El Socialismo y los socialistas

Artículo de José Prat publicado originalmente en Solidaridad Obrera nº 27 (7 de agosto de 1908), órgano de la Federación Local de Sociedades Obreras de Barcelona.

Sin el renacimiento del actual movimien­to sindicalista el espíritu democrático bur­gués habría dado muerte al Socialismo. Afortunadamente el buen sentido de los obreros —mejor dicho, un instintivo sentimiento de desconfianza— ha rectificado las desviaciones doctrinales y de táctica de al­gunos intelectuales de los partidos socialis­tas. Me es, pues, necesario, antes de abor­dar el estudio del sindicalismo, o sea del societarismo tal como actualmente se con­cibe, explicar la génesis de este movimien­to exclusivamente obrero. Es necesario que la masa de los trabajadores sepa claramen­te de donde arranca, lo que es actualmente y a donde conduce la organización de que forman parte.

Y si para explicar todo esto me es preci­so indicar con relativa rudeza las equivoca­ciones en que han incurrido los socialistas-legalitarios y los socialistas-anarquistas, estas dos ramas principales del Socialismo, la rudeza emplearé, dejando a un lado consideraciones de partido reñidas con la ver­dad. No debemos tener dos pesos y dos me­didas, unas para los amigos y otras para los adversarios. Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué.

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Un error de doctrina ha acarreado un error de táctica en el partido socialista obrero. La creencia en la errónea concep­ción de la «fatal concentración capitalista» hizo que los teóricos del partido obrero se figuraran que no había que hacer más que esperar la explosión final apoderándose pre­viamente del mayor número posible de po­siciones enemigas, en los municipios y en el Estado, para que cuando aquella ocurrie­se estar en disposición de encargarse de la nueva dirección social.

Toda la actividad del partido socialista se desarrolló, por consiguiente, sobre el terre­no político, encaminada a conquistar actas de concejal y de diputado, dejando a un lado, por creerla secundaria, la lucha direc­ta de clase, que por medio de la organiza­ción de las sociedades de oficio les reco­mendó la Internacional.

El raciocinio de los directores de este movimiento político no carecía de lógica: «Si el advenimiento del Socialismo, se decían (Bernstein, Millerand, Ferri, Jaurés, etcétera), es fatal, debido a esta «concen­tración del capital»; si todo lo que haga la burguesía ha de llevarla forzosamente a esta anulación de sí misma, en plazo más o menos breve, todo lo que sea ayudar a esta evolución económica será terminarla cuanto antes; no dificultemos, pues, esta evolu­ción; dejemos que se desenvuelva, ya que ha de suicidarse. Apoderémonos de los mu­nicipios y de las diputaciones,  que desde ellos arrojaremos al fin a la burguesía».

De este modo el Socialismo, concediendo una superioridad al «agente político» y ac­tuando en un ambiente burgués, se metía por los senderos de la «democracia» burguesa y robustecía su ejercicio. Y desertaba del ambiente obrero.

A la lucha electoral se han venido sacri­ficando todos los intereses materiales del Socialismo, renegando éste cada día más su origen y alejando su advenimiento. Para conseguir éxitos electorales, éxitos de par­tido, se dio entrada en el partido socialista —y esto no podía evitarse precisamente por ser partido— a hombres de corrientes de opinión nada obreras. Abogados, periodis­tas, médicos, profesores, magistrados, em­pleados del Estado y del municipio, toda esta clase media improductiva, retribuida directamente por el capitalismo, parásita del capitalismo, que indirectamente vive de la explotación del obrero y que constitu­ye una muralla defensiva de la burguesía, ha ido fabricando un socialismo que es ex­presión de sus intereses de clase media burguesa (véanse las críticas de Nieuvenhuis en sus estudios La derrota del mar­xismo y El socialismo en peligro), un so­cialismo «pequeño burgués», como decía Marx —previendo tal vez el «marxismo» de estos pequeños burgueses que han desnatu­ralizado las doctrinas del maestro—, que lo mismo puede suscribirlo el Papa que un presidente de República.

En efecto: ¿cuál es el interés del proleta­riado? El interés del proletariado está en abolir la mismísima fuente del beneficio ca­pitalista. Ahora bien, toda esta clase media compuesta de abogados, profesores, periodistas, empleados, viven de una parte de aquel beneficio capitalista, encuentran tra­bajo en el ambiente capitalista, sus profe­siones y carreras presuponen el orden capi­talista, sus sueldos representan una parte de aquel beneficio capitalista que se saca del trabajo obrero. El interés de esta clase la lleva, por consiguiente a rechazar la ac­tuación del socialismo. «No es, como dice el socialista Leone, que no puedan ser so­cialistas; pero sucede que su socialismo acaba moldeándose sobre sus intereses de clase burguesa. Sin darse cuenta estas gen­tes han creado un pseudo-socialismo que es la exaltación del capitalismo, encaminado al vago objetivo del bienestar de todos, una aspiración hacia el bienestar conseguido mediante los poderes sociales. Su socialis­mo es la inconsciente traición al socialismo obrero». El ideal de este socialismo refor­mista, parecido al ideal de cualquier partido demócrata radical burgués, no ha ido más allá de la «conquista del poder» para desde él curar «providencialmente» los males socia­les. El éxito ha sido ruidoso. El partido so­cialista ha engrosado con todos éstos elementos burgueses; pero ha tenido una consecuencia; que estos elementos burgueses, teniendo un interés inmediato de clase media en mejorar las instituciones democráticas burguesas, han robustecido el ejercicio de las prácticas democráticas. Metido ya el socialismo en el terreno político burgués, ha tenido que marchar con él, amoldarse a él y a su paso, y como la Democracia es la expresión política de los intereses econó­micos de la burguesía, aquel socialismo «pequeño burgués» no ha hecho más que consolidar el órgano defensor del sistema de producción capitalista, que viene a ser lo mismo que consolidar el ejercicio de este sistema de producción. La «concen­tración capitalista» no se ha efectuado, aquella «explosión final» que debía ser su consecuencia no ha venido; pero el Socia­lismo, de concesión en concesión a esta clase media que lo invadió, se ha hecho demócrata. El socialismo de partido en nombre de unos vagos intereses generales de la sociedad, ha arrinconado el interés de clase obrera que parecía tenía la misión de defender. El proletariado, en lugar de permanecer constantemente sobre el terreno de lucha directa de clase, que podía desarrollarse por medio de las sociedades de oficio (sindicatos) —donde no tienen cabida estos elementos burgueses sedicente socia­listas—, ha ido a desfigurarse y degenerar por los terrenos de la política burgue­sa, favoreciéndola. En lugar de hacer «socialismo obrero» se ha hecho «democracia burguesa». Una vez más el fetiche Es­tado-providencia ha engañado a los hombres. Los hechos han dado la razón, en este punto, a las críticas previsoras de los viejos anarquistas, de acuerdo, esta vez con las, no por tardías ineficaces, críticas de los mismos socialistas no-anarquistas. Me es imposible encerrar en las dimensiones de un trabajo periodístico todos los datos del análisis, de la observación y de la argu­mentación incontrovertible, a mi juicio, de estas críticas. El lector que no tenga pere­za mental —este gran defecto del obrero— podrá encontrarlas en el libro recientemen­te publicado de Jorge Sorel, El porvenir de los sindicatos obreros, y en los próximos a publicarse de Luis Fabri, Sindicalismo y Anarquismo, de Enrique Leone, El sindicalismo, que recomiendo a los obreros. (Bi­blioteca de Francisco Sempere, editor de Valencia). No es cuestión de transcribir voluminosamente lo que ya está escrito con mayor ilustración que la mía.

Estas «prácticas democráticas» con etiqueta socialista, en lugar de unificar los esfuerzos de la acción proletaria, la han ramificado y enemistado en tantos partidos como ambiciones y vanidades personales han querido abrirse paso camino del poder o de la representación parlamentaria. El proletariado no adquiría, con esta heterogeneidad de elementos del partido políti­co, la consciencia de clase que con unas prácticas socialistas debía y podía haber adquirido con la homogeneidad de elementos del sindicato obrero. Y mientras los individuos perdían con estos contactos individuales burgueses la poca conciencia de clase que la lucha diaria de intereses ma­teriales les hacía adquirir, el contacto del partido obrero con los partidos burgueses haciale perder, con las promiscuidades electorales, la pureza de la doctrina. Ahora se era ya internacionalista hasta cierto punto, mientras no peligraran los intereses generales de la nación; se era revolucionario en cierta medida, mientras no peligrara la Evolución; se podía, en suma, ser simultá­neamente obrero y burgués, internaciona­lista y nacionalista… un verdadero batiburrillo de ideas y de intereses antagónicos. La confusión y el desbarajuste habían lle­gado al colmo. Realmente, la democracia mataba el socialismo. La vuelta al sindicalismo autónomo se imponía.

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El error de los socialistas-anarquistas ha sido de otra índole no menos nefasta. Par­tiendo de una afirmación anticientífica que choca abiertamente con las enseñanzas de la escuela determinista: la libertad absolu­ta, se iba degenerando en un individualismo repugnante, de lo más burgués que darse pueda, y en fuerza de predicar revolución y rebeldía se caía en el culto de la violen­cia por la violencia misma. Dos abismos que se habrían tragado, a no tardar, el pri­mero, el principio de Solidaridad, y el se­gundo, el sentimiento de justicia.

La libertad absoluta de los stirnerianos, verdadera resurrección del metafísico «li­bre albedrío» de los teólogos, llevó buen número de individuos, cuya ignorancia es fácil de alucinar con lodo género de «novedades»… viejas, a un egoísmo antisocial que les alejaba de las prácticas de la soli­daridad y hasta de las del simple respeto mutuo. El «yo» brincaba por encima de to­dos los intereses de clase y aun de partido, e iba a refocilarse en la ciénaga de todas las corrupciones burguesas. La salvación individual consistía en reventar al prójimo. ¿La masa obrera? Un agregado de imbéci­les buenos tan sólo para ser explotados por la granujería burguesa y por la granujería obrera disfrazada de anarquista. Salvado ya el número uno, salvado ya todo el mun­do. Y el que no pudiese salvarlo, a fasti­diarse tocan; no haber nacido débil.

¿Las sociedades obreras? Un rebaño. Se­res inconscientes que no podían comprender las elucubraciones de un Stirner, masa de rezagados que no podían andar sin mu­letas. Los superhombres habían tenido la suerte de haber nacido y crecido sin tener que andar a cuatro pies en su infancia.

¿La sensibilidad? Cosa de cristianos. Nietzche preconizaba la dureza de corazón, la risa y la burla ante el sufrimiento ajeno. Y también la brutalidad de bracete con la cobardía.

Nada de buscar un sistema de conviven­cia social más armónico y agrupar fuerzas obreras en torno de este ideal. La lucha a muerte de uno contra todos y de todos con­tra uno. Una musculatura recia y una astucia de lobo por toda mentalidad.

Para este individualismo sedicente anár­quico, tan diferente del individualismo de los comunistas-anarquistas, el ideal era el bandido de encrucijada de la edad media. Así hemos oído preconizar cosas monstruo­sas: el robo individual como modalidad de expropiación de la burguesía, la traición al compañerismo, los saltos mortales de un partido a otro efectuados con la mayor frescura…

Absurdos, se me dirá, que no resisten el análisis científico, aberraciones que ni me­recen los honores de la discusión… Cierta­mente, todo esto no es Socialismo ni Anar­quismo; pero estos absurdos y estas aberra­ciones no han dejado de producir sus desas­trosos efectos. El partido socialista-anar­quista navega actualmente en España sin rumbo por haber olvidado algún tanto los sanos principios socialistas. Hay una desorientación. Podía ser fuerte e influyente batallando en el seno de la clase obrera y se ha alejado de ésta debido al aristocratismo de aquellas predicaciones individualis­tas. Podía haber armonizado su acción con la acción sindical y está evaporándose su prestigio al calor nefasto de aquellos absur­dos y aberraciones. Podía ser una fuerza organizada y ahora es un caos y pura in­coherencia. Podía y debía haberse inteli­genciado para una propaganda y una acción colectivas metódicas, pacientes, de continuidad, inteligentes, y se ha ido en pos de metafísicas y de quintaesenciamientos ra­yanos en locura. En su seno se libra, no la batalla de las ideas y de las iniciativas ge­nerosas, sino el mezquino combate de las petulancias, de los despechos, de las vividurías, de los faroleos, de los desplantes, de la vanidad, de la grosería y de la maja­dería…

¿Todo el mundo? No; sería injusto hacer extensiva a toda una colectividad la defec­tuosidad de un puñado de hombres.

Todas estas filtraciones burguesas en el campo de la gran familia socialista; todos estos errores de doctrina y acaparación del obrero, hijas del autoritarismo de la fracción socialista-legalitaria, estas metafísicas y brutalismos estériles en la fracción socialista-anarquista, si son capaces de desviar y detener momentáneamente la acción colectiva, no son suficientemente poderosas para ahogar del todo el buen sentido socialístico de la masa del proletariado militan­te que no corre en pos de actas o de glorias periodísticas.

Esta «masa» proletaria, tan manoseada por los unos, tan despreciada por los otros, lleva en sí una virtud que ella misma igno­ra, capaz de transformarse en una fuerza salvadora a medida que vaya adquiriendo consciencia de sí misma. Esta masa que se desconoce ha desconfiado —claro que instin­tivamente— del socialismo de algunos inte­lectuales y se ha apartado de las exagera­ciones de una dialéctica sin base científica, así como de las impulsividades de un fana­tismo violento. Y entorpecida o no por aquellos errores y excesos, ha seguido su camino, el camino que le trazaba la fuerza de las cosas materiales, lentamente, con más o menos acierto, pero firme en su sin­ceridad y con fe en la justicia de su causa emancipadora.

Los partidos, los hombres de partido, cegados por la ruidosidad de los combates librados por el personalismo, no han sabido ver que el ambiente obrero era un puerto de salvación para el Socialismo en peligro, a la vez que un punto de partida para nue­vos y más seguros rumbos. Ha sido necesa­rio la «indiferencia» de esta masa para que recapacitaran y se rectificaran. En el am­biente obrero de los sindicados se miran, en efecto, las cosas de muy distinto modo que en el ambiente burgués de los Parla­mentos o en las camarillas de los partidos y en las redacciones de los periódicos.

Se me dirá que los sindicatos no son un santuario de pureza doctrinal ni de virtu­des socialísticas… No se trata de esto. ¿Lo son acaso los partidos para que desdeñemos aquellos por éstos? La cuestión es otra. Es que los sindicatos tienen una base de inte­reses económicos y un carácter de clase que no tienen los partidos. Y esto es la mé­dula del Socialismo, es toda su razón de ser. La emancipación del proletariado ha de salir de esta lucha de clase por intere­ses económicos.

Y esto es lo que sabía ver La Internacio­nal y ahora ha sabido ver la moderna co­rriente sindicalista.

José Prat.