Antifascismo: fórmula confusionista

BILAN nº 7, mayo 1934.

Muy probablemente la situación actual, en lo que atañe a la amplitud de la confusión, supera a las anteriores situaciones de reflujo revolucionario. Esto se debe, por una parte, a la evolución contrarrevolucionaria de aquello que el proletariado conquistó tras grandes luchas durante la posguerra: el Estado ruso, la III Internacional, etc., y por otra parte, a la incapacidad de los obreros para hacer frente a esta evolución con un frente de resistencia ideológica y revolucionaria. El entrelazamiento de estos fenómenos con la brutal ofensiva del capitalismo, que se orienta a la formación de bloques con miras a la guerra, provoca luchas obreras y a veces también grandiosas batallas (Austria). Pero estas batallas no resquebrajan el poder del centrismo[1], la única organización política de masas, que ya se ha pasado a las fuerzas de la contrarrevolución mundial.

Ante semejantes derrotas, la confusión no es más que el resultado logrado por el capitalismo, que ha incorporado al Estado obrero, al centrismo, a sus necesidades de supervivencia, llevándolo al terreno en el que desde 1914 se desenvuelven las insidiosas fuerzas de la socialdemocracia, principal factor de la descomposición de la conciencia de las masas y portavoz cualificado de las consignas de las derrotas proletarias y las victorias capitalistas.

En este artículo examinaremos una típica fórmula confusionista que en los medios obreros que se dicen de izquierda (?) se conoce con el nombre de “antifascismo”.

Aquí no nos detendremos a analizar la situación de países como Francia o Bélgica (países en los que este problema se plantea de manera muy concreta), un análisis cuyo supuesto objetivo debería ser saber si existe o no el peligro de un inminente ataque fascista; de la misma forma, tampoco nos dedicaremos a analizar esa postura según la cual actualmente, y a escala internacional, se abre una perspectiva de extensión de los regímenes fascistas por todos los países. Por otro lado, no analizaremos aquí los problemas teóricos que plantea el fascismo, ni la postura que debe adoptar el proletariado frente a las instituciones democráticas cuando se produzca el ataque fascista. Todos estos problemas los desarrollaremos en otros artículos. Para que nuestra exposición sea más clara, nos limitaremos a un problema concreto: el antifascismo y el frente de lucha que supuestamente se puede realizar en torno a esta fórmula.

Es evidente, o al menos antes lo era, que antes de plantear una batalla de clase hay que establecer los objetivos a lograr, los medios a emplear y las fuerzas de clase que pueden intervenir a favor. Estas consideraciones no tienen nada de “teórico”, por lo que pensamos que no están expuestas a las críticas fáciles de todos esos elementos cansados de “teorías” cuya regla consiste en, despreciando la claridad teórica, ponerse a trapichear con cualquier movimiento, sobre la base de no importa qué programa, mientras haya “acción”. Nosotros somos naturalmente de los que piensan que la acción no se basa en “picotear” aquí y allá, ni en la buena voluntad individual, sino en las propias situaciones. Además, a la hora de actuar, el trabajo teórico es indispensable para poder preservar a la clase obrera de nuevas derrotas. Y hay que comprender bien el significado de este desprecio que profesan tantos militantes por el trabajo teórico, pues en realidad lo que siempre hacen es introducir a hurtadillas, en sustitución de las posturas proletarias, los conceptos esenciales del enemigo, de la socialdemocracia, en los medios revolucionarios, mientras proclaman que hay que actuar, cueste lo que cueste, para “ganar la carrera” al fascismo.

Así, en lo que atañe al problema del antifascismo, lo que guía a sus numerosos partidarios no es sólo el desprecio por el trabajo teórico, sino su estúpida manía de generar y extender la confusión necesaria para formar un amplio frente de resistencia. Nada de prejuicios ni de fijarse límites, no hay que perder posibles aliados ni ninguna oportunidad de entablar la lucha, esta es la consigna del antifascismo. Y así, pensamos, el antifascismo idealiza la confusión hasta convertirla incluso en un factor para la victoria. Recordemos que hace ya más de medio siglo, Marx decía a Weitling que la ignorancia nunca le sirvió de nada al movimiento obrero.

Hoy en día, en lugar de establecer los objetivos de la lucha, los medios a emplear y los programas necesarios, la quinta esencia suprema de la estrategia marxista (Marx lo llamaría ignorancia) se presenta de esta forma: echar mano a un adjetivo, que evidentemente suele ser el de “leninista”, para a continuación evocar, en cualquier circunstancia y en un contexto completamente distinto, la situación de 1917 en Rusia y el ataque de septiembre de Kornilov. ¡Ay!, pero aquella era una época en la que los militantes proletarios aún tenían la cabeza en su sitio y analizaban las experiencias históricas. En aquel entonces, antes de establecer semejanzas entre su época y las pasadas experiencias, analizaban primero si se podían establecer paralelismos políticos entre la situación pasada y la presente; pero esa época parece que ya pasó, sobre todo si nos fijamos en la fraseología que emplean hoy los grupos proletarios.

Es inútil, dicen, comparar el contexto de la lucha de clases en Rusia en 1917 con el que existe hoy en los distintos países; y también es inútil ver si la correlación de fuerzas entre las clases de aquella época presenta ciertas analogías con la de hoy. Dado que la victoria de 1917 es un hecho histórico, bastaría con copiar la táctica que adoptaron los bolcheviques rusos, y en general el resultado es una copia malísima, que varía según quiénes sean los que se dediquen a interpretar estos acontecimientos desde principios opuestos.

¿Qué más da que en Rusia el capitalismo estuviera pasando por su primera experiencia de poder estatal y que el fascismo, en cambio, haya surgido en países en los que el capitalismo ya era dueño del poder desde hacía décadas?, ¿o que, por otra parte, existiera en la Rusia de 1917 una situación revolucionaria y volcánica que nada tiene que ver con la reaccionaria situación actual? Eso no les preocupa nada a nuestros actuales “leninistas”. Al contrario, su admirable serenidad no se ve agitada por la inquietud de comparar los acontecimientos de 1917 con los actuales basándose de manera más seria en las experiencias alemana e italiana. Kornilov lo explica todo. Así, gracias a estas acrobacias políticas podemos comparar dos situaciones opuestas: una reaccionaria y otra revolucionaria, y entonces llegaremos a la conclusión de que la victoria de Mussolini y de Hitler se deben a que los partidos comunistas no aplicaron correctamente la táctica clásica de los bolcheviques en 1917.

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Para el antifascismo, las consideraciones políticas no tienen importancia. Su objetivo es reagrupar a todos los que se ven amenazados por el ataque fascista, para que constituyan una especie de “sindicato de amenazados”.

La socialdemocracia dirá a los radical-socialistas que deben velar por su propia seguridad y tomar inmediatamente medidas para defenderse contra la amenaza fascista: Herriot y Daladier también podrían convertirse en sus víctimas. L. Blum irá aún más lejos: advertirá solemnemente a Doumergue que si no se anda con cuidado con el fascismo, puede acabar como Brüning. El centrismo, por su parte, se dirigirá a “las bases socialistas”, o al revés, la S.F.I.O. se dirigirá a los centristas, para llevar a cabo el frente único, pues socialistas y comunistas se ven amenazados por el ataque fascista. Y aún nos quedan los bolcheviques-leninistas, que poniéndose chulos proclamarán con grandilocuencia que están dispuestos a formar un frente de lucha dejando al margen de toda consideración política, sobre la base de una permanente solidaridad de todas las organizaciones “obreras” (?) contra las intrigas fascistas.

Lo que anima todas estas especulaciones es algo muy sencillo, demasiado sencillo a decir verdad: unir a todos los “amenazados”, que comparten el deseo de escapar a la muerte, en un frente común antifascista. Sin embargo un análisis meramente superficial demuestra que la idílica sencillez de esta propuesta en realidad oculta la renuncia total a las posturas fundamentales del marxismo, la negación de las experiencias pasadas y el significado de los acontecimientos actuales. Desde luego, es fácil decir que Herriot se equivoca al formar parte del gobierno que se ha formado tras el “motín” del 6 de febrero y que debería recordar que, en Italia, el liberal Amendola, que formó parte del gobierno que cedió el poder al fascismo, terminó asesinado por éste. También es fácil decir que en Clermont-Ferrand, el partido radical socialista se ha suicidado al firmar “la tregua entre partidos”: la experiencia alemana demuestra que la “tregua” de Brüning sirvió admirablemente al fascismo, que no perdonó a los partidos democráticos. Y en fin, con la misma desenvoltura podríamos concluir diciendo que los socialistas franceses y belgas deberían sacar de los acontecimientos de Alemania y Austria las lecciones definitivas que les podrían salvar de una muerte segura y llevarles a reaccionar con una política revolucionaria. A su vez, los centristas, siguiendo el mismo evangelio, deberían ver en el destino de Thälmann y en los campos de concentración, que es necesario abandonar la táctica del frente único entendida no como la lucha de la clase obrera, sino como un medio de “destruir al partido socialista”, e implicarse en este frente de manera “honesta” como pide el derechista y filo-socialdemócrata  Doriot, apoyándose en los obreros de Saint-Denis y canalizando en medio de la confusión sus deseos de lucha y su reacción al centrismo.

Pero todas estas consideraciones sobre lo que tendrían que hacer los radicales, socialistas y centristas para salvarse a sí mismos y a sus instituciones, todos estos sermones pronunciados “ex cátedra” no modificarán en ningún caso el curso de los acontecimientos, pues el problema es este: no se puede convertir a los radicales, socialistas y centristas en comunistas, la lucha contra el fascismo no puede establecerse sino partiendo de un frente de lucha por la revolución proletaria. Y es que la socialdemocracia belga, a pesar de estos sermones, no va a dejar de lanzar planes para reflotar el capitalismo, no vacilará a la hora de torpedear todos los conflictos de clase y entregará los sindicatos al capitalismo sin pestañear. Doumergue seguirá los pasos de Brüning, Blum los de Bauer y Cachin los de Thälmann.

Insistimos en que en este artículo no estamos tratando de ver si es posible comparar la situación en Bélgica o en Francia con la las circunstancias que provocaron el ascenso del fascismo en Italia o Alemania. La comparación que hacemos entre Doumergue y Brüning se refiere a la función que tienen en dos países capitalistas fundamentalmente distintos, que consiste, al igual que la de Blum y Cachin, en inmovilizar al proletariado, corromper su conciencia de clase y permitir que el aparato estatal se adapte a las nuevas condiciones de la lucha inter-imperialista. Hay razones para creer que concretamente en Francia la experiencia de Thiers, Clémenceau y Pointcaré se repite esta vez con Doumergue, que asistimos a la concentración del capitalismo en torno a sus fuerzas de derecha, sin que ello implique el estrangulamiento de las organizaciones radical-socialistas o socialistas de la burguesía. Por otra parte, es un grave error basar la táctica proletaria en las posturas políticas que se desprenden de una mera perspectiva.

El problema no consiste en afirmar que, como el fascismo nos amenaza, hay que levantar el frente único del antifascismo y de los antifascistas, sino que lo que hay que hacer es delimitar las posiciones en torno a las cuales el proletariado puede reagruparse para luchar contra el capitalismo. Plantear el problema de esta forma implica excluir a las fuerzas antifascistas de este frente de lucha contra el capitalismo, y también esta conclusión (que puede parecer paradójica): si finalmente el capitalismo se orienta hacia el fascismo, la condición para el triunfo reside en que no se alteren ni programa ni las reivindicaciones de clase de los obreros, mientras que la derrota es inevitable si el proletariado se sumerge en la ciénaga antifascista.

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La acción de los individuos y de las fuerzas sociales no se rige por la ley de conservación de estos individuos o estas fuerzas, sino que está relacionada con las clases. Brüning o Mateotti no actuaban guiados por sus intereses personales o por las ideas que profesaban, es decir, no podían tomar el camino de la revolución proletaria, que es el único que habría salvado sus vidas del estrangulamiento fascista. Los individuos y las fuerzas actúan en función de las clases de las cuales dependen. Eso explica por qué los actuales personajes de la política francesa no hacen más que seguir los pasos que les trazaron sus predecesores en otros países, suponiendo acertada la hipótesis de que el capitalismo francés evolucione hacia el fascismo.

Los fundamentos de la fórmula del antifascismo (el sindicato de todos los amenazados) se revelan pues absolutamente inconsistentes. Por otra parte, si examinamos de dónde procede –al menos en sus postulados programáticos– la idea del antifascismo, vemos que deriva de una distinción entre capitalismo y fascismo. Es cierto que si se pregunta a un socialista sobre esto, o a un centrista o a un bolchevique-leninista, todos afirmarán que efectivamente el fascismo es capitalismo. Aunque el socialista dirá: “nos interesa defender la Constitución y la República para preparar el socialismo”; el centrismo afirmará que la unidad de la clase obrera se logra más fácilmente en torno al antifascismo que en torno a la lucha contra el capitalismo; el bolchevique-leninista dirá que no hay mejor base para el reagrupamiento y la lucha que la defensa de las instituciones democráticas, que el capitalismo ya no es capaz de garantizar a la clase obrera. Así pues, se demuestra que partiendo del postulado general “el fascismo es capitalismo”, podemos llegar a unas conclusiones políticas que implican distinguir entre el capitalismo y el fascismo.

La experiencia nos ha demostrado, y esto anula toda distinción entre capitalismo y fascismo, que la transformación fascista del capitalismo no depende de la voluntad de algunos grupos de la clase burguesa, sino que responde a unas necesidades que se corresponden con todo un periodo histórico y a las particularidades propias de la situación de ciertos Estados, que tienen poca fuerza para hacer frente a los fenómenos de la crisis y la agonía del régimen burgués. Las experiencias de Italia y Alemania, en la medida en que es posible distinguirlas, podrían llevarnos a sacar esta conclusión: cuando el capitalismo se ve obligado a organizar la sociedad al modo fascista, los batallones fascistas suministran las fuerzas de choque que se dirigen contra las organizaciones de clase del proletariado. Las formaciones políticas democráticas de la burguesía declararán entonces que se oponen al fascismo, para que el proletariado confíe en que sus leyes democráticas y la Constitución defenderán estas instituciones. Por otra parte, la socialdemocracia, que actúa en el mismo sentido que las fuerzas liberales y democráticas, apelará también al proletariado para que su reivindicación central sea recurrir al Estado, para que éste obligue a las formaciones fascistas a respetar la legalidad y las desarme o incluso las disuelva. Estas tres corrientes políticas siguen un cauce completamente solidario: sus fuentes manan de la necesidad capitalista de que triunfe el fascismo, allí donde el objetivo del Estado capitalista es renovar la organización de la sociedad capitalista.

Como el fascismo responde a las exigencias fundamentales del capitalismo, sólo podremos luchar realmente contra él desde un frente opuesto. Es cierto que hoy vemos a menudo cómo nuestros interlocutores falsean nuestras posturas, eludiendo combatirlas políticamente. Basta, por ejemplo, con oponerse a la fórmula del antifascismo (que carece de base política) argumentando que la experiencia demuestra que para el ascenso del fascismo han sido tan necesarias las fuerzas antifascistas capitalistas como las propias fuerzas fascistas, para que alguien responda: “analizar la sustancia programática y política del antifascismo carece de relevancia, lo importante es que Daladier es preferible a Doumergue, y que este es mejor que Maurras, por lo que nos interesa defender a Daladier frente a Doumergue y a este frente a Maurras”. Según las circunstancias, defenderemos a Daladier o a Doumergue, pues representan un obstáculo a la victoria de Maurras y lo que nos interesa es “aprovechar la menor fisura para conquistar una posición ventajosa para el proletariado”. Evidentemente para ellos los acontecimientos de Alemania, donde las “fisuras” que en principio representaban el gobierno de Prusia y luego de Hindenburg-von Schleicher no han sido en definitiva más que otros tantos escalones que han permitido el ascenso del fascismo, son simples bagatelas que no hay que tener en cuenta. Sabemos que nuestra postura será tildada de anti-leninista o anti-marxista; dirán que a nosotros nos da igual que haya un gobierno de derecha, de izquierda o fascista. Pero nos gustaría plantear al respecto, y de una vez por todas, el siguiente problema: teniendo en cuenta los cambios que se han producido en las situaciones de posguerra, ¿acaso la postura de nuestros interlocutores, que le dicen al proletariado que entre una forma u otra de organización del Estado capitalista debe elegir la menos mala, no es la misma que la de Bernstein cuando decía a los obreros que su objetivo debía ser lograr la mejor forma posible de Estado capitalista? Quizá nos respondan que no se trata de que el proletariado apoye al gobierno que él considera la mejor forma de dominio… desde el punto de vista proletario, sino que se trata simplemente de reforzar las posiciones del proletariado, para que logre imponer al capitalismo una forma democrática de gobierno. En cualquier caso, cambian las frases, pero el contenido es el mismo. En efecto, si realmente el proletariado está en condiciones de imponer una solución gubernamental a la burguesía, ¿por qué debería limitarse a ese objetivo en lugar de plantear sus propias reivindicaciones de destrucción del Estado capitalista? Por otra parte, si sus fuerzas aún no permiten desencadenar la insurrección, ¿acaso orientarlas hacia un gobierno democrático no equivale a impulsarlas hacia el camino que permite la victoria enemiga?

Desde luego, el problema no es como lo ven los partidarios del “mal menor”: el proletariado tiene su propia solución al problema del Estado, y no tiene ningún interés en participar en las soluciones capitalistas al problema del poder. Es evidente y lógico que le convienen gobiernos burgueses débiles que permitan que la lucha revolucionaria del proletariado evolucione, pero también lo es que el capitalismo no formará gobiernos de izquierda o de extrema izquierda a no ser que estos sean su mejor forma de defensa en un momento determinado. En 1917-21, la socialdemocracia accedió al gobierno en defensa del régimen burgués, pues era la única forma de aplastar la revolución proletaria. ¿Pero acaso consideran los marxistas que es mejor un gobierno reaccionario, de derecha, que oriente a las masas hacia la insurrección? Si formulamos esta hipótesis es para demostrar que para el proletariado el concepto de mejor o peor forma de gobierno carece de validez general. Estos conceptos sólo son útiles al capitalismo, dependiendo de las situaciones. El deber de la clase obrera, en cambio, es reagruparse en torno a posiciones de clase para combatir al capitalismo, sea cual sea la forma concreta que revista: fascista, democrática o socialdemócrata.

Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de valorar la actual situación es que la cuestión de tomar el poder hoy no se le plantea a la clase obrera de manera inmediata. Algunas de las manifestaciones más crueles de esta situación son el desencadenamiento del ataque fascista y la evolución de la democracia hacia los gobiernos de plenos poderes. Por tanto, se trata de determinar sobre qué bases se puede llevar a cabo el reagrupamiento de la clase obrera. Esta es una concepción realmente curiosa, que separa a los marxistas de todos los agentes del enemigo y de los confusionistas que actúan en el seno de la clase obrera. Para nosotros, el reagrupamiento de los obreros es un problema cuantitativo: como el proletariado no puede asignarse como objetivo inmediato la conquista del poder, debe unirse para luchar por unos objetivos más limitados, pero siempre clasistas, es decir, las luchas parciales. Aquellos que ostentan un falso extremismo, alterando la esencia de clase del proletariado, afirmarán que éste puede luchar por el poder en cualquier momento. Al no ser capaces de plantear el problema sobre bases clasistas, es decir, sobre una base proletaria, la emascularán sustancialmente al plantear la cuestión del gobierno antifascista. Hay que tener en cuenta que los partidarios de la disolución del proletariado en el pantano antifascista son evidentemente los mismos que impiden que se forme un frente de clase proletario para las batallas reivindicativas.

En los últimos meses, en Francia, hemos podido ver cómo florecían los programas, los planes, las organizaciones antifascistas, pero todo esto no ha evitado que Doumergue llevara a cabo una reducción masiva de pagas y pensiones, dando la señal para una reducción de salarios que el capitalismo francés tiene intención de generalizar. Si se hubiera empleado una centésima parte de la energía que se ha gastado en torno al antifascismo en un frente sólido de la clase obrera por la huelga general, por la defensa de las reivindicaciones inmediatas, seguro que, por una parte, las amenazas represivas habrían alterado su curso, y por otra, el proletariado, una vez reagrupado para defender sus intereses de clase, habría recuperado la confianza en sí mismo, habría modificado la situación, permitiendo que surgiera de nuevo el problema del poder en la única forma que se puede plantear para la clase obrera: la dictadura del proletariado.

A partir de todas estas elementales consideraciones, es evidente que el antifascismo sólo estaría justificado si existiera una clase antifascista cuya política derivase del programa que le corresponde como clase. Pero no sólo es que las formulaciones más elementales del marxismo rechacen tales conclusiones, sino que también las refutan los factores que se desprenden de la situación francesa. En efecto, el problema más inmediato es fijar los límites del antifascismo. ¿Cuál es su límite por la derecha? ¿Doumergue, que defiende la República?, ¿Herriot, que participa en la “tregua” para salvar a Francia del fascismo?, ¿o Marquet, que según dice representa “los ojos del socialismo” en la Unión nacional?, ¿los Jóvenes Turcos del Partido Radical?, ¿simplemente los socialistas?, ¿o, en fin, el mismo diablo, siempre que el infierno esté empedrado de antifascismo? Al plantear el problema de manera concreta se demuestra que el antifascismo es una formula confusionista que lleva a la clase obrera a una derrota segura.

En lugar de modificar sustancialmente las reivindicaciones de la clase obrera, el deber imperioso de los comunistas consiste en reagrupar a la clase obrera en torno a sus reivindicaciones clasistas mediante sus organizaciones de clase: los sindicatos. En lo que respecta a la C.G.T. (la C.G.T.U. ha perdido su carácter sindical para convertirse en un apéndice del centrismo), asistimos –y esto es otra característica de la disolución de la clase obrera– a un proceso de modificación fundamental en el que se ha ido convirtiendo en otro partido político cuyo objetivo es, basándose en el programa de los Estados Generales, modificar la estructura de la sociedad en un sentido interclasista. Vemos cómo, para beneficio de la ideología antifascista, los sindicatos van desapareciendo, siendo los únicos organismos que podrían reagrupar al proletariado actualmente, cuando sólo las reivindicaciones inmediatas permiten reconstruir la unidad de lucha de la clase obrera. Para terminar, añadiremos que el hecho de que sea necesario apoyarse en las organizaciones sindicales se deriva de elementos históricos que no se pueden obviar alegando que los sindicatos son muy débiles en Francia. En efecto, nosotros no nos basamos en la idea formal del sindicato, sino en la consideración fundamental de que –como ya hemos dicho– al no plantearse el problema del poder de manera inmediata, hay que fijarse objetivos más limitados, pero siempre clasistas, para luchar contra el capitalismo. El antifascismo plantea unas condiciones en las que no sólo serán ahogadas hasta las más mínimas reivindicaciones  económicas y políticas de la clase obrera, sino que comprometerá también todas sus posibilidades de lucha revolucionaria, y la expondrá a caer presa de las contradicciones del capitalismo: de la guerra, antes de haber tenido la posibilidad de librar la batalla revolucionaria por la instauración de la sociedad futura.


[1] Los autores designan con el término “centrismo” o “centristas” a la corriente estalinista que controlaba desde mediados de los años 20 los partidos comunistas y la Internacional.