Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 · Anexo Documental

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PRESENTACIÓN

         Al margen de las publicaciones y recopilaciones realizadas por los distintos partidos herederos de la tradición de la Izquierda Comunista Italiana, es la primera vez que se reúnen en un volumen, traducidos al castellano, los documentos más destacados correspondientes al periodo formativo de esta corriente política. Algunos escritos, de hecho, se publican aquí por primera vez en castellano.

         Esta recopilación de tesis, artículos, discursos y cartas que se ha añadido como tercer volumen a la obra Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930, de Agustín Guillamón, constituye por tanto una fuente documental indispensable para el estudio de los fundamentos teóricos de la Izquierda Comunista Italiana, que son los del marxismo revolucionario. Ahí reside exclusivamente su utilidad para la clase proletaria hispanohablante y su lucha revolucionaria.

         Todos los escritos se han traducido del italiano, partiendo, cuando ha sido posible, de una copia digitalizada del documento original. Así ha ocurrido con los textos extraídos de Il Soviet (Tesis de la Fracción Comunista Abstencionista), Rassegna Comunista (Partido y clase, Partido y acción de clase, las Tesis de Roma y El principio democrático) y Prometeo (El movimiento dannunziano, Lenin en el camino de la revolución, El comunismo y la cuestión nacional y Organización y disciplina comunista). Por su parte, el Memorial de Bordiga en el juicio a los comunistas italianos se ha tomado de una copia digital del folleto Il processo ai comunisti italiani, 1923. Cuando no se disponía de una copia digitalizada del documento, se ha recurrido a las distintas páginas web de las actuales organizaciones herederas de la tradición política de la Izquierda Italiana. Así, de la edición digital de la revista Comunismo se ha tomado la Carta del CC del PCUS a la delegación italiana en el IV Congreso y respuesta de la delegación italiana, La función histórica de las clases medias y la inteligencia, la Plataforma del Comité de Entente y la Declaración del representante de la Izquierda no publicada por el Comité Central. De la edición digital de los Quaderni Internazionalisti di Prometeo se ha extraído la Moción presentada por la Fracción Comunista en el XVII Congreso del PSI. De la web del Partido Comunista Internacional, el Proyecto de Tesis sobre la táctica presentado en el IV Congreso de la IC. Y de la web de n+1 los doce documentos restantes.

         Aunque la traducción no se ha realizado con ánimo ni capacidad profesional, sino con espíritu militante, se ha intentado hacer de manera meticulosa y hasta escrupulosa, tratando de permanecer fieles al contenido del texto, por supuesto, y también a su forma, en la medida en que esto último no chocaba con una adecuada exposición en castellano, que siempre facilita la lectura y la comprensión. Todas las notas a pie de página son de traducción.

         Tengo que dar las gracias a Agustín, Clara y Jorge, que han colaborado en la traducción de algunos documentos y sin cuya ayuda esta recopilación difícilmente se habría llevado a cabo.

Ángel Rojo, septiembre 2020

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 · Volumen II (Agustín Guillamón)

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REFLEXIONES FINALES

De 1912 a 1926 la acción y pensamiento político de Amadeo Bordiga encarnaron la lucha del marxismo revolucionario en Italia.

Ya antes de la Primera Guerra Mundial, la izquierda marxista del PSI expresó en los congresos de Reggio Emilia (1912) y Ancona (1914), el surgimiento de una mayoría capaz de enfrentarse al reformismo, el sindicalismo y el nacionalismo. 

Dentro de esta ambigua mayoría (de la Fracción Intransigente) se delineó la formación de una extrema izquierda (la Fracción Intransigente Revolucionaria), que tendió siempre a soluciones más radicales y clasistas. Esta extrema izquierda del PSI, en los congresos de Bolonia (mayo de 2015), Roma (febrero de 1917) y Florencia (noviembre de 1917) sostuvo posiciones muy próximas a las de los bolcheviques, como fueron la negación de la ayuda obrera a las tareas de defensa nacional y la consigna de derrotismo revolucionario, lanzada por Bordiga tras Caporetto (derrota italiana de octubre de 1917).

La fundación de Il Soviet (diciembre de 1918), órgano de la Fracción Abstencionista, supuso la defensa decidida de la revolución rusa y de la dictadura del proletariado, así como un claro planteamiento de la función del partido revolucionario.

La Fracción Abstencionista se planteó, desde el primer momento, la escisión del PSI de los revolucionarios. Su objetivo y su tarea principal en los años 1919 y 1920 fue extender la fracción a nivel nacional para fundar el Partido Comunista. En el II Congreso de la Internacional Comunista, la Fracción Abstencionista abandonó el abstencionismo como criterio táctico fundamental, y Amadeo Bordiga tuvo una intervención decisiva en el endurecimiento de las condiciones de admisión a la Tercera Internacional.

En todo momento, la acción y el pensamiento de Amadeo Bordiga tienen un marco italiano e internacional, íntimamente entrelazados, como correspondía a la militancia en el movimiento comunista internacional.

En enero de 1921, en el Congreso de Livorno del PSI, Bordiga dirigió y protagonizó la escisión de los comunistas y la fundación del PCI. Fue el máximo dirigente del PCI desde su fundación hasta el IV Congreso de la IC (diciembre de 1923).

La asimilación de los clásicos marxistas constituye una impronta imborrable y una constante referencia en los textos programáticos bordiguistas. Este dominio teórico, unido a la experiencia adquirida por Bordiga en la lucha contra el oportunismo imperante en la Segunda Internacional, le prepararon para enfrentarse a las crecientes disidencias entre el PCI y la IC con una capacidad crítica excepcional, dotada de una característica coherencia, rigor e intransigencia que la hacían temible y respetada a la vez.

El nuevo oportunismo, que hacía mella en la Internacional Comunista, se caracterizaba por una permanente adecuación del análisis histórico del capitalismo al cambio producido en las condiciones y situaciones inmediatas de la lucha del proletariado.

Amadeo Bordiga comprendió, analizó y denunció el carácter del oportunismo comunista. Del mismo modo, supo captar los primeros síntomas de abandono de los principios programáticos comunistas. Y se enfrentó hasta el último momento, en el seno de la propia Internacional, a la progresiva degeneración oportunista y contrarrevolucionaria del movimiento comunista internacional. No porque creyera que aún era posible evitar la derrota de la oleada revolucionaria iniciada en 1917, sino para dar testimonio y facilitar en el futuro la restauración teórica y organizativa del partido revolucionario.

En 1926, la Izquierda del PCI había culminado un largo proceso de formación ideológico y programático, caracterizado por las tensiones y enfrentamientos con la Internacional Comunista.

Estas divergencias no se resolvieron mediante una escisión, con ocasión de la acusación de fraccionalismo hecha al Comité de Entente (junio de 1925), a causa de la decidida oposición de Bordiga, contrario a la ruptura definitiva con el PCI y la IC.

El Congreso de Lyon del PCI (enero de 1926), supuso la definitiva derrota organizativa de la Izquierda, dada su imposibilidad de presentarse como fracción o tendencia en el seno del partido, así como de defender sus posiciones políticas.

La intervención de Amadeo Bordiga en el VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional fue la última posibilidad que tuvo la Izquierda del PCI de utilizar una tribuna internacional para defender el programa comunista fundacional. El brusco enfrentamiento entre Stalin y Bordiga, en torno a la cuestión rusa y la teoría del socialismo en un solo país, señalaba la definitiva derrota de las concepciones revolucionarias en el seno del movimiento comunista internacional.

Bordiga constató que la llamarada revolucionaria internacional iniciada con el Octubre ruso había sido definitivamente apagada por el alud contrarrevolucionario. Reconocida esta derrota histórica del proletariado, rechazó todo activismo y mística de la vanguardia y la organización, abrazó una concepción férreamente determinista de las posibilidades revolucionarias y personalmente consideró inútil su militancia activa en la clandestinidad impuesta por el fascismo.

En 1926, en el momento de su detención y confinamiento por las autoridades fascistas, pero cuando ya estaba también organizativamente aislado en el seno del partido y en la Internacional, Amadeo Bordiga había elaborado, como líder de la Izquierda del PCI, un cuerpo teórico coherente y acabado, claramente diferenciado del marxismo soviético oficial.

Los rasgos diferenciales fundamentales de este pensamiento marxista bordiguista eran, en 1926, los siguientes:

  1. Rechazo de la táctica de frente único y de la consigna de los gobiernos obreros y campesinos, así como de todo tipo de coalición antifascista.
  2. Rechazo de la dirección de la Internacional Comunista por el Partido Comunista ruso y de la teoría del socialismo en un solo país.
  3. Rechazo de la necesidad de defensa de la democracia burguesa por parte de los comunistas.
  4. Rechazo del antifascismo y de toda doctrina política ajena a la lucha de clases.
  5. Consideración de la democracia y el fascismo como dos formas de dominio burgués complementarias, equivalentes e intercambiables.
  6. Rechazo del principio democrático en el seno del Partido Comunista. Al centralismo democrático se opone el centralismo orgánico.
  7. Lucha y crítica contra el oportunismo, entendido como dejación de principios programáticos fundacionales.
  8. El partido es definido como un órgano de la clase, no inmediatista, centralizado, que defiende su programa intransigentemente, anteponiendo la defensa de los intereses históricos del proletariado al reformismo.
  9. La táctica tiene unos límites impuestos por el programa comunista. Una táctica inadecuada influye necesariamente en cambios programáticos, así como en la naturaleza misma del partido.
  10. Rechazo a la fundación de una nueva Internacional sobre la base de un denominador común de experiencias negativas o críticas a la Tercera Internacional o el estalinismo. Necesidad previa de un balance histórico de los errores de la Internacional y de elaboración de una plataforma programática común. 

La derrota organizativa de la Izquierda del PCI era consecuencia directa de su defensa intransigente de los principios programáticos comunistas. En 1928, en el suburbio industrial parisino de Pantin, los exiliados comunistas italianos en Bélgica y Francia se reunieron para fundar una nueva organización, que podemos calificar sin lugar a dudas como bordiguista: la Fracción de Izquierda del PCI, que en 1935 cambió este nombre por el de Fracción Italiana de la Izquierda Comunista Internacional.

En la declaración de su congreso fundacional, este grupo manifestaba su adhesión a los principios programáticos del II Congreso de la IC, del congreso fundacional del PCI en Livorno, de las tesis de Bordiga en la conferencia clandestina del PCI en Como, de las tesis presentadas por Bordiga al V Congreso de la IC, así como de todos los escritos del camarada Bordiga. Es decir, la nueva organización política se declaraba partidaria de toda la acción y el pensamiento político desarrollados por Amadeo Bordiga, desde su intervención en el II Congreso de la Internacional Comunista y en Livorno hasta sus últimas intervenciones en Lyon o en el VI Ejecutivo Ampliado de la IC, de 1926. El apelativo de bordiguismo, dado por el resto de formaciones políticas, no podía ser más apropiado

Sin embargo, debemos señalar que la Fracción de Izquierda del PCI rechazó, en todo momento, el apelativo de bordiguista. No deja de ser cierto que las tesis desarrolladas por este grupo durante los años treinta se hicieron sin contacto alguno con Bordiga. Por otra parte, los escritos de Amadeo Bordiga se resisten a la personalización: son siempre textos de partido, aunque esta característica conozca grados diversos, desde los de carácter programático a los artículos de debate o la correspondencia con otros militantes.

¿Hasta qué punto es lícito personalizar e individualizar unos textos programáticos, de partido? El peligro radica en convertir la historia de un partido o un movimiento en la biografía de sus dirigentes.

¿No es ahistórico y erróneo personalizar el complejo fenómeno del estalinismo en la persona de Stalin? ¿Es factible reducir la alternativa histórica que se presentaba ante el PCI, entre la defensa de los principios programáticos de Livorno o la aceptación de la disciplina ciega a la Internacional, en un enfrentamiento individual entre Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci?

El propio Bordiga se quejaba, en los agrios debates sobre el fraccionalismo del Comité de Entente de la Izquierda, del excesivo personalismo en torno a su nombre. Conocida es, por lo demás, su concepción del líder en un partido comunista como mera función totalmente despersonalizada. El mérito y la fuerza de Gramsci y Togliatti en el PCI no fue otro que el de ser los hombres de confianza de la Internacional en Italia. Esa es también su miseria, porque ello suponía su plena identificación con el naciente estalinismo. La inevitable derrota y la debilidad de Bordiga radicaban en su intransigente oposición al oportunismo y a la degeneración de la Internacional. Esa es también su grandeza histórica, y el origen y la razón de ser del bordiguismo como corriente marxista diferenciada.

Agustín Guillamón.

«Anti-Gramsci», o ¡Vamos, Antonio, sal a bailar, que tú lo haces fenomenal!

El aniversario de la muerte de Gramsci se ha celebrado un año más en la prensa izquierdista con la correspondiente ristra de artículos y panegíricos, loas y cumplidos. Gramsci nunca pasa de moda. Bien es cierto que el corte gramsciano se adapta a todas las temporadas y estilos, y que por su parte la izquierda radical, siempre más preocupada por las apariencias que por el fondo, nunca pierde la oportunidad de cubrir sus vergüenzas con los ropajes más horteras, siempre que sea para dar el pego. Como se suele decir, aquí se junta el hambre con las ganas de comer.

Como toda buena mercancía moderna, la obra y el pensamiento de Gramsci se prepara al gusto del consumidor, que siempre tiene razón. De esta forma, bajo la sombra del árbol gramsciano se puede reunir, en las fiestas de guardar, la gran familia del izquierdismo. Ocurre que la sombra es escasa, pues el árbol nunca fue muy frondoso, y la familia es numerosa, reuniendo a tres generaciones de impostores (a saber: los abuelos estalinistas, los hijos eurocomunistas y los nietos podemitas). Pero ya saben, familia que reza unida permanece unida cual «bloque histórico». Unos agarran su estampita de Gramsci marxista-leninista, fundador y bolchevizador del PCdI. Otros prefieren encomendarse al Gramsci «trotskista», crítico con Stalin. El Gramsci antifascista causa mucha devoción, por supuesto. Y la imagen de Gramsci consejista hay quien asegura que quita el dolor de muelas. A las jóvenes generaciones, por su parte, les encanta disfrazarse con el hábito de «intelectual orgánico» para predicar la «guerra cultural».

Sea como fuere, la fama intelectual de Antonio Gramsci (1891-1937) proviene principalmente de sus obras escritas en la cárcel durante sus últimos años de vida, tras su detención en noviembre de 1926. Evidentemente, sus Cartas y Cuadernos de la cárcel no podían ser otra cosa que la reflexión resultante de su experiencia y aprendizaje político como militante socialista y comunista, entre 1913 y 1926. Pero, por desgracia, tanto la práctica previa como la reflexión teórica posterior adolecen de una completa falta de solidez y sustancia, si medimos éstas, eso sí, según los parámetros del marxismo revolucionario, pues todo depende del color del cristal con que se mire.

Para comprender mejor la figura y el pensamiento de este genio disidente y apreciar el significado histórico de esta lumbrera del comunismo, tenemos que hacer un breve repaso por su vida y milagros.

LOS AÑOS DE MILITANCIA SOCIALISTA DE GRAMSCI

Gramsci, nacido en Cerdeña, dio sus primeros pasos en el movimiento socialista siendo estudiante en la industrial y proletaria ciudad de Turín. En aquella época la situación política italiana era peliaguda, o como diría un gramsciano, muy compleja. La guerra de Libia entre Italia y Turquía (1911-1913), que fue respondida por el movimiento obrero con una huelga general, había provocado una buena sacudida en el Partido Socialista Italiano, dominado por el típico sector reformista, parlamentarista y colaboracionista. En este partido, sin embargo, empezaba a despuntar un ala izquierda, llamada Fracción Intransigente, que capitaneada por Mussolini había logrado expulsar del PSI a los reformistas más recalcitrantes y a los masones, que en Italia (como en España) dominaban la política parlamentaria de izquierdas.

En este contexto, en el invierno de 1913-1914, casi en vísperas de la Gran Guerra, Gramsci se inscribe en el PSI. En aquella época, según cuenta él mismo, padecía «un tipo de anemia cerebral que me quita la memoria, me devasta el cerebro». Ya fuera a causa de los daños cerebrales o de su formación crociana, más que socialista o marxista, el caso es que la actividad de Gramsci durante sus años de militancia socialista no se caracterizó por su claridad de ideas, como vamos a ver.

Dos acontecimientos vinieron a establecer claras fronteras políticas de clase entre los campos proletario y burgués: la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. ¿Cómo respondió el maltrecho caletre de Gramsci a tan graves sucesos?

Es sabido que el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 supuso la bancarrota de la Segunda Internacional, cuyos partidos, carcomidos durante las previas décadas por el reformismo, el parlamentarismo y el nacionalismo, no dudaron en votar los créditos necesarios para que los Estados capitalistas pusieran en marcha toda maquinaria de guerra. El PSI no salió del todo malparado de aquel trance, pronunciándose ambiguamente a favor de la neutralidad («ni adherirse ni sabotear» la guerra, fue la consigna). Sin embargo, dentro del partido no tardó en desarrollarse una corriente favorable a la intervención contra Austria y la «bárbara» Alemania, que se manifestó sobre todo en las páginas del periódico Avanti!, dirigido por Mussolini, quien a la sazón era el líder del ala izquierda del partido, como se ha dicho. En octubre de 1914 Mussolini publicó el polémico artículo titulado «De la neutralidad absoluta a la neutralidad activa y operante», defendiendo abiertamente la intervención, lo cual le valió la expulsión del PSI. Ya conocemos la historia: con dinero procedente, entre otros, de socialistas franceses y de los servicios secretos británicos, fundó el periódico Il Popolo d’Italia y posteriormente el movimiento fascista, que llegaría al gobierno en 1922.

Gramsci, pues, apenas iniciada su militancia socialista, aparte de enfrentarse a los exámenes y las jaquecas tuvo que vérselas con esta grave crisis en el partido. Entre tanta confusión, o como diría hoy un gramsciano, como la realidad era compleja, el sardo debió pensar que si el intransigente Mussolini abogaba por la «neutralidad activa y operante», sus razones debía tener el buen hombre. Además, aquel eslogan sonaba bastante bien. Así que el novicio Gramsci, tan activo y operante él, decidió escribir un artículo con ese mismo título en El Grito del Pueblo, el 31 de octubre.

Verdad es que la propia fórmula de «neutralidad» del PSI invitaba a la confusión y la ambigüedad. ¿Neutralidad de quién? ¿Del Estado italiano en la guerra o del proletariado en la lucha de clases? Pero Gramsci, lejos de aclarar las cosas, las enredó aún más. Leyendo hoy el artículo «Neutralidad activa y operante», lo cierto es que uno no encuentra entre tan engorrosa palabrería ninguna referencia explícita a la intervención en la guerra. Gramsci ciertamente defendía la consigna mussoliniana y alababa el «concretismo realista» del futuro fascista, pero parecía entender la «neutralidad activa y operante» como una apuesta por la lucha de clases. Da la impresión de que Gramsci no estaba muy al tanto de lo que se ventilaba en toda aquella polémica. Pero en todo caso, el artículo otorgó a su autor una reputación de intervencionista que le acompañaría durante todos sus años de militancia socialista.

Nuestro inexperto revolucionario, por tanto, no salió muy airoso de esta primera prueba, pero al menos no siguió a Mussolini y permaneció en el PSI. No le juzguemos por este traspié juvenil y sigámosle en estos años terribles. Por el momento la teoría socialista no era su fuerte. En cambio, en la redacción de sus artículos periodísticos hacía gala de un estilo prometedor y nada prosaico, que le colocaba, eso sí, más que en la estela de Marx, en la de Julián Sanz del Rio. Como buen estudiante de letras, los temas relacionados con la cultura empezaron a hacerle tilín. El concepto de «hegemonía» aún no había echado raíces en su cerebro, pero éste daba muestras de una fecundidad desbordante, capaz de los mayores desatinos y de fenomenales jeroglíficos como estos, extraídos de su artículo «Socialismo y cultura», publicado en El Grito del Pueblo (29/1/1916):

«La cultura es […] organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. […] El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo habido siempre explotados y explotadores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. […] Y esa conciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y luego de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeabilidad de ideas a través de agregados humanos».

Como se puede apreciar, Gramsci aún no estaba muy al tanto de qué era eso del materialismo. Aunque se esforzaba por asimilar el ABC del marxismo, la cosa no era fácil: «En aquel tiempo el concepto de unidad de teoría y práctica, de filosofía y política, no me resultaba claro y yo era por tendencia crociano». Ya se sabe que la universidad, más que enseñar, le vuelve a uno medio bobo. ¡Pobre Gramsci!… Sigamos.

Italia finalmente intervino en el conflicto bélico en mayo de  1915. La guerra seguía su curso. Pero el proletariado europeo empezaba a pensar que la broma ya había durado bastante. Y en esto llegó la revolución de febrero de 1917 en Rusia. Ese mismo mes, Gramsci publicó él solito una revista llamada La Ciudad Futura, de la que saldría un único número y donde dejó constancia de su opinión sobre Croce como «el más grande pensador de Europa en este momento». Algún lector malpensado dirá que eso de que un militante socialista muestre tanta estima por un filósofo idealista y liberal de izquierdas, como era Croce, es algo contradictorio. ¡Allá cada cual con sus envidias!

El ambiente obrero en Italia también estaba caldeado, si bien no tanto como en Rusia. En agosto de 1917 estalló una revuelta en Turín a causa del hambre y la guerra, que fue sofocada con plomo, metralla y cárcel. Los líderes socialistas regionales fueron arrestados en masa, lo que permitió a Gramsci entrar en el comité directivo de la sección turinesa del partido y quedarse como único redactor de El Grito del Pueblo. Esto último le vino de perlas, pues estaba empezando a cogerle el gusto a eso del periodismo y su prosa «krausista» mejoraba cada día.

Dentro del PSI, las divisiones internas causadas por la guerra, la orientación política y la actividad de la organización, estaban provocando la polarización el partido en distintas fracciones. Gramsci, posicionándose en la pelea, estuvo presente en la reunión clandestina de la Fracción Intransigente Revolucionaria del PSI que se celebró en noviembre de 1917 en Florencia. Esta fracción agrupaba a sectores heterogéneos del partido que se oponían a la unión sagrada y la defensa del territorio nacional, propugnadas por los socialistas reformistas del PSI (o social-patriotas) tras la derrota militar italiana en Caporetto.

Por aquellas mismas fechas la Revolución de Octubre acababa de triunfar, atrayendo las simpatías de las diversas corrientes políticas que coexistían dentro del movimiento obrero. Gramsci no pudo resistir la tentación de escribir unos parrafillos acerca de tan importante acontecimiento, y en noviembre apareció en El Grito del Pueblo su artículo titulado «La revolución contra El Capital». Al cándido Gramsci no se le ocurrió nada mejor que describir a los bolcheviques del siguiente modo: «No son «marxistas», y eso es todo. No han levantado sobre las obras del maestro una exterior doctrina de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Viven el pensamiento marxista, el que nunca muere, que es la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán, y que en Marx se había contaminado con incrustaciones positivistas y naturalistas». Por si fuera poco, añadía: «[La Revolución de Octubre] Es la Revolución contra El Capital, de Carlos Marx. El Capital de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los proletarios». ¿Cómo te quedas, Lenin? Es verdad que por aquel entonces Ulianov y el bolchevismo eran prácticamente desconocidos fuera de Rusia. Corramos un tupido velo.

El Grito del Pueblo dejó de publicarse en octubre de 1918. Pero Antonio era culo de mal asiento y no se quedó de brazos cruzados. Como le gustaba escribir más que a un tonto un lapicero, en mayo de 1919 comenzó a publicar L’Ordine Nuovo, una revista turinesa de cultura (of course!) socialista, junto a sus amigos Togliatti, Tasca y Terracini.

En fin, Gramsci pasó por las pruebas de la guerra y la Revolución Rusa con más pena que gloria. Parecía algo duro de mollera, pero el caso es que, consciente o inconscientemente, por voluntad firme o afortunada casualidad, se situaba en el ala izquierda del PSI y apoyaba la revolución proletaria en Rusia. ¡Pelillos a la mar! Hagamos la vista gorda, démosle un voto de confianza y, para ponernos en contexto, veamos cuál era la situación del movimiento proletario y socialista en Europa en general, y en Italia en particular, en la época en que Gramsci y sus amigos empezaron a publicar L’Ordine Nuovo.

La Revolución de Octubre de 1917 dio comienzo a un periodo de agudización de la lucha de clases que en gran parte de Europa adquirió un carácter revolucionario. Su consecuencia más inmediata fue el cese de la guerra, pero la cosa no quedó ahí: revolución alemana (1918-1919), trienio bolchevique en España (1918-1920), bienio rojo en Italia (1919-1920)… Nunca antes la victoria de la revolución proletaria estuvo tan cerca. La incapacidad de los partidos socialistas para encauzar el impulso proletario por la vía revolucionaria, su colaboración con la burguesía, e incluso su papel represivo y criminal (recordemos a Noske y el asesinato de Liebknecht y Luxemburg), provocó en el seno de estos partidos la emergencia de una serie de corrientes, grupos y fracciones que no tardarían en escindirse para fundar los distintos partidos comunistas.

En Italia concretamente, el Partido Socialista celebró en octubre de 1919 un Congreso en Bolonia, donde entre otras cosas se planteó la cuestión de la adhesión del PSI a la III Internacional. En este congreso el partido apareció dividido en varias corrientes, entre las que cabe mencionar a los «ordinovistas» (de L’Ordine Nuovo) de Gramsci, reducidos a Turín, y a otra fracción más importante y sólida (aunque también minoritaria) que con el nombre de Fracción Comunista Abstencionista iba extendiéndose a nivel nacional y había empezado a publicar en diciembre de 1918 el periódico Il Soviet. En el Congreso de Bolonia la Fracción Abstencionista defendió la expulsión de los reformistas del PSI y la orientación del partido hacia la preparación revolucionaria, en lugar de hacia las elecciones parlamentarias (de ahí el nombre de «abstencionistas», pues pensaban que en una situación revolucionaria el partido no debía presentarse a las elecciones, sino preparar la revolución). Derrotada en el congreso, esta fracción minoritaria empezó a fraguar la escisión del PSI para fundar el Partido Comunista de Italia. Gramsci y los ordinovistas, por su parte, votaron en el congreso a favor de la moción propuesta por la Fracción Comunista Eleccionista, encabezada por el ambiguo Serrati, que a pesar de defender la adhesión del PSI a la Internacional Comunista, era partidario de mantener la unidad dentro del partido, eludiendo la necesaria expulsión de los reformistas, que obstaculizaban la actividad revolucionaria del PSI. La moción de Serrati salió vencedora en las votaciones, y por tanto el PSI estuvo presente en el II Congreso de la III Internacional, celebrado en julio de 1920.

Entre tanto, la lucha del proletariado italiano iba adquiriendo efectivamente un carácter revolucionario, particularmente en Turín, donde precisamente se hallaban los ordinovistas de Gramsci y compañía. En abril de 1920, una huelga en la fábrica de la FIAT en Turín desencadenó un movimiento de solidaridad que terminó generalizando la lucha a todo el sector metalúrgico de esta ciudad industrial, formándose consejos obreros en las fábricas. El movimiento, aislado en Turín, terminó disolviéndose, pero reapareció con más fuerza en septiembre, esta vez extendiéndose por buena parte de Italia. Finalmente fue derrotado gracias a la pasividad del PSI y del sindicato CGL, más que a la represión gubernamental.

Los acontecimientos de 1920 fueron la gota que colmó el vaso de las divergencias internas del Partido Socialista, que por otra parte ya venían de lejos. El verbalismo revolucionario de los dirigentes serratianos del PSI había demostrado su carencia de contenido. Los ordinovistas cambiaron de orientación y se acercaron a los abstencionistas. Aunque el 18 de octubre de 1919 Gramsci había publicado un artículo («La unidad del partido») rechazando toda posibilidad de escisión dentro del PSI, pocos meses después, viendo cómo estaba el percal, acudió como invitado a una conferencia de los abstencionistas, en mayo de 1920. ¡Rectificar es de sabios! En octubre, ordinovistas, abstencionistas y otros grupos socialistas de izquierda crearon el Comité provisional de la Fracción Comunista del PSI, formado por 7 miembros, entre los cuales estaba el propio Gramsci. En la Conferencia de Imola, celebrada en noviembre, esta Fracción empezó a planear conjuntamente la escisión, que se produjo finalmente en enero de 1921, durante el Congreso del PSI en Livorno. Los partidarios de la moción de la Fracción Comunista, de nuevo derrotada en el congreso, abandonaron la reunión cantando La Internacional, y acto seguido fundaron el Partido Comunista de Italia, en cuyo Comité Central entraron dos ordinovistas: Gramsci y Terracini.

¡Bueno! Pues aunque no había sido lo que se dice fácil, Gramsci y los ordinovistas finalmente habían logrado entrar a formar parte de la vanguardia revolucionaria italiana y mundial. Y si decimos que no fue fácil, es porque en la primavera de 1919 L’Ordine Nuovo no era más que «el producto de un intelectualismo mediocre que buscaba a tientas un punto de apoyo ideal y una vía para la acción», como decía el propio Gramsci en «El programa de L’Ordine Nuovo» (14-28/8/1920). «El único sentimiento que nos unía en aquellas reuniones era el provocado por una vaga pasión por una vaga cultura proletaria. Queríamos hacer, hacer, hacer, nos sentíamos angustiados, sin una orientación, hastiados en la ardiente vida de aquellos meses después del armisticio». Pasar de ahí a fundar el partido revolucionario en Italia en apenas dos años no es moco de pavo. Es cierto que los ordinovistas se sumaron a última hora a los esfuerzos escisionistas encaminados hacia la fundación del partido comunista. Lo hicieron durante los meses previos al Congreso de Livorno, cuando la ola revolucionaria acababa de estrellarse contra el dique capitalista y empezaba el reflujo. Es cierto también que Gramsci no dijo ni «mú» durante el congreso de la escisión. Es cierto que el nombre de Gramsci se convirtió durante las sesiones en «sinónimo de intervencionismo» (según el historiador programsciano Paolo Spriano). Y también es cierto que Amadeo Bordiga, líder de los abstencionistas y principal conductor de la escisión comunista, tuvo que salir en su defensa: «Puede que entre nosotros haya debilidades, incapacidades, lagunas, puede que haya disensiones. Gramsci puede equivocarse […] pero todos luchamos igualmente por la última meta». Pue sí, Gramsci se había equivocado, Gramsci tenía lagunas (y no pequeñas precisamente), pero ahí estaba el tío. Para la historia queda que fue uno de los fundadores del PC de Italia y que entró a formar parte del Comité Central del partido, siguiendo y asumiendo, eso sí, el liderazgo de la Fracción Abstencionista y de Bordiga («sin Bordiga no se hace el partido comunista, es necesario aceptar su dirección», pensaban los ordinovistas). A pesar de sus profundas discrepancias políticas, Gramsci y Bordiga terminaron entablando una sólida y duradera amistad.

Así pues, a comienzos de 1921 Gramsci ya era comunista, o al menos eso decía su carné de militante. Pero, ¿hasta qué punto habían evolucionado las ideas de Gramsci durante los últimos años, al calor de la revolución rusa y la ofensiva proletaria? Veamos.

En 1918, siendo aún redactor de El Grito del Pueblo, Gramsci exponía así su concepto del régimen democrático italiano: «La democracia italiana aún es «demagogia», pues no se ha constituido en una organización jerárquica, ya que no obedece a una disciplina ideal procedente de un programa al que adherirse libremente» (El Grito del Pueblo, 7/9/1918). Cristalino como agua pura.

Esta noción del carácter incompleto de la revolución burguesa en Italia, Gramsci la remataba concluyendo que el proletariado italiano aún no estaba preparado para la revolución, pues debido al débil desarrollo del capitalismo en Italia, la clase obrera se hallaba culturalmente atrasada y sin suficiente capacidad revolucionaria: «El movimiento socialista se desarrolla, reagrupa multitudes cuyos miembros individuales están preparados en diversos grados para la acción consciente […]. Esta preparación es más débil entre nosotros, pues Italia no ha pasado por la experiencia liberal, ha conocido pocas libertades y el analfabetismo está más extendido de lo que afirman las estadísticas» (El Grito del Pueblo, 31/8/1918).

Sin embargo, como hemos visto, a los obreros italianos, sobre todo a los de Turín, les dio por demostrar en 1920 que no por ser analfabetos eran menos revolucionarios. A pesar de este fallo en sus previsiones, Gramsci no se desanimó. Al fin y al cabo la realidad es muy compleja, ya se sabe. Como dijimos, en mayo de 1919 empezó a publicar L’Ordine Nuovo con sus colegas de la Universidad de Turín. «Angustiados», «desorientados», «hastiados» y queriendo «hacer, hacer, hacer» (casi como activistas de Lavapiés), unidos por «una vaga pasión por una vaga cultura proletaria», empezaron a escribir, escribir y escribir. Y con eso de escribir mucho y pensar poco de vez en cuando surgía alguna polémica sin importancia.

Pero Gramsci no era un pelanas, y no le achantaban los duelos retóricos. El 20 de marzo de 1920, por ejemplo, se defendía así en su revista de unas críticas malintencionadas: «[un camarada de Bolonia] se ha escandalizado seriamente al leer en L’Ordine Nuovo la siguiente opinión: «si un monje, un cura o un religioso efectúan cualquier trabajo de utilidad social, y por tanto son trabajadores, hay que tratarles como al resto de trabajadores», y cree oportuno preguntar a los camaradas de L’Ordine Nuovo si, escribiendo así, no dan razones para pensar que lo que propugnan es el nuevo orden [referencia irónica a Ordine Nuovo] de los curas, monjes y religiosos socialistas […] ¿Qué actitud cree [el camarada de Bolonia] que debería adoptar el poder de los soviets italianos respecto a Bérgamo, si la clase obrera de Bérgamo elige como representantes a curas, monjes y religiosos?». La pregunta, desde luego, tenía miga. Gramsci proseguía así: «¿Acaso tendríamos que arrasar Bérgamo a sangre y fuego? […] ¿Acaso los obreros comunistas, no contentos con enfrentarse a la ruina económica que el capitalismo dejará en herencia al Estado obrero […], deberían también iniciar en Italia una guerra de religión, aparte de la guerra civil? […] En Italia, en Roma, están el Vaticano y el Papa, pues el Estado liberal se ha visto obligado a buscar un equilibrio con el poder espiritual de la Iglesia. El Estado proletario también deberá encontrar ese equilibrio». Hacer un hueco al Papa y a los curas en el Estado proletario no era ningún pecado para un marxista heterodoxo como era el bueno de Gramsci. ¡Sin dogma no hay herejía!

En L’Ordine Nuovo el tema de la cultura era muy importante. Recuerden que se trataba de una revista de cultura socialista que había surgido por iniciativa de un grupo de militantes vagamente apasionados por una vaga cultura proletaria. «Nosotros no imponemos ningún programa», decían el 17 de julio de 1910 sobre la formación de «grupos de amigos de L’Ordine Nuovo», «la palabra «cultura» tiene un significado suficientemente amplio, apto para justificar cualquier libertad de espíritu, pero además tiene un contenido preciso, en el que sólo cabe una actividad que en sí misma es capaz de darse una disciplina. Nosotros jamás nos hemos apartado de la búsqueda de este objetivo, la cultura, pero esta búsqueda nos ha llevado a desarrollar un programa preciso. Para nosotros, cultura significa seriedad en las actitudes mentales y en la vida, y nuestros «amigos» seguramente hallaran en estos conceptos una base adecuada para la constitución de grupos homogéneos». Quienes no hayan ido a la universidad, puede que tengan dificultades para entender estas sencillas sentencias. Yo con mucho gusto las explicaría, pero aún nos quedan muchas hazañas de Gramsci por relatar, y no quiero extenderme demasiado. Basta de momento con señalar que el interés que mostraban los ordinovistas por la cultura se correspondía con el papel que según ellos debían tener los comunistas y el partido, como «educadores que se proponen poner a las masas en condiciones de actuar por sí mismas». Las masas obreras necesitaban cultura y los comunistas eran sus educadores.

No podemos terminar este repaso por la evolución del pensamiento gramsciano durante los años anteriores a la fundación del Partido Comunista sin mencionar la conocida polémica que se ventiló en las páginas de L’Ordine Nuovo e Il Soviet (órgano de la Fracción Abstencionista) sobre los consejos de fábrica, a lo largo de 1920. Una polémica que reflejaba las grandes divergencias teóricas que separaban a ordinovistas y abstencionistas, a pesar de su acercamiento y colaboración en la escisión del PSI y la fundación del PCdI.

Recordemos que, sin comerlo ni beberlo, los ordinovistas se vieron en medio de las batallas obreras del año 1920, cuyo foco de propagación fue precisamente Turín. El surgimiento del movimiento de los consejos de fábrica era, sin duda, prometedor, y reflejaba la madurez revolucionaria del proletariado italiano. Los ordinovistas, que tenían orejas, ya habían oído algo de los consejos obreros de Rusia, Alemania y Hungría, y rápidamente se entusiasmaron con los consejos de fábrica italianos, a los que otorgaron cualidades maravillosas, tanto en el plano económico como político. Para conocer un poco cómo concebían los ordinovistas los consejos de fábrica y qué función les otorgaban dentro del proceso revolucionario, no hay más remedio que echar un ojo a sus escritos y declaraciones, lo sentimos.

En su intervención durante la Conferencia de Milán del PSI (1919), Gramsci se expresó así: «Para que la revolución se transforme, de simple hecho fisiológico y material, en acto político que dé comienzo a una nueva era, debe encarnarse en un poder ya existente, cuyo desarrollo el viejo orden, a través de sus instituciones, obstaculiza y comprime. Este poder proletario debe ser emanación directa, disciplinada y sistemática de las masas trabajadoras obreras y campesinas. Es pues necesario elaborar una forma de organización que discipline a las masas obreras constantemente. Los elementos de esta organización hay que buscarlos en las comisiones internas de las fábricas, conforme a las experiencias de la revolución rusa y húngara y a las experiencias pre-revolucionarias de las masas trabajadoras inglesas y americanas».

En el artículo «Democracia obrera», publicado en L’Ordine Nuovo (21/6/1919), escribía: «El Estado socialista existe ya en las instituciones de la vida social características de la clase trabajadora explotada. […] Las comisiones internas son órganos de democracia obrera que hay que liberar de las limitaciones impuestas por los empresarios y a los que hay que infundir vida nueva y energía. Hoy las comisiones internas limitan el poder del capitalista en la fábrica y cumplen funciones de arbitraje y disciplina. Desarrolladas y enriquecidas, tendrán que ser mañana los órganos del poder proletario que sustituirá al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y de administración».

En «A los comisarios de sección de los talleres FIAT-centro y patentes», L’Ordine Nuevo (13/9/1919): «La masa obrera tiene que prepararse efectivamente para conseguir el pleno dominio de sí misma, y el primer paso por ese camino consiste en disciplinarse lo más sólidamente en la fábrica, de modo autónomo, espontáneo y libre. No puede negarse tampoco que la disciplina que se instaurará con el nuevo sistema llevará a una mejora de la producción; pero eso no es sino la verificación de una de las tesis del socialismo […]. Y a los que objetan que de este modo se acaba por colaborar con nuestros adversarios, con los propietarios de las industrias, contestamos que ése es, por el contrario, el único modo de hacerles sentir concretamente que el final de su dominio está cercano». ¡Chúpate esa!

En «Sindicatos y consejos» (11/10/1019): «La dictadura proletaria puede encarnarse en un tipo de organización que sea específica de la actividad propia de los productores y no de los asalariados, esclavos del capital. El consejo de fábrica es la primera célula de esta organización. Puesto que en el consejo todos los sectores del trabajo están representados proporcionalmente a la contribución que cada oficio y cada sector de trabajo da a la elaboración del objeto que la fábrica produce para la colectividad, la institución es de clase, es social. Su razón de ser está en el trabajo, está en la producción industrial, en un hecho permanente y no ya en el salario, en la división de clases, es decir, en un hecho transitorio y que precisamente se quiere superar. Por eso el consejo realiza la unidad de la clase trabajadora, da a las masas una cohesión y una forma que tienen la misma naturaleza de la cohesión y de la forma que la masa asume en la organización general de la sociedad. El consejo de fábrica es el modelo del Estado proletario».

En «El programa de L’Ordine Nuovo» (14-28/8/1920): «¿Existe en Italia algo que se pueda comparar con el soviet, que participe de su naturaleza, como institución de la clase obrera? […] Sí, existe en Italia, en Turín, un germen de gobierno obrero, un germen de soviet: es la comisión interna [en las fábricas]».

En «Los grupos comunistas», L’Ordine Nuovo (17/8/1920): «Como el Estado obrero es un momento del proceso de desarrollo de la sociedad humana que tiende a identificar las relaciones de su convivencia política con las relaciones técnicas de la producción industrial, el Estado obrero no se funda en circunscripciones territoriales, sino en las formaciones orgánicas de la producción: las fábricas, los astilleros, los arsenales, las minas, las factorías».

Aunque no es fácil sacar algo en limpio de estos extractos, el lector habrá podido comprobar que hay unas ideas que se repiten: «El Estado socialista existe ya», dentro del régimen burgués, en forma de «un germen de gobierno obrero, un germen de soviet»: los consejos de fábrica, «primera célula» de la dictadura proletaria, «modelo del Estado proletario», «órganos del poder proletario que sustituirá al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y de administración». Eso sí, mientras el régimen burgués siga vivito y coleando, los consejos de fábrica no podrán evitar «colaborar con nuestros adversarios, con los propietarios de las industrias», pues el desarrollo de la disciplina obrera a través de la organización irremediablemente «llevará a una mejora de la producción».

Los ordinovistas confundían los consejos de fábrica italianos con los soviets rusos, el poder político revolucionario con la gestión económica, y la gestión obrera de la economía socialista con la gestión obrera del capitalismo. Es cierto que en Rusia los consejos de fábrica también tuvieron un importante papel en el proceso revolucionario, pero el poder del Estado proletario ruso se basaba en consejos obreros territoriales, no de fábrica. Estos consejos obreros territoriales, por su parte, nunca tuvieron carácter revolucionario en sí mismos, sino en la medida que fueron conquistados por la influencia y la dirección de los bolcheviques, entre febrero y octubre de 1917. Por lo tanto, los consejos no pueden ser considerados «un germen de gobierno obrero» en sí mismos, ni siquiera «órganos del poder proletario». Bajo influencia socialdemócrata, por ejemplo, un consejo de fábrica o un soviet podía convertirse perfectamente en un órgano de poder burgués. Según la perspectiva marxista revolucionaria, mientras se mantenga en pie el régimen burgués, los consejos de fábrica (y en general la organización obrera en los centros de trabajo) no pueden ser más que órganos para la lucha de clases, y no deben convertirse en órganos de gestión económica del capitalismo, pues eso evidentemente supone cierto grado de colaboración entre empresarios y trabajadores. Esta función de gestión económica sólo la pueden adquirir una vez derribado el poder político de la burguesía, triunfante la revolución. La concepción ordinovista, en cambio, consideraba los consejos de fábrica como órganos de gestión económica dentro del capitalismo, lo cual forzosamente tenía que convertirlos en organismos de colaboración de clases.

Después de este atracón de textos gramscianos, si al lector aún le queda fuerza para más, podemos empezar a pasar revista a la época comunista de Gramsci. ¿Quién dice que segundas partes nunca fueron buenas?

LA MILITANCIA COMUNISTA DE GRAMSCI HASTA SU DETENCIÓN

Los ordinovistas, como se ha comentado, una vez fundado el PCdI, aceptaron el liderazgo de los abstencionistas en el partido. Tampoco les quedaba más remedio, pues la antigua Fracción Abstencionista estaba mucho mejor organizada a nivel nacional y su capacidad teórica era mucho mayor que la del grupo de Gramsci, cuya organización se reducía prácticamente a la ciudad de Turín. Durante los años 1921 y 1922, pues, Gramsci, Togliatti y compañía, aunque formaban parte de la dirección del partido, practicaron una política de seguidismo al liderazgo de Bordiga y los suyos, a quienes a partir de ahora denominaremos sencillamente Izquierda Comunista italiana.

Ocurrió que, a lo largo de estos años (1921-1922), comenzaron a surgir discrepancias políticas entre el PCdI y la Internacional Comunista, primero en torno a cuestiones puramente tácticas, que más tarde fueron extendiéndose a cuestiones de principio y de programa. Estas divergencias políticas se hicieron patentes en el III Congreso de la Internacional Comunista (verano de 1921) y el IV Congreso (otoño de 1922), así como en el II Congreso del PCdI, celebrado en marzo de 1922 en Roma. En este Congreso de Roma, Gramsci y sus viejos compañeros votaron a favor de unas tesis sobre la táctica que, redactadas por Bordiga y Terracini (un ordinovista), entraban en contradicción con las directrices tácticas emanadas de la Internacional. Allí Gramsci fue elegido además delegado del partido en el Comité Ejecutivo de la Internacional, y se trasladó a Moscú.

¿Cuál era la causa de estas divergencias políticas entre el Partido Comunista de Italia y la III Internacional? El periodo de auge revolucionario había pasado y había que establecer una táctica común para los distintos partidos de cara al periodo de reflujo de la lucha, que estaba en curso. La Internacional optó por la táctica que dio en llamar «de frente único». En lo que respecta a Italia, la IC resolvió que el PCdI debía fusionarse de nuevo con el PSI, a pesar de la reciente escisión. La dirección del PCdI (Izquierda italiana y exordinovistas), aunque se oponía a esta decisión, terminó aceptándola por disciplina. Gramsci fue elegido miembro de la comisión encargada de negociar la fusión de ambos partidos, que finalmente no se llevaría a cabo a causa del rechazo de los propios socialistas. El giro derechista de la Internacional durante estos años se manifestó también, entre otras cosas, a través la consigna del «gobierno obrero», que los dirigentes moscovitas entendían como una coalición entre los partidos comunistas y socialistas en el Parlamento y en las elecciones para lograr una mayoría que les aupara al gobierno. El PCdI, como no podía ser de otra forma, se opuso a esta confusa consigna, argumentando que no hay más gobierno obrero que la dictadura de proletariado, y que denominar «gobierno obrero» a una coalición parlamentaria era engañar y confundir a las masas trabajadoras.

Aunque en sus dos primeros años de vida el PCdI fue un partido bastante homogéneo políticamente, las discrepancias con la Internacional provocaron el surgimiento de una minoritaria ala derecha dirigida por Angelo Tasca, antiguo ordinovista y colega de Gramsci, que en la polémica entre el partido italiano y la Internacional se posicionaba del lado de ésta. A finales de 1922, en el IV Congreso de la IC, las divergencias entre el partido italiano y la Internacional llegaron al borde de la ruptura. Los dirigentes comunistas italianos plantearon su dimisión a la Internacional, para que el PCdI pasara a ser dirigido por la minoría de derecha, fiel a Moscú. En ese mismo Congreso, los dirigentes de la Internacional, para solucionar las divergencias con el PCdI, ofrecieron a Gramsci la dirección del partido italiano, como cuenta él mismo: «El Pingüino [Rakosi], con la delicadeza diplomática que le caracteriza, me asaltó para ofrecerme nuevamente hacerme jefe del partido, eliminando a Amadeo [Bordiga], que sería además excluido de la Komintern si continuaba en su línea. Yo respondí que haría todo lo posible por ayudar al Ejecutivo de la Internacional a resolver la cuestión italiana, pero que no creía que se pudiese de ninguna manera (y mucho menos con mi persona) sustituir a Amadeo sin un previo trabajo de orientación en el partido. Para sustituir a Amadeo en la situación italiana era necesario, por otra parte, disponer de más de un elemento, porque Amadeo, efectivamente, en lo que atañe a su capacidad general y de trabajo, vale por lo menos por tres, suponiendo que pueda sustituirse de tal modo a un hombre de su valía».

A partir de ese momento empezó a producirse una división dentro del grupo mayoritario del PCdI, que se desarrollaría a lo largo del año 1923 y desembocaría en 1924 en la ruptura entre la Izquierda italiana de Bordiga y los exordinovistas de Gramsci, quien llevó además la iniciativa en esta división del grupo dirigente del partido.

Todo esto sucedía en el contexto del avance del fascismo en Italia. Mussolini llegó al poder en octubre de 1922. En febrero de 1923 fueron detenidos varios dirigentes comunistas (entre ellos Bordiga). Togliatti se convirtió a raíz de estas detenciones en el máximo dirigente en funciones del partido dentro de Italia. Con Bordiga en la cárcel, Gramsci se trasladó de Moscú a Viena y empezó a maniobrar para ganarse el apoyo de sus viejos compañeros ordinovistas y hacerse con la dirección del partido. Aunque hasta entonces Gramsci también se había mostrado crítico con las decisiones de la Internacional, no estaba de acuerdo en ceder la dirección del partido a la minoría derechista de Tasca.

En junio de 1923, en el III Ejecutivo Ampliado de la Internacional, Gramsci reconoció algunos errores, pero defendió públicamente las posiciones de la mayoría del partido italiano, alertando a la IC de los peligros que suponía fusionar el PCdI y el PSI: «Ha habido errores en el Partido Comunista, nosotros somos los primeros en reconocerlo, cosa que no hace por su parte […] la minoría del Partido Comunista y la fracción fusionista del Partido Socialista. […] nosotros declaramos que estamos plenamente dispuestos a luchar para salvaguardar en Italia las tradiciones, la base sana del Partido Comunista, porque consideramos que es el destino de la revolución en Italia lo que está en juego cuando se sientan las bases constituyentes de la organización del partido». En esta misma reunión del Ejecutivo Ampliado se reorganizó el Comité Ejecutivo del partido italiano, que pasaría a estar formado por 2 miembros de la minoría de Tasca y 3 miembros de una mayoría cada vez menos cohesionada (de estos tres, dos eran antiguos ordinovistas: Togliatti y Scoccimarro).

Pero aquellas declaraciones públicas de Gramsci en junio ocultaban los planes que ya por aquel entonces rondaban su diáfana cabeza. En efecto, en su carta a Togliatti fechada el 18 de mayo de 1923, un mes antes del III Ejecutivo Ampliado, confesaba: «La cuestión fundamental hoy es esta: […] es necesario crear en el partido un núcleo de camaradas, que no sea una fracción, pero que tenga la máxima homogeneidad ideológica para poder imprimir a la acción práctica la máxima unidad directiva. […] Creo que nosotros, nuestro grupo, debemos permanecer en la dirección del partido, porque estamos realmente en la línea del desarrollo histórico y porque, a pesar de todos nuestros errores, hemos trabajado positivamente y hemos creado algo».

En mayo de 1923, pues, Gramsci ya estaba planeando separarse del grupo de Bordiga, desplazarle y hacerse con la dirección del partido. Y para ello esperaba contar con el apoyo de los viejos ordinovistas («nuestro grupo»), a quienes no obstante aún tenía que convencer, pues no tenían las cosas tan claras como él.

Bordiga y los comunistas detenidos en febrero fueron absueltos y liberados en octubre. Gramsci intensificó su campaña, escribiendo desde Viena a sus viejos camaradas para convencerles de que abandonasen la línea seguida por Bordiga y la Izquierda italiana:

«Nosotros […] demostramos con los hechos que estamos en el terreno de la Internacional Comunista, de la que aceptamos y aplicamos los principios y la táctica. No nos petrificamos en una actitud de permanente oposición, sino que sabemos cambiar nuestras posiciones a medida que cambia la correlación de fuerzas y que los problemas a resolver se plantean sobre una base distinta […]». (Carta a Terracini, 12/1/1924)

«Podemos constituir el centro de una fracción que tiene todas las posibilidades de convertirse en el partido entero. […] me parece que en el partido se está formando tres corrientes, una de izquierda, otra de centro y otra de derecha. […] La cuestión más grave para nosotros es indudablemente la de distinguirnos de la derecha, pero no me parece que sea insuperable y creo que en gran parte es cuestión de personas» (Carta a Scoccimarro y Togliatti, 1/3/1924).

Para entendernos: Gramsci no quería abandonar la dirección del partido, pero para ello tenía que aceptar las directrices de la Internacional, a las cuales hasta entonces se había opuesto. Y como ya existía en el PCdI un pequeño grupo que aceptaba esas directrices de la IC (la derecha de Tasca), la jugada de Gramsci debía consistir en diferenciarse de esa derecha para conservar la dirección del partido, aunque ambos defendían prácticamente lo mismo. Por eso decía que «en gran parte es cuestión de personas».

¿Pero por qué Gramsci decidió romper con la mayoría en ese momento, si hasta entonces, en el III Congreso de la IC, en el II Congreso del PCdI y en el IV Congreso de la IC no había mostrado ninguna discrepancia con la dirección del Partido Comunista de Italia, dirección de la que él mismo era corresponsable como miembro del Comité Central? Esto lo explica él mismo en su Carta a Scoccimarro del 5 de enero de 1924: «Hoy precisamente, hoy que se ha decidido llevar la discusión a las masas, hay que adoptar una posición definitiva y perfilarla exactamente. Mientras las discusiones discurrían en un círculo reducidísimo y se trataba de organizar a cinco, seis o diez personas en un organismo homogéneo, era todavía posible (aunque ni siquiera entonces fuera totalmente justo) llegar a compromisos individuales y descuidar ciertas cuestiones que no tenían actualidad inmediata».

Puede que esta actitud consistente en callar en petit comité y mostrarse discrepante en el momento de hacer públicas las discusiones no sea muy loable. Pero hay que reconocer que Gramsci, él solito desde Viena, se las apañó para salirse con la suya. En su estratagema, eso sí, contó en todo momento con el apoyo de la IC, como reveló Humbert-Droz, delegado de la Internacional en Italia, en sus memorias publicadas en 1969: «Mi misión era introducir una diferenciación en la mayoría extremista del Partido Comunista de Italia y desgajar de Bordiga el grupo de Gramsci, para confiarle la dirección del partido». Así pues, la ruptura dentro de la mayoría del PCdI se hizo oficial en el invierno de 1923-1924.

En las elecciones de abril de 1924 Gramsci salió elegido diputado, lo cual le permitió volver a Italia con ciertas garantías de inmunidad frente a la represión fascista. En mayo de 1924 se celebró una Conferencia clandestina del PCdI en Como, en la que se manifestó por primera vez la división del partido en tres tendencias. En las votaciones de las distintas mociones presentadas en la Conferencia, la Izquierda obtuvo 41 votos, la derecha 10 y el grupo de Centro recién creado por Gramsci obtuvo solo 8 votos. Los cuadros intermedios del partido italiano, que apenas estaban al corriente de las luchas intestinas ocurridas en los últimos meses, seguían apoyando mayoritariamente a la Izquierda comunista.

La Conferencia de Como demostró que, a pesar de haber aumentado su presencia en los órganos directivos del partido gracias al apoyo de la Internacional, el grupo de Centro acaudillado por Gramsci estaba aún muy lejos de controlar realmente la organización. ¿Qué podían hacer al respecto Gramsci y sus colegas? Una de dos: o bien debatir y clarificar las distintas posturas públicamente entre la militancia, para que ésta se pronunciara a favor de una u otra, o bien recurrir a la censura, la manipulación y la represión interna para someter a la Izquierda italiana, es decir, emplear todos los medios para situar en los cuadros intermedios del partido a militantes adeptos al grupo de Centro. La primera opción era más honrosa, pero llevaba más tiempo. Además, en la Rusia soviética estaba empezando a surgir una tradición de censura, manipulación y represión interna que prometía mucho. Gramsci, que había estado en Moscú, se unió a la moda y tiró por la vía de la derecha.

A principios de 1924 la Izquierda italiana había empezado a publicar un órgano de prensa mensual, llamado Prometeo. En el nº 2, Grieco, que posteriormente se uniría al grupo gramsciano, comparaba de esta forma a Gramsci con Bordiga, en su artículo titulado «Gramsci»: «Pero en Gramsci el proceso de generación de la idea síntesis es lento. Ya dije que en otro lugar que Bordiga es, por su temperamento, propenso a la síntesis, en oposición al Gramsci analista. Diré, ahora, que el procedimiento analítico de Gramsci es lento y laborioso». Aunque era poco propenso a la síntesis y lento y laborioso en el análisis, Gramsci sabía cómo resolver las discrepancias internas: la dirección del PCdI prohibió la publicación de Prometeo, cuyo último número salió a principios del verano de 1924.

Por esas mismas fechas, entre junio y julio de 1924, se celebró el V Congreso de la IC. Gramsci no viajó a Rusia, pues prefirió quedarse en Italia para poder intervenir en la crisis política que se desencadenó tras el asesinato por los fascistas del diputado socialista Matteotti. En el V Congreso de la IC se reorganizó de nuevo la dirección del PCdI. La Izquierda se quedó sin ningún miembro en el Comité Central: se negaba a participar en los órganos de dirección del partido debido a las discrepancias políticas que mantenía con la Internacional. A pesar de constituir aún la corriente mayoritaria dentro del partido, la Izquierda pensaba que era más coherente dejar la dirección a un grupo minoritario que siguiera las directrices de la Internacional por convicción, no por disciplina. ¡Cosa insólita, nunca vista en política! En esta reorganización de la dirección del PCdI impuesta por la Internacional, al grupo de Gramsci (recién creado y minoritario dentro del partido, como se había demostrado en la Conferencia de Como apenas un mes antes) le correspondió la mayoría del Comité Central (9 de los 17 miembros), así como 2 de los 4 miembros del Comité Ejecutivo. Gramsci, miembro tanto del Comité Central como del Ejecutivo, fue elegido dos meses más tarde secretario general del partido, cargo hasta entonces inexistente. Su gran amigo Palmiro Togliatti fue elegido miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional, se fue a Moscú y le cogió el gustillo a aquel ambiente. Gramsci y a los suyos, pues, pasaron a dominar la dirección del partido. ¿Qué podía salir mal?

La crisis política que se produjo en Italia a raíz del asesinato de Matteotti por los fascistas, en el verano de 1924, dio a Gramsci la oportunidad de demostrar de qué pasta están hechos los líderes comunistas. Con la dirección del partido en sus manos, podía desplegar todas sus dotes de estratega. ¿Qué hacer? ¿Quizá una guerra de movimientos? ¿O mejor una guerra de posiciones? ¿Tal vez un gambito de rey, un 4-3-3? ¡¿Qué carajo hizo Gramsci?! Veámoslo.

El 12 de junio fue asesinado Matteotti. El día 14, toda la oposición, incluidos los 19 diputados comunistas con Gramsci a la cabeza, abandonó el Parlamento y formó un comité al que se dio el nombre de Aventino. El hecho de que el PCdI fuera de la mano, no ya sólo con el Partido Socialista, sino con partidos claramente burgueses, desde luego era una novedad, que el bueno de Antonio justificó de esta manera: «En junio, inmediatamente después del delito Matteotti, el golpe sufrido por el régimen fue tan fuerte que una intervención decidida de una fuerza revolucionaria lo habría puesto en peligro. La intervención no fue posible porque la mayoría de las masas eran incapaces de moverse o estaban bajo la influencia de los demócratas y los socialdemócratas». El PCdI convocó una huelga general para el 27 de junio, que se saldó con un absoluto fracaso. Viendo que los obreros no hacían demasiado caso, Gramsci decidió continuar con las maniobras políticas parlamentarias, librando la batalla en terreno plenamente burgués. En octubre, el Comité Central del PCdI aprobó la táctica del Antiparlamento, que no halló eco en el resto de partidos antifascistas. Sin saber bien cómo proseguir, la dirección del partido terminó accediendo a las peticiones de la Izquierda y de las bases, que exigían que se abandonara el frente común con los partidos burgueses (auténtica anticipación del nefando Frente Popular de Stalin) y que los diputados comunistas volvieran al Parlamento, pues el momento era inmejorable para desplegar esa táctica que se llama «parlamentarismo revolucionario» y que a Gramsci le sonaba un poco a chino. En el Congreso de la Federación napolitana del partido, celebrado clandestinamente en octubre de 1924, Gramsci y Bordiga se tiraron discutiendo 14 horas. Días después, el 12 de noviembre, Luigi Repossi, diputado comunista y militante de la Izquierda italiana, acudió solo al Parlamento, donde espetó estas lindezas a los fascistas en plena cara: «Fuera el gobierno de los asesinos y vividores del pueblo. Desarme de los Camisas Negras. Armamento del proletariado. Instauración de un gobierno de obreros y campesinos. Los comités obreros y campesinos serán la base de este gobierno y de la dictadura de la clase obrera». Como curiosidad, hay que señalar que pocos días antes de pronunciarse estas declaraciones en el Parlamento italiano, el 7 de noviembre, Mussolini fue invitado por la embajada soviética a la celebración del aniversario de la Revolución de Octubre. ¡Cosas de la política! ¡Compleja realidad!

Finalmente, el 3 de enero de 1925 Mussolini asumió toda la responsabilidad de lo ocurrido: «Si el fascismo es una asociación de delincuentes, ¡yo soy el jefe de esa asociación de delincuentes!». Y terminada la crisis Matteotti con la derrota de la oposición antifascista, el grupo de diputados comunistas se reintegró por completo en el Parlamento. La actividad política legal de los partidos de la oposición empezaba a ser cada vez más difícil, y la represión fascista empujaba a una clandestinidad para la que no todos estaban bien preparados.

Gramsci, pues, la había cagado (de nuevo), esta vez en su estreno como jefe revolucionario. Las críticas empezaban a escocer un poco su epidermis, pero tenía pendiente una tarea importante (el control del partido) y no podía perder tiempo. Para empezar a comer terreno a la Izquierda dentro del PCdI, pensaron que era buena idea repartir carnés del partido a diestro y siniestro. Entre mayo y diciembre de 1924 el número de militantes pasó de 12.000 a 30.000, y según Togliatti: «En la gran masa de militantes, el sentido de la disciplina hacia los órganos dirigentes nacionales e internacionales es muy fuerte, por el contrario el grado de madurez y de capacidad política es bastante bajo». Los novicios eran poco entendidos, pero fieles. ¡Punto para Gramsci!

Pero la cosa no quedó en abrir las puertas del partido a todo quisque. En el V Ejecutivo Ampliado de la IC, reunido en marzo de 1925, se aprobaron las llamadas «Tesis sobre la bolchevización de los partidos comunistas», que pretendían endurecer la disciplina y la centralización en los distintos partidos nacionales. A los ordinovistas gramscianos esto les venía como anillo al dedo. La bolchevización, además, implicaba una remodelación de la estructura partido, que debía pasar de organizarse territorialmente a hacerlo sobre la base de células de militantes comunistas en las fábricas. Aunque aparentemente esto daba un toque obrerista al partido, en realidad suponía un incremento del control de la organización por parte del grupo de funcionarios dirigentes, en su gran mayoría intelectuales.

La nueva dirección gramsciana del PCdI, pues, no vaciló a la hora de emplear la bolchevización como excusa y herramienta en su lucha contra la Izquierda, que aún seguía siendo muy popular entre la base militante. El dominio del grupo gramsciano sobre el Partido Comunista debía formalizarse en un congreso nacional, pero para lograr la victoria en el congreso había que preparar muy bien el terreno. ¡A bolchevizar se ha dicho! En primer lugar, se limitó la libertad de expresión de los militantes de Izquierda en la prensa del partido. Ya hemos mencionado la supresión del periódico Prometeo en el verano de 1924. Sin un órgano de prensa propio, la Izquierda sólo podía expresarse en los periódicos controlados por la camarilla gramsciana. Los artículos escritos por los militantes de Izquierda, o bien no se publicaban, o bien se publicaban con retraso, o fuera de contexto, o acompañados de comentarios o apostillas difamatorias. Otra de las marrullerías empleadas consistió en convocar congresos federales para sondear la opinión de los militantes. Si parecía que la opinión general era favorable a la dirección, se proponía la votación de resoluciones. Y si no, el carácter del congreso federal se restringía al meramente informativo y no se votaba nada. ¡Otro punto para Gramsci!

En 1925, la cuestión Trotsky y las críticas al trotskismo empezaron a estar muy en boga en Rusia. Gramsci y los suyos tampoco desaprovecharon la oportunidad de meter a la disidencia bordiguista en el mismo saco que la trotskista, para matar dos pájaros de un tiro: «La actitud de Bordiga, como la de Trotsky, tiene repercusiones desastrosas: cuando un camarada de la valía de Bordiga se aparta, surge en los obreros una desconfianza en el partido», opinaba Gramsci durante una reunión del Comité Central del partido en febrero de 1925. ¡No daba puntada sin hilo, el mozo!

Con tanta trampa y tejemaneje, el cerebro de Gramsci echaba humo. Así, en la reunión del Comité Central celebrada el 11 y 12 de mayo de 1925, los dirigentes del partido tuvieron el privilegio de ver a Gramsci parir su concepto de hegemonía, que tanto tinta ha hecho correr desde entonces: «Los dos principios políticos que caracterizan el bolchevismo son: la alianza entre obreros y campesinos y la hegemonía del proletariado en el movimiento obrero revolucionario anticapitalista». Verdad es que sin predominio del proletariado en un movimiento, éste no puede ser ni obrero, ni revolucionario ni realmente anticapitalista. Pero dejando de lado estas sutilezas, debió ser una maravilla escuchar a Gramsci hablar por primera vez de la hegemonía del proletariado. En medio de semejante jolgorio y regocijo, se aprovechó para anunciar que próximamente se celebraría el III Congreso del PCdI, que finalmente se aplazó a enero de 1926 y se hizo no en Italia, sino en Lyon.

¿Por qué en Lyon? Porque celebrar el congreso en el extranjero, a pesar de que se podía celebrar clandestinamente en Italia, permitía a la dirección gramsciana filtrar a su antojo los delegados que debían viajar a Francia. Por si esto no bastaba, decidieron echarle imaginación a la hora de elaborar el método de recuento de votos en el congreso: los votos de los delegados ausentes y de aquellos que se abstuviesen contarían como votos favorables a las tesis de la dirección. ¡Cómo te las gastas, Gramsci!

En el Congreso de Lyon Gramsci se tiró hablando 4 horas, y Bordiga otras 7. Y al final, claro, ganó el primero con el 90% de los votos favorables a sus tesis. En apenas 18 meses Gramsci, Togliatti y compañía habían logrado hacerse completamente con el control del partido. Lo hicieron de manera poco elegante, hay que reconocerlo. Pero oye, quien quiere el fin también quiere los medios. El congreso ratificó a Gramsci como secretario general del partido, pero la alegría, como veremos, le duraría poco.

Tras el apabullante triunfo del sector gramsciano en el Congreso de Lyon, algunos dirigentes quisieron aprovechar la situación para empezar a expulsar del partido a los más destacados militantes de la Izquierda. En honor a Gramsci hay que decir que esta vez se opuso a esta barrabasada.

En octubre de 1926 la carrera política de Gramsci estaba a punto de acabar, pero aún había tiempo para poner a ésta su broche de oro. Por aquella época las divisiones en la vieja guardia bolchevique, que comenzaron tras la muerte de Lenin, se habían profundizado bastante. Zinoviev y Kamenev se habían unido a Trotsky, formando la Oposición Unificada para enfrentarse al dominio de Stalin en el partido, quien con la colaboración de Bujarin estaba ya desplegando su teoría del «socialismo en un solo país». Gramsci, alarmado por los peligros que podía entrañar esta división, decidió escribir una carta al Comité Central del PCUS, la cual ha quedado para la posteridad como testimonio de la aguda visión política del genio comunista que era Gramsci. Sin embargo, curiosamente, en esta carta el sardo no hacía sino recoger los argumentos que la Izquierda del PCdI, Bordiga particularmente, llevaba ya años desarrollando en su polémica contra la Internacional y el grupo gramsciano. Veámoslo.

Gramsci escribió al PCUS que «nos parece que la actitud actual del bloque de oposición y la virulencia de las polémicas del PC de la URSS exigen la intervención de los partidos hermanos». Es decir, Gramsci exigía la intervención de los distintos partidos comunistas en la resolución de los problemas internos del PCUS. A Stalin esta ocurrencia no le terminaba de hacer gracia. ¿Acaso era una idea nueva? En el VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional, celebrado en febrero de 1926, Bordiga había defendido la necesidad de que fuera la Internacional la que decidiera la política interna de Rusia, en lugar de ser el PC ruso el que decidiera la política de la Internacional. En un entrevista con Stalin, Bordiga incluso había formulado esta pregunta: «¿Cree el camarada Stalin que a la hora de determinar la política del partido ruso es necesaria la colaboración del resto de los partidos comunistas, que representan la vanguardia del proletariado revolucionario?». Este interés de Bordiga por defender la colaboración de todos los partidos de la Internacional a la hora de definir la política del partido ruso se debía a que este partido había prohibido expresamente debatir las cuestiones internas rusas en aquella reunión del Ejecutivo Ampliado. Bordiga lo tenía claro: «El problema de la política rusa no puede resolverse únicamente en los estrechos límites del movimiento ruso, es necesaria la colaboración directa de toda la Internacional Comunista». Gramsci, pues, coreaba los argumentos de Bordiga en este aspecto.

En su carta al PCUS, Gramsci también afirmaba que «la unidad y la disciplina no pueden ser en este caso mecánicas y obligadas; tienen que ser leales y de convicción, no las de una tropa enemiga prisionera o cercada que piensa en la evasión o en la salida por sorpresa». Y aquí, de nuevo, no hacía sino repetir en términos parecidos las palabras pronunciadas por Bordiga en el mencionado Ejecutivo Ampliado: «la disciplina es un resultado, no un punto de partida, no es una especie de plataforma inquebrantable. […] Por eso, instaurar una especie de código penal en el partido no es solución ante frecuentes casos de falta de disciplina». Y es que Bordiga y la Izquierda llevaban ya dos años soportando las medidas disciplinarias impuestas precisamente por Gramsci y compañía desde la dirección del partido, con el apoyo de Moscú. Gramsci, pues, estaba criticando al PCUS lo que él mismo había estado haciendo hasta entonces: tratar de resolver las divergencias políticas internas mediante amenazas y sanciones. Además de pecar de cinismo, pues, pecaba de falta de originalidad.

Al recoger en su carta al PCUS los argumentos de la Izquierda italiana, ¿acaso Gramsci estaba dando testimonio de su arrepentimiento por su pasado comportamiento? ¿Se estaba alejando de los dirigentes moscovitas después de haberse convertido en su hombre de confianza en Italia? Jamás lo sabremos con certeza. Gramsci envió la carta a Togliatti, delegado en Moscú, pero éste jamás la entregó al Comité Central del PCUS, pues según él en ella se hablaba «indiferentemente de todos los compañeros dirigentes, sin hacer, en definitiva, ninguna distinción entre los compañeros que están al frente del comité central y los jefes de la oposición […] se considera que todos son responsables y que todos deben ser llamados al orden» (Carta a Gramsci del 18/10/1926). Para Togliatti, la carta era un «error político», y se limitó a enseñársela a Bujarin. Gramsci, para aclarar su fidelidad, contestó a Togliatti: «Lamento sinceramente que nuestra carta no haya sido comprendida, […] toda nuestra carta era una requisitoria contra las oposiciones, pero su redacción no estaba hecha en términos demagógicos y precisamente por eso era más eficaz y más seria».

Días después, a raíz de un atentado contra Mussolini, se promulgaron unas leyes excepcionales que ilegalizaron los partidos contrarios al régimen. El 8 de noviembre de 1926 los dirigentes del PCdI fueron detenidos en masa, entre ellos Gramsci y Bordiga. Ambos coincidieron durante unas semanas en Ustica, y allí organizaron una escuela del partido en la que Gramsci se dedicaba a exponer las ideas de Bordiga, y éste las de Gramsci. A pesar de todo, ambos seguían siendo amigos, demostrando que ni lo personal es político, ni lo político es personal.

En otoño de 1926, pues, terminó la actividad política de Gramsci como dirigente comunista. Durante el juicio que le condenó a 20 años de prisión, las argucias empleadas por el fiscal y el Estado para encerrar al gran secretario del PCdI quedaron al descubierto: «hay que impedir que este cerebro funcione durante los próximos 20 años», dijo el fiscal. ¡Fascistas! Bien sabían ellos que el cerebro de Gramsci llevaba años sin funcionar, ¿qué razones tenían para suponer que este oxidado órgano iba a empezar a carburar de súbito? Estaba claro que le querían en prisión, sí o sí.

En fin, ¿qué habría pasado si Gramsci no hubiera sido detenido? ¿Habría seguido a Togliatti, convirtiéndose en perro fiel de Stalin, o se habría trasformado en un comunista disidente? Imposible saberlo, pues ya no abandonaría la cárcel hasta prácticamente su muerte.

Aunque durante su encarcelamiento estuvo muy enfermo, no dejó de aprovechar el mucho tiempo del que disponía. Retomó su mayor placer: escribir sin ton ni son. Y hete aquí que todas sus notas fueron posteriormente reunidas y publicadas como Cuadernos de la cárcel, que comúnmente se consideran una especie de testamento político de Gramsci.

Aquí acaba necesariamente, pues, nuestro repaso por la vida y milagros de Antonio Gramsci. En lo que respecta a su militancia política, ¿cuáles fueron sus méritos? Escasos.  Se sumó al carro de la fundación del PCdI, sin llevar nunca las riendas. En 1923 empezó a conspirar para hacerse con la dirección del partido, la cual conquistó únicamente gracias al apoyo de la Internacional. Y una vez en la dirección, su único éxito, la victoria en el Congreso de Lyon, fue logrado mediante la trampa y el engaño. El papel histórico de Gramsci en el movimiento comunista de Italia, pues, es de adalid de la línea política de la Internacional Comunista, es decir, paladín del naciente estalinismo.

¿Y qué hay de sus elaboraciones teóricas, que tanto encandilan a la izquierda radical? Podríamos plantear la pregunta de otra manera: ¿Con semejante currículum político, podría tener algún valor la obra teórica de Gramsci? Desde luego sería una gran sorpresa que semejante nulidad política fuera capaz de escribir algo que sirviera para algo más que limpiarse el culo. Los mejores teóricos revolucionarios suelen ser también los mejores ejecutores de una política revolucionaria. Pero los forofos de Gramsci siempre pueden argumentar que sus escritos más valiosos fueron redactados en la cárcel, una vez su arresto puso fin a su actividad política, y que estas obras suponen cierta ruptura con el pasado y una especie de redención política. Lamentablemente, ni la «hegemonía», ni la «guerra de posiciones», ni el «bloque histórico», ni los «intelectuales orgánicos» sirven tampoco más que para dar que hablar a la masa de charlatanes que salen de la universidad aspirando a convertirse en intelectuales con nombre propio o políticos sin vergüenza.

Sería perder el tiempo tratar de estudiar todos estos conceptos partiendo de aquello que escribió Gramsci sobre ellos, pues como hemos podido ver a lo largo de estos párrafos, la claridad expositiva no era una de las cualidades de Antonio. Por otra parte, la gracia de estos conceptos está precisamente en su elasticidad y vacuidad. Cualquiera puede cogerlos y llenarlos con lo primero que se le pase por la cabeza. Son lo que Laclau, ese gran fan de Gramsci, llama «significantes vacíos», dentro de los cuales los intelectuales pueden vaciar el bacín de sus cabezas huecas.

Lo que sí tiene mérito en Gramsci es haberse convertido en un referente del marxismo y de la política con tan pocas cualidades y sustancia. Es cierto que esto constituye, más que un elogio de Gramsci, un descrédito de sus seguidores, pero así son las cosas.

En la lista de discípulos de Gramsci, sinceros o interesados, el primer lugar lo ocupa Palmiro Togliatti, o «Palmi», como cariñosamente le llamaba Gramsci en sus cartas. Togliatti ascendió a secretario general del partido tras la detención de Gramsci, y el muy tunante terminó convirtiéndose en ojito derecho de Stalin. En 1935, en plenas purgas estalinistas, ya era uno de los máximos dirigentes de la Internacional, y tras el inicio de la guerra civil española fue designado (a dedo, se entiende) máximo responsable de la Internacional en España. Fue, por tanto, cómplice o artífice de todos los crímenes cometidos por los estalinistas contra el movimiento proletario durante la guerra. Antes de empezar la lucha contra el fascismo en España, no obstante, debió pensar que era lo suyo dirigirse a los fascistas italianos y decirles un par de cosas bien dichas. Así que en agosto de 1936 les lanzó este llamamiento, titulado «Por la salvación de Italia, reconciliación del pueblo italiano» y publicado en Lo Stato Operaio nº 8: «¡Pueblo italiano, fascistas de la vieja guardia, jóvenes fascistas!, los comunistas hacemos nuestro vuestro programa fascista de 1919, que es un programa de paz, de libertad y de defensa de los intereses de los trabajadores. Nosotros os decimos: luchemos todos unidos por realizar este programa».

Los gramscianos de hoy, siguiendo a Togliatti, también hacen suyo el programa fascista de 1919, aunque son menos valientes que Palmi y se guardan mucho de decirlo. En fin, ¡hay que conservar las buenas tradiciones familiares!

Ángel Rojo, mayo 2020.


Las citas están extraídas de:

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga, Agustín Guillamón. Volúmen I y Volúmen II.

«Gramsci, L’Ordine Nuovo et Il Soviet«, Programme Communiste nº 71 (sept. 1976), nº 72 (dic. 1976) y nº 74 (sept. 1977).

Y también de aquí.

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 (A. Guillamón)

Descarga del documento Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 (Volumen I) en formato pdf.

PRÓLOGO

Bajo confinamiento y temporalmente despedido a causa de la pandemia «coronavírica» que ha azotado al mundo en 2020, me sedujo la idea de trascribir los 550 folios mecanografiados que ocupan este trabajo de historia. Era un enorme esfuerzo y una labor gigantesca. Pero el trabajo ciertamente merecía la pena, y como era «ahora o nunca», finalmente decidí ponerme a la tarea.

Militancia y pensamiento político de Amadeo Bordiga de 1910 a 1930 es la tesis con la que Agustín Guillamón (Barcelona, 1950) completó su grado de licenciatura en Historia hace 33 años. Apenas unas pocas personas, interesadas en el tema, conocían su existencia. Pero eran aún menos quienes la habían leído, pues hasta el momento sólo existían un par de copias del original mecanografiado, disponibles para consulta en la Fundación Salvador Seguí de Madrid y en la Biblioteca del Pabellón de la República, en Barcelona.

Esta versión en formato digital, revisada por el propio autor, facilitará al menos la difusión de una obra hasta ahora prácticamente desconocida y que permite profundizar en el conocimiento de un tema sobre el que poco hay escrito en castellano: los orígenes de la Izquierda Comunista italiana.

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Extracto del Proyecto y explicación del programa del partido socialdemócrata (Lenin, 1895)

EXTRACTO DEL PROYECTO Y EXPLICACIÓN DEL PROGRAMA DEL PARTIDO SOCIALDEMÓCRATA

Proyecto de programa

[…]

B. 1. El Partido Socialdemócrata de Rusia declara que su tarea es ayudar en esta lucha de la clase obrera rusa desarrollando la conciencia de clase de los obreros, contribuyendo a su organización y señalando las tareas y los objetivos de la lucha.

[…]

Explicación del programa

B. 1. Este punto del programa es el más importante, el principal, pues muestra cuál debe ser la actividad del partido que defiende los intereses de la clase obrera y la de todos los obreros conscientes. Señala cómo la aspiración al socialismo, la voluntad de eliminar la eterna explotación del hombre por el nombre, debe estar ligada al movimiento popular que engendran las condiciones de vida creadas por la aparición de las grandes fábricas.

Por su actividad, el partido debe contribuir a la lucha de clase de los obreros. La tarea del partido consiste, no en inventar procedimientos novedosos para ayudar a los obreros, sino en adherir a su movimiento y llevarle ideas esclarecedoras, en ayudar a los obreros en la lucha que han iniciado. El partido debe defender los intereses de los obreros, representar los de todo el movimiento obrero. ¿Cómo debe, pues, manifestarse la ayuda a los obreros en lucha?

El programa dice que esta ayuda debe consistir, en primer término, en desarrollar la conciencia de clase de los obreros. Ya hemos visto cómo la lucha de éstos contra los fabricantes se convierte en una lucha de clase del proletariado contra la burguesía.

De lo que hemos visto se desprende qué debe entenderse por conciencia de clase de los obreros. Esta conciencia de clase es la comprensión, por su parte, de que el único medio para mejorar su situación y lograr su liberación, es la lucha contra la clase de los capitalistas y fabricantes, clase que se origina con la aparición de las grandes fábricas. Luego, tener conciencia de clase significa comprender que los intereses de todos ellos, en un país determinado, son idénticos, solidarios; que todos ellos constituyen una sola clase, una clase aparte respecto de las demás de la sociedad. Conciencia de clase de los obreros quiere decir, por último, que éstos comprendan que para lograr sus objetivos les es indispensable influir en los asuntos de Estado, tal como lo han hecho y siguen haciéndolo los terratenientes y capitalistas.

¿Cómo llegan los obreros a la comprensión de todo esto? La adquieren constantemente a cada paso de la misma lucha que ya han iniciado contra los fabricantes y que se desarrolla cada vez más, se torna más áspera e incorpora a un número creciente de obreros, a medida que se desarrollan las grandes fábricas. Hubo un tiempo en que la hostilidad de los obreros contra el capital se traducía solamente en un vago sentimiento de odio contra sus explotadores, en una noción confusa de la opresión de que eran objeto y de su esclavitud y en el deseo de vengarse de los capitalistas. La lucha se expresaba entonces en levantamientos aislados de los obreros, durante los cuales destruían los edificios, rompían las máquinas, apaleaban a los directores de las fábricas, etc. Esta fue la primera forma, la forma inicial del movimiento obrero, y fue necesaria por cuanto el odio al capitalista siempre y en todas partes, constituyó el primer impulso tendiente a despertar en los obreros la necesidad de defenderse. Pero el movimiento obrero ruso ha superado esta forma inicial. En lugar del odio confuso hacia el capitalista, los obreros han comenzado ya a comprender el antagonismo que existe entre la clase de los obreros y la de los capitalistas. En lugar del vago sentimiento de opresión han empezado ya a discernir sobre cómo y por qué medios, precisamente, los oprime el capital; y se alzan contra esta o aquella forma de sojuzgamiento, oponiendo una barrera a la presión del capital, defendiéndose de la codicia del capitalista. En lugar de la venganza contra los capitalistas, pasan ahora a la lucha por obtener concesiones: comienzan a plantear a la clase de los capitalistas una reivindicación tras otra y a reclamar para sí el mejoramiento de las condiciones de trabajo, el aumento de los salarios, la reducción de la jornada de trabajo. Cada huelga concentra toda la atención y todos los esfuerzos de los obreros, ya en una, ya en otra de las condiciones en que vive la clase obrera. Cada huelga suscita la discusión sobre esas condiciones, ayuda a los obreros a juzgarlas, a comprender cómo se traduce en esa oportunidad la presión del capital, cómo se puede luchar contra ella. Cada huelga enriquece con una nueva experiencia a toda la clase obrera. Si tiene éxito, sirve para mostrar la fuerza de la unión de los obreros y estimula a los demás a seguir el ejemplo de sus compañeros. Si fracasa, provoca la discusión de las causas de la derrota y la búsqueda de mejores métodos de lucha. Esta transición que se inicia ahora en toda Rusia, hacia la lucha indeclinable de los obreros por sus necesidades esenciales, hacia la lucha por arrancar concesiones, por obtener mejores condiciones de vida, de salario, y una reducción en la jornada de trabajo, marca el enorme paso adelante dado por los obreros rusos; y, por eso, a esta lucha y a cómo contribuir a la misma deben dedicar su atención principal el Partido Socialdemócrata y todos los obreros conscientes. La ayuda a los obreros debe consistir en señalar las necesidades más apremiantes, por cuya satisfacción debe lucharse, analizar las causas que agravan la situación de tales o cuales obreros, explicar las leyes y reglamentaciones fabriles, cuya violación (y las tramoyas fraudulentas de los capitalistas) somete a los obreros tan a menudo, a un doble saqueo. Debe consistir en señalar con la mayor exactitud y precisión posibles las reivindicaciones de los obreros y hacerlas públicas, en escoger el mejor momento para resistir, elegir la mejor forma de lucha, estudiar la posición y las fuerzas de ambos bandos en lucha, analizar si no existe la posibilidad de una forma de lucha aun mejor (como podría ser una carta al fabricante o una denuncia ante el inspector o el médico, según las circunstancias, si no conviene recurrir directamente a la huelga, etc.).

Hemos dicho que el paso de los obreros rusos a esta forma de lucha muestra que han dado un gran paso adelante. Esta lucha sitúa al movimiento obrero en el buen camino, y es garantía de futuros éxitos. En esta lucha, las masas obreras aprenden, en primer lugar, a reconocer y analizar, uno tras otro, los métodos de explotación capitalista, a comprenderlos, tanto en relación con la ley, como con sus propias condiciones de vida y con los intereses de la clase de los capitalistas. Al examinar las diversas formas y casos de explotación, los obreros aprenden a entender el sentido y la esencia de la explotación en su conjunto, aprenden a entender el régimen social basado en la explotación del trabajo por el capital. En segundo lugar, en esta lucha, los obreros ponen a prueba sus fuerzas, aprenden a unirse, a entender la necesidad y el valor de dicha unión. La ampliación de la lucha y la frecuencia de los choques conducen inevitablemente a una extensión aun mayor de aquélla, al desarrollo del sentimiento de unidad, al espíritu de solidaridad, en primer término entre los obreros de una localidad determinada, después entre los de todo el país, entre toda la clase obrera. En tercer lugar, esa lucha desarrolla la conciencia política de los obreros. La masa obrera se ve colocada, por sus propias condiciones de vida, en una situación tal, que no tiene tiempo ni posibilidad para meditar acerca de cualquier clase de problemas de orden nacional. Pero la lucha de los obreros contra los fabricantes por sus necesidades cotidianas hace, por sí sola y en forma inevitable, que tropiecen con problemas nacionales y políticos, con problemas relativos a la forma en que se gobierna el Estado ruso, cómo se promulgan las leyes y reglamentaciones, y a qué intereses sirven. Cada conflicto en una fábrica lleva necesariamente a los obreros a enfrentarse con las leyes y con los representantes del poder estatal. Escuchan entonces por primera vez «discursos políticos». Para empezar, los obreros comprenden, aunque sólo sea por las explicaciones de los propios inspectores del trabajo, que la artimaña mediante la cual el patrono los oprime está basada en el exacto cumplimiento de las disposiciones aprobadas por las autoridades correspondientes, que conceden al fabricante libertad para explotar a los obreros a su arbitrio; o que la expoliación a que aquél los somete es perfectamente legal, y que, por lo tanto, no hace más que ejercer un derecho establecido en tal o cual ley sancionada y protegida por el poder estatal. A las explicaciones políticas de los señores inspectores se agregan, a veces, «explicaciones políticas», aun más útiles, del señor ministro quien recuerda a los obreros que deben sustentar sentimientos de «amor cristiano» para con los fabricantes, por los millones que éstos ganan a expensas del trabajo de los obreros. Después, a estas explicaciones de los representantes del poder estatal y a la forma directa en que los obreros conocen en beneficio de quiénes actúa este poder, se agregan aun los volantes u otra clase de explicaciones de los socialistas, de suerte que durante una huelga de este tipo, reciben una educación política completa. Aprenden a entender, no sólo cuáles son los intereses particulares de la clase obrera, sino también el lugar particular que ésta ocupa dentro del Estado. He aquí, pues, en qué debe consistir la ayuda que oí Partido Socialdemócrata puede prestar a la lucha de clase de los obreros: en desarrollar su conciencia de clase contribuyendo a la lucha que realizan por sus necesidades esenciales.

La segunda forma de ayuda debe consistir, como lo dice el programa, en contribuir a la organización de los obreros. La lucha que acabamos de describir exige que estén organizados. Esto es necesario tanto para una huelga, a fin de conducirla con mayor éxito, como para la recaudación de fondos en favor de los huelguistas, para la organización de cajas mutuales y para la propaganda entre los obreros; para la difusión entre los mismos de volantes, comunicados, llamamientos, etc. La organización es más necesaria aun para defenderse contra las persecuciones de la policía y de la gendarmería, para proteger de éstas todos los vínculos y contactos entre los obreros, para proporcionarles libros, folletos, periódicos, etc. La ayuda en todos estos aspectos: tal es la segunda tarea del partido.

La tercera consiste en señalar el verdadero objetivo de la lucha, o sea, esclarecer a los obreros en qué consiste la explotación del trabajo por el capital, sobre qué se mantiene, de qué modo la propiedad privada sobre la tierra y los instrumentos de trabajo condena a las masas obreras a la miseria, las obliga a vender su trabajo a los capitalistas y a entregarles gratuitamente todo el excedente creado por su trabajo después de producir lo necesario para subsistir; en explicar, luego, cómo esta explotación conduce inevitablemente a la lucha de clase de los obreros contra los capitalistas, cuáles son las condiciones de dicha lucha y su objetivo final: en una palabra, en explicar todo lo que, en forma concisa, se señala en el programa.

Las gafas inglesas (Rosa Luxemburg, 1899)

Artículo publicado por Rosa Luxemburg en la Leipziger Volkszeitung del 9 de mayo de 1899.
Durante la ley bismarckiana de excepción contra los socialistas (1878-1890), Bernstein estuvo exiliado primero en Zurich, luego en Londres, donde mantuvo intensa relación con Marx y Engels. Como señala Rosa Luxemburg, esta estancia en Londres y la admiración por el tradeunionismo británico influyeron pode­rosamente en Bernstein, y en esta medida el texto encaja perfectamente dentro del cuadro de la polémica contra los revisionistas. Pero además la crítica de Rosa al sindicalismo bri­tánico permite ampliar la perspectiva de su análisis, constituyendo una anticipación de los enfoques de los comunistas de izquierda, en particular los alemanes y los holandeses, sobre el movimiento sindical, a partir sobre todo de 1919.

LAS GAFAS INGLESAS

I

Antes de echar una ojeada retrospectiva a la discusión que se ha desarrollado en la prensa del Partido acerca del libro de Bernstein, nos proponemos examinar en detalle algunas cuestiones secundarias que, en el curso de esta discusión, se han subrayado más que otras. Nos ocuparemos esta vez del movimiento sindical inglés. Entre los partidarios de Bernstein, la consigna del «poder económico» de la clase obrera tiene un papel muy importante. El deber de la clase obrera es crearse un poder económico, escribe el doctor Woltmann en el nº 93 de la Prensa Libre de Elberfeld. Por su parte, E. David cierra su serie de artículos sobre el libro de Bernstein con la siguiente consigna: «emancipación a través de la organización económica» (Mainzer Volkszeitung, nº 99). Según esta concepción, acorde con la teoría de Bernstein, el movimiento sindical, junto a las cooperativas de consumo, debe ir transformando poco a poco el modo de producción capitalista en modo de producción socialista. Ya hemos demostrado (ver Reforma o revolución) que esta concepción descansa sobre un completo desconocimiento de la naturaleza y de las funciones económicas tanto de los sindicatos como de las coopera­tivas. Se puede demostrar de una forma menos abstracta, partiendo de un ejemplo concreto.

Cada vez que se habla del importante papel reservado a los sindicatos en el futuro del movimiento obrero, lo reglamentario es citar inmediatamente el ejemplo de los sindicatos ingleses, mostrando al mismo tiempo ese «poder económico» que puede conquistarse y el mo­delo que la clase obrera alemana debe esforzarse en adoptar. Pero si en la historia del movimiento obrero existe un solo capítulo capaz de aniquilar completa­mente toda confianza futura en la acción socializadora y en el aumento de la fuerza de los sindicatos, ese capítulo es precisamente la historia del tradeunionismo inglés.

Bernstein ha montado su teoría basándose en las condiciones inglesas. Contempla el mundo a través de las «gafas in­glesas». Eso se ha convertido ya en una expresión co­rriente en el Partido. Si esto significa que el cambio de orientación teórica de Bernstein se debe al tiempo que ha pasado en el exilio y a sus impresiones personales sobre Inglaterra, podría ser una explicación psicológica perfectamente exacta, aunque tiene muy poco interés para el Partido y para la actual discusión. Pero si la expresión sobre las «gafas ingle­sas» quiere decir que la teoría de Bernstein es ade­cuada para Inglaterra y es exacta en lo que a Inglaterra se refiere, entonces es una opinión errónea y que contradice tanto con la historia pasada como con el estado actual del movimiento obrero inglés.Continue Reading

Organización defensiva de las condiciones de vida del proletariado (el caso ingés [2ª parte]: La aristocracia obrera)

prole.info
Publicado en Gedar.

Por cuestiones de espacio en el artículo anterior no nos extendimos acerca de la aristocracia obrera, cuestión que retomamos ahora, de manera más profunda. Por esta razón nos vamos a fijar de nuevo en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX, puesto que el tradeunionismo sienta un precedente histórico a lo que luego será la integración de las instituciones proletarias sindicales dentro del estado burgués. Del mismo modo las condiciones hacen posible la aparición de una capa mejor posicionada en el sistema capitalista dentro del mismo proletariado, de lo cual se derivan importantes consecuencias políticas. Es decir, si antes hablamos de la forma que tomó la lucha sindical en Inglaterra, ahora veremos su base social.

Por un lado, la rápida industrialización de Inglaterra, junto a la expansión de sus mercados en las colonias se sumó al hecho de que en otros países dicha industrialización aún estaba empezando, o ni siquiera lo había hecho. De esta manera, la situación facilitó un increíble crecimiento de las ganancias y a su vez significó que una parte nada desdeñable de éstas se pudo invertir en una alianza entre proletarios y capitalistas, o en otras palabras, invertir en paz social. Dicha jugada le dio la tranquilidad que necesitaba la burguesía, atosigada por huelgas y revueltas constantes. De ahí podemos concluir que la dominación capitalista va tomando formas más sutiles con el desarrollo de las fuerzas productivas.

Otra clave está en la lectura que se haga de la mejora de las condiciones de vida del proletariado. Si bien es cierto que la lucha trae mejoras a todo su conjunto (como por ejemplo la prohibición del trabajo infantil, la limitación de la jornada a diez horas, la creación de escuelas y hospitales públicos, etc.), aún sí lo que consigue la lucha es solo una de las caras de la moneda. La otra es que también se trata de concesiones, y a pesar de que estas alianzas beneficiaran también a las capas más bajas del proletariado, la parte más grande del pastel será, con diferencia, para una capa mejor situada de dicho proletariado.

Existen numerosas definiciones de ésta, pero por lo que nos ocupa, no nos interesa hacer un análisis sociológico [1], sino comprender las motivaciones políticas y maneras de actuar de esta fracción del proletariado respecto a las luchas sindicales.

Para ir definiendo, llamaremos aristocracia obrera a este estrato cualificado, minoritario pero aún así grande en número, con una potencia organizativa, a través de sindicatos, superior al resto del proletariado.

Por un lado, de ello obtienen una posición estratégica políticamente favorable, debido a que sus organizaciones sindicales son reconocidas por la burguesía. Por otro lado, lo hacen en tanto que son un interlocutor jurídico, como clase económica y no como clase política [2]. Dicho de otra forma; no niegan el sistema de relaciones capitalista, juegan en su terreno. Sin embargo su influencia no se limita a los favores de la burguesía, sino que también ejercen una notable influencia en las reivindicaciones del propio movimiento obrero, del cual forman parte.

En primer lugar, su existencia demuestra que el proletariado sí puede llegar al poder dentro del sistema capitalista, de forma no revolucionaria y para ello se le ofrecen ciertos puestos a modo de soborno. El problema radica por tanto en la forma de llegar al poder; al no hacerlo de manera revolucionaria, sino por concesiones, se ve asimilado al resto de viejas clases, se convierte en un reflejo de éstas y su interés deja de estar en abolir el sistema de clases en su conjunto. Por otro lado, esta situación relativamente privilegiada (en términos relativos, respecto al resto del proletariado), lo lleva a un estado de conciencia similar a la conciencia pequeño burguesa del artesanado, en tanto que se muestra temeroso de perder su situación acomodada y ser asimilado a la masa proletaria. Por tanto, esta aristocracia obrera es, junto a la pequeña burguesía, un estrato en gran medida están definido por el miedo de perder su condición, miedo que crece durante las crisis. De la misma manera, tienden a limitar las luchas en vez de unificarlas; se mueven en un marco geográfico más bien reducido, es decir de manera localista, o incluso limitado a una sola empresa [3]. Aunque en cierta manera Engels preveía que desaparecería cuando sus condiciones se igualaran a las del resto del proletariado con el fin de la situación de monopolio de Gran Bretaña, en vez de eso, con la expansión del imperialismo, esta “aristocracia obrera”, como la denomina, surge también en otros países. El fenómeno británico se extiende.

Otra cuestión interesante es que los proletarios cualificados, por ejemplo los antiguos artesanos o la pequeña burguesía de las profesiones liberales, ambos recientemente proletarizados, llevaban a cabo un sindicalismo que tendía a la negociación. Al contrario, el proletariado no cualificado, cuyas filas engrosaban antiguos campesinos sin tradición gremial, tendía a rehuir las negociaciones y en vez de ello se daba a la revuelta y la insurrección, a la destrucción y la quema de maquinaria, al asesinato, etc. No entraban a la negociación porque no tenían nada que negociar. En otras palabras, no tenían una posición beneficiosa que mantener. Esta oposición [4] la recoge Rosa Luxemburgo en el artículo “Las gafas inglesas” [5]. No obstante, hay que tener en cuenta también que el desarrollo de la maquinización [6]tiende a uniformizar al proletariado, destruyendo las especializaciones heredadas del artesanado. Da lo mismo que haga calcetines o tornillos, importa el beneficio.

A día de hoy sin embargo, la cuestión de cualificación se complica aún más. Por ejemplo, hay sectores donde la cualificación es una cuestión de antigüedad y no tanto de formación, como en la industria. Por otro lado, el acceso a la educación superior es mayor, y existe una mayor movilidad social, habiendo más proletarios que pasan a ser mandos intermedios o cuadros especializados. Otro tema es también que las capas peor situadas causan menos problemas o lo hacen menos a menudo. De hecho la mayoría de huelgas –o avisos de éstas- se dan en sectores más cualificados y mejor colocados, como la administración pública o donde los puestos de trabajo son estables, mejor pagados y hay mayor antigüedad.

La edad también es un factor determinante de diferenciación de estratos en el proletariado actual: ahora la juventud actúa como punta de lanza de la precariedad cuando entra al mercado laboral, ya que baja el precio de la fuerza de trabajo [7]. En un contexto de crisis –productiva e ideológica- se agarra a un clavo ardiendo y se ve obligada a aceptar condiciones que antes resultaban impensables. La situación se ve empeorada además por la creciente separación entre la masa sindicalizada y la que no lo está, aumentando también la atomización e indefensión. Junto a ello hay toda una serie de instituciones dispuestas para moldear ideológicamente a las nuevas generaciones, ya que al fin y al cabo de lo que se trata para la burguesía en el fondo es de invertir en la formación ideológica del proletariado de mañana.

En otros aspectos se mantienen ciertas tendencias. En la práctica, como vimos en el artículo anterior sobre el trade-unionismo, tienden al corporativismo, poniendo en oposición a los proletarios sindicados con los que no están, debido a que se centran en sus propios intereses y no los del conjunto. Esto se puede ver en que al organizarse en base a la división del trabajo capitalista, según las categorías (aprendices, oficiales, encargados…), ahondan en la divisiones entre el proletariado en vez de tratar de superarlas a través y para la lucha.

En conclusión, a pesar de que los sindicatos se forjaron al calor de duras luchas y de que cualquier expresión de asociación proletaria fuera objetivo de persecución, esto no significa que las instituciones del proletariado sean independientes de la influencia de la burguesía, pudiendo llegar a actuar de correa de transmisión de ésta, tanto en Inglaterra en el s.XIX como hoy en día. No es que haya burgueses infiltrados entre nuestras filas, sino que el movimiento obrero puede ser utilizado, o derivado hacia formas beneficiosas para la clase dominante, como parte de una totalidad de dominación que adquiere formas cada vez más elaboradas (y perversas). La influencia de la aristocracia obrera sobre el resto del movimiento obrero, del cual también forman parte, puede ser realmente importante. No obstante, lejos de luchar por los intereses del conjunto, tienden a mirar por su propio ombligo. Al contrario, una premisa para la organización efectiva del proletariado es romper con las categorías que impone la división del trabajo capitalista; por encima de separaciones entre fijos/ ETTs, locales/ migrantes, hombres/mujeres, jóvenes/mayores… En algunos casos, sin embargo, la aristocracia obrera puede pelear también por las condiciones de las capas peor situadas del proletariado, pero con el fin de ganar legitimidad negociadora y mejorar su posición de relativa fuerza en el sistema capitalista, actuando como lobby de presión. Al hacerlo, acaba desviando la lucha del conjunto del proletariado a sus intereses particulares, impidiendo que se organice de manera independiente de la influencia burguesa, para lo que tiene que afirmarse como proletariado, reconociendo tener un interés diferenciado del resto de clases sociales. Es por esta razón que esta aparente unidad de clase es en realidad una nueva división. Al contrario, la alianza es posible cuando primero nos hemos establecido de manera independiente respecto al poder burgués, como poder proletario, con instituciones efectivas propias, también para la defensa de nuestras condiciones de vida.

Esto es, cuando funcionamos desde el principio de independencia de clase es cuando podemos dar la vuelta a la tortilla y unirnos con otras facciones –entonces ya más débiles- en la lucha, a condición de que sus intereses queden subordinados a los del proletariado en su conjunto, y nunca al revés, a una de sus fracciones particulares.


[1] En tanto que no nos limitamos a observar y analizar desde la distancia, sino de aprender para cambiar la realidad, y debido a que la
sociología tiende a obviar el elemento de la conciencia, que en nuestro caso tiene un interés esencial. Además la visión sociologizante toma al proletariado como una suma de individuos y no como un actor histórico en su conjunto.
[2] No pretendamos encontrar en la historia un producto acabado y perfecto de lucha defensiva por las condiciones de vida del proletariado. Cada forma organizativa tiene sus límites y es fruto de su época. La armonización entre lucha económica y política se está empezando a dar en esta fase y de hecho es uno de los puntos de la polémica entre marxistas y anarquistas.
[3] Mario Tronti explica esta idea: “la lucha de movimiento de clase por el control no puede agotarse en el ámbito de la empresa aislada, sino que debe relacionarse y extenderse a toda una rama, a todo el frente productivo. Concebir el control de los trabajadores como una cosa que se restrinja a una sola empresa no quiere decir solamente ‘limitar’ la reivindicación del control, sino despojarla de sus significado real y hacerla degenerar en el plano corporativo’ (7 Tesis de Control Obrero, Mondo Operaio Nº 2, febrero de 1958).
[4] Engels también recoge esta oposición: “Los miembros de las ‘nuevas’
tradeuniones, los sindicatos de obreros no calificados, tienen una enorme ventaja: su mentalidad es todavía un terreno virgen, absolutamente exento de los ‘respetables’ prejuicios burgueses heredados, que trastornan las cabezas de los ‘viejos tradeunionistas’ mejor situados.” (prólogo a la segunda edición de La situación de la clase obrera en Inglaterra, 189)
[5] Rosa Luxemburg “Las gafas Inglesas”, LeizpigerVolkszeitung, 9 de mayo de 1899.
[6] Henryk Grossman identifica que la introducción de maquinaria lleva a disminuir los costos de aprendizaje, abaratando el trabajo no cualificado y encareciendo el que sí lo está.
[7] Funciona de una manera parecida a la mano de obra migrante precaria o los parados. Todos ejercen una presión a la baja sobre los salarios de los que están en ese momento dentro del mercado laboral.

La canción del trabajador musicante

Publicado en Dolly Records nº 2.

Sin una canción, la navaja se enroma.
Proverbio de África Occidental.

Una canción vale por diez hombres.
Proverbio marinero.

«Yo he sido profesor y creo que no hay ninguna diferencia entre dar clases y subirse a un escenario. En ambos casos se trata de entretener a delincuentes en potencia». Si damos por buenas estas palabras de Sting y admitimos que la función social de los músicos profesionales es de centinela, entonces deberíamos considerar los sindicatos de músicos (y de profesores) como una especie de asociaciones de policías o guardias jurado diplomados en trabajo social. O al menos así es como habría que considerar a aquellos sindicatos que no cuestionan el papel que juegan estos artistas en la sociedad. En realidad, como vamos a intentar demostrar, la función cultural que tienen los músicos profesionales y la industria de la música en esta sociedad capitalista es más compleja y siniestra. A la hora de servir pan y circo, los músicos aportan su buena ración de circo, menos cruento que el romano pero culturalmente más nocivo. Y la cosa no queda ahí.

Todo esto, no obstante, constituye una novedad histórica relativamente reciente. Las bases materiales de la cultura capitalista de masas, que derribó casi todas las fronteras entre la alta cultura y la cultura plebeya, fueron los medios de comunicación de masas. La radio, la industria de la música y la música moderna surgieron y maduraron en la primera mitad del siglo XX, en la época de entreguerras. Tras este periodo de guerra y crisis las cosas ya no volverían a ser como antes, sobre todo para los trabajadores, cuyos sindicatos quedaron integrados institucionalmente en el Estado y cuya música pasó a formar parte de una cultura de masas, apta para todas las clases sociales. La separación entre el artista y el público, que en la vieja cultura plebeya era un hecho circunstancial, se hizo permanente. Conforme la música se convertía en un trabajo, el trabajador dejaba de hacer música. Cuanto más alto se oía la voz del músico profesional, menos se escuchaba la voz del trabajador.

La belle époque prebélica fue testigo del canto del cisne de la canción sindical. El «Pequeño Cancionero Rojo» de la IWW y la figura de Joe Hill son emblemáticos en este sentido, aunque este tipo de cantar atesoraba al menos un siglo de tradición. Las primeras baladas huelguísticas que se conocen se remontan a los conflictos de los marineros ingleses (1815) y los barqueros del río Tyne (1822). Unos años antes, en 1812, los disturbios luditas habían inspirado canciones como The Cropper Lads (Los mozos de tundir, con versos como «Los tundidores abrimos el baile/¡Con hachuelas, picas y pistolas!»). Según Engels «la clase obrera comenzó la resistencia contra la burguesía cuando se opuso por la fuerza a la introducción de las máquinas». Los primeros combates del proletariado contra la burguesía, pues, tuvieron su propia música. Pero estas canciones obreras, sindicales o de protesta, constituyen en realidad el último estadio de desarrollo de la canción folk, la cual, como expresión cultural de las clases trabajadoras, siempre estuvo íntimamente ligada al trabajo («No se puede escribir sobre folklore sin escrutar la actitud del pueblo respecto al trabajo», decía el folklorista alemán W. H. Riehl en 1861). Y es que la canción del trabajador musicante tiene más en común con los cantos que entonaban los hombres y mujeres del paleolítico en sus cavernas, durante sus rituales de magia simpática, que con los temas de Pete Seeger y Banda Bassotti, o incluso con himnos como La Internacional o A las barricadas.

Para los trabajadores la música siempre fue coser y cantar («En mi pueblo al crujir los telares/Suenan más y mejor los cantares», dice la canción). Los trabajadores cantaban mientras trabajaban, cantaban sobre su trabajo en sus ratos de ocio y terminaron cantando en defensa de los intereses del trabajo durante sus luchas. Y al corear sus cánticos no sólo mostraban cuál era su actitud ante a su trabajo y sus condiciones de vida, sino que además promovían su sentimiento comunitario y forjaban una cultura propia.

Una de clara muestra de esta íntima relación entre el cantar y el trabajar son los cantos de trabajo, es decir, las canciones que se entonaban durante la faena cotidiana. Entre las últimas work songs que se escucharon en occidente se cuentan los shanties (salomas) de la marinería, los hollers (gritos de campo) de los esclavos negros y las endechas de los trabajadores del ferrocarril y los presidiaros condenados a trabajos forzados, unas expresiones que además son precursoras del blues. Estos cantos coordinaban las labores y aumentaban la productividad, pero al mismo tiempo cohesionaban y unían a los trabajadores, quienes muchas veces plasmaban en sus versos sus antipatías hacia los capitanes de los buques o los capataces de la cuadrilla («Un barco yanqui bajaba por el río/¿Y quién crees que lo comandaba?/Un oficial yanqui y un desabrido capitán/¿Y qué crees que daban de comer?/Cola de papagayo e hígado de mono», dice la saloma Shallow Brown). Los shanties de los marineros anglo-americanos, con sus patrones de llamada y respuesta, tienen una clara influencia afro-americana. Los marinantes en general, como obreros itinerantes, jugaron a lo largo de la historia un papel fundamental en la transmisión y fusión de distintas culturas. Hasta la llegada del ferrocarril a los Estados Unidos, las comunicaciones y el comercio de esta nación dependían de los obreros de la mar. El Caribe fue durante siglos un cruce de caminos frecuentado por esclavos africanos y trabajadores españoles, británicos, franceses e indios, entre muchos otros. Marineros, barqueros, leñadores, esclavos y aparceros ponían en circulación su música y sus canciones, y luego estos ritmos y versos recorrían el Mississippi, el Caribe y el Atlántico. A comienzos del siglo XIX, el corsario Jean Lafitte tenía su propio reino en las marismas de las afueras de Nueva Orleans (llamado Barataria, pues vendía barato el botín de sus saqueos), y su propio ejército de bandidos de todas las naciones. No es extraño que esta ciudad policultural terminara convirtiéndose en la cuna del jazz.

Aunque no todas las labores tenían su canto de trabajo, había muchas profesiones que disponían de todo un repertorio de canciones para momentos de ocio. En ellas los trabajadores reflejaban entre otras cosas sus condiciones laborales o los cambios que se estaban produciendo en el gremio («Os diré claramente dónde están las mujeres/Las mujeres han ido a tejer a máquina/Y si quieres toparte con ellas tienes que levantarte temprano/Y hacer una larga caminata hasta la fábrica por la mañana», explicaba The Weaver and the Factory Maid). Los marineros, los tejedores, los leñadores, los mineros y los trabajadores del campo fueron especialmente aficionados a esta clase de cante. En ocasiones, recurriendo a metáforas relacionadas con el trabajo y las herramientas, componían canciones eróticas.

La canción folk tampoco dejaba de lado los trabajos y las condiciones de vida de las mujeres. Buenos ejemplos son A Woman’s Work is Never Done o The Ladies’ Case («¡Qué duro es el destino del sexo femenino!/Siempre encadenadas, siempre encerradas/Atadas a sus padres hasta que las convierten en esposas/Y luego esclavas de su marido el resto de su vida»). También se conservan baladas sobre mujeres que se travestían para desempeñar oficios masculinos, como hicieron entre otras las conocidas piratas Mary Read y Anne Bonny.

La canción protesta no surge en los años 50. Se conoce una copla de este tipo compuesta por los esclavos del antiguo Egipto («¿Tenemos que pasarnos todo el día acarreando cebada y farro?») y hay quien piensa que The Cutty Wren se remonta a la revuelta de campesinos ingleses de 1351 y que Die Gedanken sind frei proviene de las Guerras Campesinas de 1524-26 en Alemania. Durante el periodo de transición del feudalismo al capitalismo, a medida que se aceleraba el proceso de acumulación primitiva de capital y que los pequeños productores eran despojados de sus medios de vida independiente y obligados a buscar trabajo como asalariados, tanto la forma como el contenido de la canción folk se fueron modificando. El fugitivo, el asaltante de caminos, el cazador furtivo, el deportado a las plantaciones de América, el reo condenado a la horca, el soldado desertor y el marinero reclutado a la fuerza en la armada son personajes recurrentes en las canciones de esta época. «La primera, la más grosera, la más horrible forma de rebelión [de los obreros] fue el delito», comenta Engels. Las formas más primitivas de rebelión contra el capitalismo también tuvieron, pues, su banda sonora. Testimonio de esta secular simpatía popular hacia ciertos criminales son las baladas de Robin Hood o de Jesse James.

Conforme avanzaba el proceso de formación de la clase obrera y sus formas de resistencia evolucionaban desde el delito, los disturbios y la destrucción de máquinas hasta el sindicalismo, la canción folk hacía lo propio. La gran cantidad de canciones de los tejedores y mineros ingleses del siglo XIX que se han conservado permiten observar este proceso de toma de conciencia colectiva, partiendo de tonadas como Poverty Knock («Cariño, llegamos tarde/El capataz está en la puerta/Vamos a perder dinero/ Se quedará con nuestro salario/Tendrán que fiarnos el pan») hasta llegar a las amenazas de The Blackleg Miner («Únete al sindicato mientras estés a tiempo/No esperes al día de tu muerte/Pues quizá ese día no esté lejos/¡Sucio minero rompehuelgas!»). Otros trabajadores, como por ejemplo los segadores (Triste invierno: «Nos matan a trabajar/Comiendo sólo pan duro/Cuando una gota que sudas/Vale lo menos mil duros») o los arrieros (El arriero y los ladrones: «¡Arre mulo! ¡Mala maña!/Que no llevamos dinero/Que el dinero lo tiene el amo/ Aunque nosotros lo sudemos») también reflejaban en sus cantos su toma de conciencia ante el trabajo y el mundo en el que vivían.

Como se ha visto, antes de que la industria de la música convirtiera la canción en mercancía y a los cantantes en artistas profesionales con derechos de propiedad, los trabajadores llevaban siglos desarrollando una cultura musical común y propia. Bien es cierto que la figura del músico profesional no surge con el capitalismo y que la canción folk no siempre fue compuesta por los propios trabajadores. Sin embargo eran ellos quienes la entonaban con unos determinados fines y quienes la transmitían y la transformaban mediante tradición oral, hasta que los medios de comunicación de masas cortocircuitaron todo este proceso, permitiendo que el artista profesional llevara a cabo en el terreno de la cultura algo parecido a lo que antes había hecho la burguesía en el terreno de la economía: saquear una propiedad común y someter al trabajador a esta propiedad recién usurpada. Los obreros dejaron de cantar sus propias canciones cuando otros empezaron a cantar por ellos. Paradójicamente, cuando la música se convirtió en un trabajo más, el trabajo empezó a desaparecer de las canciones y la canción empezó a desaparecer de los centros de trabajo, excepto en la forma de hilo musical. Empresas como Muzak comenzaron a estudiar de qué forma la música de fondo podía estimular la productividad y el consumo y reducir el absentismo laboral. Las canciones, ciertamente, siguen hoy formado parte de nuestras vidas, pero de una manera radicalmente distinta.

Durante la Edad de Oro del capitalismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, con la expansión de la sociedad de clases medias y sus posibilidades de promoción social, el trabajo colectivo de cuello azul que dejaba callos en las manos empezó a considerarse como algo degradante y a evitar. La lucha colectiva por la defensa de los intereses del trabajo y el refus de parvenir (rechazo del medro) de los sindicalistas revolucionarios franceses se transformaron en una lucha individual por ascender en la escala social mediante un trabajo acorde con los gustos personales. Siguiendo el eslogan de Auschwitz («El trabajo te libera»), el mantra de la nueva cultura dominante de masas decía «el trabajo te realiza». Y el músico profesional estaba (y aún está) atrapado en este espíritu de los tiempos.

El artista trata de huir de la monotonía y la alienación del trabajo, sueña con convertirse en músico profesional y reclama para sí los derechos sobre su «creación», pues los artistas, dice la cultura dominante, son «creadores». Pero en realidad el artista no crea absolutamente nada. Su bagaje musical procede de un una cultura ajena, popular y obrera, del blues de los esclavos de la cuenca del Mississippi y del hillbilly de los campesinos de los montes Apalaches, cuya mezcla dio lugar al rock’n’roll y posteriormente, al combinarse con las tradiciones musicales de distintos pueblos, a toda clase de estilos y géneros. Ni siquiera las canciones que compone el artista pueden considerarse como propiedad suya, pues responden a todo un conjunto de influencias culturales y condicionamientos sociales que, aunque se catalicen a través de un individuo concreto, son producto social y colectivo, como toda mercancía. El trabajador es de hecho quien crea, no ya la cultura, sino la riqueza que permite que el músico se dedique a su profesión.

La canción folk del trabajador musicante representa la antítesis de la obra del músico profesional. Es anónima, gratuita, colectiva y no tiene el carácter de mercancía que se consume. No fomenta el lucro personal, sino la solidaridad y los lazos comunitarios. Y en este sentido no cabe hacer distinciones entre músicos profesionales según su origen social, el mensaje de sus canciones, su compromiso político o sus ingresos.

Entre el trabajador musicante y el músico profesional se sitúa la figura del músico semi-profesional, un estado efímero que normalmente desemboca en uno de los dos anteriores, pero que ha dado músicos y artistas de la talla de Arnold Schultz, Leadbelly, Mississippi John Hurt, Elisabeth Cotten, Jimmie Rodgers o Roscoe Holcomb. Hoy cada vez son más los músicos que se ven obligados a buscarse otro trabajo para complementar sus ingresos y poder sobrevivir. Esta situación, que para el artista representa una desgracia, sienta las bases para el posible resurgimiento de la canción obrera.

En fin, quien se sube a un escenario no sólo entretiene a delincuentes en potencia, como decía Sting. Su papel en el terreno de la cultura es semejante al del parlamentario burgués en la política o al del representante del sindicato amarillo y subvencionado por la patronal en los centros de trabajo. Cada uno en su esfera ejerce la misma función: obstaculizar la autonomía (cultural, política o sindical) de los trabajadores.

Hoy, en occidente, las consecuencias de la crisis capitalista están arrojando a millones de trabajadores a unas condiciones de miseria y desamparo que muchos comparan con las que existían en el siglo XIX. En aquella época los empresarios y políticos burgueses contaban con la policía y el ejército, pero no con el músico profesional ni con el delegado sindical a sueldo. La formación de la clase obrera fue un proceso que se desarrolló a través de la lucha (y el canto), pero este proceso no sólo partía de unas determinadas condiciones materiales, sino también de unas concretas bases culturales: la cultura folk o popular de la era pre-industrial. En las presentes circunstancias, ¿seremos capaces los trabajadores de repetir la historia y hacer oír nuestra voz por encima de la del artista, el político y el sindicalista profesional? Eso es otro cantar.

La sociedad inglesa en el siglo XVIII: ¿Lucha de clases sin clase? (E.P. Thompson)

«Eighteenth-Century English Society: Class Struggle without Class?», Social History, III, n° 2 (mayo 1978).

Lo que sigue a continuación podría ser descrito más como un intento de argumentación que como un artículo. Las dos primeras secciones forman parte de un trabajo argumentativo sobre el paternalismo y están muy estrechamente relacionadas con mi artículo «Patririan Society, Plebeian Culture», publicado en el Journal of Social History (verano 1974). Las restantes secciones (que tienen su propia génesis) avanzan en la exploración de las cuestiones de clase y cultura plebeya[1]. Ciertas partes del desarrollo se fundamentan en investigaciones detalladas, publicadas y sin publicar. Pero no estoy seguro de que todas ellas juntas constituyan una «prueba» de la argumentación. Pues la argumentación sobre un proceso histórico de este tipo (que Popper sin duda describiría como «holístico») puede ser refutada; pero no pretende poseer el tipo de conocimiento posi­tivo que generalmente afirman tener las técnicas de investigación positivistas. Lo que se afirma es algo distinto: que en una sociedad cualquiera dada no podemos entender las partes a menos que enten­damos su fundón y su papel en su relación mutua y, en su relación con el total. La «verdad» o la fortuna de tal descripción holística sólo puede descubrirse mediante la prueba de la práctica histórica. De modo que la argumentación que se presenta a continuación es una especie de preámbulo, un pensar en voz alta.

I

Se ha protestado con frecuencia que los términos «feudal», «ca­pitalista» o «burgués» son en exceso imprecisos e incluyen fenó­menos demasiado vastos y dispares para hacernos un servicio analítico serio. No obstante, ahora es constante el considerar útil una nueva serie de términos, tales como «preindustrial», «tradicional», «paternalismo» y «modernización», que parecen susceptibles prác­ticamente de las mismas objeciones, y cuya paternidad teórica es menos segura.

Puede tener interés el que, mientras el primer conjunto de tér­minos dirige la atención hacia el conflicto o la tensión dentro del proceso social —plantean, al menos como implicación, las cuestiones de ¿quién?, ¿a quién?—, el segundo conjunto parece desplazarnos hacia una visión de la sociedad como orden sociológico autorregulado. Se nos presenta con un especioso cientifismo, como si estu­vieran carentes de valores.

En ciertos escritores «patriarcal» y «paternal» parecen ser térmi­nos intercambiables, el uno dotado de una implicación más seria, el otro algo más suavizada. Los dos pueden realmente converger tanto en hecho como en teoría. En la descripción de Weber de las socie­dades «tradicionales», el foco del análisis se centra en las relaciones familiares de la unidad tribal o la unidad doméstica, y desde este punto se extrapolan las relaciones de dominio y dependencia que vienen a caracterizar la sociedad «patriarcal» como totalidad; formas que él relaciona específicamente con formas antiguas y feudales de orden social. Laslett, que nos ha recordado apremiantemente la im­portancia central de la «unidad doméstica» económica en el siglo XVII, sugiere que ésta contribuyó a la reproducción de actitudes y relaciones patriarcales y paternales que permearon a la totalidad de la sociedad, y que quizá siguieron haciéndolo hasta el momento de la «indus­trialización». Marx, es verdad, tendía a considerar las actitudes pa­triarcales como características del sistema gremial de la Edad Media en que:

Los oficiales y aprendices de cada oficio se hallaban organi­zados como mejor cuadraba al interés de los maestros; la relación patriarcal que les unía a los maestros de los gremios dotaba a éstos de un doble poder, por una parte mediante su influencia directa sobre la vida toda de   los oficiales y, por otra parte, porque para los oficiales que trabajaban con el mismo maestro éste constituía un nexo real de unión que los mantenía en cohesión frente a los oficiales de los demás maestros y los separaba de éstos…

Marx afirmaba que en la «manufactura» estas relaciones eran susti­tuidas por «la relación monetaria entre el trabajador y el capitalista», pero, «en el campo y en las pequeñas ciudades, esta relación seguía teniendo un color patriarcal»[2]. Es este un amplio margen, sobre todo cuando recordamos que en cualquier época previa a 1840 la mayor parte de la población vivía en estas condiciones.

De modo que podemos sustituir el «matiz patriarcal» por el tér­mino «paternalismo». Podría parecer que este quantum social má­gico, refrescado cada día en las innumerables fuentes del pequeño taller, la unidad doméstica económica, la propiedad territorial, fue lo bastante fuerte para inhibir (excepto en casos aislados, durante breves episodios) la confrontación de clase, hasta que la industriali­zación la trajo a remolque consigo. Antes de que esto ocurriera, no existía una clase obrera con conciencia de clase, ni conflicto de clase alguno de este tipo, sino simplemente fragmentos del protoconflicto; como agente histórico la clase obrera no existía y, puesto que así es, la tarea tremendamente difícil de intentar descubrir cuál era la ver­dadera conciencia social de los pobres, de los trabajadores, y sus for­mas de expresión, sería tediosa e innecesaria. Nos invitan a pensar sobre la conciencia del oficio más que de la clase, sobre divisiones verticales más que horizontales. Podemos incluso hablar de una so­ciedad de «una clase».

Examinemos las siguientes descripciones de los caballeros terra­tenientes del siglo XVIII. El primero:

La vida de una aldea, una parroquia, una ciudad mercado y su hinterland, todo un condado, podía desarrollarse en torno a una casa grande y su solar. Sus salones de recepción, jardines, establos y perreras eran el centro de la vida social local; su despacho de la propiedad, el centro donde se negociaban las tenencias agrarias, los arrendamientos de minas y edificios, y un banco de pequeños ahorros e inversiones; su propia explotación agraria, una exposición permanente de los mejores métodos agrícolas disponi­bles…; su sala de justicia… el primer baluarte de la ley y el orden; su galería de retratos, salón de música y biblioteca, el cuartel gene­ral de la cultura local; su comedor, el fulero de la política local.

Y he aquí el segundo:

En el curso de administrar su propiedad para sus propios intereses, seguridad y conveniencia ejerció muchas de las funciones del Estado. Él era juez: resolvía disputas entre sus allegados. Era la policía: mantenía el orden entre un gran número de gente… Era la Iglesia: nombraba al capellán, generalmente algún pariente cercano con o sin formación religiosa, para mirar por su gente. Era una agencia de bienestar público: cuidaba de los enfermos, los ancianos, los huérfanos. Era el ejército en caso de revuelta:… armaba a sus parientes y partidarios como si fuera una milicia particular. Es más, mediante lo que se convirtió en un intrincado sistema de matrimonios, parentesco y patrocinio… podía solicitar la ayuda, en caso de necesidad, de un gran número de parientes en el campo o en las ciudades que poseían propiedades y poder similares a los suyos.

Ambas son descripciones aceptables del caballero terrateniente del siglo XVIII. No obstante, ocurre que una describe a la aristocracia o la gran gentry inglesa, la otra a los dueños de esclavos del Brasil colonial[3]. Ambas servirían, igualmente, y con mínimas correcciones, para describir a un patricio de la campagna en la antigua Roma, uno de los terratenientes de Almas muertas de Gogol, un dueño de es­clavos de Virginia[4], o los terratenientes de cualquier sociedad en la que la autoridad económica y social, poderes judiciales, sumarios, etc., estuvieran unidos en un solo punto.

Quedan, sin embargo, algunas dificultades. Podemos denominar una concentración de autoridad económica y cultural «patemalismo» sí así lo deseamos. Pero, si admitimos el término, debemos también admitir que es demasiado amplio para un análisis discriminatorio. Nos dice muy poco sobre la naturaleza del poder y el Estado, sobre for­mas de propiedad, sobre la ideología y la cultura, y es incluso dema­siado romo para distinguir entre modos de explotación, entre la mano de obra servil y libre.

Además, es una descripción de relaciones sociales vista desde arriba. Esto no la invalida, pero debemos ser conscientes de que esta descripción puede ser demasiado persuasiva. Si sólo nos ofrecen la primera descripción, es entonces muy fácil pasar de ésta a la idea de «una sociedad de una sola clase»; la casa grande se encuentra en la cumbre, y todas las líneas de comunicación llevan a su comedor, despacho de la propiedad o perreras. Es esta, en verdad, una impre­sión que fácilmente obtiene el estudioso que trabaja entre los docu­mentos de propiedades particulares, los archivos de los quarter sessions, o la correspondencia de Newcastle.

Pero pueden encontrarse otras formas de describir la sociedad además de la que nos ofrece Harold Perkin en el primero de los extractos. La vida de una parroquia puede igualmente girar en torno al mercado semanal, los festivales y ferias de verano e invierno, la fiesta anual de la aldea, tanto como alrededor de lo que ocurría en la casa grande. Las habladurías sobre la caza furtiva, el robo, el escándalo sexual y el comportamiento de los superintendentes de pobres podían ocupar las cabezas de las gentes bastante más que las distantes idas y venidas de la posesión. La mayor parte de la comu­nidad campesina no tendría demasiadas oportunidades para ahorrar o invertir o para mejorar sus campos; posiblemente se sentían más preocupados por el acceso al combustible, a las turberas y a los pastos del común que por la rotación de los cultivos de nabos. La justicia podía perci­birse no como un «baluarte» sino como una tiranía. Sobre todo, podía existir una radical disociación —en ocasiones antagonismo— entre la cultura e incluso la «política» de los pobres y las de los grandes.

Pocos estarían dispuestos a negar esto. Pero las descripciones del orden social en el primer sentido, vistas desde arriba, son mucho más corrientes que los intentos de reconstruir una visión desde abajo. Y siempre que se introduce la noción de «paternalismo» lo que ésta sugiere es el primer modelo. Y el término no puede deshacerse de implicaciones normativas: sugiere calor humano, en una relación mutuamente admitida; el padre es consciente de sus deberes y res­ponsabilidades hacia el hijo, el hijo está conforme o activamente cons­ciente a su estado filial. Incluso el modelo de la pequeña unidad doméstica económica conlleva (a pesar de los que lo niegan) un cierto sentido de confort emocional: «hubo un tiempo —escribe Laslett— en que toda la vida se desarrollaba en la familia, en un círculo de rostros amados y familiares, de objetos conocidos y mima­dos, todos de proporciones humanas»[5]. Sería injusto contrastar esto con el recuerdo de que Cumbres borrascosas está enmarcado exacta­mente en una situación familiar como esta. Laslett nos recuerda un aspecto relevante de las relaciones económicas a pequeña escala, in­cluso si el calor pudiera ser producido por la impotente rebelión con­tra una dependencia abyecta con tanta frecuencia como por el respeto mutuo. En los primeros años de la revolución industrial, los trabaja­dores rememoraban a menudo los valores paternalistas perdidos; Cobbett y Oastler elaboraron el sentimiento de pérdida, Engels afir­mó el agravio.

Pero esto plantea otro problema. El paternalismo como mito o ideología mira casi siempre hacia atrás. Se presenta en la historia inglesa menos como realidad que como un modelo de antigüedad, recientemente acabada, edad de oro de la cual los actuales modos y maneras constituyen una degeneración. Y tenemos el Country Justice de Langhorne (1774):

When thy good father held this wide domain,
The voice of sorrow never mourn’d in vain.
Sooth’d by his pity, by his bounty fed,
The sick found medecine, and the aged bread.
He left their interest to no parish care,
No bailiff urged his little empire there;
No village tyrant starved them, or oppress’d;
He learn’d their wants, and he those wants redress’d…
The poor at hand their natural patrons saw,
And lawgivers were supplements of law! [6]

Y continúa para negar que estas relaciones tengan alguna realidad en el momento:

… Fashion’s boundless sway
Has borne the guardian magistrate away.
Save in Augústa’s streets, on Gallia’s shores,
The rural patrón is beheld no more[7].

Pero podemos elegir las fuentes literarias como nos plazca. Po­dríamos retroceder unos sesenta o setenta años hasta sir Roger de Coverley, un tardío superviviente, un hombre singular y anticuado, y por ello al mismo tiempo ridículo y entrañable. Podríamos retro­ceder otros cien años hasta el Rey Lear, o hasta el «buen anciano» de Shakespeare, Adam; de nuevo los valores paternalistas se con­sideran «una antigualla», se deshacen ante el individualismo compe­titivo del hombre natural del joven capitalismo, en el que «el vínculo entre el padre y el hijo está resquebrajado» y donde los dioses pro­tegen a los bastardos. O podemos seguir retrocediendo otros cien años hasta sir Thomas More. La realidad del paternalismo aparece siempre retrocediendo hacia un pasado aún más primitivo e ideali­zado[8]. Y el término nos fuerza a confundir atributos reales e ideoló­gicos.

Para resumir: paternalismo es un término descriptivo impreciso. Tiene considerablemente menos especificidad histórica que términos como feudalismo o capitalismo; tiende a ofrecer un modelo de orden social visto desde arriba; contiene implicaciones de afecto y de rela­ciones personales que suponen nociones valorativas; confunde lo real con lo ideal. No significa esto que debamos desechar el término por completa inutilidad para todo servicio. Tiene tanto, o tan poco, valor como otros términos descriptivos generalizados —autoritario, demo­crático, igualitario— que por sí mismos, y sin sustanciales añadi­duras, no pueden caracterizar un sistema de relaciones sociales. Nin­gún historiador serio debe caracterizar toda una sociedad como pa­ternalista o patriarcal. Pero el paternalismo puede, como en la Rusia zarista, en el Japón meiji o en ciertas sociedades esclavistas, ser un componente profundamente importante no sólo de la ideología, sino de la mediación institucional en las relaciones sociales[9]. ¿Cuál es el estado de la cuestión con respecto a la Inglaterra del siglo XVIII?

II

Dejemos a un lado de inmediato una línea de investigación ten­tadora pero totalmente improductiva: la de intentar adivinar el peso específico de ese misterioso fluido que es el «matiz patriarcal», en este o aquel contexto y en distintos momentos del siglo. Comenzamos con impresiones; adornamos nuestros presentimientos con citas opor­tunas; y terminamos con más impresiones.

Si observamos, por el contrario, la expresión institucional de las relaciones sociales, esta sociedad parece ofrecer pocos rasgos auténti­camente paternalistas. Lo primero que notamos en ella es la impor­tancia del dinero. La gentry terrateniente se clasifica no por naci­miento u otras distinciones de status, sino por sus rentas: tienen tan­tas libras al año. Entre la aristocracia y la gentry con ambiciones, los noviazgos los hacen los padres y sus abogados, que los llevan con cuidado hasta su consumación: el acuerdo matrimonial satisfactoria­mente contraído. Destinos y puestos podían comprarse y venderse (siempre que la venta no fuera seriamente conflictiva con las líneas de interés político); los destinos en el ejército, los escaños parlamen­tarios, libertades, servicios, todo podía traducirse en un equivalente monetario: el voto, los derechos de libre tenencia, la exención de impuestos parroquiales o servicio de la milicia, la libertad de los burgos, las puertas en las tierras del común. Este es el siglo en que el dinero «lleva toda la fuerza», en el que las libertades se convierten en propiedades y se cosifican los derechos de aprovechamiento. Un palomar situado en una antigua tenencia libre puede venderse, y con él se vende el derecho a votar; los escombros de un antiguo caserío se pueden comprar para reforzar las pretensiones a derechos comunales y, por tanto, para cerrar un lote más del común.

Si los derechos de aprovechamiento, servicios, etc., se convir­tieron en propiedades que se clasificaban con el valor de tantas li­bras, no siempre se convirtieron, sin embargo, en mercancías accesi­bles para cualquier comprador en el mercado libre. La propiedad asumía su valor, en la mayor parte de los casos, sólo dentro de una determinada estructura de poder político, influencias, intereses y dependencia, que Namier nos dio a conocer. Los cargos titulares pres­tigiosos (tales como rangers, keepers, constables) y los beneficios que conllevaban podían comprarse y venderse; pero no todo el mundo podía comprarlos o venderlos (durante los gobiernos de Walpole, ningún par tory o jacobita tenía probabilidades de éxito en este mercado); y el detentador de un cargo opulento que incurría en la desaprobación de políticos o Corte podía verse amenazado de expulsión mediante procedimientos legales. La promoción a los pues­tos más altos y lucrativos de la Iglesia, la justicia o las armas, se encontraba en situación similar. Los cargos se obtenían mediante la influencia política pero, una vez conseguidos, suponían normalmente posesión vitalicia, y el beneficiario debía exprimir todos los ingresos posibles del mismo mientras pudiera. La tenencia de sinecuras de Corte y de altos cargos políticos era mucho menos segura, aunque de ningún modo menos lucrativa: el conde de Ranelagh, el duque de Chandos, Walpole y Henry Fox, entre otros, amasaron fortunas du­rante su breve paso por el cargo de Pagador General. Y, por otra parte, la tenencia de posesiones territoriales, como propiedad abso­luta, era enteramente segura y hereditaria. Era tanto el punto de acceso para el poder y los cargos oficiales, como el punto al cual retornaban el poder y los cargos. Las rentas podían aumentarse me­diante una administración competente y mejoras agrícolas, pero no ofrecían las ganancias fortuitas que proporcionaban las sinecuras, los cargos públicos, la especulación comercial o un matrimonio afortu­nado. La influencia política podía maximizar los beneficios más que la rotación de cuatro hojas, como, por ejemplo, facilitando la conse­cución de decretos privados, tales como el cerramiento, o el conver­tir un paquete de ingresos sinecuristas no ganados por vía normal en posesiones hipotecadas, allanando el camino para conseguir un ma­trimonio que uniera intereses armónicos o logrando acceso preferente a una nueva emisión de bolsa.

Fue esta una fase depredadora del capitalismo agrario y comercial, y el Estado mismo era uno de los primeros objetos de presa. El triunfo en la alta política era seguido por el botín de guerra, así como la victoria en la guerra era con frecuencia seguida por el botín político. Los jefes triunfantes de las guerras de Marlborough no sólo obtuvieron recompensas públicas, sino también enormes sumas sus­traídas de la subcontratación militar de forrajes, transporte u orde­nanzas; Marlborough recibió el palacio de Blenheim, Cobham y Cadogan los pequeños palacios de Stowe y Caversham. La sucesión hannoveriana trajo consigo una serie de bandidos-cortesanos. Pero los grandes intereses financieros y comerciales requerían también acceso al Estado, para obtener cédulas, privilegios, contratos, y la fuerza diplomática, militar y naval necesarias para abrir el camino al comercio[10]. La diplomacia obtuvo para la South Sea Company el asiento, o licencia para el comercio de esclavos con la América espa­ñola, y fue la expectativa de beneficios masivos de esta concesión lo que hinchó la South Sea Bubble. No se pueden hacer pompas (bubble) sin escupir, y los escupitajos en este caso tomaron la forma de sobornos no sólo a los ministros y a las queridas del rey, sino también (parece seguro) al mismo rey.

Estamos acostumbrados a pensar que la explotación es algo que ocurre sobre el terreno, en el momento de la producción. A princi­pios del siglo XVIII se creaba la riqueza en este nivel primario, pero se elevó rápidamente a regiones más altas, se acumuló en grandes paquetes y los verdaderos agostos se hicieron en la distribución, acaparamiento y venta de artículos o materias primas (lana, grano, carne, azúcar, paños, té, tabaco, esclavos), en la manipulación del crédito y en la incautación de cargos del Estado. Un bandido patricio compitió para lograr el botín del poder, y este solo hecho explica las grandes sumas de dinero que estaban dispuestos a emplear en la compra de escaños parlamentarios. Visto desde esta perspectiva, el Estado no era tanto el órgano efectivo de una clase determinada como un parásito a lomos de la misma clase (la gentry) que había triun­fado en 1688. Y así se veía, y se consideraba intolerable por muchos miembros de la pequeña gentry tory durante la primera mitad del si­glo, cuyos impuestos y tierras veían transferidos por los medios más patentes a los bolsillos de los cortesanos y políticos whig, a la misma élite aristocrática cuyos grandes dominios se estaban consolidando frente a los pequeños, en estos años. Incluso hubo un intento por parte de la oligarquía, en la época del duque de Sunderland, de con­firmarse institucionalmente y autoperpetuarse mediante la tentativa de lograr el Peerage Bill (Proyecto de Ley de Nobleza) y la Septennial Act (Ley Septenal). El que las defensas constitucionales contra esta oligarquía pudieran al menos sobrevivir a estas décadas se debió en gran medida a la obstinada resistencia de la gentry independiente rural, en gran parte tory, en ocasiones jacobita, apoyada una y otra vez por la multitud vociferante y turbulenta.

Todo esto se hacía en nombre del rey. En nombre del rey podían los ministros de éxito purgar incluso al más subordinado funciona­rio del Estado que no estuviera totalmente sometido a sus intereses. «No hemos ahorrado medios para encontrar a todos los malvados, y hemos despedido a todos aquellos de los cuales teníamos la más mínima prueba, tanto de su actual como de su pasado comporta­miento», escribían los tres serviles comisarios de Aduanas de Dublín al duque de Sunderland en agosto de 1715. Es «nuestro deber no permitir que ninguno de nuestros subordinados coma el pan de Su Majestad, si no tienen todo el celo y afecto imaginables hacia su ser­vicio y el del Gobierno»[11]. Pero uno de los intereses primeros de los depredadores políticos era limitar la influencia del rey a la de primus inter predatores. Cuando al ascender Jorge II pareció dispuesto a prescindir de Walpole, resultó que era susceptible de ser comprado como cualquier político whig, aunque a más alto precio:

Walpole conocía su deber. Nunca fue un soberano tratado con mayor generosidad. El Rey, 800.000 libras, más el excedente de todos los impuestos asignados a la lista civil, calculados por Hervey en otras 100.000 libras; la Reina, 100.000 libras al año. Corría el rumor de que Pulteney ofrecía más. Si así era, su incapacidad política era asombrosa. Nadie a excepción de Walpole podía haber esperado obtener tales concesiones a través de los Comu­nes… una cuestión que el Soberano no tardó en captar… «Considere, Sir Robert», dijo el Rey, ronroneando de gratitud mientras su ministro se disponía a dirigirse a los Comunes, «que lo que me tranquiliza en esta cuestión es lo que hará también su tranquilidad; va a decidirse para mi vida y para su vida»[12].

Así que el deber de Walpole resulta ser el respeto mutuo de dos la­drones de cajas fuertes asaltando las cámaras del mismo banco. Durante estas décadas, los conocidos «recelos» whig de la Corona no surgían del miedo a que los monarcas hannoverianos realizaran un golpe de estado y pisotearan bajo sus pies las libertades de los súbditos al adquirir poder absoluto; la retórica se destinaba exclu­sivamente a las tribunas públicas. Surgía del miedo más real a que el monarca ilustrado encontrara medios para elevarse, como personi­ficación de un poder imparcial, racionalizado y burocrático, por en­cima y más allá del juego depredador. El atractivo de un rey tan patriótico hubiera sido inmenso, no sólo entre la gentry menor, sino entre grandes sectores de la población: fue precisamente el atractivo de su imagen de patriota incorrupto lo que llevó a William Pitt, el mayor, al poder en una marea de aclamación popular, a pesar de la hostilidad de los políticos y de la Corte[13].

«Los sucesores de los antiguos Cavaliers se habían convertido en demagogos; los sucesores de los Roundkeads en cortesanos», dice Macaulay, y continúa: «Durante muchos años, una generación de Whigs que Sidney habría desdeñado por esclavos, continuaron li­brando una guerra a muerte con una generación de Tories a los cuales Jeffreys habría colgado por republicanos».[14] Esta caracteriza­ción no sobrevive mucho tiempo después de mediado el siglo. El odio entre whigs y tories se había suavizado mucho (y —para algunos historiadores— desaparecido) diez años antes del ascenso de Jorge III, y la subsiguiente «matanza de los inocentes Pelhamitas». Los supervivientes tories procedentes de la gran gentry volvieron a las comisiones de paz, recuperaron su presencia política en los con­dados y abrigaron esperanzas de compartir el botín del poder. Al ascender la manufactura en las escalas de riqueza frente al trasiego mercantil y la especulación, también ciertas formas de privilegio y corrupción se hicieron odiosas a los hombres adinerados, que llega­ron a aceptar la palestra racionalizada e «imparcial» del mercado libre: ahora uno podía hacer su agosto sin la previa compra política en los órganos del Estado. El ascenso de Jorge III cambió de modos diversos los términos del juego político; la oposición sacó su vieja retórica liberal y le dio lustre. Para algunos adquirió (como en la ciudad de Londres) un contenido verdadero y renovado. Pero el rey desafortunadamente malogró todo intento de presentarse como rey ilustrado, como la cúspide de una burocracia desinteresada. Las fun­ciones parasitarias del Estado se vieron bajo constante escrutinio y ataque a destajo (ataques contra East India Company, contra puestos y sinecuras, contra la apropiación indebida de tierras públicas, la reforma del Impuesto de Consumos, etc.); pero su papel esencial parasitario persistió.

«La Vieja Corrupción» es un término de análisis político más serio de lo que a menudo se cree; pues como mejor se entiende el poder político a lo largo de la mayor parte del siglo XVIII es, no como un órgano directo de clase o intereses determinados, sino como una formación política secundaria, un lugar de compra donde se obte­nían o se incrementaban otros tipos de poder económico y social; en lo que respecta a sus funciones primarias era caro, ampliamente ineficaz, y sólo sobrevivió al siglo porque no inhibió seriamente los actos de aquellos que poseían poder económico o político (local) de facto. Su mayor fuente de energía se encontraba precisamente en la debi­lidad misma del Estado; en el desuso de sus poderes paternales, buro­cráticos y proteccionistas, en la posibilidad que otorgaba al capita­lismo agrario, mercantil y fabril, para realizar su propia autorreproducción; en los suelos fértiles que ofrecía al laissez-faire[15].

Pero raramente parece ser un suelo fértil para el paternalismo. Nos hemos acostumbrado a una visión algo distinta de la política del siglo XVIII, presentada por historiadores que se han acostum­brado a considerar la época en los términos de las apologías de sus principales actores[16]. Si se advierte la corrupción, puede legitimarse mencionando un precedente; si los whigs eran depredadores, también lo eran los tories. No hay nada fuera de orden, todo está incluido en «los criterios aceptados de la época». Pero la visión alternativa que yo he ofrecido no debe producir sorpresas. Es, después de todo, la critica de la alta política que se encuentra en Los viajes de Gulliver y en Jonathan Wilde, en parte en las sátiras de Pope y en parte en Humphrey Clinker, en «Vanity of Human Wishes» y «London» de Johnson y en el «Traveller» de Goldsmith. Aparece, como teoría polí­tica, en la Fábula de las abejas de Mandeville y reaparece, de forma más fragmentaria, en las Political Disquisitions de Burgh[17]. En las pri­meras décadas del siglo, la comparación entre la alta política y los bajos fondos era un recurso corriente de la sátira:

Sé que para parecer aceptable a los hombres de alcurnia hay que esforzarse en imitarlos, y sé de qué modo consiguen dinero y puestos. No me sorprende que el talento necesario para ser un gran hombre de Estado sea tan escaso en el mundo, dado que tan gran cantidad de los que lo poseen son segados en lo mejor de sus vidas en el Old Baily.

Así se expresaba John Gay, en una carta privada, en 1723[18]. La idea constituye la semilla de la Beggar’s Opera. Los historiadores han desatendido generalmente esta imagen como hiperbólica. No deberían hacerlo.

Hay, desde luego, que hacer alguna salvedad. Pero una, sin em­bargo, que no puede hacerse es que el parasitismo estaba frenado, o los recelos vigilados, por una clase media en progresivo aumento de profesionales e industriales, con fines claros y con cohesión.[19] Esta clase no empezó a descubrirse a sí misma (excepto, quizás, en Londres) hasta las tres últimas décadas del siglo. Durante la mayor parte del mismo, sus miembros potenciales se contentaban con someterse a una condición de abyecta dependencia. Excepto en Londres, hicieron pocos esfuerzos (hasta el Association Movement de finales de los años 1770) para librarse de las cadenas del soborno electoral y la in­fluencia; eran adultos que consentían en su propia corrupción. Des­pués de dos décadas de adhesión servil a Walpole, surgieron los Disi­dentes con su recompensa: 500 libras asignadas al meritorio clero. Cincuenta años pasaron sin que pudieran lograr la derogación del Test y las Corporation Acts (Leyes Corporativas). Como hombres de la Iglesia, la mayoría adulaban para obtener ascensos, cenaban y bromea­ban (con resignación) en la mesa de sus protectores y, como el párroco Woodforde, no se ofendían por recibir una propina del señor en una boda o un bautizo.[20] Como registradores, abogados, tutores, administradores, mercaderes, etc., se encontraban dentro de los lími­tes de la dependencia; sus cartas respetuosas, en que solicitaban pues­tos o favores, están preservadas en las colecciones de manuscritos de los grandes[21]. (Como tales, las fuentes tienen la tendencia historiográfica a sobreestimar el elemento de deferencia en la sociedad del siglo XVIII, pues un hombre en la situación, forzosa, de solicitar favo­res no revelará su verdadera opinión). En general, las clases medias se sometieron a una relación de clientelismo. Ocasionalmente un indi­viduo podía librarse, pero incluso las artes permanecieron coloreadas por su dependencia de la liberalidad de sus mecenas[22]. El aspirante a profesional o comerciante buscaba menos el remedio a su senti­miento de agravio en la organización social que en la movilidad social (o geográfica, a Bengala, o al «Occidente» de Europa: al Nuevo Mundo). Intentaba comprar la inmunidad a la deferencia adquiriendo la riqueza que le proporcionaría «independencia», o tierras y status de gentry[23]. El profundo resentimiento generado por esta condición de «cliente», con sus concomitantes humillaciones y sus obstáculos para la carrera abierta al talento, movió gran parte del radicalismo intelectual de principios de los años 1790; sus ascuas abrasan los pies incluso en los tranquilos y racionalistas períodos de la prosa de Godwin.

De modo que, al menos durante las primeras siete décadas del siglo, no encontramos clase media alguna industrial o profesional que ejerza una limitación efectiva a las operaciones del depredador poder oligárquico. Pero, si no hubiera habido frenos de ninguna clase, ningún atenuante al dominio parasitario, la consecuencia habría sido necesariamente la anarquía, una facción haciendo presa sin restric­ción sobre otra. Los principales atenuantes a este dominio eran cuatro.

Primero, ya hemos hablado de la tradición en gran medida tory de la pequeña gentry independiente. Esta tradición es la única que sale de la primera mitad del siglo cubierta de honor; reaparece, con manto whig, en el Association Movement de los años 1770[24]. En segundo lugar, está la prensa: en sí misma una especie de presencia de clase media, adelantándose a otras expresiones articuladas, una presencia que extiende su alcance al extenderse la alfabetización, y al aprender por sí misma a crecer y conservar sus libertades[25]. En tercer lugar, existe «el Derecho», elevado durante este siglo a un papel más prominente que en cualquier otro período de nuestra historia, y que servía como autoridad «imparcial» arbitrante en lugar de la débil y nada ilustrada monarquía, una burocracia corrupta e ineficaz, y una democracia que ofrecía a las activas intromisiones del poder poco más que una retórica sobre su linaje. El Derecho Civil propor­cionaba a los intereses en competencia una serie de defensas de su propiedad, y las reglas del juego sin las que todo ello habría caído en la anarquía. (El Derecho Criminal, que estaba en su mayor parte dirigido contra la gente de tipo disoluto o levantisco, presentaba un aspecto totalmente distinto). En cuarto y último lugar, está la omni­presente resistencia de la multitud: una multitud que se extendía en ocasiones desde la pequeña gentry, pasando por los profesionales, hasta los pobres (y entre todos ellos, los dos primeros grupos inten­taron en ocasiones combinar la oposición al sistema con el anoni­mato), pero que a ojos de los grandes aparecía, a través de la neblina del verdor que rodeaba sus parques, compuesta de «tipos disolutos y levantiscos». La relación entre la gentry y la multitud es el tema particular de este trabajo.

III

Pero lo que a mí me preocupa, en este punto, no es tanto cómo se expresaba esta relación (ello ha sido, y continúa siendo, uno de los temas centrales de mi trabajo) cuanto las implicaciones teóricas de esta formación histórica en particular para el estudio de la lucha de clases. En «Patrician Society, Plebeian Culture»[26] he dirigido la atención hacia la erosión real de las formas de control paternalistas por la expansión de la mano de obra «libre», sin amos. Pero, aun cuando este cambio es sustancial y tiene consecuencias significa­tivas para la vida política y cultural de la nación, no representa una «crisis» del antiguo orden. Está contenido en las viejas estructuras de poder y la hegemonía cultural de la gentry no se ve amenazada, siempre que la gentry satisfaga ciertas expectativas y realice ciertos (parcialmente teatrales) papeles. Existe, sin embargo, una recipro­cidad en la relación gentry-plebe. La debilidad de la autoridad espi­ritual de la Iglesia hizo posible el resurgir de una cultura plebeya extraordinariamente vigorosa fuera del alcance de controles externos. Y lejos de resistirse a esta cultura, en las décadas centrales del siglo, la gentry más tradicional le otorgó un cierto favor o lisonja. «Existe una mutualidad en esta relación que es difícil no analizar al nivel de relación de clase».

Yo acepto el argumento de que muchos artesanos urbanos reve­laban una conciencia «vertical» de «Oficio» (en lugar de la con­ciencia «horizontal» de la clase obrera industrial madura). (Este es uno de los motivos por los que he adoptado el término plebe prefe­rentemente al de clase obrera[27]). Pero esta conciencia vertical no estaba atada con las cadenas diamantinas del consenso a los gober­nantes de la sociedad. Las fisuras características de esta sociedad no se producían entre patronos y trabajadores asalariados (como en las clases «horizontales»), sino por cuestiones que dan origen a la mayoría de los motines: cuando la plebe se unía como pequeños consumidores, o romo pagadores de impuestos o evasores del im­puesto de consumos (contrabandistas), o por otras cuestiones «hori­zontales», libertarias, económicas o patrióticas. No sólo era la con­ciencia de la plebe distinta a la de la clase obrera industrial, sino también sus formas características de revuelta: como, por ejemplo, la tradición anónima, el «contrateatro» (ridículo o ultraje de los símbolos de autoridad) y la acción rápida y directa.

Yo sostengo que debemos considerar a la multitud «como era, sui generis, con sus propios objetivos, operando dentro de una compleja y delicada polaridad de fuerzas en su propio contexto». Y veo la clave crítica de este equilibrio estructural en la relación gentry-multitud en el «recelo» de la gentry hacia el Estado, la debili­dad de los órganos de éste y la especial herencia legal. «El precio que aristocracia y gentry pagaron a cambio de una monarquía limitada y un Estado débil era, forzosamente, dar licencia a la multitud. Este es el contexto central estructural de la reciprocidad de relaciones entre gobernantes y gobernados».

No era un precio que se pagara con gusto. A lo largo de la pri­mera mitad del siglo, en particular, los whigs detestaban a la licen­ciosa multitud. Por lo menos desde la época de los motines de Sachaverell buscaron la oportunidad de frenar su acción[28]. Ellos fueron los autores del Riot Act (Ley de Motines). En el momento de la subida de Walpole hubo indudables intentos de encontrar una solución más autoritaria al problema del poder y el orden. El ejército permanente se convirtió en uno de los recursos normales de gobier­no.[29] El patronazgo local se apretó y se limitaron los obstáculos electorales[30]. Durante el mismo Parlamento que aprobó el Black Act (Ley Negra), un comité nombrado para estudiar las leyes relativas a los trabajadores agrícolas informó a favor de que se extendieran amplios poderes disciplinarios sobre toda la mano de obra; los jueces de paz debían tener autoridad para obligar a los trabajadores mascu­linos no casados a cumplir un servicio anual, debía consolidarse la estimación de jornales, los jueces de paz debían tener poderes para vincular a los trabajadores que dejaran su trabajo sin terminar, y mayores poderes aún para castigar a servidores holgazanes y revol­tosos[31]. El proyecto sin fechar de «secciones de una ley para evitar tumultos y mantener la paz en las elecciones» que se encuentra entre los papeles de Walpole, indica que algunos de sus allegados deseaban ir más lejos: «Las personas nocivas o alborotadoras … frecuente­mente se reúnen de modo tumultuoso o amotinado» en las ciudades durante las elecciones. Entre los remedios que se proponían se en­contraba la rigurosa exclusión de toda persona no habitante o votante de estas ciudades durante el período de votación; el nombramiento de condestables extraordinarios con poderes extraordinarios; multas y penas por causar desórdenes electorales, romper ventanas, tirar pie­dras, etc., debiendo doblar el castigo en los casos de delincuentes que no fueran votantes; y la prohibición de «todo tipo de Banderas, Estandartes, Colores o Insignias», divisas o distintivos políticos[32]. No se permitiría ni la acción directa, ni las actuaciones públicas y ban­deras de la multitud sin derecho al voto. La ley, sin embargo, nunca alcanzó el libro de estatutos. Estaba, incluso para el Gran Hombre, más allá de los límites de lo posible. Cualquier licencia otorgada a la multitud por los whigs durante estos años surgía menos de senti­mientos de libertad que de un sentido realista de estos límites. Y ellos, a su vez, eran impuestos por un especial equilibrio de fuerzas que no puede, después de todo, ser analizado sin recurrir al concepto de clase.

IV

Parece necesario, una vez más, explicar cómo entiende el histo­riador —o cómo entiende este historiador— el término «clase». Hace unos quince años concluí un trabajo, algo prolongado, de análisis de un momento particular de la formación de las clases. En el prefacio hice algunos comentarios sobre las clases que concluían: «La clase la definen los hombres al vivir su propia historia, y, en última instancia, esta es la única definición».[33]

Se supone hoy, generalmente entre una nueva generación de teóri­cos marxistas, que esta afirmación es o bien «inocente» o (peor aún) «no inocente»: es decir, evidencia de una ulterior en­trega al empirismo, historicismo, etc. Estas personas tienen formas mucho mejores para definir la clase, definiciones que pueden, ade­más, ser rápidamente aprehendidas dentro de la práctica teórica y que no conllevan la fatiga de la investigación histórica.

El prefacio era, no obstante, ponderado y surgía tanto de la práctica histórica como de la teórica. (Yo no partía de las conclu­siones del prefacio: éste expresaba mis conclusiones). En términos generales, y después de más de quince años de práctica, yo sosten­dría las mismas conclusiones. Pero quizá debiera reformularlas y matizarlas.

  • Clase, según mi uso del término, es una categoría histórica, es decir, está derivada de la observación del proceso social a lo largo del tiempo. Sabemos que hay clases porque las gentes se han comportado repetidamente de modo clasista; estos sucesos históricos descubren regularidades en las respuestas a situaciones similares, y en un momento dado (la formación «madura» de la clase) observamos la creación de instituciones y de una cultura con notaciones de clase, que admiten comparaciones transnacionales. Teorizamos sobre esta evidencia como teoría general sobre las clases y su formación, y esperamos encontrar ciertas regularidades, «etapas» de desarrollo, etcétera.
  • Pero, en este punto, se da el caso en exceso frecuente de que la teoría preceda a la evidencia histórica sobre la que tiene como misión teorizar. Es fácil suponer que las clases existen, no como un proceso histórico, sino dentro de nuestro propio pensa­miento. Desde luego no admitimos que estén sólo en nuestras cabezas, aunque gran parte de lo que se argumenta sobre las clases sólo existe de hecho en nuestro pensamiento. Por el contrario, se hace teoría de modelos y estructuras que deben supuestamente proporcionarnos los determinantes objetivos de la clase: por ejemplo como expresiones de relaciones diferentes de producción.[34]
  • Partiendo de este (falso) razonamiento surge la noción alter­nativa de clase como una categoría estática, o bien sociológica o heurística. Ambas son diferentes, pero ambas emplean categorías de estasis. Según una muy popular (generalmente positivista) tradición sociológica, la clase puede ser reducida a una auténtica medida cuanti­tativa: determinado número de seres en esta u otra relación a los medios de producción, o, en términos más corrientes, determinado número de asalariados, trabajadores de cuello blanco, etc. O clase es aquello a lo que la gente cree pertenecer en su respuesta a un formulario; nuevamente la clase como categoría histórica —la observa­ción del comportamiento a través del tiempo— ha sido dejada de lado.
  • Quisiera decir que el uso marxista apropiado y mayoritario de clase es el de categoría histórica. Creo poder demostrar que es este el uso del mismo Marx en sus escritos más históricos, pero no es este el lugar para hablar de autoridades en sus escritos. Es sin duda el uso de muchos (aunque no todos) de los que se encuentran en la tradición británica de historiografía marxista, especialmente de la generación mayor.[35] No obstante, ha quedado claro en años re­cientes que clase como categoría estática ha ocupado también sectores muy influyentes del pensamiento marxista. En términos económicos vulgares, esto es sencillamente el gemelo de la teoría sociológica positivista. De un modelo estático de relaciones de producción capi­talista se derivan las clases que tienen que corresponder al mismo, y la conciencia que corresponde a las clases y sus posiciones relativas. En una de sus formas (generalmente leninista), bastante extendida, esto proporciona una fácil justificación para la política de «sustitu­ción»: es decir, la «vanguardia» que sabe mejor que la clase misma cuáles deben ser los verdaderos intereses (y conciencia) de ésta. Si ocurriera que «ésta» no tuviera conciencia alguna, sea lo que fuere lo que tenga, es una «falsa conciencia». En una forma alternativa (mucho más sofisticada) —por ejemplo, en Althusser— todavía en­contramos una categoría profundamente estática; una categoría que sólo halla su definición dentro de una totalidad estructural altamente teorizada, que desestima el verdadero proceso experimental histórico de la formación de las clases, A pesar de la sofisticación de esta teoría, los resultados son muy similares a la versión vulgar econó­mica. Ambas tienen una noción parecida de «falsa conciencia» o «ideología», aunque la teoría althusseriana tiende a tener un arse­nal teórico mayor para explicar el dominio ideológico y la mistifi­cación de la conciencia.
  • Si volvemos a la clase como categoría histórica, es posible ver que los historiadores pueden emplear el concepto en dos sentidos diferentes: 1) referido a un contenido histórico real correspondiente, empíricamente observable; 2) como categoría heurística o analítica para organizar la evidencia histórica, con una correspondencia mucho menos directa.[36] En mi opinión, el concepto puede utilizarse con propiedad en ambos sentidos; no obstante, surge a menudo la con­fusión cuando nos trasladamos de uno al otro.
  1. Es cierto que el uso moderno de clase surge del marco de la sociedad industrial capitalista del siglo XIX. Esto es, clase según su uso moderno sólo fue asequible al sistema cognoscitivo de las gentes que vivían en dicha época. De aquí que el concepto no sólo nos permita organizar y analizar la evidencia; está también, en un sentido distinto, presente en la evidencia misma. Es posible observar, en la Inglaterra, Francia o Alemania industriales, instituciones de clase, partidos de clase, culturas de clase, etc. Esta evidencia histó­rica a su vez ha dado origen al concepto maduro de clase y, hasta cierto punto, le ha imprimido su propia especificidad histórica.
  2. Debemos guardarnos de esta (anacrónica) especificidad his­tórica cuando empleamos el término en su segundo sentido para el análisis de sociedades anteriores a la revolución industrial. Pues la correspondencia de la categoría con la evidencia histórica se hace mucho menos directa. Si la clase no era un concepto asequible dentro del propio sistema cognoscitivo de la gente, si se consideraban a sí mismos y llevaban a cabo sus batallas históricas en términos de «estados» o «jerarquías» u «órdenes», etc., entonces al describir estas luchas históricas en términos de clase debemos extremar el cuidado contra la tendencia a leer retrospectivamente notaciones sub­secuentes de clase. Si decidimos continuar empleando la categoría heurística de clase (a pesar de esta dificultad omnipresente), no es por su perfección como concepto, sino por el hecho de que no dis­ponemos de otra categoría alternativa para analizar un proceso his­tórico universal y manifiesto. Por ello no podemos (en el idioma inglés) hablar de «lucha de estados» o «lucha de órdenes», mientras que «lucha de clases» ha sido utilizado, no sin dificultad pero con éxito notable, por los historiadores de sociedades antiguas, feudales y modernas tempranas; y estos historiadores, al utilizarlo, le han impuesto sus propios refinamientos y matizaciones al concepto con respecto a su propia especialidad histórica.
  • Esto viene a destacar, no obstante, que clase, en su uso heurístico, es inseparable de la noción de «lucha de clases». En mi opinión, se ha prestado una atención teórica excesiva (gran parte de la misma claramente ahistórica) a «clase» y demasiado poca a «lucha de clases». En realidad, lucha de clases es un concepto previo así como mucho más universal. Para expresarlo claramente: las clases no existen como entidades separadas, que miran en derredor, en­cuentran una clase enemiga y empiezan luego a luchar. Por el con­trario, las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en mo­dos determinados (crucialmente, pero no exclusivamente, en relacio­nes de producción), experimentan la explotación (o la necesidad de mantener el poder sobre los explotados), identifican puntos de inte­rés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el pro­ceso de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como conciencia de clase. La clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico[37]. Pero, si empleamos la categoría estática de clase, o si obtenemos nuestro concepto del modelo teórico previo de una totalidad estructural, no lo creeremos así: creeremos que la clase está instantáneamente presente (derivada, como una proyección geomé­trica, de las relaciones de producción) y de ahí resultará la lucha de clases[38]. Estamos abocados, entonces, a las interminables estupideces de la medida cuantitativa de clase, o del sofisticado marxismo newtoniano según el cual las clases y las fracciones de clase realizan evoluciones planetarias o moleculares. Todo este escuálido confusionismo que nos rodea (bien sea positivismo sociológico o idealismo marxista- estructuralista) es consecuencia del error previo: que las clases exis­ten, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha.
  • Espero que nada de lo escrito anteriormente haya dado pábulo a la noción de que yo creo que la formación de clases es inde­pendiente de determinantes objetivos, que clase puede definirse sim­plemente como una formación cultural, etc. Todo ello, espero, ha sido refutado por mi propia práctica histórica, así como por la de otros muchos historiadores. Es cierto que estos determinantes obje­tivos exigen el examen más escrupuloso.[39] Pero no hay examen de determinantes objetivos (ni desde luego tampoco modelo teórico obtenido de él) que pueda ofrecer una clase o conciencia de clase en una ecuación simple. Las clases acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determi­nantes, dentro «del conjunto de relaciones sociales», con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales. De modo que, al final, ningún modelo puede pro­porcionarnos lo que debe ser la «verdadera» formación de clase en una determinada «etapa» del proceso. Ninguna formación de clase propiamente dicha de la historia es más verdadera o más real que otra, y la clase se define a sí misma en su efectivo acontecer.

Las clases, en su acontecer dentro de las sociedades industriales capitalistas del siglo XIX, y al dejar su huella en la categoría heurís­tica de clase, no pueden de hecho reclamar universalidad. Las clases, en este sentido, no son más que casos especiales de las formaciones históricas que surgen de la lucha de clases.

V

Volvamos, pues, al caso especial del siglo XVIII. Debemos espe­rar encontrar lucha de clases, pero no tenemos por qué esperar encontrar el caso especial del siglo XIX. Las clases son formaciones históricas y no aparecen sólo en los modos prescritos como teórica­mente adecuados. El hecho de que en otros lugares y períodos poda­mos observar formaciones de clase «maduras» (es decir, conscientes e históricamente desarrolladas) con sus expresiones ideológicas e ins­titucionales, no significa que lo que se exprese de modo menos decisivo no sea clase.

En mi propia práctica he encontrado la reciprocidad gentry-multitud, el «equilibrio paternalista» en el cual ambas partes de la ecuación eran, hasta cierto punto, prisioneras de la contraria, más útil que las nociones de «sociedad de una sola clase» o de consenso. Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura. Existe una resistencia muy articulada a las ideas e instituciones dominantes de la sociedad en los siglos XVII y XIX: de ahí que los historiadores crean poder analizar estas sociedades en términos de conflicto social. En el si­glo XVIII la resistencia es menos articulada, aunque a menudo muy específica, directa y turbulenta. Por ello debemos suplir parcialmente esta articulación descifrando la evidencia del comportamiento y en parte dando la vuelta a los blandos conceptos de las autoridades diri­gentes para mirar su envés. Si no lo hacemos, corremos el peligro de convertirnos en prisioneros de los supuestos de la propia imagen de los gobernantes: los trabajadores libres se consideran de «tipo disoluto y levantisco», los motines espontáneos y «ciegos»; y ciertas clases importantes de protesta social se pierden en la categoría de «delito». Pero existen unos pocos fenómenos sociales que nos revelan un significado distinto al ser sometidos a este examen dialéctico. La exhibición ostentosa, las pelucas empolvadas y el vestido de los grandes deben también considerarse —como se quería que fueran considerados— desde abajo, entre el auditorio del teatro de hege­monía y control clasista. Incluso la «liberalidad» y la «caridad» de­ben verse como actos premeditados de apaciguamiento de dase en momentos de escasez y extorsión premeditada (bajo la amenaza de motín) por parte de la multitud: lo que es (desde arriba) un «acto de concesión», es (visto desde abajo) un «acto de cesión». Una categoría tan sencilla como la de «robo» puede resultar ser, en ciertas circuns­tancias, evidencia de los intentos prolongados, por parte de la comu­nidad agraria, de defender prácticas antiguas de derechos comunales, o de los jornaleros de defender los emolumentos estableados por la costumbre. Y siguiendo cada una de estas claves hasta su punto de intersección, se hace posible reconstruir una cultura popular esta­blecida por la costumbre, alimentada por experiencias muy distintas a las de la cultura educada, transmitida por tradiciones orales, reproducida por ejemplos (quizás al avanzar el siglo, cada vez más por medios literarios), expresada en símbolos y ritos, y muy distante de la cultura de los que tienen el dominio de Inglaterra.

Yo dudaría antes de describir esto como cultura de clase, en el sentido de que se puede hablar de una cultura obrera, en la que los niños se incorporan a la sociedad con un sistema de valores con patentes connotaciones de dase, como en el siglo XIX. Pero no puedo enten­der esta cultura, en su nivel experimental, en su resistencia a la homilía religiosa, en su picaresca mofa de las próvidas virtudes burguesas, en su fácil recurso al desorden y en sus actitudes irónicas hacia la ley, a menos que se utilice el concepto de antagonismos, adaptaciones y (en ocasiones) reconciliaciones dialécticas, de clase.

Al analizar las relaciones gentry-plebe, nos encontramos no tanto con una reñida e inflexible batalla entre antagonismos irreconcilia­bles, como con un «campo de fuerza» polarizado. Estoy pensando en un experimento escolar (que sin duda no he comprendido correcta­mente) en que una corriente eléctrica magnetizaba una placa cu­bierta de limaduras de hierro. Las limaduras, que estaban uniforme­mente distribuidas, se arremolinaban en un polo o en otro, mientras que entre medias las limaduras que permanecían en su lugar toma­ban el aspecto de alineaciones dirigidas hacia uno u otro polo opuesto. Así es prácticamente como veo yo la sociedad del siglo XVIII, con la multitud en un polo, la aristocracia y la gentry en otro, y en muchas cuestiones, y hasta finales del siglo, los grupos profesionales y comerciantes vinculados por líneas de dependencia magnética a los poderosos o, en ocasiones, escondiendo sus rostros en una acción común con la multitud. Esta metáfora permite entender no sólo la frecuencia de situaciones de amotinamiento (y su dirección), sino también gran parte de lo que era posible y los límites de lo posible más allá de los cuales no se atrevía a ir el poder. Se dice que la reina Carolina se aficionó tanto en una ocasión al St. James Park que preguntó a Walpole cuánto costaría cerrarlo para hacerlo pro­piedad privada. «Sólo una corona, Señora», fue la respuesta de Walpole[40].

Utilizo por tanto la terminología del conflicto de clases mientras que me resisto a atribuir identidad a una clase. No sé si esto puede parecer herejía a otros marxistas, ni me preocupa. Pero me parece que la metáfora de un campo de fuerza puede coexistir fructífera­mente con el comentario de Marx en los Grundrisse de que:

En toda forma de sociedad es una determinada producción y sus relaciones las que asignan a las demás producciones y sus relaciones rango e influencia. Es una iluminación general en la que se mezclan los restantes colores y que modifica sus tonalidades específicas. Es un éter especial que define la gravedad específica de todo lo que existe en él.[41]

Lo que Marx describe con metáforas de «rango e influencia», «iluminación general» y «tonalidades» se presentaría hoy en un lenguaje estructuralista más sistemático: términos en ocasiones tan duros y de apariencia tan objetiva (como el «represivo» y los «apara­tos ideológicos de Estado» de Althusser) que esconden el hecho de que siguen siendo metáforas dispuestas a congelar un proceso social fluido. Yo prefiero la metáfora de Marx; y la prefiero, en diversos aspectos, a sus metáforas subsecuentes de «base» y «superestructura». Pero lo que yo sostengo en este trabajo es (en la misma medida que lo es el de Marx) un argumento estructuralista. Me he visto forzado a constatarlo al considerar la fuerza de las diversas objeciones al mismo. Pues todo rasgo de la sociedad del siglo XVIII que ha sido considerado, puede encontrarse de forma más o menos desarrollada en otros siglos. Hubo jornaleros libres y motines de subsistencias en los siglos XVI, XVII y XIX, hubo indiferentismo religioso y una auténtica cultura folklórica plebeya en los mismos siglos; hubo activa renovación de rituales paternalistas —especialmente en cantos de siega, cenas de arrendatarios, obras de caridad— en el campo del siglo XIX. Y así sucesivamente. ¿Qué es, pues, lo específico del si­glo XVIII? ¿Cuál es la «iluminación general» que modifica las «tona­lidades específicas» de su vida social y cultural?

Para responder a estas preguntas debemos reformular el anterior análisis en términos más estructurales. El error más corriente hoy día es el de incluir en la definición de la cultura popular del si­glo XVIII unas antítesis (industrial/preindustrial; moderno/tradicional; clase obrera «madura»/«primitiva») inapropiadas, porque suponen traer a una sociedad previa unas categorías para las cuales esa so­ciedad no poseía recursos y esa cultura no poseía términos. Si desea­mos efectuar una definición antitéticamente, las antítesis relevantes que se pueden aplicar a la cultura plebeya del siglo XVIII son dos: 1) la dialéctica entre lo que es y no es cultura —las experiencias formativas del ser social, y cómo eran éstas modeladas en formas culturales, y 2) las polaridades dialécticas —antagonismos y recon­ciliaciones— entre las culturas refinada y plebeya de la época. Es por esto por lo que he hecho tan largo rodeo para llegar al verdadero tema de este trabajo.

Por descontado esta cultura exhibe ciertas características común­mente atribuidas a la cultura «tradicional». Especialmente en la so­ciedad rural, pero también en zonas fabriles y mineras densamente pobladas (las ciudades textiles del oeste de Inglaterra, los mineros de estaño de Cornualles, el Black Country), existe un fuerte peso de expectativas y definiciones consuetudinarias. El aprendizaje como iniciación en las destrezas adultas no está limitado a su expresión industrial reglamentada. La niña hace su aprendizaje de ama de casa, primero con su madre (o abuela), después como criada doméstica; como madre joven, en los misterios de la crianza de los niños, es aprendiz de las matronas de la comunidad. Ocurre lo mismo en los oficios carentes de un aprendizaje regulado. Y con la introducción en estas especiales destrezas viene la introducción en la experiencia so­cial o acervo común de la comunidad: cada generación establece una relación de aprendizaje con sus mayores. Aunque cambia la vida social, aunque hay gran movilidad, el cambio no ha alcanzado aún ese punto en que se asume que los horizontes de las generaciones sucesivas serán diferentes[42]; ni tampoco se ha introducido aún significativa­mente esa máquina de aceleramiento (o extrañamiento) cultural que viene a ser la educación formal en la transmisión generacional.

Pero las prácticas y normas se reproducen de generación en gene­ración en el ambiente lentamente diferenciado de la «costumbre». De ello que las gentes tiendan a legitimar la práctica (o la protesta) en términos de uso consuetudinario o de emolumento o derecho prescriptivo. (El hecho de que —desde puntos de partida algo dis­tintos— este tipo de argumento tienda también a controlar la alta cultura política, actúa también como refuerzo de esta disposición plebeya). Las tradiciones se perpetúan en gran medida por transmi­sión oral, con su repertorio de anécdotas y ejemplos narrativos; donde una progresiva alfabetización suple a la tradición oral, las produc­ciones impresas de más amplia circulación (libritos de romances, al­manaques, pliegos, «últimos discursos ante la muerte», y relatos anec­dóticos de crímenes) tienden a someterse a las expectativas de la cultura oral más que a desafiarla con alternativas. En cualquier caso, en muchos puntos de Gran Bretaña —y especialmente en aquellas regiones donde la dialéctica es más fuerte—, una educación básica elemental coexiste, a lo largo del siglo XIX, con el lenguaje —y quizá la sensibilidad— de lo que empieza a ser «la vieja cultura».

En el siglo XVIII, esta cultura no es ni vieja ni insegura. Trans­mite vigorosamente —y quizás incluso genera— formas de compor­tamiento ritualizadas y estilizadas, bien como recreación o en forma de protesta. Es incluso posible que la movilidad geográfica, junto con la disminución del analfabetismo, extiendan de hecho su alcance y esparzan estas formas más ampliamente: la «fijación de precios», como acción central del motín de subsistencias, se extiende a lo largo de la mayor parte del país; el divorcio ritual conocido como «venta de esposa» parece haber esparcido su incidencia en todo el país desde algún desconocido punto de origen. La evidencia de la cencerrada indica que en las comunidades más tradicionales —y éstas no eran siempre, de ningún modo, aquellas que poseían un perfil rural o agra­rio— operaban fuerzas muy poderosas, autoimpulsadas, de regulación social y moral. Esta evidencia puede demostrar que, aunque los comportamientos dudosos se toleraban hasta cierto punto, más allá del mismo la comunidad intentaba imponer sus propias expectativas, heredadas en cuanto a los papeles maritales aceptables y la conducta sexual, sobre los transgresores. Incluso en este caso, sin embargo, tenemos que proceder con cuidado: esto no es solamente «una cultura tradicional». Las normas que así se defienden no son idénticas a las proclamadas por la Iglesia o las autoridades; son definidas en el interior de la cultura plebeya misma, y las mismas formas rituales que se emplean contra un conocido delincuente sexual pueden em­plearse contra un esquirol, o contra el señor y sus guardas de la caza, el recaudador, el juez de paz. Es más, las formas no son simplemente herederas de expectativas y reproductoras de normas: puede que las farsas populares del siglo XVII y principios del XVIII estén dirigidas contra la mujer que peca contra las prescripciones patriar­cales de los roles conyugales, pero la cencerrada del siglo XIX está generalmente dirigida contra los que pegan a sus mujeres o (me­nos frecuentemente) contra hombres casados conocidos por seducir y dejar embarazadas a muchachas jóvenes.[43]

Es esta, pues, una cultura conservadora en sus formas; éstas apelan a la costumbre e intentan fortalecer los usos tradicionales. Las formas son también, en ocasiones, irracionales: no apelan a la «razón» mediante folletos, sermones o discursos espontáneos; im­ponen las sanciones de la fuerza, el ridículo, la vergüenza y la intimi­dación. Pero el contenido de esta cultura no puede ser descrito como conservador con tanta facilidad. Pues, en su «ser social» efectivo, el trabajo se está «liberando», década tras década, cada vez más, de los controles tradicionales señoriales, parroquiales, corporativos y paternales, y se está distanciando cada vez más de relaciones direc­tas de clientelismo con la gentry. De ahí que nos encontremos con la paradoja de una cultura tradicional que no está sujeta en sus operaciones cotidianas al dominio ideológico de los poderosos. La hegemonía de la gentry puede definir los límites del «campo de fuerza» dentro de los cuales la cultura plebeya goza de libertad para actuar y crecer, pero, dado que esta hegemonía es más secular que religiosa o mágica, no es mucho lo que puede hacer para determinar el carácter de esta cultura plebeya. Los instrumentos de control y las imá­genes hegemónicas son los del Derecho y no los de la Iglesia y el poder monárquico. Pero el Derecho no promueve pías cofradías de monjas en las ciudades, ni obtiene confesiones de los delincuentes, los que stán sujetos al Derecho no rezan el rosario ni se unen a peregrinaciones de fieles; en lugar de ello, leen pliegos en las tabernas y asisten a ejecuciones públicas y al menos algunas de las víctimas del derecho son consideradas, no con horror, sino con ambigua admiración. El derecho puede establecer los lími­tes del comportamiento tolerado por los gobernantes; pero, en el siglo XVIII, no entra en las cabañas, no se le mencionada en las oraciones del ama de casa, no decora las chimeneas con iconos ni conforma una visión de la vida.

De ahí una paradoja característica del siglo: nos encontramos con una cultura tradicional y rebelde. La cultura conservadora de la plebe se resiste muchas veces, en nombre de la «costumbre», a aque­llas innovaciones y racionalizaciones económicas (como el cercamien­to, la disciplina de trabajo, las relaciones libres en el mercado de cereales) que los gobernantes o los patronos deseaban imponer. La innova­ción es más evidente en la cúspide de la sociedad que más abajo, pero, puesto que esta innovación no es un proceso técnico-sociológico sin normas y neutro, la plebe lo experimenta en la mayoría de las oca­siones en forma de explotación, o expropiación de derechos de apro­vechamiento tradicionales, o disrupción violenta de modelos valo­rados de trabajo y descanso. De ahí que la cultura plebeya sea rebelde, pero rebelde en defensa de la costumbre. Las costumbres que se defienden pertenecen al pueblo, y algunas de ellas se funda­mentan de hecho en una reivindicación bastante reciente en la prác­tica. Pero cuando el pueblo busca una legitimación de la protesta, recurre a menudo a las regulaciones paternalistas de una sociedad más autoritaria y selecciona entre ellas aquellas partes mejor pensadas para defender sus intereses del momento; los participantes en moti­nes de subsistencias apelan al Book of Orders (Libro de Órdenes) y a la legislación contra acaparadores, etc., los artesanos apelan a cier­tas partes (por ejemplo, la regulación del aprendizaje) del código Tudor regulatorio del trabajo.[44]

Esta cultura tiene otros rasgos «tradicionales», por supuesto. Uno de ellos, que me interesa particularmente, es la prioridad que se otorga, en ciertas regiones, a la sanción, intercambio o motivación «no-económica» frente a la directamente monetaria. Una y otra vez, al exa­minar formas de comportamiento del siglo XVIII, nos encontramos con la necesidad de «descifrar»[45] este comportamiento y descubrir las reglas invisibles de acción, diferentes a las que el historiador de «movimientos obreros» espera encontrar.

En este sentido, compartimos algunas de las preocupaciones del historiador de los siglos XVI y XVII en cuanto a una orientación «an­tropológica»: así por ejemplo, al tratar de descifrar la cencerrada, o la venta de esposa, o al estudiar el simbolismo de la protesta. En otro sentido, el problema es diferente y quizá más complejo, pues la lógica capitalista y el comportamiento tradicional «no-económico» se en­cuentran en conflicto activo y consciente, como en la resistencia a nuevos modelos de consumo («necesidades»), o en la resistencia a una disciplina del tiempo y la innovación técnica, o a la racionaliza­ción del trabajo que amenaza con la destrucción de prácticas tradi­cionales y, en ocasiones, la organización familiar de relaciones y roles de producción. De aquí que podamos entender la historia social del siglo XVIII como una serie de confrontaciones entre una innovadora economía de mercado y la economía moral tradicional de la plebe.

Pero si desciframos el comportamiento, ¿acaso tenemos que ir más allá e intentar reconstruir con estos fragmentos la clave un sistema cognoscitivo popular con su propia coherencia ontológica y estructura simbólica? Los historiadores de la cultura popular de los siglos XVII y XVIII pueden enfrentarse a problemas algo diferentes a este respecto. La cuestión se ha planteado en un reciente intercambio entre Hildred Geertz y Keith Thomas[46] y, a pesar de que yo me asociaría firmemente a Thomas en esta polémica, no podría responder, desde la perspectiva del siglo XVIII, en los mismos términos exactamente. Cuando Geertz espera que un sistema coherente subraye el simbolismo de la cultura popular, yo tengo que estar de acuerdo con Thomas en que «la inmensa posibilidad de variaciones cronológicas, sociales y regionales, que presenta una so­ciedad tan diversa como la de la Inglaterra del siglo XVII» —e in­cluso más la del siglo XVIII—, impide estas expectativas. (En todo momento, en este trabajo, al referirme a la cultura plebeya he sido muy consciente de sus variaciones y excepciones). Debo unirme a Tho­mas aún más fuertemente en su objeción a «la distinción simple que hace Geertz entre alfabetizados y analfabetos»; cualquier distinción de este tipo es nebulosa en todo momento del siglo: los analfabetos escuchan las producciones leídas en voz alta en las tabernas, y aceptan de la cultura educada ciertas categorías, mien­tras que algunos de los que saben leer y escribir utilizan sus muy limitadas destrezas literarias sólo de forma instrumental (para escri­bir facturas o llevar las cuentas), mientras que su «sabiduría» y sus costumbres se transmiten aun en el marco de una cultura pre-alfabetizada y oral. Durante unos setenta años, los coleccionistas y especialistas en canción folklórica han disputado enconadamente en­tre sí, sobre la pureza, autenticidad, origen regional y medios de dis­persión de su material, y sobre la mutua interacción entre las cultu­ras musicales refinada, comercial y plebeya. Cualquier intento de segregar la cultura educada de la analfabeta encontrará incluso ma­yores obstáculos.

En lo que Thomas y yo podemos disentir es en nuestros cálculos con respecto al grado en que las formas, rituales, simbolismo y su­persticiones populares permanecen como «restos no integrados de modelos de pensamiento más antiguos», los cuales, incluso tomados en conjunto, constituyen «no un solo código, sino una amalgama de despojos culturales de muchos distintos modos de pensamiento, cris­tiano y pagano, teutónico y clásico; y sería absurdo pretender que todos estos elementos hayan sido barajados de modo que formen un sistema nuevo y coherente».[47] Yo he hecho ya una crítica de las referencias de Thomas a la «ignorancia popular», a la cual ha res­pondido brevemente Thomas;[48] y sin duda puede hablarse de ello más detenidamente en el futuro. Pero, ¿será quizás el siglo, o los campos de fuerza relevantes de los distintos siglos, así como el tipo de evidencia que cada uno de ellos hace prominente, lo que marque la diferencia? Si lo que estudiamos es la «magia», la astrología o los sabios, ello puede apoyar las conclusiones de Thomas; si lo que observamos son las procesiones bufas populares, los ritos de iniciación o las formas características de motín y protesta del si­glo XVIII, apoyaría las mías.

Los datos del siglo XVIII, en mi opinión,  señalan hacia un universo mental bastante más coherente, en el que el símbolo informa la práctica. Pero la coherencia (y no me extrañaría si en este momento algún antropólogo tirara este trabajo disgustado) surge no tanto de una estructura inherente cognoscitiva como de un campo de fuerza deter­minado y una oposición sociológica, peculiares a la sociedad del siglo XVIII; para hablar claro, los elementos desunidos y fragmen­tados de formas más antiguas de pensamiento quedan integrados por la clase. En algunos casos esto no tiene significado político y social alguno, más allá de la antítesis elemental de las definiciones dentro de culturas antitéticas: el escepticismo en relación a las homilías del párroco, la mezcla de materialismo efectivo y vestigios de supersti­ciones de los pobres, se conservan con especial confianza porque estas actitudes están amparadas por el ámbito de una cultura más amplia y más robusta. Esta confianza nos sorprende una y otra vez: «Dios bendiga a sus señorías», exclamó un habitante del West Country ante un reverendo coleccionista de folklore bien entrado el siglo XIX, al ser interrogado sobre la venta de esposas, «que puede preguntar a quien quiera si no es eso un matrimonio bueno, sólido y cristiano y les dirán que lo es».[49] «Dios bendiga a sus señorías» entraña un sentido de condescendencia desdeñosa; «quien quiera» sabe lo que es cierto —excepto, por supuesto, el párroco y el señor y sus bien educados hijos—; cualquiera sabe mejor que el mismo párroco lo que es… ¡«cristiano»! En otras ocasiones, la asimilación de antiguos fragmentos a la conciencia popular o incluso al arsenal de la pro­testa popular es muy explícita: de la quema de brujas y herejes toma la plebe el simbolismo de quemar a sus enemigos en efigie; las «viejas profecías», como las de Merlín, llegan a formar parte del repertorio de la protesta londinense, apareciendo en forma de folleto durante las agitaciones que rodearon el cercamiento de Richmond Park, en pliegos y sátiras en época de Wilkes.

Es en la clase misma, en cierto sentido un conjunto nuevo de categorías, más que en modelos más antiguos de pensamiento, donde encontramos la organización formativa y cognoscitiva de la cultura plebeya. Quizás, en realidad, era necesario que la clase fuera posible en el conocimiento antes de que pudiera encontrar su expresión ins­titucional. Las clases, por supuesto, estaban también muy presentes en el sistema cognoscitivo de los gobernantes de la sociedad, e infor­maban sus instituciones y sus rituales de orden, pero esto sólo viene a destacar que la gentry y la plebe tenían visiones alternativas de la vida y de la escala de sus satisfacciones. Ello nos plantea pro­blemas de evidencia excepcionales. Todo lo que nos ha sido trans­mitido mediante la cultura educada tiene que ser sometido a un minucioso escrutinio. Lo que el distante clérigo paternalista considera «ignorancia popular» no puede aceptarse como tal sin una investiga­ción escrupulosa. Para tomar el caso de los desórdenes destinados a tomar posesión de los cuerpos de los ahorcados en Tyburn, que Peter Linebaugh ha (creo) descifrado en Albion’s Fatal Tree: era sin duda un gesto de «ignorancia» por parte del amotinado el arriesgar su vida para que su compañero de taller o rancho no cumpliera la muy racional y utilitaria función de convertirse en espécimen de disec­ción en la sala del cirujano. Pero no podemos presentar al amotinado como figura arcaica, motivada por los «despojos» de los antiguos modelos de pensamiento, y despachar luego la cuestión con una refe­rencia a las supersticiones de muerte y les rois thaumaturges. Linebaugh nos demuestra que el amotinado estaba motivado por su soli­daridad con la víctima, respeto por los parientes de la misma, y nociones acerca del respeto debido a la integridad del cadáver y al rito de enterramiento que forman parte de unas creencias sobre la muerte ampliamente extendidas en la sociedad. Estas creencias sobreviven con vigor hasta muy avanzado el siglo XIX, como evidencia la fuerza de los motines (y prácticamente histerias) en varias ciudades contra los ladrones de cadáveres y su venta.[50] La clave que informa estos desórdenes, en Tyburn en 1731 o Manchester en 1832, no puede entenderse simplemente en términos de creencias sobre la muerte y sobre la forma debida de tratarla. Supone también solidaridades de clase y la hostilidad de la plebe por la crueldad psíquica de la jus­ticia y la comercialización de valores primarios. Y no se trata sólo, en el siglo XVIII, de que se vea amenazado un tabú: en el caso de la disección de cadáveres o el colgar los cadáveres con cadenas, una clase estaba deliberadamente, y como acto de terror, rompiendo o explotando los tabúes de otra.

Es, pues, dentro del campo de fuerza de la clase donde reviven y se reintegran los restos fragmentados de viejos modelos. En un sentido, la cultura plebeya es la propia del pueblo: es una defensa contra las intromisiones de la gentry o el clero; consolida aquellas costumbres que sirven sus propios intereses; las tabernas son suyas, suyas las ferias, la cencerrada forma parte de sus propios me­dios de autorregulación. No es una cultura «tradicional» cualquiera sino una muy especial. No es, por ejemplo, fatalista, ofrece consuelo y defensas para el curso de una vida que está totalmente determi­nada y restringida. Es, más bien, picaresca, no sólo en el evidente sentido de que hay más gente que se mueve, que se va al mar, o son llevados a las guerras y experimentan los azares y aventuras de los caminos. En ambientes más estables —en las zonas en desarrollo de manufactura y trabajo libre—, la vida misma se desenvuelve a lo largo de caminos cuyos avatares y accidentes no se pueden prescribir o evitar mediante la previsión: las fluctuaciones en la incidencia de mortalidad, precios, empleo, se viven como accidentes externos más allá de todo control; la alta tasa de mortalidad infantil hace absurda la previsión en la planificación familiar; en general, el pueblo tiene pocas notaciones predictivas del tiempo; no proyectan «carreras», ni ven sus vidas con un aspecto determinado ante ellos, ni reservan para uso futuro semanas enteras de altas ganancias en ahorros, ni planean la compra de casas, ni piensan en unas «vacaciones» una sola vez en su vida. (Un joven, sabiendo esto por medio de su cultura, podía salir, una vez en su vida, a los caminos «para ver mundo»). De ello que la experiencia o la oportunidad se aprovecha cuando surge la ocasión, con pocas consideraciones sobre las consecuencias, exactamente como impone la multitud su poder en momentos de acción directa insur­gente, a sabiendas de que su triunfo no durará más de una semana o un día.

Pues la cultura plebeya está, finalmente, restringida a los pará­metros de la hegemonía de la gentry, la plebe es siempre consciente de esta restricción, consciente de la reciprocidad de las relaciones gentry-plebe[51], vigilante para aprovechar los momentos en que pueda ejercer su propia ventaja. La plebe también adopta para su propio uso parte de la retórica de la gentry. Pues, otra vez, este es el siglo en que avanza el trabajo «libre». La costumbre que era «buena» y «vieja» había a menudo adquirido valor recientemente. Y el rasgo distintivo del sistema fabril era que, en muchos tipos de empleo, los trabajadores (incluyendo pequeños patronos junto con jornaleros y sus familias) todavía controlaban en cierta medida sus propias rela­ciones inmediatas y sus modos de trabajo, mientras que tenían muy poco control sobre el mercado de sus productos o los precios de materias primas o alimentos. Esto explica parcialmente la estructura de las relaciones industriales y la protesta, así como los instrumentos de la cultura y de su cohesión e independencia de control.[52] Explica también en gran medida la conciencia del «inglés nacido libre», que sentía como propia cierta porción de la retórica constitucionalista de sus gobernantes, y defendía con tenacidad sus derechos ante la ley y sus derechos a protestar de manera turbulenta contra militares, patrulla de reclutamiento o policía, junto con su derecho al pan blanco y la cerveza barata. La plebe sabía que una clase dirigente cuyas pretensiones de legitimidad descansaban sobre prescripciones y leyes tenía poca autoridad para desestimar sus propias costumbres y leyes.

La reciprocidad de estas relaciones subraya la importancia de la expresión simbólica de hegemonía y protesta en el siglo XVIII. Es por ello que, en mi trabajo previo, dediqué tanta atención a la noción de teatro. Desde luego cada sociedad tienen su propio estilo de teatro; gran parte de la vida política de nuestras propias socieda­des puede entenderse sólo como una contienda por la autoridad sim­bólica[53]. Pero lo que estoy diciendo no es solamente que las con­tiendas simbólicas del siglo XVIII eran peculiares de este siglo y exigen mayor estudio. Yo creo que el simbolismo, en este siglo, tenía una especial importancia debido a la debilidad de otros órganos de control: la autoridad de la Iglesia está en retirada y no ha llegado aún la autoridad de las escuelas y de los medios masivos de comu­nicación. La gentry tenía tres principales recursos de control: un sistema de influencias y promociones que difícilmente podía incluir a los desfavorecidos pobres; la majestad y el terror de la justicia, y el simbolismo de su hegemonía. Éste era, en ocasiones, un delicado equilibrio social en el que los gobernantes se veían forzados a hacer concesiones. De ello que la rivalidad por la autoridad simbólica pueda considerarse, no como una forma de representar ulteriores contiendas «reales», sino como una verdadera contienda en sí misma. La protesta plebeya, a veces, no tenía más objetivo que desafiar la seguridad hegemónica de la gentry, extirpar del poder sus mixtifica­ciones simbólicas, o incluso sólo blasfemar. Era una lucha de «apa­riencias», pero el resultado de la misma podía tener consecuencias materiales: en el modo en que se aplicaban las Leyes de Pobres, en las medidas que la gentry creía necesarias en épocas de precios altos, en que se aprisionara o se dejara en libertad a Wilkes.

Al menos debemos retornar al siglo XVIII prestando tanta aten­ción a la contienda simbólica de las calles como a los votos de la Cámara de los Comunes. Estas contiendas aparecen en todo tipo de formas y lugares inesperados. Algunas veces consistía en el uso jocoso de un simbolismo jacobita o antihannoveriano, un retorcer la cola de la gentry. El Dr. Stratford escribió desde Berkshire en 1718:

Los rústicos de esta región son muy retozones y muy insolentes. Algunos honrados jueces se reunieron para asistir al día de Coro­nación en Wattleton, y hacia el atardecer cuando sus mercedes estuvieran tranquilos querían hacer una fogata campestre. Sabién­dolo algunos patanes tomaron un enorme nabo y le metieron tres velas colocándolo sobre la casa de Chetwynd… Fueron a decir a sus mercedes que para honrar la Coronación del Rey Jorge había aparecido una estrella fulgurante sobre el hogar del Sr. Chetwynd. Sus mercedes tuvieron el buen conocimiento de montar a caballo e ir a ver esta maravilla, y se encontraron, para su considerable decepción, que su estrella habíase quedado en nabo[54].

El nabo era, por supuesto, el emblema particular de Jorge I elegido por la multitud jacobita cuando estaban de buen humor; cuando esta­ban de mal humor era el rey cornudo, y se empleaban los cuernos en lugar del nabo. Pero otras confrontaciones simbólicas de estos años podían llegar a ser verdaderamente muy hirientes. En una aldea de Somerset, en 1724 tuvo lugar una oscura confrontación (una entre va­rias del mismo tipo) por la erección de una «Árbol de Mayo»[55]. Un terrateniente y magistrado de la localidad parece haber derribado «el viejo Árbol de Mayo», recién adornado con flores y guirnaldas, y haber enviado después a dos hombres al correccional por cortar un olmo para erigir un nuevo árbol. Como respuesta se cortaron en su jardín manzanos y cerezos, se mató a un buey y se envenenaron perros. Al ser soltados los prisioneros, se reerigió el árbol y se celebró el «Día de Mayo» con baladas sediciosas y libelos burlescos contra el magistrado. Entre los que adornaban la vara había dos trabaja­dores, un maltero, un carpintero, un herrero, un tejedor de lino, un carnicero, un molinero, un posadero, un mozo de cuadra y dos ca­balleros[56].

Hacia mediados de siglo, el simbolismo jacobita decae y el ocasional transgresor distinguido (quizás introduciendo sus propios intereses bajo la capa de la multitud) desaparece con él.[57] El simbo­lismo de la protesta popular después de 1760 es a veces un desafío a la autoridad de forma muy directa. Y no se empleaba el simbolis­mo sin cálculo ni sin una cuidadosa premeditación. En la gran huelga de marineros del Támesis de 1768, en que unos cuantos miles marcha­ron al Parlamento, la afortunada supervivencia de un documento nos permite observar este hecho en acción.[58] En el momento álgido de la huelga (7 de mayo 1768), en que los marineros no recibían satis­facción alguna, algunos de sus dirigentes acudieron a una taberna del muelle y pidieron al tabernero que les escribiera una proclama con buena letra y forma apropiada que tenían la intención de colo­car en todos los muelles y escaleras del río. El tabernero leyó el papel y encontró «muchas Expresiones de Traición e Insubordina­ción» y al píe «Ni W…, ni R…» (esto es, «Ni Wilkes, ni Rey»). El tabernero (por propio acuerdo) reconvino con ellos:

Tabernero: Ruego a los Caballeros que no hablen de coacción o sean culpables de la menor Irregularidad.

Marineros: ¿Qué significa esto, Señor?, si no nos desagravian rápidamente hay Barcos y Grandes Cañones disponibles que utilizaremos como lo pida la ocasión para desagraviarnos y además estamos dispuestos a desarbolar todos los barcos del Río y luego le diremos adiós a usted y a la vieja Inglaterra y navegaremos hacia otro país…

Los marineros estaban sencillamente jugando el mismo juego que la legislación con sus repetidos decretos sobre delitos capitales y sus anulaciones legislativas; ambas partes de esta relación tendían a ame­nazar más que a realizar. Decepcionados por el tabernero, le llevaron su escrito a un maestro de escuela que efectuaba esta especie de tarea clerical. Nuevamente el punto de vacilación fue la terminación de la proclama: a la derecha «Marineros», a la izquierda «Ni W…, ni R…». El maestro tenía el suficiente aprecio a su cuello para no ser autor de tal escrito. Siguió entonces este diálogo, por propio acuerdo, aunque parece una conversación improbable para las esca­leras de Shadwell:

Marineros: No eres Amigo de los Marineros.

Maestro: Señores, soy tan Amigo Suyo que de ningún modo quiero ser el Instrumento para causarles la mayor Injuria cuando se les Proclame Traidores a nuestro Temido Soberano Señor el Rey y provocadores de Rebeldía y Sedición entre sus compa­ñeros, y esto es lo que yo creo humildemente ser el Contenido de Su Escrito…

Marineros: La Mayoría de nosotros hemos arriesgado la vida en defensa de la Persona, la Corona y Dignidad de Su Majestad y por nuestro país hemos atacado al enemigo en todo momento con coraje y Resolución y hemos sido Victoriosos. Pero, desde el final de la Guerra, se nos ha despreciado a nosotros los Marineros y se han reducido nuestros Salarios tanto y siendo tan Caras las Provisiones se nos ha incapacitado para procurar las necesidades corrientes de la Vida a nosotros y nuestras Fa­milias, y para hablarle claro si no nos Desagravian rápida­mente hay suficientes Barcos y Cañones en Deptford y Woolwich y armaremos una Polvareda en la Laguna como nunca vieron los Londinenses así que cuando hayamos dado a los Comerciantes un coup de grease [sic] navegaremos hasta Fran­cia donde estamos seguros de encontrar una cálida acogida.

Una vez más los marineros fueron decepcionados; y con las pala­bras, «¿crees que un Cuerpo de marineros Británicos va a recibir órdenes de un Maestro de Escuela viejo y Retrógrado?», se despiden. En algún lugar lograron un escribano, pero incluso éste rehusó la totalidad del encargo. A la mañana siguiente apareció efectivamente la proclama en las escaleras del río, firmada a la derecha «Marine­ros» y a la izquierda… «¡Libertad y Wilkes por siempre!».

El punto central de esta anécdota es que, en el clímax mismo de la huelga marinera, los dirigentes del movimiento pasaron varias horas de la taberna al maestro y de éste a un escribano, en busca de un escribiente dispuesto a estampar la mayor afrenta a la autoridad que pudiera imaginarse: «Ni Rey». Es posible que los marineros no fueran republicanos en ningún sentido reflexivo; pero era este el mayor «Cañón» simbólico que podían disparar y, si hubiera sido disparado con el aparente apoyo de unos cuantos miles de hombres de mar británicos, habría sido sin duda un gran cañonazo.[59]

La contienda simbólica adquiere su sentido sólo dentro de un equilibrio determinado de relaciones sociales. La cultura plebeya no puede ser analizada aisladamente de este equilibrio; sus definiciones son, en algunos aspectos, antagónicas a las definiciones de la cultura educada. Lo que yo he intentado demostrar, quizá repetitivamente, es que es posible que cada uno de los elementos de esta sociedad, tomados por separado, tengan sus precedentes y sus sucesores, pero que, al tomarlos en su conjunto, forman una totalidad que es más que la simple suma de partes: es un conjunto de relaciones estruc­turado, en el que el Estado, la ley, la ideología antiautoritaria, las agi­taciones y acciones directas de la multitud, cumplen papeles intrínse­cos al sistema, y dentro de ciertos límites asignados por este sistema, límites que son simultáneamente los límites de lo que es política­mente «posible» y, hasta un grado extraordinario, también los lími­tes de lo que es intelectualmente y culturalmente «posible». La mul­titud, incluso cuando es más avanzada, sólo raramente puede trascender la retórica antiautoritaria de la tradición radical whig; los poetas no pueden trascender la sensibilidad del humano y generoso paterna­lista.[60] La furiosa carta anónima que surge de las más bajas profun­didades de la sociedad maldice contra la hegemonía de la gentry, pero no ofrece una estrategia para reemplazarla.

En cierto sentido es esta una conclusión bastante conservadora, pues estoy sancionando la imagen retórica que de sí misma tenía la sociedad del siglo XVIII, a saber, que el Acuerdo de 1688 definió su forma y sus relaciones características. Dado que el Acuerdo estableció la forma de gobierno de una burguesía agraria[61], parece que era tanto la forma del poder estatal como el modo y las relaciones de produc­ción los que determinaron las expresiones políticas y culturales de los cien años siguientes. Ciertamente el Estado, débil como era en sus funciones burocráticas y racionalizadoras, era inmensamente fuerte y efectivo como instrumento auxiliar de producción por derecho pro­pio: al abrir las sendas del imperialismo comercial, al imponer el cerramiento de los campos, al facilitar la acumulación y movimiento de capital, tanto mediante sus funciones bancarias y de emisión de tí­tulos como, más abiertamente, mediante las extracciones parasitarias a sus propios funcionarios. Es esta combinación específica de debili­dad y fuerza lo que proporciona la «iluminación general» en la que se mezclan todos los colores de la época; ésta la que asignaba a jueces y magistrados sus papeles; la que hacía necesario el teatro de hegemonía cultural y la que escribía para el mismo el guion paterna­lista y antiautoritario; ésta la que otorgaba a la multitud su oportuni­dad de protesta y presión; la que establecía las condiciones de nego­ciación entre autoridad y plebe y la que ponía los límites más allá de los cuales no podía aventurarse la negociación.

Finalmente, ¿con qué alcance y en qué sentido utilizo el concepto de «hegemonía cultural»? Puede responderse a esto en los niveles práctico y teórico. En el práctico es evidente que la hegemonía de la gentry sobre la vida política de la nación se impuso de modo efec­tivo hasta los años 1790[62]. Ni la blasfemia ni los episodios esporá­dicos de incendios premeditados ponen esto en duda; pues éstos no quieren desplazar el dominio de la gentry sino simplemente castigarla. Los límites de lo que era políticamente posible (hasta la Revolución Francesa) se expresaban externamente en forma constitucional e, in­ternamente, en el espíritu de los hombres, como tabúes, expectativas limitadas y una tendencia a formas tradicionales de protesta, destina­das a menudo a recordar a la gentry sus deberes paternalistas.

Pero también es necesario decir lo que no supone la hegemonía. No supone la admisión por parte de los pobres del paternalismo en los propios términos de la gentry o en la imagen ratificada que ésta tenía de sí misma. Es posible que los pobres estuvieran dispuestos a premiar con su deferencia a la gentry, pero sólo a un cierto precio. El precio era sustancial. Y la deferencia estaba a menudo privada de toda ilusión: desde abajo podía ser considerada en parte como algo necesario para la autoconservación, en parte como una extracción calculada de todo lo que pudiera extraerse. Visto desde esta perspectiva, los pobres impusieron a los ricos ciertos deberes y funciones paternalistas tanto como se les imponía a ellos la deferencia. Ambas partes de la ecua­ción estaban restringidas a un mismo campo de fuerza.

En segundo lugar, debemos recordar otra vez la inmensa distan­cia que había entre las culturas refinada y plebeya; y la energía de la auténtica dinámica interna de esta última. Sea lo que fuere esta hegemonía, no envolvía las vidas de los pobres y no les impedía defender sus propios modos de trabajo y descanso, formar sus pro­pios ritos, sus propias satisfacciones y visión de la vida. De modo que con ello quedamos prevenidos contra el intento de forzar la noción de hegemonía sobre una extensión excesiva y sobre zonas indebidas.[63] Esta hegemonía pudo haber definido los límites externos de lo que era políticamente y socialmente practicable y, por ello, influir sobre las formas de lo practicado: ofrecía el armazón desnudo de una estructura de relaciones de dominio y subordinación, pero dentro del trazado arquitectónico podían montarse muchas distintas escenas y desarrollarse dramas diversos.

Con el tiempo, una cultura plebeya tan robusta como ésta pudo haber alimentado expectativas alternativas, que constituyeran un desafío a esta hegemonía. No es así como yo entiendo lo sucedido, pues cuando se produjo la ruptura ideológica con el paternalismo, en los años 1790, se produjo en primer lugar menos desde la cultura plebeya que desde la intelectual de las clases medias disidentes y desde allí fue extendida al artesanado urbano.[64] Pero las ideas painitas, transportadas por los artesanos a una cultura plebeya más ex­tensa, desarrollaron en ella raíces instantáneamente, y quizá la pro­tección que les proporcionó esta robusta e independiente cultura les permitiera florecer y propagarse, hasta que se produjeron las grandes y nada deferentes agitaciones populares al término de las guerras francesas.

Digo esto teóricamente. El concepto de hegemonía es inmensa­mente valioso, y sin él no sabríamos entender la estructuración de relaciones del siglo XVIII. Pero aunque esta hegemonía cultural pudo definir los límites de lo posible, e inhibir el desarrollo de hori­zontes y expectativas alternativos, este proceso no tiene nada de determinado o automático. Una hegemonía tal sólo puede ser mante­nida por los gobernantes mediante un constante y diestro ejercicio, de teatro y concesión. En segundo lugar, la hegemonía, incluso cuan­do se impone con fortuna, no impone una visión de la vida totali­zadora; más bien impone orejeras que impiden la visión en ciertas direcciones mientras la dejan libre en otras. Puede coexistir (como en efecto lo hizo en la Inglaterra del siglo XVIII) con una cultura del pueblo vigorosa y autoimpulsada, derivada de sus propias expe­riencias y recursos. Esta cultura, que se resiste en muchos puntos a cualquier forma de dominio exterior, constituye una amenaza omni­presente a las descripciones oficiales de la realidad; dados los violen­tos traqueteos de la experiencia y la intromisión de propagandistas «sediciosos», la multitud partidaria de la Iglesia y Rey puede hacerse jacobina o ludita, la leal armada zarista puede convertirse en una flota bolchevique insurrecta. Se sigue que no puedo aceptar la opi­nión, ampliamente difundida en algunos círculos estructuralistas y marxistas de Europa occidental, de que la hegemonía imponga un dominio total sobre los gobernados —o sobre todos aquellos que no son intelectuales— que alcanza hasta el umbral mismo de su expe­riencia, e implanta en sus espíritus desde su nacimiento categorías de subordinación de las cuales son incapaces de liberarse y para cuya corrección su experiencia resulta impotente. Pudo ocurrir esto, aquí y allá, pero no en Inglaterra, no en el siglo XVIII.

VI

La vieja ecuación paternalismo-deferencia perdía fuerza incluso antes de la Revolución Francesa, aunque vio una temporal reanima­ción en las muchedumbres partidarias de Iglesia y Rey de principios de los años 1790, el espectáculo militar y el antigalicanismo de las guerras. Los motines de Gordon habían presenciado el clímax, y tam­bién la apoteosis, de la licencia plebeya; e infligieron un trauma a los gobernantes que puede ya observarse en el tono cada vez más disci­plinario de los años 1780. Pero, por entonces, la relación recíproca entre gentry y plebe, inclinándose ahora de un lado, ahora del otro, había durado un siglo. Por muy desigual que resultara esta relación, la gentry necesitaba a pesar de todo cierta clase de apoyo de los po­bres, y éstos sentían que eran necesitados. Durante casi cien años los pobres no fueron los completos perdedores. Conservaron su cultura tradicional; lograron atajar parcialmente la disciplina laboral del pri­mer industrialismo; quizás ampliaron el alcance de las Leyes de Pobres; obligaron a que se ejerciera una caridad que pudo evitar que los años de escasez se convirtieran en crisis de subsistencias; y disfrutaron de las libertades de lanzarse a las calles, empujar, bos­tezar y dar hurras, tirar las casas de panaderos o disidentes detesta­bles, y de una disposición bulliciosa y no vigilada que asombraba a los visitantes extranjeros y casi les indujo erróneamente a pensar que eran «libres». Los años 1790 eliminaron tal ilusión y, a raíz de las experiencias de esos años, la relación de reciprocidad saltó. AI saltar, en ese mismo momento, perdió la gentry su confiada hegemonía cul­tural. Pareció repentinamente que el mundo no estaba, después de todo, ligado en todo punto por sus gobernantes y vigilado por su poder. Un hombre era un hombre «a pesar de todo». Nos apartamos del campo de fuerza del siglo XVIII y entramos en un período en que se produce una reorganización estructural de relaciones de clase e ideología. Se hace posible, por primera vez, analizar el proceso his­tórico en los términos de notaciones de clase del siglo XIX.


[1] La polémica comenzó hace seis o siete años en el Centro para el Estudio de Historia Social de Warwick. Alguna parte de las secciones I y II fueron presentadas en el Congreso Anglo-Americano de Historiadores (7 ju­lio 1972), en Londres. La sección V fue añadida para el debate del Seminario del Centro Davies, Universidad de Princeton (febrero 1976). Y yo he inter­polado, en la sección VI, algunas notas sobre la «clase» presentadas en la Séptima Mesa Redonda de Historia Social en la Universidad de Constanza (junio 1977). Estoy agradecido a mis anfitriones y colegas en estas ocasiones, y por la valiosa polémica que siguió. Me doy cuenta de que un artículo amalgamado de esta forma debe carecer de cierta coherencia.

[2] Esto procede de un pasaje muy general de La ideología alemana (1845). Yo no recuerdo ninguna parte de la misma generalidad en El capital. (Marx y Engels, La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1974, pp. 58 y 64).

[3] Harold Perkin, The Origtns o} M.odem English Society, 1780-1800, 1969, p. 42; Alexander Marchant, «Colonial Brasil», en X. Livermore, ed., Portugal and Brazil: An Introduction, Oxford, 1953, p. 297.

[4] Eugene D. Genovese, The World the Slaveholders Made, Nueva York, 1969, esp. p. 96.

[5] Peter Laslett, The World We Have Lost, 1965, p. 21.

[6] Cuando tu buen padre tenía este amplio dominio, / La voz del dolor nunca lloró en vano. / Calmados por su piedad, por su abundancia alimen­tados, / Los enfermos encontraban medicina y los ancianos pan. / Nunca aban­donó sus intereses a los cuidados de la parroquia. / Ni hubo bailío alguno que impusiera allí su pequeño imperio; / No hubo tirano de aldea que los matara de hambre o los oprimiera; / Aprendió sus necesidades, y ellas satisfacía … // Los pobres veían a su lado a sus protectores naturales, / Y los que impartían la ley sustituían a la ley misma.

[7] El viaje sin límites de las costumbres / Se ha llevado al magistrado guardián. / Excepto en las calles de Augusta, en las costas de Galia, / El patrón rural ya nunca se vislumbra…

[8] Raymond Williams, The Country and the City, Oxford, 1973, passim.

[9] El significado del análisis del paternalismo en la obra de Eugene D. Genovese, que culmina en Roll, Jordán, Roll (Nueva York, 1974), no puede ser una exageración. Lo que puede serlo, en opinión de los críticos de Genovese, es el grado de «reciprocidad» de la relación entre los dueños de esclavos y éstos y el grado de adaptación (o conformidad) aceptado por los esclavos en el «espacio para vivir» proporcionado por la manifiesta hegemonía de los amos (Herbert G. Gutman, The Black Family in Slavery and Freedom, Nueva York, 1976, esp. pp. 309-326, y Eric Perkins, «Roll, Jordán, Roll: A “Marx” for the Master Class», Radical History Review, Nueva York, III, n.° 4 (otoño 1976), pp. 41-59. En una respuesta provisional a sus críticos (ibid., invierno 1976-1977), Genovese observa que suprimió 200 páginas sobre revueltas de esclavos en el hemisferio occidental (que aparecerán en un volumen subsiguiente); en la parte publicada se ocupó de «analizar la dialéc­tica de la lucha de clases y el duro antagonismo en una época en que la confrontación abierta de tipo revolucionario era mínima». Mientras que la situación de los esclavos y de los trabajadores pobres ingleses del siglo xviii es difícilmente comparable, el análisis de Genovese de hegemonía y reciproci­dad —y la polémica que le siguió— es de gran relevancia para los temas de este artículo.

[10] No debemos olvidar que la gran investigación de Namier del carácter del sistema parlamentario se originó como estudio de «The Imperial Problem during the American Revolution», prefacio de la primera edición de The Structure of Politics in tbe Accession of George III. Desde la época de Namíer, el «problema Imperial» y sus constantes presiones en la vida política y económica de Inglaterra ha sido despreciado con excesiva frecuencia, y después olvidado. Véase también los comentarios de Irfan Habib «Colonialization of the Indian Economy, 1757-1900», Social Scientíst Delhi nº’22 esp. pp. 25-30.

[11] MSS de Blenheim (Sunderland), D II, 8.

[12] J. H. Plumb. Sir Robert Walpole, 1969, II, pp. 168-169.

[13] P. D. Langford, «William Pitt and Public Opinion, 1757», English Historical Review, CCCXLVI (1973). Pero, cuando estuvo en el poder, el «patriotismo» de Pitt sólo se limitó a la parte derecha del gobierno. La parte izquierda, Newcastle, «tomó el tesoro, el patronazgo civil y eclesiástico, y la disposición de aquella parte del dinero del servicio secreto empleado en aquel momento en sobornar a los miembros del Parlamento. Pitt era secre­tario de Estado, y tenía la dirección de la guerra y los asuntos exteriores. De modo que toda la porquería de todas las ruidosas y pestilentes alcantarillas del gobierno se vertió en un solo canal. Por los restantes canales sólo pasó lo brillante y sin mácula» (T. B. Macaulay, Critical and Historical Essays, 1880, p. 747).

[14] Ibid., p. 746.

[15] Debo subrayar que esta es una visión del Estado vista desde «dentro». Desde «fuera», en su efectiva presencia militar, naval, diplomática e imperial, directa o indirecta (como en la paraestatal East India Company) debe verse con un aspecto mucho más agresivo. La mezcla de debilidad interna y fuerza externa, y el equilibrio entre ambas (en política de «guerra» y de «paz») nos conducen hasta la mayoría de las cuestiones de principio reales abiertas en la alta política de mediados del siglo XVIII. Era cuando la debilidad inherente a su parasitismo interno destruía sus venganzas en derrotas externas (la pér­dida de Menorca y el sacrificio ritual del almirante Byng; el desastre ame­ricano) cuando los elementos de la clase dirigente se veían empujados por el shock fuera de meros faccionalismos y a una política de principios clasista.

[16] Pero ha habido un cambio significativo en la reciente historiografía, hacia un tomar más en serio las relaciones entre los políticos y la nación política «sin puertas». Véase J. H. Plumb, «Political Man», en James L. Clifford, ed., Man versus Society in Eighteenth-Century Britain, Cambridge, 1968; y, notablemente, John Brewer, Party Ideology and Popular Politics at the Accession of George III, Cambridge, 1976; así como muchos otros estu­dios especializados.

[17] «En nuestra época la oposición está entre una Corte corrupta, a la que se ha unido una innumerable multitud de todos los rangos y posiciones comprados con dinero público, y la parte independiente de la nación» (Political Disquisitíons, or an Enquirv into Public Errors, Efects and Abuses, 1774). Esta es, por supuesto, también la crítica de la vieja oposición «rural» a Walpole.

[18] C. F. Burgess, ed., Letters of John Gay, Oxford, 1966, p. 45.

[19] Pero téngase en Cuenta el análisis relevante en John Cannon, Parliamentary Reform, 1640-1832, Cambridge, 1973, p. 49, nota 1.

[20] «11 abril 1779… Había Coches en la Iglesia. El St. Custance, inmedia­tamente después de la Ceremonia, se me acercó con el deseo de que aceptara un pequeño presente; estaba envuelto en un pedazo de papel blanco muy arreglado y, al abrirlo, vi que contenía no menos de la suma de 4.4.0. Dio también al oficial 0.10.6». (The Diary of a Counlry Parson, 1963, p. 152).

[21] «El correo de todo miembro del Parlamento con las más mínimas pretensiones de influencia estaba repleto de ruegos y peticiones de votantes para ellos, sus parientes o subordinados. Puestos en las Aduanas y Consumos, en el Ejercito y en la Armada, en la Iglesia, en las Compañías de India Oriental, África y Levante, en todos los departamentos del Estado, desde porteros a funcionarios; trabajos en la corte para la verdadera gentry o sinecuras en Irlanda, el cuerpo diplomático, o cualquier otro lugar donde los deberes fueran ligeros y los salarios estables» (J. H. Plumb, «Political Man», en op. cit., p. 6).

[22] De aquí la iracunda nota de Blake a sir Joshua Reynolds: «¡Libera­lidad! no queremos Liberalidad. Queremos precios justos y Valores Propor­cionados y una demanda general para el Arte» (Geoffrey Keynes, ed., The Complete Writirigs of William Blake, 1957, p. 446).

[23] Para comentarios terribles sobre deferencia e independencia, véase Mary Thrale, ed., The Autobiography of Francis Place, Cambridge, 1972, 216-218, 250. El afortunado mercader de Birmingham, William Hutton, anota en su autobiografía la forma en que llegó a comprar tierra por primera vez (en 1766 a la edad de 43 años}: «Desde que tenía ocho años había desarrollado el amor a la tierra, y a menudo preguntaba acerca de ella, y deseaba tener alguna propia. Este ardiente deseo del barro nunca me aban­donó…» (The Lije of William Hutton, 1817, p. 177).

[24] Aunque la oposición del campo a Walpole tenía demandas cenitales que eran democráticas formalmente (parlamentos anuales, disminución de funcionarios y de la corrupción, terminar con el ejército regular, etc.), la demo­cracia que le pedía era desde luego limitada, en general, a la gentry terra­teniente (frente a los intereses monetarios y de la Corte), como quedaba claro en la constante defensa tory de las cualificaciones de propiedad terri­torial para los miembros del Parlamento. Véase el útil análisis de Quentin Skinner (que, sin embargo, no toma en consideración la dimensión de la nación política «sin puertas» a la que apeló Bolingbroke), «The Principies and Practice of Opposition: The Case of Bolingbroke versus Walpole», en Neil McKendrick, ed., Historical perspectives, 1974; H. T. Dickinson, «The Eighteenth-Century Debate on the “Glorious Rcvolution»», Hlistory, LXI, n.° 201 (febrero 1976), pp. 36-40; y (para la continuidad entre la plataforma del viejo partido del Campo y los nuevos whigs radicales), Brewer, op. cit., pp. 19, 253-255. Los whigs hannoverianos también apoyaban las cualifica­ciones de gran propiedad para los miembros del Parlamento (Cannon, op. cit., p, 36).

[25] Véase Brewer, op. cit., cap. 8; y, para un ejemplo de su extensión provincial, John Money, «Taverns, Coffee Houses and Clubs: Local Politics and Popular Articulacy in the Birmingham Area in the Age of the American Revolution», Historical Journal, XIV, n° 1 (1971).

[26] Los siguientes tres párrafos ofrecen un resumen de mi artículo en el Journal of Social Hístory, VII, nº 4 (verano 1974).

[27] Hay otros motivos; y uno es históricamente específico a la sociedad británica del siglo XVIII, y es posible que destaque que yo no doy «plebe» como término universalmente válido de todas las sociedades en la «etapa» de «protoindustrialización». Para la clase dominante británica, el mundo grecorromano (más específicamente la Roma republicana) proporcionaba un modelo sociológico y político muy coherente con respecto al cual medían sus propios problemas y conducta. Como ha observado Alasdair Maclntire: «Para la naciente sociedad burguesa, el mundo grecorromano proporcionaba el manto que llevan los valores humanos». La educación clásica ofrecía «el estudio de toda una sociedad, del lenguaje, la literatura, la histeria y la filosofía de la cultura grecorromana» («Breaking the Chains of Reason», en E. P. Thompson, ed., Out of Apathv, 1960, p. 205; véase también Brewer, op. cit., pp. 258-259). En momentos de autorreflexión y autodramatización, los gobernantes de la Inglaterra del siglo XVIII se veían como patricios y al pueblo como plebe.

[28] Es asombroso que le recuerden a uno que el duque de Newcastle hizo su aprendizaje político congregando una multitud, como recordaba él en 1768 («Adoro a ]a muchedumbre, una vez yo mismo me puse a la cabeza de una. Debemos la sucesión hannoveriana a la muchedumbre»). Para el breve episodio de la organización de muchedumbres camorristas rivales en Londres a la subida de Jorge I, véase James L. Fitts, «Newcastle’s Mob», Albion, V, n.° 1 (primavera 1973), pp. 41-49); y Nicholas Rogers, «Popular Protest in Early Hanoverian London», Past and Present (de próxima aparición).

[29] Skinner, op. cit., pp. 96-97.

[30] El cambio crítico hacia una oligarquía disciplinada se produce a comienzos de los años 1720: es decir, en el momento en que la ascendencia de Walpole anuncia «estabilidad política». La energía de un electorado en expansión, indiferenciado, ha sido mostrado en bastantes estudios: J. H. Plumb, «The Growth of the Electorate in England from 1600 to 1715», Past and Present, XLV (1969); W. A. Speck, Tory and Whig: The Struggle in the Constituencies, 1701-1715, 1970. Esto da un relieve mucho más preciso al proceso contrario, después de 1715 y el Septennial Act (1716): las determina­ciones cada vez más estrechas de la Cámara sobre el voto local (véase Cannon, op. cit., p. 34, y su útil capítulo «Pudding Time», en general); la compra y control de distritos; el desuso de las elecciones, etc. Además de Cannon, véase W. A. Speck, Stability and Strife, 1977, pp. 16-19, 164; Brewer, op. cit., p. 6; y especialmente el muy meticuloso análisis de Geoffrey Holmes, The Electorate and the National Will in the First Age of Party, University of Lancaster, 1976.

[31] Commons Journals, XX (11 febrero 1723-4).

[32] Cambridge Unlverslty Library, C(holmondeley) H(oughton) MSS, P 64 (39).

[33] The Making of the English Working Class (edición Pelican), p. 11. [Hay trad. cast.: La formación histórica de la clase obrera, trad. de Ángel Abad, 3 vols., Laia, Barcelona, 1977.]

[34] No es mi intención sugerir que un análisis estructural estático como éste no pueda ser tanto valioso como esencial. Pero lo que nos da es una lógica determinante (en el sentido de «poner límites» y «ejercer presiones»; véase el análisis de importancia crítica del determinismo en Raymond Williams, Marxism and Literature, Oxford, 1977), y no la conclusión o la ecuación históricas; que estas relaciones de producción = a estas formaciónes de clase. Véase también más adelante, párrafo 7 y nota 36.

[35] Según mi opinión, es el uso que generalmente se encuentra en la práctica histórica de Rodney Hilton, E, J. Hobsbawm, Christopher Hill, y mu­chos otros.

[36]Cf. E. Hobsbawm, «Class Consciousness in History», en Istvan Meszaros, ed., Aspects of History and Class Consciousness, 1971, p. 8: «Bajo el capitalismo la clase es una realidad inmediata y en cierto sentido directa­mente experimentada, mientras que en épocas precapitalistas no puede ser más que una construcción analítica que da sentido a un complejo de datos de otro modo inexplicables». Véase también ibid., pp. 5-6.

[37] Cf. Hobsbawm, íbid., p. 6: «Para los propósitos del historiador… la clase y los problemas de la conciencia de clase son inseparables. Clase en su sentido más pleno solo llega existir con el momento histórico en que la clase empieza a adquirir conciencia de sí misma como tal».

[38] La economía política marxista, con un proceso analítico necesario, construye una totalidad en la cual las relaciones de producción se proponen ya como clases. Pero cuando volvemos desde esta estructura abstracta al proceso histórico pleno, vemos que la explotación (económica, militar) se experimenta de modos c1asistas y solo entonces da origen a la formación de clases: véase mi «An Orrery of Errors», Reasoning, One, Merlin Press, septiembre 1978.

[39] Para los determinantes de la estructura de clase (y de la propiedad de relaciones de «extracción de la plusvalía» que imponen límites, posibilidades, y «modelos a largo plazo» en las sociedades de la Europa preindustrial), véase Robert Brenner, «Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe», Past and Present, LXX (febrero 1976), esp. pp. 31-32.

[40] Horace Walpole, Memoirs of the Reign of King George the Second, 1847. II, pp. 220-221.

[41] Para una traducción ligeramente distinta, véase Grundrisse, Penguin, 1973, pp. 106-107. Incluso aquí, sin embargo, la metáfora de Marx hace refe­rencia no a la clase o las formas sociales, sino a las relaciones económicas coexistentes dominante y subordinada.

[42] Véase los perceptivos comentarios sobre el sentido «circular» del espacio en la parroquia agrícola antes del cerramiento en John Barrel, The Idea of Landscape and the Sense of Place: An Approach to the Poetry of John Clare, Cambridge, 1972, pp. 103, 106.

[43]Véase mi «Rough Music: Le Charivari Anglais», Annales ESC, XXVII, n° 11 (1972); y mis otros comentarios en el curso del Congreso sobre «Le Charivari» bajo los auspicios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (VIª section), París, 25-27 de abril de 1977 (de próxima publi­cación).

[44] En fecha tan tardía como 1811 ciertos sofisticados tradeunionistas londinenses, al apelar a las cláusulas sobre el aprendizaje del Estatuto de Artífices («¡Mecánicos! ¡¡Proteged vuestras libertades contra los Invasores sin Ley!!»), comenzaban con una «Oda a la memoria de la Reina Isabel»: «Su memoria es todavía dulce al jornalero, / Pues protegidos por sus leyes, resisten hoy / Violaciones, que de otro modo prevalecerían. // Patronos tiránicos, innovadores simples / Se ven impedidos y limitados por sus gloriosas reglas. / De los derechos del trabajador es ella todavía una garantía Report of tbe Trial of Alexander Wadsworth against Peter Laurie (28 de mayo de 1811), Columbia University Library, Seligman Collection, Place pamphlets, vol. XII

[45] Espero que mi uso de «descifrar» no asimile mi argumentación inme­diatamente a esta o aquella escuela de semiótica. Lo que quiero decir debe quedar claro en las siguientes páginas: no es suficiente describir simplemente las protestas simbólicas populares (quema de efigies, ponerse hojas de encina, colgar botas): es también necesario recobrar el significado de estos símbolos con respecto a un universo simbólico más amplio, y así encontrar su fuerza, tanto como afrenta a la hegemonía de los poderosos y como expresión de las expectativas de la multitud; véase el sugerente artículo de William R. Reddy, «The Textile Trade and the Language of the Crowd at Rouen, 1752-1871», Past and Present, LXXIV (febrero 1977).

[46] Journal of Interdisciplinary History, VI, n° 1 (1975).

[47] Keith Thomas, Religion and the Decline of Magic, 1971, pp. 627-628.

[48] «Anthropology and the Discipline of Historical Context», Midland History, I, n° 3 (primavera 1972); Journal of Interdisciplinary History, VI, n° 1 (1975), pp. 104-105, esp. nota 31.

[49] S. Baring-Gould, Devonshire Characters and Strange Events, 1908, p. 59.

[50] Peter Linebaugh, «The Tyburn Riot against the Surgeons», en Douglas Hay y otros, Albion’s Fatal Tree, 1975; Ruth Richardson, «A Dissection of the Anatomy Act», Studies in Labour Htstory, I, Brighton, 1976.

[51] Compárese con Genovese, Roll, Jordan, Roll, p. 91: «Los esclavos aceptaban la disciplina de reciprocidad, pero con una diferencia profunda. A la idea de deberes recíprocos añadieron la doctrina de derechos recíprocos».

[52] Sostengo aquí la idea de Gerald M. Sider, «Christmas Mumming and the New Year in Outport Newfoundland», Past and Present (mayo 1976).

[53] Véase Connor Cruise O’Brien, «Politics as Drama as Politics», Power and Consciousness, Nueva York, 1969.

[54] Hist. MSS. Comm., Portland MSS, VII, pp. 245-246.

[55] Un palo alto pintado con rayas espirales de distintos colores y coronado de flores, instalado en un espacio abierto, para que las gentes en fiestas bailen a su alrededor en la celebración del Día de Mayo (1 de mayo). (N. del T.)

[56] Public Record Office (en adelante PRO). KB 2 (1> Affidavits, Pascua 10 G I, relativos a Henstridge, Somerset, 1724. A la subida de Jorge, la gente del pueblo en Bedford «vistieron el árbol de Mayo de luto» y un oficial militar lo derribó. En agosto 1725 hubo una refriega sobre un Árbol de Mayo en Barford (Wilts.), entre los habitantes y un caballero que sospechaba que el árbol había sido robado de sus bosques (lo cual era probablemente verdad). El caballero pidió un pelotón para ayudarle, pero los habitantes ganaron: para Bedford, An Account of the Riots, Tumults and other Treasona­ble Practices since His Majesty’s Accession to the Throne, 1715, p. 12; para Barford, Mist’s Weekly Journal (28 agosto 1725).

[57] Sin embargo, como nos recuerdan los episodios de Árboles de Mayo, la tradición tory de paternalismo, que se remonta al Book of Sports (Libro de Deportes) de los Stuart, y que otorga patronazgo o un cálido permiso a las recreaciones del pueblo, sigue siendo extremadamente fuerte incluso en el siglo XIX. Esta cuestión es demasiado extensa para ser tratada en este trabajo, pero véase R. W. Malcolmson, Popular Recreations in English Society, 1700-1850, Cambridge, 1973.

[58] William L. Clement Library, Ann Arbor, Michigan, Shelburne Papers, vol. 133, «Memorials of Dialogues betwixt Several Seamen, a Certain Victualler, & a S… Master in the Late Riot». Agradezco al bibliotecario y a su personal que me permitieran consultar y citar estos papeles.

[59]    Hasta qué punto las ideas explícitas antimonárquicas y republicanas estaban presentes entre el pueblo, especialmente durante los turbulentos años 1760, es una cuestión más frecuentemente dejada de lado con una negativa, que investigada. El enormemente valioso trabajo de George Rudé sobre la multitud londinense tiende a evidenciar un escepticismo metodológico hacia las motivaciones políticas «ideales»: así, se ha tropezado con el rumor, en otra fuente, de que los manifestantes utilizaban el slogan «Ni Wilkes, Ni Rey», pero lo ha desechado como un simple rumor; véase G. Rudé, Wilkes and Liberty, Oxford, 1962, p. 50; véase Brever, op. cit., p. 190; W. J. Shelton, English Hunger and Industrial Disorders, 1973, pp. 188, 190. Por otra parte, tenemos el fuerte caveat de J. H. Plumb: «Los historiadores, me parece, nunca dan el suficiente énfasis a la prevalencia de enconados sentimientos antimonárquicos, prorrepublicanos en los años 1760 y 1770» («Political Man», op. cit., p. 15), «No es probable que podamos descubrir la verdad en las fuentes impresas, sujetas al escrutinio del Abogado del Tesoro. Hay momen­tos, durante estas décadas, en que se tiene la sensación de que una buena parte del pueblo inglés estaba más dispuesta a separarse de la Corona que los americanos; pero tuvieron la desgracia de no estar protegidos por el Atlántico. En 1775, algunos artesanos privilegiadamente situados pudieron se­pararse más directamente, y los agentes americanos (disfrazados con ropas de mujer) estaban reclutando activamente más de un barco completo de carpin­teros navales de Woolvich» (William L. Clement Library, Wedderburn Papers, II, J. Pownall a Alexander Wedderburn, 23 de agosto de 1775).

[60] Yo no dudo de que hubiera una auténtica y significativa tradición paternalista entre la gentry y los grupos profesionales. Pero esa es otra cuestión. Lo que me ocupa a mí aquí es la definición de los límites del paternalismo, y presentar objeciones a la idea de que las relaciones sociales  (o de clase) del siglo XVIII estaban mediatizadas por el paternalismo, en sus propios términos.

[61] El profesor J. H. Hexter se quedó sorprendido cuando yo pronuncié esta unión impropia («burguesía agraria») en el seminario del Davis Centre de Princeton en 1976. Perry Anderson también quedó sorprendido diez años antes: «Socialism and Pseudo-Empiricism», New Left Review, XXXV (enero- Eebrero 1966), p. &: «Una burguesía, si es que el término va a retener algún significado, es una clase con base en las ciudades; eso es lo que significa la palabra». Véase también (en mi lado de la polémica), Genovese, The World the Slaveholders Made, p. 249; y un comentario juicioso sobre este asunto de Richard Johnson, Working Papers in Cultural Studies, Birmingham, IX, primavera 1976). Mi reformulación de este (algo convencional) argumento marxista se hizo en «The Peculiarities of the English», Socialist Register (1965), esp. p. 318. En él subrayo no sólo la lógica económica del capitalismo agrario, sino la amalgama específica de atributos urbanos y rurales en el estilo de vida de la gentry del siglo XVIII: los lugares de baños; la temporada de Londres o la temporada de ciudad; los ritos de pasaje periódicos urbanos, en educación o en los varios mercados matrimoniales; y otros atributos espe­cíficos de la cultura mixta agraria-urbana. Los argumentos económicos (ya presentados correctamente por Dobb) han sido reforzados por Brenner, op. cit., esp. pp. 62-68. Se encuentra más evidencia sobre las comodidades urbanas al alcance de la gentry en Peter Borsay, «The English Urban Renaissance; The Development of Provincial Urban Culture, c. 1680-c. 1760», Social History, V (mayo 1977).

[62] Digo esto a pesar de la cuestión suscitada en la nota 54. Si los sentimientos republicanos se hubieran convertido en una fuerza efectiva, creo que solo lo habrían hecho bajo la dirección de una gentry republicana. en la primera etapa. Recibo con gusto la nueva visión de John Brewer del ritual y el simbolismo de la oposición wilkesiana (Brewer, op. cít., esp., pp. 181-191). Pero si Wilkes hizo el papel de tonto para la multitud, nunca dejó de ser un tonto-caballero. En términos generales, mi artículo se ha ocupado principalmente de la  autoimpulsada mult1tud plebeya, y (una seria debilidad) me he visto forzado a dejar fuera la multitud con licencia o manipulada por la gentry.

[63] En una crítica relevante de ciertos usos del concepto de hegemonía, R. J. Morris observa que puede implicar «prácticamente la imposibilidad de la clase obrera o de secciones organizadas de la misma para poder generar ideas... radicales independientes de la ideología dominante». El concepto implica la necesidad de buscar intelectuales para el mismo, mientras que el sistema de valores dominante se ve como «una variable exógena indepen­dientemente generada» de grupos o clases subordinados {«Bargaining with Hegemony», Bulletin of the Society for the Study of Labour History, XXXV, otoño 1977, pp. 62-63). Véase también la aguda respuesta de Genovese a las críticas a este punto: «La hegemonía implica lucha de clases y no tiene ningún sentido aparte de ella… No tiene nada en común con historia del consenso y representa su antítesis: una forma de definir el contenido histórico de la lucha de clases en épocas de aquiescencia» (Radical History Review, invierno 1976-1977, p. 98). Me alegro de que esto se haya dicho.

[64] La cuestión de si una clase subordinada puede o no desarrollar una crítica intelectual coherente de la ideología dominante —y una estrategia que llegue más allá de los límites de su hegemonía— me parece ser una cuestión histórica (es decir, una cuestión respecto a la cual la historia ofrece muchas respuestas diferentes, algunas muy matizadas), y no una que puede ser resuelta con pronunciamientos de «práctica teórica». El número de «intelectuales orgá­nicos» (en el sentido de Gramsci) entre los artesanos y trabajadores de Gran Bretaña entre 1790 y 1850 no debe subestimarse.

El motín de Nore

Por Pedro Amado. Basado en el testimonio de Robert Payton, trabajador del muelle de Sheerness aquella primavera de 1797 y testigo directo del evento, y que fue recopilado y publicado por Thomas Bastard en 1869. Extraído de la web de Todo a Babor.
Los motines de Nore y Spithead constituyen uno de los primeros ejemplos del empleo de la bandera roja en un conflicto de carácter laboral.

 

El alba del 12 de mayo de 1797 era clara e intensa en Sheerness, una pequeña población en la desembocadura del río Medway, costa sureste, al norte del condado de Kent, Inglaterra.

Desde principios del siglo XVI se inició la construcción de un fuerte en la orilla para disuadir de la posible entrada a fuerzas navales hostiles a la monarquía inglesa. Además frente a Sheerness, en el estuario del Támesis, que también se vacía en ese punto del mar del Norte, la Royal Navy dispuso un fondeadero y un arsenal llamado Nore.

A las 4 de la mañana de aquel día las trompetas despertaron de su sueño a los marineros y artilleros del HMS Sándwich (90), cabeza de una escuadra de 14 embarcaciones de la llamada flota inglesa del Mar del Norte y de más de 100 barcos mercantes, anclada en Nore. La flota de guerra estaba integrada por los siguientes buques:

Sandwich 90   Inflexible 64   Grampus 54
Brilliant 36   Phaeton 36   Champion 32
Director 64   Niger 32   Tisiphone 24
Iris 32   Le Epsion 24   St. Fiorenzo 36
Swan 18   Clyde 36      

La rutina del día incluía varios simulacros de batalla naval en mar abierto y una patrulla costera hasta Portsmouth, cien millas marinas al suroeste. El gobierno inglés, entonces en guerra con la Francia del directorio, estaba en permanente estado de alerta ante una posible invasión de las tropas galas, y la boca del río Medway era uno de sus potenciales puntos de acceso.

Cuando salía de su camarote medio dormido, el capitán del Sándwich, Robert Pine, se frotó los ojos pues creyó estar viendo visiones. Tres de los cañones del castillo de su propio barco apuntaban a su habitación y a la de los capitanes de fragata Hayes y Martin. Al pie de los mismos, cuatro aguerridos marinos con el torso desnudo y los ojos inyectados en sangre apoyaban las manos en la llave de ignición de las piezas. Pine preguntó a gritos qué estaba pasando y al no obtener respuesta se encaminó hacia los cañones. Noche cerrada, el farolillo de proa apenas iluminaba la escena. Al igual que en el resto de navíos de la flota, en el tope del palo mesana la bandera inglesa había sido sustituida por una enseña roja. Pine vociferó que todos volviesen a sus puestos de inmediato al tiempo que hacía ademán de blandir su espada.

Antes de que brotase la sangre, un individuo de aspecto refinado y decidido se adelantó de entre las sombras del combés. En un lenguaje culto y moderado explicó al capitán Pine que la dotación del barco no obedecería más sus órdenes ni las de ningún otro oficial, y les dio a elegir entre quedarse y someterse al nuevo mandato o abandonar el navío en una chalupa. Además, le explicó que la ciudad de Londres –a 60 Km de distancia río arriba- estaba bloqueada por vía fluvial y que ninguna embarcación podía acceder o soltar amarras de sus muelles sin un salvoconducto firmado por él.Continue Reading