que el único medio para mejorar su situación y lograr su liberación, es la lucha contra la clase de los capitalistas y fabricantes, clase que se origina con la aparición de las grandes fábricas. Luego, tener conciencia de clase significa comprender que los intereses de todos ellos, en un país determinado, son idénticos, solidarios; que todos ellos constituyen una sola clase, una clase aparte respecto de las demás de la sociedad. Conciencia de clase de los obreros quiere decir, por último, que éstos comprendan que para lograr sus objetivos les es indispensable influir en los asuntos de Estado, tal como lo han hecho y siguen haciéndolo los terratenientes y capitalistas.

¿Cómo llegan los obreros a la comprensión de todo esto? La adquieren constantemente a cada paso de la misma lucha que ya han iniciado contra los fabricantes y que se desarrolla cada vez más, se torna más áspera e incorpora a un número creciente de obreros, a medida que se desarrollan las grandes fábricas. Hubo un tiempo en que la hostilidad de los obreros contra el capital se traducía solamente en un vago sentimiento de odio contra sus explotadores, en una noción confusa de la opresión de que eran objeto y de su esclavitud y en el deseo de vengarse de los capitalistas. La lucha se expresaba entonces en levantamientos aislados de los obreros, durante los cuales destruían los edificios, rompían las máquinas, apaleaban a los directores de las fábricas, etc. Esta fue la primera forma, la forma inicial del movimiento obrero, y fue necesaria por cuanto el odio al capitalista siempre y en todas partes, constituyó el primer impulso tendiente a despertar en los obreros la necesidad de defenderse. Pero el movimiento obrero ruso ha superado esta forma inicial. En lugar del odio confuso hacia el capitalista, los obreros han comenzado ya a comprender el antagonismo que existe entre la clase de los obreros y la de los capitalistas. En lugar del vago sentimiento de opresión han empezado ya a discernir sobre cómo y por qué medios, precisamente, los oprime el capital; y se alzan contra esta o aquella forma de sojuzgamiento, oponiendo una barrera a la presión del capital, defendiéndose de la codicia del capitalista. En lugar de la venganza contra los capitalistas, pasan ahora a la lucha por obtener concesiones: comienzan a plantear a la clase de los capitalistas una reivindicación tras otra y a reclamar para sí el mejoramiento de las condiciones de trabajo, el aumento de los salarios, la reducción de la jornada de trabajo. Cada huelga concentra toda la atención y todos los esfuerzos de los obreros, ya en una, ya en otra de las condiciones en que vive la clase obrera. Cada huelga suscita la discusión sobre esas condiciones, ayuda a los obreros a juzgarlas, a comprender cómo se traduce en esa oportunidad la presión del capital, cómo se puede luchar contra ella. Cada huelga enriquece con una nueva experiencia a toda la clase obrera. Si tiene éxito, sirve para mostrar la fuerza de la unión de los obreros y estimula a los demás a seguir el ejemplo de sus compañeros. Si fracasa, provoca la discusión de las causas de la derrota y la búsqueda de mejores métodos de lucha. Esta transición que se inicia ahora en toda Rusia, hacia la lucha indeclinable de los obreros por sus necesidades esenciales, hacia la lucha por arrancar concesiones, por obtener mejores condiciones de vida, de salario, y una reducción en la jornada de trabajo, marca el enorme paso adelante dado por los obreros rusos; y, por eso, a esta lucha y a cómo contribuir a la misma deben dedicar su atención principal el Partido Socialdemócrata y todos los obreros conscientes. La ayuda a los obreros debe consistir en señalar las necesidades más apremiantes, por cuya satisfacción debe lucharse, analizar las causas que agravan la situación de tales o cuales obreros, explicar las leyes y reglamentaciones fabriles, cuya violación (y las tramoyas fraudulentas de los capitalistas) somete a los obreros tan a menudo, a un doble saqueo. Debe consistir en señalar con la mayor exactitud y precisión posibles las reivindicaciones de los obreros y hacerlas públicas, en escoger el mejor momento para resistir, elegir la mejor forma de lucha, estudiar la posición y las fuerzas de ambos bandos en lucha, analizar si no existe la posibilidad de una forma de lucha aun mejor (como podría ser una carta al fabricante o una denuncia ante el inspector o el médico, según las circunstancias, si no conviene recurrir directamente a la huelga, etc.).

Hemos dicho que el paso de los obreros rusos a esta forma de lucha muestra que han dado un gran paso adelante. Esta lucha sitúa al movimiento obrero en el buen camino, y es garantía de futuros éxitos. En esta lucha, las masas obreras aprenden, en primer lugar, a reconocer y analizar, uno tras otro, los métodos de explotación capitalista, a comprenderlos, tanto en relación con la ley, como con sus propias condiciones de vida y con los intereses de la clase de los capitalistas. Al examinar las diversas formas y casos de explotación, los obreros aprenden a entender el sentido y la esencia de la explotación en su conjunto, aprenden a entender el régimen social basado en la explotación del trabajo por el capital. En segundo lugar, en esta lucha, los obreros ponen a prueba sus fuerzas, aprenden a unirse, a entender la necesidad y el valor de dicha unión. La ampliación de la lucha y la frecuencia de los choques conducen inevitablemente a una extensión aun mayor de aquélla, al desarrollo del sentimiento de unidad, al espíritu de solidaridad, en primer término entre los obreros de una localidad determinada, después entre los de todo el país, entre toda la clase obrera. En tercer lugar, esa lucha desarrolla la conciencia política de los obreros. La masa obrera se ve colocada, por sus propias condiciones de vida, en una situación tal, que no tiene tiempo ni posibilidad para meditar acerca de cualquier clase de problemas de orden nacional. Pero la lucha de los obreros contra los fabricantes por sus necesidades cotidianas hace, por sí sola y en forma inevitable, que tropiecen con problemas nacionales y políticos, con problemas relativos a la forma en que se gobierna el Estado ruso, cómo se promulgan las leyes y reglamentaciones, y a qué intereses sirven. Cada conflicto en una fábrica lleva necesariamente a los obreros a enfrentarse con las leyes y con los representantes del poder estatal. Escuchan entonces por primera vez «discursos políticos». Para empezar, los obreros comprenden, aunque sólo sea por las explicaciones de los propios inspectores del trabajo, que la artimaña mediante la cual el patrono los oprime está basada en el exacto cumplimiento de las disposiciones aprobadas por las autoridades correspondientes, que conceden al fabricante libertad para explotar a los obreros a su arbitrio; o que la expoliación a que aquél los somete es perfectamente legal, y que, por lo tanto, no hace más que ejercer un derecho establecido en tal o cual ley sancionada y protegida por el poder estatal. A las explicaciones políticas de los señores inspectores se agregan, a veces, «explicaciones políticas», aun más útiles, del señor ministro quien recuerda a los obreros que deben sustentar sentimientos de «amor cristiano» para con los fabricantes, por los millones que éstos ganan a expensas del trabajo de los obreros. Después, a estas explicaciones de los representantes del poder estatal y a la forma directa en que los obreros conocen en beneficio de quiénes actúa este poder, se agregan aun los volantes u otra clase de explicaciones de los socialistas, de suerte que durante una huelga de este tipo, reciben una educación política completa. Aprenden a entender, no sólo cuáles son los intereses particulares de la clase obrera, sino también el lugar particular que ésta ocupa dentro del Estado. He aquí, pues, en qué debe consistir la ayuda que oí Partido Socialdemócrata puede prestar a la lucha de clase de los obreros: en desarrollar su conciencia de clase contribuyendo a la lucha que realizan por sus necesidades esenciales.

La segunda forma de ayuda debe consistir, como lo dice el programa, en contribuir a la organización de los obreros. La lucha que acabamos de describir exige que estén organizados. Esto es necesario tanto para una huelga, a fin de conducirla con mayor éxito, como para la recaudación de fondos en favor de los huelguistas, para la organización de cajas mutuales y para la propaganda entre los obreros; para la difusión entre los mismos de volantes, comunicados, llamamientos, etc. La organización es más necesaria aun para defenderse contra las persecuciones de la policía y de la gendarmería, para proteger de éstas todos los vínculos y contactos entre los obreros, para proporcionarles libros, folletos, periódicos, etc. La ayuda en todos estos aspectos: tal es la segunda tarea del partido.

La tercera consiste en señalar el verdadero objetivo de la lucha, o sea, esclarecer a los obreros en qué consiste la explotación del trabajo por el capital, sobre qué se mantiene, de qué modo la propiedad privada sobre la tierra y los instrumentos de trabajo condena a las masas obreras a la miseria, las obliga a vender su trabajo a los capitalistas y a entregarles gratuitamente todo el excedente creado por su trabajo después de producir lo necesario para subsistir; en explicar, luego, cómo esta explotación conduce inevitablemente a la lucha de clase de los obreros contra los capitalistas, cuáles son las condiciones de dicha lucha y su objetivo final: en una palabra, en explicar todo lo que, en forma concisa, se señala en el programa.

Las gafas inglesas (Rosa Luxemburg, 1899)

Artículo publicado por Rosa Luxemburg en la Leipziger Volkszeitung del 9 de mayo de 1899.
Durante la ley bismarckiana de excepción contra los socialistas (1878-1890), Bernstein estuvo exiliado primero en Zurich, luego en Londres, donde mantuvo intensa relación con Marx y Engels. Como señala Rosa Luxemburg, esta estancia en Londres y la admiración por el tradeunionismo británico influyeron pode­rosamente en Bernstein, y en esta medida el texto encaja perfectamente dentro del cuadro de la polémica contra los revisionistas. Pero además la crítica de Rosa al sindicalismo bri­tánico permite ampliar la perspectiva de su análisis, constituyendo una anticipación de los enfoques de los comunistas de izquierda, en particular los alemanes y los holandeses, sobre el movimiento sindical, a partir sobre todo de 1919.

LAS GAFAS INGLESAS

I

Antes de echar una ojeada retrospectiva a la discusión que se ha desarrollado en la prensa del Partido acerca del libro de Bernstein, nos proponemos examinar en detalle algunas cuestiones secundarias que, en el curso de esta discusión, se han subrayado más que otras. Nos ocuparemos esta vez del movimiento sindical inglés. Entre los partidarios de Bernstein, la consigna del «poder económico» de la clase obrera tiene un papel muy importante. El deber de la clase obrera es crearse un poder económico, escribe el doctor Woltmann en el nº 93 de la Prensa Libre de Elberfeld. Por su parte, E. David cierra su serie de artículos sobre el libro de Bernstein con la siguiente consigna: «emancipación a través de la organización económica» (Mainzer Volkszeitung, nº 99). Según esta concepción, acorde con la teoría de Bernstein, el movimiento sindical, junto a las cooperativas de consumo, debe ir transformando poco a poco el modo de producción capitalista en modo de producción socialista. Ya hemos demostrado (ver Reforma o revolución) que esta concepción descansa sobre un completo desconocimiento de la naturaleza y de las funciones económicas tanto de los sindicatos como de las coopera­tivas. Se puede demostrar de una forma menos abstracta, partiendo de un ejemplo concreto.

Cada vez que se habla del importante papel reservado a los sindicatos en el futuro del movimiento obrero, lo reglamentario es citar inmediatamente el ejemplo de los sindicatos ingleses, mostrando al mismo tiempo ese «poder económico» que puede conquistarse y el mo­delo que la clase obrera alemana debe esforzarse en adoptar. Pero si en la historia del movimiento obrero existe un solo capítulo capaz de aniquilar completa­mente toda confianza futura en la acción socializadora y en el aumento de la fuerza de los sindicatos, ese capítulo es precisamente la historia del tradeunionismo inglés.

Bernstein ha montado su teoría basándose en las condiciones inglesas. Contempla el mundo a través de las «gafas in­glesas». Eso se ha convertido ya en una expresión co­rriente en el Partido. Si esto significa que el cambio de orientación teórica de Bernstein se debe al tiempo que ha pasado en el exilio y a sus impresiones personales sobre Inglaterra, podría ser una explicación psicológica perfectamente exacta, aunque tiene muy poco interés para el Partido y para la actual discusión. Pero si la expresión sobre las «gafas ingle­sas» quiere decir que la teoría de Bernstein es ade­cuada para Inglaterra y es exacta en lo que a Inglaterra se refiere, entonces es una opinión errónea y que contradice tanto con la historia pasada como con el estado actual del movimiento obrero inglés.Continue Reading

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (el caso ingés [2ª parte]: La aristocracia obrera)

prole.info
Publicado en Gedar.

Por cuestiones de espacio en el artículo anterior no nos extendimos acerca de la aristocracia obrera, cuestión que retomamos ahora, de manera más profunda. Por esta razón nos vamos a fijar de nuevo en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX, puesto que el tradeunionismo sienta un precedente histórico a lo que luego será la integración de las instituciones proletarias sindicales dentro del estado burgués. Del mismo modo las condiciones hacen posible la aparición de una capa mejor posicionada en el sistema capitalista dentro del mismo proletariado, de lo cual se derivan importantes consecuencias políticas. Es decir, si antes hablamos de la forma que tomó la lucha sindical en Inglaterra, ahora veremos su base social.

Por un lado, la rápida industrialización de Inglaterra, junto a la expansión de sus mercados en las colonias se sumó al hecho de que en otros países dicha industrialización aún estaba empezando, o ni siquiera lo había hecho. De esta manera, la situación facilitó un increíble crecimiento de las ganancias y a su vez significó que una parte nada desdeñable de éstas se pudo invertir en una alianza entre proletarios y capitalistas, o en otras palabras, invertir en paz social. Dicha jugada le dio la tranquilidad que necesitaba la burguesía, atosigada por huelgas y revueltas constantes. De ahí podemos concluir que la dominación capitalista va tomando formas más sutiles con el desarrollo de las fuerzas productivas.

Otra clave está en la lectura que se haga de la mejora de las condiciones de vida del proletariado. Si bien es cierto que la lucha trae mejoras a todo su conjunto (como por ejemplo la prohibición del trabajo infantil, la limitación de la jornada a diez horas, la creación de escuelas y hospitales públicos, etc.), aún sí lo que consigue la lucha es solo una de las caras de la moneda. La otra es que también se trata de concesiones, y a pesar de que estas alianzas beneficiaran también a las capas más bajas del proletariado, la parte más grande del pastel será, con diferencia, para una capa mejor situada de dicho proletariado.

Existen numerosas definiciones de ésta, pero por lo que nos ocupa, no nos interesa hacer un análisis sociológico [1], sino comprender las motivaciones políticas y maneras de actuar de esta fracción del proletariado respecto a las luchas sindicales.

Para ir definiendo, llamaremos aristocracia obrera a este estrato cualificado, minoritario pero aún así grande en número, con una potencia organizativa, a través de sindicatos, superior al resto del proletariado.

Por un lado, de ello obtienen una posición estratégica políticamente favorable, debido a que sus organizaciones sindicales son reconocidas por la burguesía. Por otro lado, lo hacen en tanto que son un interlocutor jurídico, como clase económica y no como clase política [2]. Dicho de otra forma; no niegan el sistema de relaciones capitalista, juegan en su terreno. Sin embargo su influencia no se limita a los favores de la burguesía, sino que también ejercen una notable influencia en las reivindicaciones del propio movimiento obrero, del cual forman parte.

En primer lugar, su existencia demuestra que el proletariado sí puede llegar al poder dentro del sistema capitalista, de forma no revolucionaria y para ello se le ofrecen ciertos puestos a modo de soborno. El problema radica por tanto en la forma de llegar al poder; al no hacerlo de manera revolucionaria, sino por concesiones, se ve asimilado al resto de viejas clases, se convierte en un reflejo de éstas y su interés deja de estar en abolir el sistema de clases en su conjunto. Por otro lado, esta situación relativamente privilegiada (en términos relativos, respecto al resto del proletariado), lo lleva a un estado de conciencia similar a la conciencia pequeño burguesa del artesanado, en tanto que se muestra temeroso de perder su situación acomodada y ser asimilado a la masa proletaria. Por tanto, esta aristocracia obrera es, junto a la pequeña burguesía, un estrato en gran medida están definido por el miedo de perder su condición, miedo que crece durante las crisis. De la misma manera, tienden a limitar las luchas en vez de unificarlas; se mueven en un marco geográfico más bien reducido, es decir de manera localista, o incluso limitado a una sola empresa [3]. Aunque en cierta manera Engels preveía que desaparecería cuando sus condiciones se igualaran a las del resto del proletariado con el fin de la situación de monopolio de Gran Bretaña, en vez de eso, con la expansión del imperialismo, esta “aristocracia obrera”, como la denomina, surge también en otros países. El fenómeno británico se extiende.

Otra cuestión interesante es que los proletarios cualificados, por ejemplo los antiguos artesanos o la pequeña burguesía de las profesiones liberales, ambos recientemente proletarizados, llevaban a cabo un sindicalismo que tendía a la negociación. Al contrario, el proletariado no cualificado, cuyas filas engrosaban antiguos campesinos sin tradición gremial, tendía a rehuir las negociaciones y en vez de ello se daba a la revuelta y la insurrección, a la destrucción y la quema de maquinaria, al asesinato, etc. No entraban a la negociación porque no tenían nada que negociar. En otras palabras, no tenían una posición beneficiosa que mantener. Esta oposición [4] la recoge Rosa Luxemburgo en el artículo “Las gafas inglesas” [5]. No obstante, hay que tener en cuenta también que el desarrollo de la maquinización [6]tiende a uniformizar al proletariado, destruyendo las especializaciones heredadas del artesanado. Da lo mismo que haga calcetines o tornillos, importa el beneficio.

A día de hoy sin embargo, la cuestión de cualificación se complica aún más. Por ejemplo, hay sectores donde la cualificación es una cuestión de antigüedad y no tanto de formación, como en la industria. Por otro lado, el acceso a la educación superior es mayor, y existe una mayor movilidad social, habiendo más proletarios que pasan a ser mandos intermedios o cuadros especializados. Otro tema es también que las capas peor situadas causan menos problemas o lo hacen menos a menudo. De hecho la mayoría de huelgas –o avisos de éstas- se dan en sectores más cualificados y mejor colocados, como la administración pública o donde los puestos de trabajo son estables, mejor pagados y hay mayor antigüedad.

La edad también es un factor determinante de diferenciación de estratos en el proletariado actual: ahora la juventud actúa como punta de lanza de la precariedad cuando entra al mercado laboral, ya que baja el precio de la fuerza de trabajo [7]. En un contexto de crisis –productiva e ideológica- se agarra a un clavo ardiendo y se ve obligada a aceptar condiciones que antes resultaban impensables. La situación se ve empeorada además por la creciente separación entre la masa sindicalizada y la que no lo está, aumentando también la atomización e indefensión. Junto a ello hay toda una serie de instituciones dispuestas para moldear ideológicamente a las nuevas generaciones, ya que al fin y al cabo de lo que se trata para la burguesía en el fondo es de invertir en la formación ideológica del proletariado de mañana.

En otros aspectos se mantienen ciertas tendencias. En la práctica, como vimos en el artículo anterior sobre el trade-unionismo, tienden al corporativismo, poniendo en oposición a los proletarios sindicados con los que no están, debido a que se centran en sus propios intereses y no los del conjunto. Esto se puede ver en que al organizarse en base a la división del trabajo capitalista, según las categorías (aprendices, oficiales, encargados…), ahondan en la divisiones entre el proletariado en vez de tratar de superarlas a través y para la lucha.

En conclusión, a pesar de que los sindicatos se forjaron al calor de duras luchas y de que cualquier expresión de asociación proletaria fuera objetivo de persecución, esto no significa que las instituciones del proletariado sean independientes de la influencia de la burguesía, pudiendo llegar a actuar de correa de transmisión de ésta, tanto en Inglaterra en el s.XIX como hoy en día. No es que haya burgueses infiltrados entre nuestras filas, sino que el movimiento obrero puede ser utilizado, o derivado hacia formas beneficiosas para la clase dominante, como parte de una totalidad de dominación que adquiere formas cada vez más elaboradas (y perversas). La influencia de la aristocracia obrera sobre el resto del movimiento obrero, del cual también forman parte, puede ser realmente importante. No obstante, lejos de luchar por los intereses del conjunto, tienden a mirar por su propio ombligo. Al contrario, una premisa para la organización efectiva del proletariado es romper con las categorías que impone la división del trabajo capitalista; por encima de separaciones entre fijos/ ETTs, locales/ migrantes, hombres/mujeres, jóvenes/mayores… En algunos casos, sin embargo, la aristocracia obrera puede pelear también por las condiciones de las capas peor situadas del proletariado, pero con el fin de ganar legitimidad negociadora y mejorar su posición de relativa fuerza en el sistema capitalista, actuando como lobby de presión. Al hacerlo, acaba desviando la lucha del conjunto del proletariado a sus intereses particulares, impidiendo que se organice de manera independiente de la influencia burguesa, para lo que tiene que afirmarse como proletariado, reconociendo tener un interés diferenciado del resto de clases sociales. Es por esta razón que esta aparente unidad de clase es en realidad una nueva división. Al contrario, la alianza es posible cuando primero nos hemos establecido de manera independiente respecto al poder burgués, como poder proletario, con instituciones efectivas propias, también para la defensa de nuestras condiciones de vida.

Esto es, cuando funcionamos desde el principio de independencia de clase es cuando podemos dar la vuelta a la tortilla y unirnos con otras facciones –entonces ya más débiles- en la lucha, a condición de que sus intereses queden subordinados a los del proletariado en su conjunto, y nunca al revés, a una de sus fracciones particulares.


[1] En tanto que no nos limitamos a observar y analizar desde la distancia, sino de aprender para cambiar la realidad, y debido a que la
sociología tiende a obviar el elemento de la conciencia, que en nuestro caso tiene un interés esencial. Además la visión sociologizante toma al proletariado como una suma de individuos y no como un actor histórico en su conjunto.
[2] No pretendamos encontrar en la historia un producto acabado y perfecto de lucha defensiva por las condiciones de vida del proletariado. Cada forma organizativa tiene sus límites y es fruto de su época. La armonización entre lucha económica y política se está empezando a dar en esta fase y de hecho es uno de los puntos de la polémica entre marxistas y anarquistas.
[3] Mario Tronti explica esta idea: “la lucha de movimiento de clase por el control no puede agotarse en el ámbito de la empresa aislada, sino que debe relacionarse y extenderse a toda una rama, a todo el frente productivo. Concebir el control de los trabajadores como una cosa que se restrinja a una sola empresa no quiere decir solamente ‘limitar’ la reivindicación del control, sino despojarla de sus significado real y hacerla degenerar en el plano corporativo’ (7 Tesis de Control Obrero, Mondo Operaio Nº 2, febrero de 1958).
[4] Engels también recoge esta oposición: “Los miembros de las ‘nuevas’
tradeuniones, los sindicatos de obreros no calificados, tienen una enorme ventaja: su mentalidad es todavía un terreno virgen, absolutamente exento de los ‘respetables’ prejuicios burgueses heredados, que trastornan las cabezas de los ‘viejos tradeunionistas’ mejor situados.” (prólogo a la segunda edición de La situación de la clase obrera en Inglaterra, 189)
[5] Rosa Luxemburg “Las gafas Inglesas”, LeizpigerVolkszeitung, 9 de mayo de 1899.
[6] Henryk Grossman identifica que la introducción de maquinaria lleva a disminuir los costos de aprendizaje, abaratando el trabajo no cualificado y encareciendo el que sí lo está.
[7] Funciona de una manera parecida a la mano de obra migrante precaria o los parados. Todos ejercen una presión a la baja sobre los salarios de los que están en ese momento dentro del mercado laboral.

La canción del trabajador musicante

Publicado en Dolly Records nº 2.

Sin una canción, la navaja se enroma.
Proverbio de África Occidental.

Una canción vale por diez hombres.
Proverbio marinero.

«Yo he sido profesor y creo que no hay ninguna diferencia entre dar clases y subirse a un escenario. En ambos casos se trata de entretener a delincuentes en potencia». Si damos por buenas estas palabras de Sting y admitimos que la función social de los músicos profesionales es de centinela, entonces deberíamos considerar los sindicatos de músicos (y de profesores) como una especie de asociaciones de policías o guardias jurado diplomados en trabajo social. O al menos así es como habría que considerar a aquellos sindicatos que no cuestionan el papel que juegan estos artistas en la sociedad. En realidad, como vamos a intentar demostrar, la función cultural que tienen los músicos profesionales y la industria de la música en esta sociedad capitalista es más compleja y siniestra. A la hora de servir pan y circo, los músicos aportan su buena ración de circo, menos cruento que el romano pero culturalmente más nocivo. Y la cosa no queda ahí.

Todo esto, no obstante, constituye una novedad histórica relativamente reciente. Las bases materiales de la cultura capitalista de masas, que derribó casi todas las fronteras entre la alta cultura y la cultura plebeya, fueron los medios de comunicación de masas. La radio, la industria de la música y la música moderna surgieron y maduraron en la primera mitad del siglo XX, en la época de entreguerras. Tras este periodo de guerra y crisis las cosas ya no volverían a ser como antes, sobre todo para los trabajadores, cuyos sindicatos quedaron integrados institucionalmente en el Estado y cuya música pasó a formar parte de una cultura de masas, apta para todas las clases sociales. La separación entre el artista y el público, que en la vieja cultura plebeya era un hecho circunstancial, se hizo permanente. Conforme la música se convertía en un trabajo, el trabajador dejaba de hacer música. Cuanto más alto se oía la voz del músico profesional, menos se escuchaba la voz del trabajador.

La belle époque prebélica fue testigo del canto del cisne de la canción sindical. El «Pequeño Cancionero Rojo» de la IWW y la figura de Joe Hill son emblemáticos en este sentido, aunque este tipo de cantar atesoraba al menos un siglo de tradición. Las primeras baladas huelguísticas que se conocen se remontan a los conflictos de los marineros ingleses (1815) y los barqueros del río Tyne (1822). Unos años antes, en 1812, los disturbios luditas habían inspirado canciones como The Cropper Lads (Los mozos de tundir, con versos como «Los tundidores abrimos el baile/¡Con hachuelas, picas y pistolas!»). Según Engels «la clase obrera comenzó la resistencia contra la burguesía cuando se opuso por la fuerza a la introducción de las máquinas». Los primeros combates del proletariado contra la burguesía, pues, tuvieron su propia música. Pero estas canciones obreras, sindicales o de protesta, constituyen en realidad el último estadio de desarrollo de la canción folk, la cual, como expresión cultural de las clases trabajadoras, siempre estuvo íntimamente ligada al trabajo («No se puede escribir sobre folklore sin escrutar la actitud del pueblo respecto al trabajo», decía el folklorista alemán W. H. Riehl en 1861). Y es que la canción del trabajador musicante tiene más en común con los cantos que entonaban los hombres y mujeres del paleolítico en sus cavernas, durante sus rituales de magia simpática, que con los temas de Pete Seeger y Banda Bassotti, o incluso con himnos como La Internacional o A las barricadas.

Para los trabajadores la música siempre fue coser y cantar («En mi pueblo al crujir los telares/Suenan más y mejor los cantares», dice la canción). Los trabajadores cantaban mientras trabajaban, cantaban sobre su trabajo en sus ratos de ocio y terminaron cantando en defensa de los intereses del trabajo durante sus luchas. Y al corear sus cánticos no sólo mostraban cuál era su actitud ante a su trabajo y sus condiciones de vida, sino que además promovían su sentimiento comunitario y forjaban una cultura propia.

Una de clara muestra de esta íntima relación entre el cantar y el trabajar son los cantos de trabajo, es decir, las canciones que se entonaban durante la faena cotidiana. Entre las últimas work songs que se escucharon en occidente se cuentan los shanties (salomas) de la marinería, los hollers (gritos de campo) de los esclavos negros y las endechas de los trabajadores del ferrocarril y los presidiaros condenados a trabajos forzados, unas expresiones que además son precursoras del blues. Estos cantos coordinaban las labores y aumentaban la productividad, pero al mismo tiempo cohesionaban y unían a los trabajadores, quienes muchas veces plasmaban en sus versos sus antipatías hacia los capitanes de los buques o los capataces de la cuadrilla («Un barco yanqui bajaba por el río/¿Y quién crees que lo comandaba?/Un oficial yanqui y un desabrido capitán/¿Y qué crees que daban de comer?/Cola de papagayo e hígado de mono», dice la saloma Shallow Brown). Los shanties de los marineros anglo-americanos, con sus patrones de llamada y respuesta, tienen una clara influencia afro-americana. Los marinantes en general, como obreros itinerantes, jugaron a lo largo de la historia un papel fundamental en la transmisión y fusión de distintas culturas. Hasta la llegada del ferrocarril a los Estados Unidos, las comunicaciones y el comercio de esta nación dependían de los obreros de la mar. El Caribe fue durante siglos un cruce de caminos frecuentado por esclavos africanos y trabajadores españoles, británicos, franceses e indios, entre muchos otros. Marineros, barqueros, leñadores, esclavos y aparceros ponían en circulación su música y sus canciones, y luego estos ritmos y versos recorrían el Mississippi, el Caribe y el Atlántico. A comienzos del siglo XIX, el corsario Jean Lafitte tenía su propio reino en las marismas de las afueras de Nueva Orleans (llamado Barataria, pues vendía barato el botín de sus saqueos), y su propio ejército de bandidos de todas las naciones. No es extraño que esta ciudad policultural terminara convirtiéndose en la cuna del jazz.

Aunque no todas las labores tenían su canto de trabajo, había muchas profesiones que disponían de todo un repertorio de canciones para momentos de ocio. En ellas los trabajadores reflejaban entre otras cosas sus condiciones laborales o los cambios que se estaban produciendo en el gremio («Os diré claramente dónde están las mujeres/Las mujeres han ido a tejer a máquina/Y si quieres toparte con ellas tienes que levantarte temprano/Y hacer una larga caminata hasta la fábrica por la mañana», explicaba The Weaver and the Factory Maid). Los marineros, los tejedores, los leñadores, los mineros y los trabajadores del campo fueron especialmente aficionados a esta clase de cante. En ocasiones, recurriendo a metáforas relacionadas con el trabajo y las herramientas, componían canciones eróticas.

La canción folk tampoco dejaba de lado los trabajos y las condiciones de vida de las mujeres. Buenos ejemplos son A Woman’s Work is Never Done o The Ladies’ Case («¡Qué duro es el destino del sexo femenino!/Siempre encadenadas, siempre encerradas/Atadas a sus padres hasta que las convierten en esposas/Y luego esclavas de su marido el resto de su vida»). También se conservan baladas sobre mujeres que se travestían para desempeñar oficios masculinos, como hicieron entre otras las conocidas piratas Mary Read y Anne Bonny.

La canción protesta no surge en los años 50. Se conoce una copla de este tipo compuesta por los esclavos del antiguo Egipto («¿Tenemos que pasarnos todo el día acarreando cebada y farro?») y hay quien piensa que The Cutty Wren se remonta a la revuelta de campesinos ingleses de 1351 y que Die Gedanken sind frei proviene de las Guerras Campesinas de 1524-26 en Alemania. Durante el periodo de transición del feudalismo al capitalismo, a medida que se aceleraba el proceso de acumulación primitiva de capital y que los pequeños productores eran despojados de sus medios de vida independiente y obligados a buscar trabajo como asalariados, tanto la forma como el contenido de la canción folk se fueron modificando. El fugitivo, el asaltante de caminos, el cazador furtivo, el deportado a las plantaciones de América, el reo condenado a la horca, el soldado desertor y el marinero reclutado a la fuerza en la armada son personajes recurrentes en las canciones de esta época. «La primera, la más grosera, la más horrible forma de rebelión [de los obreros] fue el delito», comenta Engels. Las formas más primitivas de rebelión contra el capitalismo también tuvieron, pues, su banda sonora. Testimonio de esta secular simpatía popular hacia ciertos criminales son las baladas de Robin Hood o de Jesse James.

Conforme avanzaba el proceso de formación de la clase obrera y sus formas de resistencia evolucionaban desde el delito, los disturbios y la destrucción de máquinas hasta el sindicalismo, la canción folk hacía lo propio. La gran cantidad de canciones de los tejedores y mineros ingleses del siglo XIX que se han conservado permiten observar este proceso de toma de conciencia colectiva, partiendo de tonadas como Poverty Knock («Cariño, llegamos tarde/El capataz está en la puerta/Vamos a perder dinero/ Se quedará con nuestro salario/Tendrán que fiarnos el pan») hasta llegar a las amenazas de The Blackleg Miner («Únete al sindicato mientras estés a tiempo/No esperes al día de tu muerte/Pues quizá ese día no esté lejos/¡Sucio minero rompehuelgas!»). Otros trabajadores, como por ejemplo los segadores (Triste invierno: «Nos matan a trabajar/Comiendo sólo pan duro/Cuando una gota que sudas/Vale lo menos mil duros») o los arrieros (El arriero y los ladrones: «¡Arre mulo! ¡Mala maña!/Que no llevamos dinero/Que el dinero lo tiene el amo/ Aunque nosotros lo sudemos») también reflejaban en sus cantos su toma de conciencia ante el trabajo y el mundo en el que vivían.

Como se ha visto, antes de que la industria de la música convirtiera la canción en mercancía y a los cantantes en artistas profesionales con derechos de propiedad, los trabajadores llevaban siglos desarrollando una cultura musical común y propia. Bien es cierto que la figura del músico profesional no surge con el capitalismo y que la canción folk no siempre fue compuesta por los propios trabajadores. Sin embargo eran ellos quienes la entonaban con unos determinados fines y quienes la transmitían y la transformaban mediante tradición oral, hasta que los medios de comunicación de masas cortocircuitaron todo este proceso, permitiendo que el artista profesional llevara a cabo en el terreno de la cultura algo parecido a lo que antes había hecho la burguesía en el terreno de la economía: saquear una propiedad común y someter al trabajador a esta propiedad recién usurpada. Los obreros dejaron de cantar sus propias canciones cuando otros empezaron a cantar por ellos. Paradójicamente, cuando la música se convirtió en un trabajo más, el trabajo empezó a desaparecer de las canciones y la canción empezó a desaparecer de los centros de trabajo, excepto en la forma de hilo musical. Empresas como Muzak comenzaron a estudiar de qué forma la música de fondo podía estimular la productividad y el consumo y reducir el absentismo laboral. Las canciones, ciertamente, siguen hoy formado parte de nuestras vidas, pero de una manera radicalmente distinta.

Durante la Edad de Oro del capitalismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, con la expansión de la sociedad de clases medias y sus posibilidades de promoción social, el trabajo colectivo de cuello azul que dejaba callos en las manos empezó a considerarse como algo degradante y a evitar. La lucha colectiva por la defensa de los intereses del trabajo y el refus de parvenir (rechazo del medro) de los sindicalistas revolucionarios franceses se transformaron en una lucha individual por ascender en la escala social mediante un trabajo acorde con los gustos personales. Siguiendo el eslogan de Auschwitz («El trabajo te libera»), el mantra de la nueva cultura dominante de masas decía «el trabajo te realiza». Y el músico profesional estaba (y aún está) atrapado en este espíritu de los tiempos.

El artista trata de huir de la monotonía y la alienación del trabajo, sueña con convertirse en músico profesional y reclama para sí los derechos sobre su «creación», pues los artistas, dice la cultura dominante, son «creadores». Pero en realidad el artista no crea absolutamente nada. Su bagaje musical procede de un una cultura ajena, popular y obrera, del blues de los esclavos de la cuenca del Mississippi y del hillbilly de los campesinos de los montes Apalaches, cuya mezcla dio lugar al rock’n’roll y posteriormente, al combinarse con las tradiciones musicales de distintos pueblos, a toda clase de estilos y géneros. Ni siquiera las canciones que compone el artista pueden considerarse como propiedad suya, pues responden a todo un conjunto de influencias culturales y condicionamientos sociales que, aunque se catalicen a través de un individuo concreto, son producto social y colectivo, como toda mercancía. El trabajador es de hecho quien crea, no ya la cultura, sino la riqueza que permite que el músico se dedique a su profesión.

La canción folk del trabajador musicante representa la antítesis de la obra del músico profesional. Es anónima, gratuita, colectiva y no tiene el carácter de mercancía que se consume. No fomenta el lucro personal, sino la solidaridad y los lazos comunitarios. Y en este sentido no cabe hacer distinciones entre músicos profesionales según su origen social, el mensaje de sus canciones, su compromiso político o sus ingresos.

Entre el trabajador musicante y el músico profesional se sitúa la figura del músico semi-profesional, un estado efímero que normalmente desemboca en uno de los dos anteriores, pero que ha dado músicos y artistas de la talla de Arnold Schultz, Leadbelly, Mississippi John Hurt, Elisabeth Cotten, Jimmie Rodgers o Roscoe Holcomb. Hoy cada vez son más los músicos que se ven obligados a buscarse otro trabajo para complementar sus ingresos y poder sobrevivir. Esta situación, que para el artista representa una desgracia, sienta las bases para el posible resurgimiento de la canción obrera.

En fin, quien se sube a un escenario no sólo entretiene a delincuentes en potencia, como decía Sting. Su papel en el terreno de la cultura es semejante al del parlamentario burgués en la política o al del representante del sindicato amarillo y subvencionado por la patronal en los centros de trabajo. Cada uno en su esfera ejerce la misma función: obstaculizar la autonomía (cultural, política o sindical) de los trabajadores.

Hoy, en occidente, las consecuencias de la crisis capitalista están arrojando a millones de trabajadores a unas condiciones de miseria y desamparo que muchos comparan con las que existían en el siglo XIX. En aquella época los empresarios y políticos burgueses contaban con la policía y el ejército, pero no con el músico profesional ni con el delegado sindical a sueldo. La formación de la clase obrera fue un proceso que se desarrolló a través de la lucha (y el canto), pero este proceso no sólo partía de unas determinadas condiciones materiales, sino también de unas concretas bases culturales: la cultura folk o popular de la era pre-industrial. En las presentes circunstancias, ¿seremos capaces los trabajadores de repetir la historia y hacer oír nuestra voz por encima de la del artista, el político y el sindicalista profesional? Eso es otro cantar.