Los emigrados alemanes

Artículo extraído de la Revista Comunista (septiembre 1847).
En septiembre de 1847, medio año ya antes de que viese la luz el Manifiesto Comunista, apareció en Londres el primer y único número —publicado como “número de prueba”— de una revista política, órgano de la Liga, que acababa de abrazar el nombre oficial de comunista y contaba ya entre sus afiliados con Marx y Engels. A la cabeza del periódico campea ya el famoso lema marxista de “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, denotando con sólo eso el predicamento que la doctrina de Marx y la preocupación internacionalista del movimiento obrero empezaban a ejercer en aquella organización proletaria. En 1920, dos investigadores marxistas, el profesor austríaco Carlos Grünberg y el alemán Gustavo Meyer, biógrafo de Engels, descubrieron este importantísimo documento histórico, y el primero de ellos lo dio a conocer, acompañado de notas, en su libro titulado Die Londoner Kommunistische Zeitschrift und andere Urkunden aus den Jahren 1847-48 (Leipzig, 1921). Sobre su texto se basa esta traducción. El original forma un cuaderno de 16 páginas impresas en antiqua.

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Ya en la antigüedad aspiraban los hombres a un mundo mejor, a un mundo nuevo, en el que confiaban ser felices, y sus aspiraciones siguen siendo las mismas de entonces. Desgraciadamente, pese a todas las aspiraciones, poco es lo que hasta hoy se ha conseguido, pues durante mucho tiempo se ha estado buscando ese mundo mejor donde no podía encontrarse, y aun es hoy el día en que son muy pocos los que saben y comprenden que ese mundo mejor está bien cerca de nosotros, que para alcanzarlo basta con unir y organizar a los oprimidos, con imponerse un recio esfuerzo. Se equivocan de medio a medio, naturalmente, los que piensan que basta con buscar, con emigrar a América, para dar con ese mundo mejor. Ese mundo mejor no hay que buscarlo, sino conquistarlo, y el cielo no nos ayudará si nosotros mismos no nos unimos firmemente y nos ayudamos. En otro tiempo, millones de europeos se precipitaban hacia el Oriente para escapar a la tiranía de los señores feudales, para ganar el cielo con la conquista de los Santos Lugares y esperanzados en que en el suelo que había pisado su Redentor les sería dado ya sobre la tierra un avance de las delicias celestiales; pero fueron muy pocos los que alcanzaron la meta, pues los más cayeron sin haber visto la tierra de Jerusalén, derribados por las enfermedades y por el acero de los turcos.

Hoy, millones de europeos acuden a las costas de Occidente esperando encontrar allí un suelo libre y un porvenir dichoso para sí y sus familiares; pero los más sucumben sin ver cumplidas sus esperanzas. Miles de emigrantes mueren ya en las bodegas abarrotadas de los barcos, barridos por las enfermedades, sin haber divisado la orilla del Nuevo Mundo. Miles y miles más caen, no segados ciertamente por el acero turco, pero sí arruinados física y moralmente, despojados por truhanes y engañadores de cuanto poseían, en las esquinas o en los asilos obreros de la Unión; y miles de hombres, obligados a entregar sus brazos a la burguesía americana para poder vivir, se ven explotados tanto y aún más que en Europa, y cuando las fuerzas se les acaban tienen que dar gracias, exactamente lo mismo que en Europa, si les dejan morir en un hospital o en un asilo obrero. ¡Cuán pocos son los que consiguen cimentar una existencia para sí y sus familias! Los buenos alemanes, a quienes hay que reconocer que su libre y unida Alemania, con sus treinta y cuatro príncipes y principillos soberanos, no ofrece gran aliciente, están pasando por una verdadera borrachera de emigración, y lo malo es que, de todos los emigrantes, ningunos se ven tan estafados, tan tirados por los rincones, tan explotados y maltratados como los alemanes.

En las ciudades de Alemania, Holanda y Bélgica, en Londres y Nueva York, en todos los lugares del mundo donde embarcan o desembarcan emigrantes alemanes, se ha formado una clase especial de hombres que tienen por profesión estafar a esas pobres gentes, las más inexpertas del mundo. Los ingleses llaman a esa casta de hombres “tiburones de tierra” (land sharks), nombre muy adecuado, pues devoran con la misma codicia el cruzado del pobre que el ducado de quien tiene un poco más de fortuna. Tan pronto como llegan aquí, a Londres, los emigrantes alemanes se ven rodeados por estos pájaros, acompañados a ciertas moradas, y ya no les sueltan la mano mientras tengan algo que perder. Los más afortunados son los que han pagado por adelantado el pasaje, pues esos llegan por lo menos a las costas de América; los demás tienen que quedarse por el camino, y a la postre, la necesidad les lleva a despojar a los compatriotas que vienen detrás de ellos, lo mismo que a ellos les despojaron. ¿Pero es que la policía no interviene?, se preguntará el lector, maravillado. La respuesta no puede ser más sencilla: la ley inglesa tiene por principio que “donde no hay demandante, no hay tampoco juez”. Y como los pobres alemanes no entienden el idioma ni saben orientarse por esta ciudad gigantesca, como nadie se preocupa de ellos, raro es el caso en que consiguen dar con las personas que les estafaron para entregarlos a los tribunales. Los tiburones de tierra no tienen más que saltar de tugurio en tugurio y recatarse, aguardando a que se haga a la mar el barco que lleva sus víctimas; luego, pueden salir de nuevo a la calle y reanudar el negocio. Pero, aun suponiendo que el emigrante consiga entregar uno de esos pájaros a la policía, no habrá salido ganando en nada; el ladrón es enviado, sin duda, a la prisión, pero lo robado no aparece, y antes de que el proceso se abra, el barco parte y la víctima del robo con él; y no presentándose nadie a mantener la querella, el tiburón de tierra queda en libertad. Y lo mismo que en Londres, les pasa a miles de emigrantes en El Havre, en Amberes, en Rotterdam, etc., y los afortunados que logran desembarcar con algo todavía en Nueva York, caen allí en las garras de los tiburones americanos. Nos han contado infamias increíbles cometidas con emigrantes alemanes, y en los números siguientes de nuestra revista contaremos algunas, para que sirvan de aviso a todos los emigrantes. Y rogamos a nuestros amigos de los barrios del puerto que comuniquen a esta redacción todos los abusos y estafas, cometidos contra los emigrantes de las que
tengan noticia.

Muchos alemanes se preguntarán: De todos nuestros embajadores y cónsules de Londres, ¿ninguno se ha ocupado de los emigrantes?

Los ingleses y los franceses, por dondequiera que vayan, sean viajeros o emigrantes, encuentran protección, consejo y ayuda en los cónsules y embajadores de su país; no así los alemanes, sobre todo si son proletarios; en cuanto salen de las fronteras de la Confederación que los tiene por súbditos, en cuanto abandonan el suelo alemán, ningún embajador o cónsul de su país se preocupa por ellos. Los embajadores y cónsules alemanes en Inglaterra, a quienes el pueblo alemán paga sueldos de cientos de miles todos los años, tienen otras cosas de que ocuparse. El piadoso Bunsen[1] se dedica a fundar asociaciones juveniles y sociedades evangélicas para inmunizar a los proletarios contra el veneno del ateísmo y el comunismo y enchiquerarles en el gran establo del Estado “cristianogermánico”; los demás envían de vez en cuando a las asociaciones obreras algún que otro espía y se dedican a divertirse.

¡¿Quién se preocupa de proletarios, y sobre todo de proletarios que aspiran a ser republicanos!?

Y a propósito, camaradas, ¿qué ocurriría si un buen día, en vez de emigrar a la remota república de Norteamérica, dejándoos despojar y explotar en el viaje, cerraseis un poco vuestras filas, pusieseis fin a este absurdo Estado “cristiano-germánico” y enviaseis a vuestros príncipes paternales y bondadosos a hacer un viaje a cielos más suaves (a Texas, por ejemplo, o a África central, donde tan de buena gana quieren expediros estos píos hermanos), o a un clima más adecuado para su constitución (a Rusia, pongamos por caso), y os decidieseis a instituir en Alemania una república en la que todo el que quisiera trabajar encontrara medios de vida? ¿Eh, qué decís a eso? Nos parece que bien valdría la pena de intentarlo; se ahorraría mucho tiempo y dinero, y podéis estar seguros de que costaría diez veces menos víctimas que las que siembran la ruta de los emigrantes hacia el Nuevo Mundo.

¡Proletarios, pensad alguna vez en esto!


[1] El barón de Bunsen (1792-1860), embajador prusiano en Londres desde 1845, era un celoso propagandista de las «misiones internas”. En una de las alocuciones de la Liga de los Justos, la de noviembre de 1846, se habla de la labor desarrollada por Bunsen en este terreno y de las asociaciones de artesanos y jóvenes cristianos, fundadas en Londres bajo sus auspicios, a semejanza de las que también existían en Berlín, Hamburgo, Stuttgart, Basilea y París.