El Frente Popular al auxilio del capitalismo francés

Introducir un texto que introduce un libro puede resultar bastante enrevesado, inextricable y, por momentos, verdaderamente engorroso. Pero este mismo ejercicio permite apercibirnos de cuán poco se conoce y se analiza (en lengua española, al menos) de los acontecimientos acaecidos en Francia durante el ascenso electoral y gobierno del Frente Popular de León Blum, más allá de algunos datos, apreciaciones generales con poco valor analítico y muchos lugares comunes que callan más que lo que dicen y que, en ninguna circunstancia, sirven para lograr un esclarecimiento teórico-político respecto a las tareas inmediatas y mediatas que al proletariado toca enfrentar. De tal modo, la falta de información en la literatura especializada en castellano de las luchas protagonizadas por la clase obrera francesa durante el periodo de gobierno del Frente Popular nos ha privado de un buen puñado de lecciones que podríamos haber extraído en base a los paralelismos y conexiones que existen en lo acaecido a uno y otro lado del macizo pirenaico en los años ’30 del siglo pasado. El silencio atronador que existe respecto a este capítulo histórico es necesariamente correlativo al que existe respecto a los análisis sobre el Frente Popular y la Guerra Civil españoles más allá del mamporrerismo izquierdista y las quimeras trotskistas. Y así, tenemos que recurrir a lo que Schwartz nos comenta sobre lo que Daniel Guérin cuenta en su libro Frente Popular, revolución fallida.

En efecto, en ambos lados de la frontera se conformaron dos gobiernos de Frente Popular hacia el mismo año, 1936. Como estrategia enarbolada, sancionada y ratificada en diversos congresos de la Internacional Comunista, socialistas y comunistas acabaron llegando a componendas para integrar gobiernos de izquierdas en alianza con los grupos de la burguesía republicana durante el periodo convulso de los años 30, época en la que las democracias temían mucho más a las consecuencias que podría generar la crisis económica mundial sobre la conflictividad obrera que a Hitler, Mussolini o Franco (los tácitos pactos de no agresión y no intervención en la política de anexonamiento germana lo confirman). Así, se hizo necesaria una propuesta estratégica decidida a neutralizar el repunte de la lucha de los trabajadores alternando el palo y la zanahoria, las conquistas timoratas (barridas fácilmente por el desempleo y la presión inflacionista de la industria armamentística) y la más descarnada represión estatal dirigida por los gerifaltes izquierdistas. En el caso francés que nos ocupa fueron los acuerdos de Matignon, en los que gobierno, sindicatos y patronal intercambiaron prebendas para poner fin a la oleada huelguística y de toma de fábricas a toda costa.

El retroceso de la oleada revolucionaria global y el avance del fascismo fueron el telón de fondo en el que se escenificó la unidad de la izquierda… contra la clase obrera. El antifascismo y el frentepopulismo permitieron aherrojar una vez más a los trabajadores a los símbolos patrios (que tanto vale decir, al capital patrio), y la defensa del interés nacional antecedía a cualquier reivindicación obrera, por grande o pequeña que ésta fuese. Precedidos por importantes movimientos huelguísticos e incluso insurreccionales (en España, el PSOE prometió la toma del poder si algún miembro de la CEDA entraba en el gobierno de Lerroux), los gobiernos del Frente Popular no tardaron en poner fin a cualquier lucha obrera so pena de ser violentamente aplastada. Sólo en la medida en que pudieran conjugarse con el interés del capital nacional, las demandas enarboladas por los trabajadores podían tener cabida. Schwartz dedica un apartado específico al papel de las nacionalizaciones de empresa en el apuntalamiento del Estado como principal capitalista nacional y las “conquistas” del acuerdo Matignon en el intento de poner fin a la oleada huelguística en Francia. Los altos cargos de la principal organización sindical de Francia, la CGT, lejos de asustarse por considerar la nacionalización de una empresa como transgresión herética de sus postulados, asumen su ineluctabilidad para garantizar la buena marcha de la economía nacional cuando los obreros lo pongan difícil con sus protestas o el suministro quede interrumpido. Otro tanto hace Grandizo Munís en Jalones de derrota, promesas de victoria al tratar el papel de la gestión pública de empresas estratégicas para la reedificación del edificio estatal, que se había desmoronado cuando los trabajadores armados abortaron la intentona golpista y comenzaron a ejercer efectivamente su poder a través de sus consejos.

Y es que, en efecto, no son pocas las similitudes que se encuentran en el obrar de los gobiernos frentepopulistas a uno y otro lado de los Pirineos a tenor del recrudecimiento de la lucha obrera. La más importante, y la que da sentido a cualquier parangonado que se quiera hacer entre las diferentes experiencias de Frente Popular, es la de que ambos pastiches electorales de partidos obreros tenían por principal y superior fin el de preservar la propiedad privada de los medios de producción. Pero quizás el socialista Blum pueda expresarse con mayor precisión y locuacidad al respecto de este asunto: “en la burguesía […] me consideraban, me esperaban y me tenían como a un salvador”. Lo cual tiene mucho que ver con lo que expresara el diario de los banqueros franceses, Le Temps, el 4 de junio de 1936: “… se piensa que el nuevo gobierno terminará con el movimiento huelguístico”. Por su parte, el programa del Frente Popular de febrero del 36 fue acogido por la derecha española derrotada en las urnas con bastante entusiasmo, no tanto por su contenido intrínseco como por el hecho de que el Frente Popular parecía comprometido fehacientemente a restaurar el orden en las calles y entre los medios obreros. Partidos de izquierda y sindicatos se prestaron a esta labor con entusiasmo inusitado, al punto que la anarquista CNT terminó mandando ministros tanto al gobierno de la Generalitat catalana como al gobierno central de Madrid.

Sin lugar a dudas, este comentario de B. Schwartz a la obra de Daniel Guerin, Frente Popular, revolución fallida, es testimonio preclaro de la demostrada capacidad de León Blum de llevar a buen término el proyecto de Frente Popular que se había pergeñado desde Moscú y a cuyo estricto cumplimiento se debían todos los PC’s y la propia IV Internacional trotskista (pionera en esta consigna estratégica): anular la combatividad obrera y suprimir cualquier amenaza seria a la democracia burguesa y al sistema capitalista. Hoja de servicios inmaculada para un gobierno que encontró en los sucesivos ejecutivos de Madrid y Valencia unos emuladores motivados a seguir sus pasos en un contexto mucho más difícil, como era el de la Guerra Civil; y con la acuciante tarea de restituir el orden burgués y recuperar para el Estado todo el poder que la implosión revolucionaria había entregado a las manos armadas de los trabajadores. Ya que a día de hoy la “unidad popular”, como categoría política, vuelve a estar en la agenda de los principales grupos y medios izquierdistas, no está de más recordar qué terminará deparando a los trabajadores las confabulaciones entre todos sus enemigos de clase. 

Por Proletario para sí.

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JUNIO DEL 36: EL LADO OSCURO

Publicado en el nº 2 de la revista Oiseau-Tempête, otoño 1997.

Mientras mayo del 68 permanece en la memoria colectiva como un movimiento social reprimido de manera combinada por la patronal, el Estado, los partidos de izquierda y los sindicatos, de las huelgas de mayo-junio de 1936 sólo se conserva en el recuerdo las “conquistas sociales” del Frente Popular. Sin embargo, éstas no fueron sino las concesiones necesarias del gobierno de Blum para reprimir el mayor movimiento social de la época de entre-guerras.

La reedición de Frente Popular, revolución fallida de Daniel Guerin[1] es una buena oportunidad para recordar este periodo, que en muchos aspectos se parece al nuestro. Si el papel que desempeñó el Partido Comunista sorprenderá un poco (las palabras de Thorez “hay que saber poner fin a una huelga” han quedado en los anales históricos de la policía social), el de los socialistas es menos conocido. Más allá de la actividad de los partidos de izquierda y los sindicatos, los acontecimientos de mayo-junio del 36 nos recuerdan que en lo que respecta a la represión social, nadie la lleva a cabo mejor que quienes supuestamente nos representan y dicen hablar en nuestro nombre, al menos mientras las reglas del juego no cambien.

El movimiento de las ocupaciones surgió de manera espontánea, cogiendo desprevenidos tanto a la patronal como al gobierno, los sindicatos y partidos de izquierda: “El movimiento se ha desencadenado sin que se pueda saber exactamente cómo ni dónde.” (Jouhaux, Secretario General de la Confederación General del Trabajo). ¿Qué postura adoptó la patronal, el Estado y los sindicatos para poner fin a las ocupaciones en junio del 36?[2]

Minimizar la extensión de las huelgas, desinformación, retención de la información

Si la patronal denunció rápidamente el carácter revolucionario de las ocupaciones, en cambio los socialistas, los comunistas y los sindicatos negaron el carácter subversivo del movimiento huelguístico. El 6 de junio Jouhaux declara que “las huelgas que se desarrollan actualmente en París y en toda Francia no son ni políticas ni insurreccionales, son estrictamente corporativas”. Los secuestros de los patrones en las fábricas ocupadas son frecuentes desde el inicio del movimiento, pero ante las exigencias del gobierno los sindicatos presionan a los huelguistas para que pongan fin a esta práctica. La CGT declara que “los patrones deben tener libertad para entrar y salir de los establecimientos”, así como que hay que “evitar las exageraciones, las apuestas demagógicas, los desórdenes peligrosos”. Cuando, de forma generalizada, los patrones esperan ser desposeídos y expropiados en mayo-junio[3], se sorprenden al ver que, gracias a la moderación de los sindicatos, sólo tienen que enfrentarse a unas reivindicaciones[4]. En la Renault, “Lehideux [directivo de la fábrica] se sorprende de la modestia de las reivindicaciones obreras”[5]. En la prensa obrera, el tono es de moderación. L’Humanité sólo menciona las primeras huelgas el día 24 de mayo, cuando comenzaron el 11. Cuando las huelgas resurgen, en la segunda fase del movimiento (2-7 de junio), L’Humanité anuncia en la sexta página este retorno de las huelgas. Lo mismo sucederá tras los acuerdos de Matignon y el retorno de las ocupaciones. La desinformación también la lleva a cabo tanto la patronal, que denuncia secuestros allí donde no se han llegado a producir, como los partidos de izquierda y los sindicatos: se trata de emplear todos los métodos para que los huelguistas cedan. Salengro, ministro socialista de Interior, publica el día 6 de junio un comunicado afirmando que la agitación refluye, cuando precisamente está en ascenso. Y cuando el movimiento realmente entre en reflujo, la prensa obrera no dirá nada sobre las últimas resistencias de los huelguistas. La mediatización de la agitación obrera por los sindicatos es un método burdo pero eficaz de deformar la realidad de las luchas sociales: todas las derrotas de los huelguistas se presentan allí como victorias. En las empresas en huelga, el sindicato retiene información para aislar a los huelguistas del marco en el cual está negociando con la patronal, oficialmente en su nombre. “[En la Renault], a medida que pasan los días, las noticias que dan los delegados a los obreros cada vez son más escasas y concretas”, anota Simone Weil.

El chantaje del interés nacional. El extranjero como chivo expiatorio.

El PCF, nacionalista desde el pacto Stalin-Laval de 1935, que junta en todas sus manifestaciones la bandera tricolor con la bandera roja y La Marsellesa con La Internacional, emplea el chantaje de la defensa nacional para poner fin al torrente obrero: “Para nosotros es imposible llevar a cabo una política que, ante la amenaza hitleriana, pone en riesgo la seguridad de Francia[6] (L’Humanité del 3 de junio). Se muestra como el garante de la unidad nacional: “Hay que retomar las negociaciones que se han roto. Las autoridades gubernamentales deben intervenir con fuerza para que los sindicatos patronales acepten dar satisfacción a los obreros. La situación presente, debido al egoísmo y la obstinación de la patronal, no puede prolongarse sin poner en riesgo la seguridad del pueblo francés.” (Ídem, 6 de junio). Tras el llamamiento de Thorez del 6 de junio para volver al trabajo (“hay que saber poner fin a una huelga”), se calumnia abiertamente a los huelguistas que continúan con las ocupaciones a pesar de la oposición de los sindicatos y de los comunistas: los anarquistas y los trotskistas son acusados, junto a los fascistas, de intentar arrastrar a las masas a una aventura. En la Renault, los comunistas alientan las manifestaciones intimidatorias: enterramientos simbólicos de esquiroles, pero también de miembros de la Cruz de Fuego (extrema derecha) o de trotskistas; los panfletos dan los nombres de los supuestos trotskistas. Para el PCF, se trata de enfrentar la unión de la nación francesa con la agitación obrera, implícitamente acusada de alentar la amenaza hitleriana y fascista con su persistencia. En su versión burocrática-burguesa, el antifascismo se convierte en la justificación ideológica para reprimir el movimiento de las ocupaciones por parte de las propias organizaciones obreras (PC, SFIO[7], sindicatos). Se mete en el mismo saco a los extranjeros presentes en los sindicatos y a los extranjeros que trabajan en Francia. El extranjero se convierte en el chivo expiatorio. La existencia de elementos extranjeros en los sindicatos sirve de pretexto al gobierno para tomar sus primeras medidas de orden. El socialista Blum declara que “es verdad que presentimos que hay grupos sospechosos y extranjeros en la organización sindical”. El 4 de julio el gobierno publica una circular a los prefectos: “Francia sigue siendo fiel a su tradición de tierra de asilo. Pero no podemos admitir que los extranjeros participen activamente en nuestro territorio en discusiones sobre política interior [léase ocupaciones de fábricas] ni que provoquen problemas y desórdenes”. A finales de junio, el movimiento prácticamente se ha terminado en las ciudades, pero se prolonga en el campo, donde las huelgas de obreros agrícolas estallan desde mediados de junio en Ile-de-France. Los represores llaman la atención sobre el papel de la mano de obra extranjera en esta agitación. Los huelguistas y los manifestantes son acusados de ataque a la nación, de ser instrumentos en manos de extranjeros. Una acusación que no proviene solamente de la extrema derecha, sino también del gobierno del Frente Popular y de las organizaciones del movimiento obrero[8].

Negociar las reivindicaciones de los huelguistas en el marco del consenso social

A partir de 1935, ante la crisis y la amenaza fascista, la CGT defiende un acercamiento a las clases medias: “Sabemos que en las actuales circunstancias es imposible realizarla inmediatamente [la transformación total de la economía], pues, al intentarlo, hallaríamos enfrente a una coalición de personas, algunas de las cuales deberían estar junto a nosotros”. Thorez, en su discurso del 11 de junio, no dice nada distinto: “Nuestro objetivo, en su esencia, sigue siendo el poder de los soviets, pero esto no ocurrirá esta tarde ni mañana por la mañana, pues aún no existen todas las condiciones; sobre todo aún no está con nosotros, resuelta como nosotros hasta el fin, la población rural. Llegado el caso nos arriesgamos a enajenarnos la simpatía de las capas de la pequeña burguesía y del campesinado de Francia”. Los sindicatos se esfuerzan, pues, por limitar las reivindicaciones obreras al marco legal burgués. En octubre, tras el movimiento huelguístico, la CGT declara que “situar en el mismo plano el derecho al trabajo y el derecho de propiedad es practicar una verdadera democracia, logrando que ambos hallen su propia salvaguarda a través de soluciones de justicia social”. Mientras se prolonga el periodo de agitación social, la unión entre clases es una prioridad absoluta para las clases dirigentes: Blum restringe su programa gubernamental dentro de los límites del programa ultra-moderado del Frente Popular, recordando que los electores no han votado socialista, sino Frente Popular. Thorez se hace eco y explica que “no es cuestión de que ahora los problemas reivindicativos han pasado a segundo plano y haya que adueñarse de las fábricas y colocar la producción bajo control directo de los obreros: no hay que comprometer el trabajo gubernamental”. Franchon, un líder comunista de la CGT, quiere poner fin a las ocupaciones de fábrica para no poner en peligro la alianza con los radicales (dentro de este timo que es el Frente Popular, el partido de centro de los radicales, apoyado por el poderoso trust de las aseguradoras, se opone a toda medida de coacción contra la patronal). Cuando se produjeron las primeras huelgas de mayo del 36, ya estaba claro que el Frente Popular (gobierno, partidos y sindicatos) y el movimiento de las ocupaciones iban a chocar.

Por una gestión racional del capitalismo

Sindicatos y partidos obreros denuncian la “irresponsabilidad” de la patronal. Desde 1935, el Plan de la CGT defiende explícitamente una economía dirigida, basada en las nacionalizaciones sobre un conjunto de actividades, privadas o públicas. Aunque las ideas del Plan no se reflejaron en las propuestas del Frente Popular, la idea de una gestión más racional de la economía es una idea muy presente en el sindicalismo y en los partidos llamados obreros. El 29 de mayo L’Humanité afirma que si la patronal comprendiera mejor lo que sucede en las fábricas, las ocupaciones no se habrían producido: “El movimiento de los metalúrgicos de la región parisina se podría calmar rápidamente si la patronal estuviera dispuesta a reconocer las legítimas y razonables reivindicaciones obreras”[9]. Con una gestión más racional del capitalismo, pues, se evitarían este tipo de “desencuentros”. Esta idea de una gestión racional y dirigida de la economía también la recoge, en este periodo de crisis, el partido de la gran patronal, que se expresa sobre todo en los Nouveaux Cahiers. Esta revista, que agrupa a banqueros, industriales, altos funcionarios y sindicalistas, propone que la patronal colabore con los sindicatos obreros: “Si bien algunos industriales franceses aún no han comprendido la importancia de los cambios operados desde hace algunos meses en el orden social y siguen abrigando el sueño quimérico de volver a las viejas andadas, otros saben que esta evolución es irrevocable, y están dispuestos a adaptarse a ella y adaptar sus fábricas”. Junio de 1936 es el inicio de la sociedad de economía mixta en Francia.

La intervención estatal: los acuerdos de Matignon

La intervención la solicita la patronal[10], que a pesar del apoyo de los sindicatos no logra reabsorber el movimiento de las ocupaciones. Si el Estado interviene, es porque por primera vez desde 1919 el equilibrio social en Francia no es favorable a la patronal. De común acuerdo con la patronal, Blum afirma que la iniciativa de los acuerdos de Matignon ha sido suya. Esta mentira del gobierno del Frente Popular tiene la ventaja, para la patronal, de reforzar el prestigio del Estado en un momento en que aquella necesita desesperadamente su ayuda, pero también la de ocultar a los huelguistas la debilidad real de una patronal que no quiere mostrarse dispuesta a negociar[11]. El gobierno, con los acuerdos de Matignon, espera que a cambio de estos derechos sociales (convenios colectivos, vacaciones pagadas, semana de 40 horas, aumento de salarios, etc.), las ocupaciones se acaben en unos días. Si la patronal está dispuesta a aceptar cualquier cosa para recuperar sus unidades productivas (en la medida en que lo esencial, es decir, la explotación privada capitalista, no es cuestionada), los sindicatos, en cambio, son moderados, pues el objetivo de las negociaciones no es sacar partido a estos beneficios sociales, sino poner fin a cualquier precio el movimiento de las ocupaciones. A iniciativa de la patronal, y no de los sindicatos, la cuestión de los delegados obreros en las empresas se mantiene dentro de las negociaciones. Los acuerdos de Matignon consagran así la función social del sindicalismo en la gestión de las relaciones sociales junto a la patronal y el Estado. Pero esta consagración no hace más que legalizar el papel represivo, útil y eficaz, que los sindicatos han cumplido para poner fin a las ocupaciones. En este sentido, si junio del 36 supuso una gran victoria, fue la del sindicalismo, pues para el movimiento huelguístico supuso una derrota. Para sobrevivir, el capitalismo francés debía modificarse.

El reconocimiento del sindicato como socio legítimo de la patronal abre una “nueva era” (Jouhaux), pero más importante aún es la aparición del Estado como tercer socio. Jouhaux dirá: “Esto demuestra perentoriamente que no es necesario el Estado totalitario y autoritario para lograr que la clase obrera colabore en la economía nacional, pues esto ya lo permite el funcionamiento normal de la democracia y su ascenso.”

La patronal descubre la utilidad del sindicato en periodo de crisis social

La contrapartida a los derechos cedidos por el gobierno y la patronal a los huelguistas en los acuerdos de Matignon del 7 de junio, es la evacuación de las empresas. Los sindicatos se encargan de impulsar la reactivación, aunque insisten en la responsabilidad de la patronal en la crisis social: “Ahora os lamentáis en vano por haber aprovechado sistemáticamente los años de deflación y paro para expulsar de vuestras fábricas a los militantes sindicalistas. Ellos ya no están allí para ejercer la autoridad necesaria sobre sus camaradas y que estos sigan nuestras órdenes”. Y Richemont, representante de la patronal, reconoce que “es cierto, nos hemos equivocado”. La patronal da la razón a la CGT cuando esta afirma que si los militantes sindicalistas no hubieran sido reprimidos durante 15 años en las empresas, no habría habido movimiento de ocupaciones en Francia. Para el sindicato, los militantes son útiles en las fábricas desde la perspectiva de una gestión racional del capitalismo, para prevenir situaciones de crisis y también, cuando éstas estallan, para ayudar a desviarlas. Tras firmarse el convenio colectivo de metalúrgicos, el representante de la patronal, el baron Pétiet “[desea] vivamente que se mantenga el contacto entre ambas delegaciones [patronal y sindicatos] mediante reuniones periódicas”. La patronal acepta mantener contacto con un sindicato que ha demostrado que puede ayudar a resistir a las exigencias de los huelguistas. Algunos jefes de las empresas presionan a los asalariados no sindicados para que se afilien a la CGT, que garantiza mejor que nadie que no se produzca ningún desbordamiento incontrolado en la empresa. Pero esta súbita lucidez de la patronal respecto a los sindicatos sólo se impone en junio del 36 por la urgencia de la crisis social suscitada; cuando la crisis se termine, no tardará en olvidarse de ella. En septiembre del 36 la patronal del textil escribe una carta a Blum explicando las nuevas reglas del juego: “Los dueños de las industrias textiles de Lille no quieren que sus fábricas sean ocupadas. Tampoco quieren secuestros, que los patrones se muevan con permiso de los delegados de fábrica, ni amenazas dirigidas al personal que no comparte la manera de ver de la CGT. No quieren ver a patrones bloqueados en su propia casa o asaltados en sus fábricas, no quieren ver sus oficinas o almacenes ocupados, tampoco quieren que los obreros les “autoricen” a entrar en sus establecimientos para pagar a sus trabajadores, ni piquetes de huelga instalados día y noche en casa de sus directivos, ni que el personal pueda ser juzgado por un consejo de fábrica”. La patronal no quiere verse humillada. En noviembre de 1938, el gobierno de derecha que sucedió a Blum aprobó una represión clásica y revanchista: según el testimonio de uno de los líderes de la CGT de aquella época, el 9% de la población activa del sector industrial y comercial fue despedido el 1 de diciembre de 1938, tras las últimas huelgas.

Las nacionalizaciones contra las ocupaciones

Entre los huelguistas está bastante difundida la idea de que las nacionalizaciones de empresas por parte del Estado suponen una garantía para ellos. A menudo, después de ocupar una empresa, amenazan con reclamar su nacionalización. Tras el fracaso de los acuerdos de Matignon del 7 de junio, el movimiento huelguístico se retoma en la industria metalúrgica porque los huelguistas denuncian unos acuerdos que para ellos están por debajo de lo que reclamaban en sus tablas reivindicativas (en cambio, el día 9 la CGT llama a retomar el trabajo, y habla de victoria). El día 10 los huelguistas lanzan un ultimátum a la patronal: si ésta no satisface sus demandas en 48 horas, reclamarán la nacionalización de las fábricas de guerra y de aquellas que trabajan para el Estado. Su funcionamiento quedará garantizado por el personal técnico y los obreros, bajo control de los ministerios implicados. En Rouen, los trabajadores de la industria del petróleo declaran que seguirán en huelga hasta la nacionalización. Aunque en principio la nacionalización es la expropiación del patrón privado, los huelguistas piensan que la revolución se puede hacer desde arriba (el Estado) mediante una primera fase de autogestión (en la siguiente fase ya no se reclamaría la nacionalización al Estado, sino que se la empresa se auto-gestionaría directamente). Pero la CGT considera la expropiación por parte del Estado como una forma de romper el movimiento de contestación social. Jouhaux recuerda el 16 de junio ante el Comité Confederal de la CGT que “debemos aceptar la confiscación de aquellas ramas indispensables para el consumo, con la condición de que las organizaciones obreras se pongan al servicio de las empresas expropiadas. El gobierno aún no se ha visto obligado a emplear este arma, pero hay que saber que existe”. Belin, miembro del buró de la CGT, comentando estas palabras, explica qué significa esta confiscación: “Supongamos que tras unos conflictos, corre peligro el suministro de leche y harina de la capital. El papel del gobierno sería garantizar con todos los medios la distribución de estos productos. Para ello debería confiscar los establecimientos, donde los obreros y los empleados en huelga volverían al trabajo bajo las órdenes del gobierno. ¿Y si el conflicto sigue? El Estado seguiría siendo, mientras dure aquel, el gestor de las industrias y comercios confiscados. En este caso, la huelga se caracterizaría no ya por el cese del trabajo, sino por su reanudación bajo gestión estatal, es decir, mediante una expropiación provisional de los patrones” (Lefranc, p.141). El gobierno Blum ha inventado una nueva forma de neutralización: el arbitraje. Consiste en neutralizar el conflicto social en la empresa, protegiéndola de hecho de los huelguistas, quienes salen derrotados al neutralizarse su ofensiva, mientras al mismo tiempo sirve a los intereses de la patronal, pues su aplicación reafirma la legalidad capitalista. Según explica Blum: “así es como las huelgas del norte y las de Sambre han podido resolverse amistosamente. La neutralización era una especie de precinto que permitía que se respetasen los derechos de todos. Luego hemos votado en la Cámara un texto que prohibía la huelga y el lock-out mientras los intentos de conciliación previstos por la ley sigan en marcha”[12].

El ABC de la represión socialista

La patronal no quiere que el gobierno emplee la fuerza, aunque las ocupaciones salvajes de sus unidades productivas les tengan cogidos por el cuello: “Nos arriesgamos a un conflicto sangriento [argumenta el delegado patronal], la sangre nos salpicará y eso quizá nos impida hacernos con el control de nuestras fábricas[13]. Medio ofensivo, las ocupaciones también son un medio de defensa: impiden que los patrones contraten a esquiroles en periodo de crisis y de paro. El objetivo prioritario es liberar las fábricas ocupadas. El gobierno Blum hará lo posible por evitar emplear la fuerza policial contra los huelguistas. El 7 de julio, el ministro de Interior resume su política ante los senadores: “Salengro ha dicho al Senado que pondría fin a las ocupaciones con los medios apropiados. Lo cual para él significa una intervención de los militantes del movimiento sindical, y luego la de los poderes públicos. Si esto no basta, volveríamos con esta intervención de los militantes y los poderes públicos. Si tampoco se obtiene resultado, se llevaría a cabo una intervención común, y si todos estos intentos de persuasión fracasan, entonces el gobierno empleará otras medidas. Es decir, que mandará a la policía […].”[14] Para el gobierno del Frente Popular, la represión de las ocupaciones implica varias fases: primero, emplear los sindicatos como fuerza disuasoria y policial dentro de las empresas, luego hacer intervenir al Estado como árbitro, y luego, como último medio, emplear las fuerzas armadas. Si bien el recurso de la fuerza sindical es un paliativo que permite al gobierno evitar el empleo de la fuerza armada, a partir del 11 de junio y del llamamiento de Thorez para volver al trabajo, se inicia la fase de represión: el gobierno moviliza a las fuerzas armadas. Grupos de guardias móviles se reagrupan bajo órdenes del gobierno alrededor de los centros obreros de la región parisina, de los centros agrícolas y en el norte de Francia. El Frente Popular se quita la máscara.

El libro autobiográfico Frente Popular, revolución fallida, de Guerin, antiguo miembro de la Izquierda Revolucionaria de Pivert dentro del SFIO, relata el ascenso del fascismo en Francia en los años 30, así como las resistencias antifascistas (el Frente Popular) y obreras (las ocupaciones de junio del 36). Si la lectura de este libro es útil para aclarar, por comparación, el ascenso del fascismo y del antifascismo en el pasado y en el presente, en cambio es menos interesante en lo que respecta a la comprensión de la represión social del movimiento de las ocupaciones de junio del 36, precisamente por el Frente Popular antifascista. Muy prolijo sobre las circunstancias que rodearon la creación del Frente Popular en 1934-36, las disputas políticas y las críticas dentro de los partidos, Guerin no dedica sino 30 páginas a las ocupaciones de junio del 36. Si esta obra, no obstante, es útil para el estudio del movimiento de las ocupaciones, es porque sin querer nos muestra los medios de represión que se pusieron en marcha para romper las huelgas de mayo-junio de 1936. Y la Izquierda Revolucionaria del SFIO, al participar en el travestismo de este Frente Popular, garante de la legalidad capitalista, en un pseudo-gobierno de tendencia revolucionaria, al que supuestamente sólo había que inclinar un poco más a la izquierda para darle una dirección revolucionaria, contribuyó a esta represión.

Daniel Guerin se unió a la Izquierda Revolucionaria en 1935, cuando los trotskistas son expulsados del SFIO. Extrema-izquierda del SFIO, la Gauche Revolutionaire (GR) será expulsada a su vez en 1938, convirtiéndose en el PSOP (Partido Socialista Obrero y Campesino, 1938-40). Hasta que fueron expulsados, los pivertistas pensaban que podían hacer bascular hacia la izquierda el Frente Popular, pero mientras criticaban a Blum, participaban en el gobierno del Frente Popular (Pivert se encargó de la propaganda[15]). Al colaborar activamente en la mitología y encumbramiento del gobierno de Blum, no sólo avalaron la política primero moderada y luego abiertamente represiva del Frente Popular, sino que también y ante todo se situaron a la vanguardia de estos trileros que hicieron pasar la coalición del frente Popular como amiga de los obreros en huelga, mientras precisamente su mandato era reprimir la agitación obrera. Cuando el gobierno de Blum se disponía a firmar los acuerdos de Matignon la tarde del 7 de junio de 1936, cuya finalidad era que a cambio de algunas concesiones las huelgas terminaran, los pivertistas se dedicaron a convertir al líder socialista en un héroe: “Cuando al día siguiente [de la presentación de su gobierno], ante las cámaras, el 7 de junio, [Blum] llega al Velódromo de Invierno para prometer al pueblo de Francia que no dejará que le desalojen del gobierno sin combatir, una puesta en escena extraordinaria le recibe a la entrada. Las luces están fijas en él. Una orquesta toca La Internacional. Los militantes hacen el papel de coristas. La Joven Guardia en camisa azul forma una doble fila vibrante. A duras penas los fieles pueden tomar aliento: ‘¡Viva Blum!’, o ‘¡Blum, Blum!’ ¿Y quién ha puesto en marcha este culto? Nadie más que Marcel Pivert. Algo más tarde, demasiado tarde, invitará a los militantes a que se liberen de esa ‘especie de religiosidad’ que les impide juzgar apropiadamente la política de los ‘militantes más prestigiosos’. Pero mientras, es él quien hace el papel de maestro de ceremonias”. Y Guerin concluye: “Así fue como ayudamos a difundir un engaño.” (p. 163). Guerin habla de la influencia que tuvieron las nuevas técnicas de propaganda de masas inauguradas en la Alemania nazi sobre los ideólogos socialistas. Pivert “cree en las técnicas de propaganda totalitarias”, para él “el socialismo debe responder a estas armas venenosas [las técnicas de propaganda fascistas y nazis] con armas equivalentes y debe emplear contra el fascismo los mismos métodos de incitación a la obsesión” [16]. En ambos casos, el individuo sólo existe a través de las masas.

A pesar de ser crítico con Pivert, Guerin le seguirá hasta el inicio de la guerra, del SFIO al PSOP. Del mismo modo en que para él no había actividad política posible al margen del SFIO o del PCF (el eligió el SFIO), la GR propondrá en vano la unificación del SFIO y el PCF, pues “ es dentro de un movimiento obrero unificado donde podemos tener posibilidades de redirigirlo revolucionariamente.” (p. 165). Lo que explica por qué Guerin habla en este libro sobre todo de la actividad de los partidos y sus dirigentes. Tras la guerra, Pivert volvió al SFIO, y escribió retrospectivamente sobre el Frente Popular: “Sí, todo era posible. Con el apoyo de las masas fervientes, Blum era capaz de todo. Ninguna fuerza de la reacción, ni el gran capitalismo, ni el fascismo, ni el estado-mayor, ni la Iglesia, podían resistirse. Si hubiese querido, con sólo una palabra las milicias obreras y campesinas armadas habrían surgido hasta en los pueblos más pequeños; habrían protegido los derechos sociales, apoyado las grandes nacionalizaciones, habrían reducido los trust a la impotencia.” (Citado por Guerin, p. 186). Que el socialista Blum hizo todo lo que pudo para terminar con las ocupaciones de fábricas es un hecho histórico que 20 años más tarde se le seguía escapando a Pivert. Esto permite comprender mejor como los pivertistas, entre ellos Guerin, al apoyar un Frente Popular que criticaban, contribuyeron a “difundir el engaño”. A pesar de los límites señalados, Frente Popular, revolución fallida es un extraordinario testimonio crítico sobre el ascenso del fascismo, el antifascismo, el Frente Popular y las huelgas de junio de 1936, y una excelente introducción a este periodo y a todo lo que estaba en juego.

Barthélémy Schwartz


[1] Front populaire, révolution manquée. Editions Babel/Actes Sud, 1997.

[2] Principales fuentes: Juin 36, de Danos y Gibelin (La Decouverte, 1986); Juin 36, de Lefranc (Julliard, 1966) ; La France en mouvement, bajo la dirección de Jean Bouvier: recopilación de artículos de diversos autores publicados en Le mouvement social (Champ Vallon, 1986).

[3] “Recordad que el 5 y 6 de junio había un millón de huelguistas. Recordad que el movimiento crecía cada hora en toda Francia. Testigos oculares os lo dijeron. El Sr. Sarraut lo dijo. El Sr. Frosard lo dijo. El pánico, el terror eran generales. Yo mismo estuve en contacto con repesentantes de la gran patronal y me acuerdo de lo que me dijeron, o de lo que decían amigos comunes: ¿Entonces, qué?, ¿es la revolución? ¿Qué van a cogernos?, ¿qué van a dejarnos?” Blum en el proceso de Riom, 1942. Citado por Pottecher, Le procès de la défaite, Fayard, 1989, p. 129.

[4] Véase las referencias que aporta Lefranc en la obra citada, pag. 204-205.

[5] “Las huelgas del Frente Popular en las fábricas Renault”, Badie, La France en mouvement.

[6] Los pasajes en cursiva son del autor Barthélémy Schwartz.

[7] Sección francesa de la Internacional Obrera, que se convertirá en el Partido Socialista en 1969.

[8] Habrá que esperar a que acabe el movimiento de las ocupaciones, a finales de junio, para que el gobierno publique un decreto sobre la disolución de las ligas de extrema derecha.

[9] ¿Razonables para quién?

 

[10] Blum habla con la patronal 3 días después de llegar al poder, lo cual es acogido con satisfacción en la Bolsa, “pues se piensa que el nuevo gobierno terminará con el movimiento huelguístico” (Le Temps, 4 de junio de 1936). En el proceso de Riom, Blum declarará: “En aquel momento [cuando estallan las primeras huelgas de 1936], en la burguesía, y particularmente en el mundo patronal, me consideraban, me esperaban y me tenía como un salvador. Las circunstancias eran tan angustiosas, estábamos tan cerca de lo que parecía una guerra civil que esperaban una especie de intervención divina: es decir, la llegada al poder de un hombre al que se le atribuía tal poder de disuasión sobre la clase obrera que le permitiría hacerla entrar en razón y que no abusara de su fuerza.” (Guerin, p. 192).

[11] Richemont deplora también “la notoria falta de resistencia de buena parte de la patronal”.

[12] Blum durante el proceso de Riom, Le procès de la défaite, p. 143.

[13] Sarraut ante el Senado, 7 de julio de 1936.

[14] Comunicado del Ministerio de Interior, junio del 36

[15] Guerin será sin embargo el único pivertista que no voto a favor de participar en el gobierno de Blum (p. 188).

[16] Pivert metió a Tchakhotine, autor de Viol des foules par la propagande politique (1939), en la GR.

2 respuestas a “El Frente Popular al auxilio del capitalismo francés

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