Extraído de El Socialista, nº 1127, 1128 y 1129, septiembre/octubre 1909.
El objeto del movimiento sindicalista[1] es, como se sabe, mejorar las condiciones de existencia de los trabajadores, particularmente por medio de la elevación de los salarios y la reducción de las horas de trabajo. Pero ¿termina ahí, mejor dicho, el papel de los Sindicatos concluye ahí?
Hay otras instituciones que se proponen como objeto disminuir las crudezas de la vida del proletario; por ejemplo, las Cooperativas de consumo pueden, excluyendo loe intermediarios, aumentar sensiblemente su salario efectivo, es decir, la cantidad de medios de existencia que aquél puede comprar con su salario. Desde este punto de vista pudiera también mencionarse las Cajas de socorro para enfermos y otras instituciones que, basadas en el seguro mutuo, ayudan al trabajador a pasar los momentos difíciles de su vida.
Pero pocos atribuyen a estas instituciones, incluso a las Cooperativas, una importancia semejante a la de los Sindicatos. Cuando se dice, por consiguiente, que los Sindicatos son útiles para la gran lucha por la emancipación de la clase obrera, porque al mejorar sus condiciones de existencia acrecen su valor de combate, se dice verdad, pero sólo una parte de la verdad. Si, por otra parte, la miseria lenta, la degeneración corporal e intelectual causada por el exceso de trabajo, por las pésimas condiciones de viviendas y de alimentación, hacen con frecuencia a las capas más oprimidas del proletariado totalmente incapaces para la lucha; a la inversa también, una situación más elevada no da siempre un buen combatiente. Porque no es el nivel elevado del salario en sí mismo, es ante todo la manera como ha sido conquistado, y el riesgo que corre esa conquista, si no está constantemente defendida, lo que determina el valor para la lucha. He ahí por qué la importancia de los Sindicatos para la emancipación obrera no puede consistir sólo, o principalmente, en lo que mejoren las condiciones de existencia de los trabajadores.
Una prueba de que los Sindicatos desempeñan en la historia del Socialismo un papel mucho más importante del que desempeñarían instituciones que sirviesen exclusivamente para elevar la situación económica del proletariado, es que en el movimiento obrero hay una tendencia y grupos numerosos de trabajadores militantes que consideran los Sindicatos como instrumento exclusivo de la lucha revolucionaria.
La concepción que desdeña la lucha política como superflua y aun, por sus pretendidos efectos corruptores, como nociva; que no quiere sostener la batalla de emancipación de los trabajadores sino por el movimiento sindicalista, ha sido primero defendida por los anarquistas y ha encontrado mucho eco sobre todo en los países latinos, y más tarde se ha presentado como reacción contra la práctica política de inteligencia con la burguesía que representaban los revisionistas en Francia y en Italia, como la expresión de un sentimiento primitivo de clase, bajo el nombre de «sindicalismo revolucionario». En sus principios se podrá reconocer, aunque bajo una forma estrecha y exagerada, la importancia del movimiento sindicalista con relación a otros medios de acción.
Esa concepción inexacta tiene algo de justo: el error no es, en efecto, sino una verdad parcial, que su carácter incompleto impide reconocer. El hecho exacto de donde proviene el sindicalismo es que la organización sindical es la forma inmediata, natural, que surge de la situación de clase del proletariado, para la concentración de los trabajadores. Siendo la condición mísera del obrero la causa y la razón de su rebeldía contra el orden social actual, la forma primera, natural, elemental de dicha rebeldía es también la lucha por el mejoramiento de esa condición. Y como la clase explotadora se le aparece inmediatamente bajo la forma de su patrono, la lucha es dirigida contra éste, su explotador inmediato.
La organización que surge naturalmente de la condición social de los trabajadores y se adapta a ella es, pues, la organización en Sindicatos. Es también la primera cuya utilidad y necesidad se imponen a los trabajadores aun no educados. La idea de que la lucha debe mantenerse contra la clase capitalista entera y contra el Estado en el terreno político, no puede ser sino el fruto de una experiencia más larga, o la consecuencia de una opresión política particularmente dura, por la cual el Estado pone trabas a la libertad de acción de os trabajadores.
La organización es el arma del trabajador; pero un arma no basta por sí sola para el combate; es menester saberla dirigir. Para dirigir bien la lucha de emancipación, los trabajadores deben disponer de conocimientos, de datos acerca de las condiciones sociales, fuerza y medios de combate de su adversario, y, por consiguiente, de ideas políticas. La idea fundamental de la oposición aguda entre explotadores y explotados, que entraña la acción sindical, no basta. La creencia de que toda política es solamente un medio para la burguesía de extraviar a la clase obrera por métodos hábiles, y que es, por lo tanto, un error del que no se debe participar, no puede pasar por una educación política suficiente. Sólo la participación real en la lucha política puede dar a la clase obrera la madurez política que necesita para colocarse en situación de triunfar del poder del Estado, y por ende de la clase capitalista. Mientras que la práctica de sus luchas obliga cada vez más a los Sindicatos a ocuparse de política, el error del sindicalismo puro que no quiere entrar en la lucha revolucionaria en favor del Socialismo sino por el Sindicato, consiste en desconocer la importancia de la lucha política.
Sea de ello lo que quiera, habría necesidad de preocuparse de la teoría, si la práctica fuese buena. Si un Sindicato está bien armado para su tarea práctica de todos los días, no hay gran mal en dejar que al lado de eso se abandone a la ilusión de una misión revolucionaria ulterior. Pero ordinariamente no ocurre así. El hecho de hacer surgir una presunta labor revolucionaria del movimiento sindicalista conduce fácilmente a hacerla menos apta para alcanzar su fin inmediato, que es el mejoramiento de la suerte de los trabajadores.
Ambas tareas suponen condiciones diferentes, a las cuales se trata de unir, pero que, en la práctica, se excluyen mutuamente una a otra.
Si se piensa que las organizaciones sindicales deben consagrarse al fin revolucionario de la transformación social, lo esencial es que sus miembros estén penetrados de una intensa convicción revolucionaria; esto lleva fácilmente a que el esfuerzo pese menos sobre la gran masa, a la cual dicha convicción no puede inculcársele sino muy difícilmente por la propaganda sola, y a considerarse más bien como cuadros para acciones de masas futuras.
Esto lleva igualmente a hacer que el peso principal de la lucha diaria gravite sobre la solidaridad, sobre el entusiasmo, de suerte que el cuidado prosaico de armarse por medio de fuertes cajas de resistencia es considerado como nocivo para el espíritu revolucionario. Mientras que el sindicalismo burgués considera la lucha de los obreros como un puro «negocio», que no puede conducirse sino con diplomacia, el puro sindicalismo «revolucionario» cae en el exceso contrario, desechando completamente la reflexión reposada y práctica. El resultado será que a despecho de todos los sacrificios y de toda energía, las luchas para la conquista de ventajas determinadas serán infecundas; en vez de comunicar a los combatientes nuevo ardor y fortalecer sus filas, los desanimarán.
Falta el atractivo del éxito; las masas permanecen alejadas o, después de algunas tentativas semejantes, se retiran, y los Sindicatos, en vez de ser organizaciones de masas, se tornan pequeños clubs, que discuten y disputan entre si acerca de la Revolución. Tal ha sido la suerte de los antiguos Sindicatos anarquistas.
Si entre la mayor parte de los obreros persiste la convicción de que en nuestra lucha de clase, los Sindicatos tienen una importancia mayor aún que la misión de elevar momentáneamente sus condiciones de existencia, esa importancia no hay que buscarla en la idea de que se les atribuye una misión futura distinta, que puede estar en contradicción con su labor inmediata. Aquélla debe consistir en que, precisamente al perseguir su labor inmediata, los Sindicatos persiguen un efecto revolucionario
En la lucha entre las clases por la dominación de la sociedad, el resultado depende de los medios de acción de que disponga cada una de las partes combatientes.
Por esto es por lo que todos nuestros pasos, todos nuestros actos, no tienen hoy importancia para la lucha decisiva y final sino en tanto que aumentan nuestra fuerza y nuestros medios de acción. La toma de posesión del Poder político por una clase hasta ahora oprimida, o dicho de otro modo, una revolución, no es jamás un acto aislado, sino siempre un período más o menos largo o corto de lucha, en la cual la fuerzas de la clase oprimida se desarrollan con ímpetu de tormenta, hasta el punto de que llega a ser finalmente la única potestad posible. En este sentido, nuestra lucha periódica constituye una porción necesaria de la lucha revolucionaria decisiva; aquí las fuerzas del proletariado se forman más lentamente, hasta el punto de ponerle en situación de combatir eficazmente con los poderosos medios de acción de las clases dominantes.
La burguesía se ha rodeado por doquiera, en el Estado, de una organización fuerte y sólida que, por su gran autoridad, porque dispone de un ejército muy disciplinado y de un numeroso cuerpo de funcionarios, constituye un adversario difícil de vencer. Frente a ella, el proletariado no puede hallar fuerza suficiente sino dándose a sí mismo una fuerte organización interior y adquiriendo la idea política de aplicar sistemáticamente dicha organización a la lucha.
Para esta obra precisa que el movimiento político y el sindical concurran juntamente: cada uno de estos contribuye, de un modo peculiar, a que la organización sea más fuerte y más perfecta. Si se quisiera explicar su diferente papel mediante una fórmula que las opone de un modo exagerado y simplicista, podría decirse que la lucha sindical contribuye más a la organización, la lucha política más a la educación: la primera crea las armas de combate; la segunda, la capacidad de emplearlas para asestar el golpe decisivo.
Evidentemente, esa oposición no debe ser tomada en un sentido tan absoluto. La Asociación, el Sindicato, contribuye a la educación y la política a la organización. El movimiento sindical, agrupando a los trabajadores en la lucha contra el patrono, les enseña el punto fundamental de toda la educación entre trabajadores y capitalistas.
Las experiencias de la lucha sindical valen más que cien discursos para instruir a los obreros respecto a la naturaleza de la explotación capitalista y al carácter complejo de las oposiciones de clases. Hasta les enseña la necesidad de la lucha política.
Los principios de la ciencia de que el proletariado ha menester en su lucha se los imprime en el alma la dura experiencia sindical como con un hierro candente.
Porque detrás del patrono, del director de la fábrica, se alza toda la clase capitalista, se alzan las leyes, se alza el Estado. Contra ellos no basta esa ciencia elemental. Para la educación ulterior del obrero, para aprender a conocer el capitalismo fuera de la fábrica, en la Bolsa, en las colonias, en la legislación, en el Parlamento y entre bastidores, para comprender a fondo todas sus astucias y sus golpes de mano, toda su retórica y sus bellas frases, hace falta forzosamente la experiencia de una lucha política continuada largamente, enérgicamente e inteligentemente.
A la inversa, la lucha política contribuye también en gran manera a la organización de la clase obrera.
Si es cierto que el movimiento sindical es la primera y natural forma de organización de dicha clase, no puede, sin embargo, hacer de toda la clase un todo homogéneo.
Por su naturaleza, la organización sindical está fraccionada en Federaciones profesionales aisladas, que no tienen entre sí más lazo de unión que el apoyo y el consejo mutuos; además, hay junto a esa organización numerosos grupos de trabajadores que, por su mísera situación, tienen que permanecer alejados de estas organizaciones. En tales condiciones, vese claramente cuán poco puede llegarse al ideal de la gran unidad de clase allí donde el movimiento sindicalista es la forma exclusiva de la lucha, sin tener junto a él un amplio movimiento político, cual sucede en Inglaterra.
Las Uniones particulares, separadas por sus profesiones, desarrollan un espíritu corporativo; en vez de sentirse un sólo cuerpo, promueven entre sí conflictos con frecuencia a propósito de los límites de su acción o de mezquinas diferencias de intereses. Y al mismo tiempo se forma un espíritu autocràtico, un orgullo de organización, que mira despreciativamente desde lo alto la gran masa de los pobres sin colocación, sin organización, abandonados sin protección a todas las miserias, a todo género de inseguridades; a todos los apuros y desesperaciones que el capitalismo reserva a los proletarios. Si en el movimiento obrero alemán se observa algo de tales desviaciones, ello proviene de que aquí, desde los comienzos, un fuerte movimiento político ha despertado la unidad general de clase.
El movimiento político logra lo que el movimiento sindicalista no puede conseguir sino excepcionalmente: coloca clase frente a clase. Para él no existen diferencias entre diferentes grupos de trabajadores; su espíritu es el de aquel obrero que, en los funerales de York[2], al preguntarle de qué gremio era la bandera que llevaba, respondió: «¿A qué viene esa pregunta? Aquí todos somos unos.»
Los representantes políticos del proletariado no hablan ni se mueven en nombre de una agrupación determinada, ni siquiera en nombre de los trabajadores organizados, sino en el de todos los oprimidos y en el de todos los explotados.
El movimiento político expresa lo que hay de común a todos los proletarios; crea así un lazo sólido que une a toda la clase y da a todos sus individuos la conciencia de ser de esta clase.
El hecho de que nuestros representantes en el Parlamento intervengan en nombre de toda la clase obrera, debe por si solo hacer evocar en las masas no instruidas los primeros rudimentos de una conciencia de clase; comienzan a sentirse miembros de un inmenso todo.
La lucha política es también la única que va dirigida contra toda la clase de les capitalistas, contra el capital colonial, bolsista, financiero, agrario, así como contra el capital industrial; a todos toca en lo que les es común, en su acción explotadora, en lo que les pone frente a la gran masa de los explotados.
De esta manera es como la acción política contribuye a la organización de las masas, infundiendo en las masas organizadas el sentimiento de la unidad de clase, la conciencia de que la clase está por encima de las organizaciones particulares, y lo que éstas tienen de diverso retrocede ante lo que tienen de común: existir para ir hacia el ideal, que es la emancipación de su clase.
Tal es la influencia de la acción política sobre la organización de la clase obrera; la influencia de la acción sindical es de otro género muy distinto.
Cuando hablamos de organización, no entendemos por ello la forma externa de ciertas Uniones y Federaciones, sino el espíritu que las reúne; esas formas externas temporales pueden ser destruidas por hechos de fuerza, sin que por eso la clase obrera vuelva a ser la antigua masa dispersa y desunida de otros tiempos.
La ceguera de las clases dominantes es esta precisamente: que no ven el espíritu y se figuran que, destruyendo las formas externas, pueden quebrantar la potencia de una clase revolucionaria; vanamente, porque ésta, a pesar de todo, encontrará siempre formas nuevas que respondan a la constitución de su espíritu.
Lo que distingue la organización de una masa sin trabazón alguna, lo que eleva infinitamente su fuerza sobre las fuerzas aisladas de sus miembros, es precisamente lo mismo que diferencia al bloque de arena, la piedra arenisca, del puñado de arena; un bloque de arena puede, por la fuerza del disparo, producir grandes efectos, mientras que el puñado de arena se disipa bajo la acción del viento, por poco violento que sea.
De ahí la importancia del cemento, que une los granos de arena entre sí; el cemento que aglomera a los hombres en la organización es la concepción intelectual, que hace que cada individuo retire su personalidad propia ante la colectividad. Para que la organización pueda obrar y dejarse sentir como un bloque sólido, es preciso que todas las voluntades individuales se sometan a la voluntad colectiva, sin que durante la acción haya partes aisladas, movidas por una voluntad particular, que se desprendan del bloque. A eso se llama ordinariamente disciplina en el movimiento obrero.
Esta disciplina es totalmente distinta de la obediencia militar, que obra ciegamente bajo el mando de una voluntad extraña; no significa en modo alguno que el individuo se someta siempre a las opiniones superiores de los jefes que han elegido ellos mismos, como un soldado al oficial, ni que se considere respetuosamente toda decisión de mayoría como una voz de Dios infalible. Significa una sola cosa: todo individuo determina su acción, no por su voluntad personal, sino por la voluntad colectiva, a fin de que la acción sea realmente ejecutada como por un bloque.
Esa disciplina, el sacrificio del individuo a la colectividad, es el único resorte que puede hacer de la organización una potencia, y únicamente se adquiere mediante una larga práctica; sólo poco a poco es como los trabajadores vencen el individualismo burgués, la indisciplina que persigue, con independencia de los demás y contra los demás, su propio interés. Esa es, ante todo, la obra del movimiento sindicalista.
En verdad, por doquiera la marcha unitaria es más pujante que la marcha dispersa, y allí donde la práctica muestra los frutos excelentes de la unidad, ésta sirve para inculcar a todo individuo la subordinación de su personalidad al conjunto colectivo. Sin embargo, hay diferencias: allí donde se persigue la voluntad propia, la autonomía no causa inmediatamente perjuicios considerables, ni es tan fácilmente sentida como una gran falta; allí donde la persecución de la voluntad colectiva no cuesta grandes sacrificios personales y no exige más que el trabajo de vencer cierta obstinación en las propias ideas, no es aquélla penosa y deja a los hombres tal cual estaban antes.
Las cosas suceden de un modo distinto en el movimiento sindicalista.
En él, la adhesión a la causa común reclama a menudo los sacrificios personales más duros. Todo obrero sabe que el progreso del bien común entraña para él grandes peligros, y muy frecuentemente ventajas personales importantes le impulsan a traicionar a sus camaradas. Pero también el egoísmo del individuo es susceptible de poner totalmente en peligro el éxito de una batalla y llevar a la causa común un serio peligro. Así, las luchas societarias son conflictos continuos entre el interés individual y el interés colectivo; la práctica enseña que, a la larga, el modo mejor de garantizar el interés individual es procurar el interés colectivo; mas para ello es preciso que en cada caso particular desaparezca el interés personal. En esta escuela de la vida, la disciplina es inculcada a los trabajadores como a latigazos; las aplastantes derrotas que trae la desobediencia a sus prescripciones, hace de ella una necesidad absoluta y los sacrificios personales que su observación implica, hace de los trabajadores otros hombres, hombres nuevos.
Por la lucha, por el sufrimiento, el primitivo hombre es transformado, una raza nueva aparece, tal como la necesita el porvenir, capaz por su cohesión de derruir el antiguo edificio de la sociedad burguesa y de instaurar una sociedad nueva de producción organizada.
Es así como el movimiento sindicalista constituye una de las preparaciones más importantes para la resolución proletaria, no por la parte que le esté asignada de las tareas que no puede realizar por sí solo, y que indudablemente le hacen impropio para su tarea particular, sino porque realiza lo que universalmente está considerado como misión suya completamente peculiar.
A. Pannekoek.
[1] Este trabajo ha visto la luz en la Leipziger Volkszeitung, y el autor es uno de los compañeros encargados de la enseñanza en la Escuela Socialista que en Berlín ha abierto el Partido.
[2] El carpintero Teodoro York fue uno de los primeros y más activos militantes de la organización fundada por Lassalle (Unión general de los trabajadores alemanes). Separose de ella en el Congreso de Eisenach (1869) para constituir, con Bebel y Liebknecht, el Partido Demócrata Socialista. En 1871 fue detenido y encarcelado en Hamburgo por haber protestado contra la anexión de Alsacia-Lorena. Murió en Hamburgo en 1875, poco antes del Congreso de Gotha, que organizó la unidad socialista en Alemania. A sus funerales concurrieron igualmente las dos fracciones del Partido Socialista.