La sociedad de clases bajo el capitalismo

Continuando con la serie de artículos que hemos venido publicando acerca de la naturaleza del proletariado y las clases sociales en el capitalismo contemporáneo, firmados por Agustín Guillamón, Martin Glaberman y Seymour Faber, Henri Simón y la Revista Wildcat, ofrecemos a continuación la perspectiva de la que partimos como grupo de redacción de El Salariado.

La noción de clase social es indispensable para poder comprender el mundo en el que vivimos y el sistema económico que padecemos, que descansa en la explotación de la fuerza de trabajo.

Como hemos dicho en otras ocasiones, a cada modo de producción le corresponde una determinada división de clases, aunque todos se pueden resumir en la existencia de una clase que trabaja y otra que se adueña de los frutos de ese trabajo a través de las leyes, las instituciones, de la violencia directa o indirecta.

A primera vista, ante todo, aparece el concepto meramente sociológico de clase social, como “grandes grupos de hombres que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social  históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran con respecto a los medios de producción (relaciones que las leyes refrendan y formulan en su mayor parte), por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo y, consiguientemente, por el modo y la proporción en que perciben la parte de la riqueza social de la que disponen. Las clases son grupos humanos, uno de los cuales puede apropiarse del trabajo del otro al ocupar puestos diferentes en un régimen de economía social.” (Lenin).

Pero una cosa es la existencia constatable de estos grandes grupos de seres humanos que comparten determinada situación, y otra muy distinta es que constituyan históricamente una clase, es decir, que estas masas de seres humanos sean capaces de expresarse abierta y activamente como una clase en la realidad histórica. A este respecto la genial perspectiva de Marx ya avanzaba que “en la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllas forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados.” (18 Brumario de Luis Bonaparte)

Surge así una dualidad en el concepto de clase social, por un lado como categoría sociológica objetiva, y por otro como sujeto histórico activo que hace valer sus intereses mediante la fuerza organizada. “Los diferentes individuos sólo forman una clase en la medida en que se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues de otro modo ellos mismos se enfrentan los unos con los otros, hostilmente, en el terreno de la competencia.” (Marx y Engels, La ideología alemana). Dado que la verdad siempre se demuestra en la práctica, es a través de la lucha como los proletarios se transforman en proletariado, mostrando con una conciencia y una voluntad comunes que constituyen una clase con capacidad para ejercer como un factor activo en la historia.

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Sigamos profundizando en el concepto de clase social, particularmente en la que hoy es la clase productora de plusvalía a escala mundial: el proletariado, la fuerza de trabajo en el régimen capitalista. La derrota que sufrió el movimiento obrero durante el periodo comprendido entre 1914 y 1945 es una de las principales razones de que hoy día el concepto de clase obrera se halle tan oscurecido y rodeado de confusión. Es cierto que durante el siglo XIX y buena parte del XX la noción de proletariado estaba muy asociada con el obrero fabril de la industria, lo cual hace que hoy a muchos les cueste asimilar la noción de proletariado, dados los cambios históricos que se han operado en el ámbito del trabajo desde entonces. Por otro lado, la completa generalización del régimen de trabajo asalariado en las décadas posteriores a 1945, que ha arrastrado a todo tipo de profesiones (que antes se mantenían al margen) a la esfera del salario, ha contribuido también a oscurecer el concepto de clase proletaria. Una confusión a la cual han contribuido con todo su esfuerzo la clase de los propietarios y todas sus fuerzas políticas de izquierda y derecha, como es natural.

En primer lugar, hay que aclarar que aunque el proletariado surgió y se expandió con la industria moderna, los proletarios no son únicamente aquellos que trabajan en la industria y en la fábrica produciendo mercancías directamente. Si concebimos el capitalismo, más que como régimen de producción de mercancías, como sistema de producción de plusvalor (pues las mercancías al fin y al cabo son un medio para extraer plusvalía), es más sencillo hacerse a la idea de que para realizar ese plusvalor la burguesía requiere tanto de la obrera fabril de Bangladesh o la India como del dependiente que atiende al público en las tiendas de Londres o Barcelona. Aunque la producción en sí misma, físicamente, se centra en la fábrica, el proceso de producción capitalista desborda el marco de estos centros industriales y se extiende sobre todo un conjunto de actividades y trabajos que hoy en día son indispensables para la reproducción del capital (servicios de gestión, transporte, almacenamiento, venta, servicios al consumidor, servicios de limpieza, etc.). Por tanto, limitar el concepto de proletariado al conjunto de trabajadores del sector industrial no tiene sentido, y más aun teniendo en cuenta que muchas actividades asociadas directamente a la producción física de mercancías hoy quedan englobadas en las estadísticas de la burguesía dentro del denominado “sector terciario” o servicios.

Se podría argüir, partiendo de esta perspectiva, que dado que el proceso de producción de plusvalía requiere tanto del obrero fabril como del policía, el juez, el ingeniero, el médico, el alcalde y el corredor de bolsa, todas estas categorías deberían formar parte del proletariado, en la medida en que estén sometidas al trabajo asalariado. Para refutar este argumento tenemos que seguir profundizando en la noción de clase social y ver si existen factores que impongan más discriminaciones. En la época de la esclavitud, además de los esclavos, el esclavista también necesitaba al vigilante y al latiguero, al contable y al sacerdote. Formal y jurídicamente quienes desempeñaban estas funciones bien podían ser esclavos, pero su pertenencia efectiva a la clase de explotada dependía de otros factores (¿trabajaban con ellos?, ¿vivían en la mismas condiciones?, en definitiva, ¿compartían realmente esa condición de esclavitud?), que en última instancia, en el momento de la revuelta de los esclavos, les llevarían a situarse en un lado u otro de la barricada.

Y es que si bien en su forma pura, por así decir, la sociedad capitalista se presenta dividida en dos clases fundamentales con intereses enfrentados: burgueses y proletarios, al descender de “lo ideal”, es decir, de la teoría, a la realidad, nos encontramos con la existencia de una serie de capas y estratos sociales que ocupan una situación intermedia y que pueden llegar a compartir ciertas características con ambas clases. Se trataría de saber, pues, si las características que definen a estas clases o subclases intermedias son suficientes como para establecer diferencias cualitativas respecto a las dos clases principales, el proletariado y la burguesía. Y aquí ante todo tenemos que ceñirnos al criterio del que se ha hablado al comienzo: la práctica.

La pequeña burguesía

El concepto de pequeña burguesía[1] prácticamente está en desuso entre las escasas fuerzas proletarias o que dicen defender los intereses del proletariado, a pesar de que es reconocido y empleado por profesionales de la historia y la sociología y de que fue el propio movimiento obrero de los siglos XIX y XX quien profundizó en su contenido y comprendió las consecuencias que implica la existencia de esta capa intermedia en la lucha de clases[2].

La incomprensión del papel oscilante que puede jugar la pequeña burguesía en la lucha proletaria suele llevar al mismo error por dos caminos distintos. El primero consiste en abandonar la noción de clase social y apelar al “pueblo” frente a la casta o la plutocracia, el 99%, los pobres frente a los ricos, etc. El segundo, consiste en asumir el concepto de clase proletaria u obrera, pero desnaturalizándolo al considerar como parte del proletariado a todas estas capas intermedias. En definitiva, se trata en ambos casos de englobar bajo la misma categoría social a dos grandes grupos humanos que en realidad viven en condiciones muy distintas y tienen intereses muy diferentes.

El papel ambiguo que puede jugar esta “clase media” se conocía ya en 1848: por un lado, “los progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o al menos les sitúan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas”; y por otro, “los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el labriego, el artesano, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases” (Manifiesto Comunista), mostrando así su carácter “conservador” e incluso “reaccionario”.

Como se ve, dentro de la pequeña burguesía o las clases medias se pueden incluir capas muy diversas (pequeños campesinos, artesanos, tenderos, pequeños empresarios, autónomos, etc.) con distintos intereses, aunque todas comparten unas condiciones de cierta independencia que les confiere la pequeña propiedad. Que una amplia base social de pequeños propietarios suministra la mejor garantía y apoyo al régimen capitalista, cimentado en la propiedad privada y la explotación de los privados de propiedad, fue una lección que la burguesía francesa dio a la del resto del mundo tras la revolución de 1789, cuando después de abolir el feudalismo se repartió la tierra y surgió todo un estrato de pequeños campesinos de tendencia conservadora. En las pasadas décadas, el acceso a la propiedad (inmobiliaria o de otro tipo) por parte de gruesos sectores de asalariados ha supuesto también un elemento de estabilidad, conservadurismo y paz social para el régimen capitalista (aunque la promoción y ascenso de tales capas sociales ha requerido de unas condiciones económicas generales más o menos favorables que hoy están ausentes).

Pero además de los pequeños empresarios, los profesionales autónomos, artesanos, etc., cuya pequeña propiedad les permite mantenerse alejados de las relaciones salariales, hay que contar también con las “nuevas clases medias” asalariadas que se han desarrollado con la extensión de la educación universitaria, sobre todo tras 1945 y principalmente en occidente. Muchas veces no se trata sino de viejas profesiones liberales que en su momento disfrutaron de cierto grado de autonomía y hoy se ven sometidas a una relación salarial. Pero un abogado con despacho y un puñado de asalariados no se “proletariza” por el simple hecho de pasar a nómina en una empresa como un trabajador más de la plantilla, si no entran en juego más elementos. Aquí, de nuevo, debemos tener presente que la noción de clase conlleva tanto criterios objetivos como subjetivos.

Es cierto que estos trabajadores salidos de las universidades, considerados como fuerza de trabajo, son mercancías de mejor calidad que el resto, mercancías en las que se ha invertido más tiempo de trabajo social para perfeccionarlas y que cumplan con exigencias que requiere la reproducción de plusvalía y la conservación del salariado. Esta inversión de tiempo se refleja en la adquisición de toda una serie de conocimientos y experiencia social que sitúa a estos sectores en una posición similar a la de los viejos artesanos (siempre guardando con celo su secreto profesional y su propiedad intelectual).

Este conocimiento social acumulado lleva aparejado un cierto estatus, prestigio y reconocimiento social, que se refleja por supuesto en unas condiciones de vida (salarios) notoriamente mejores a las del resto de la fuerza de trabajo. Y aunque esta mejor situación objetiva puede llegar a modificarse en cierta medida (como sucede hoy), no por ello todo este sector de asalariados educados en la universidad deja de estar imbuido subjetivamente en un acentuado espíritu individualista que confía todo al mérito personal enfocado al medro y ascenso social. Este espíritu profesional y corporativo, por su parte, se cultiva desde la infancia en las propias familias y liga directamente la existencia, el ser, al desempeño de una determinada profesión. “¿Tú qué eres?” “Yo soy médico, o artista, o arquitecto”, puede decir el pequeño burgués. ¿Pero acaso puede responder el proletario, con la misma naturalidad, que él es cartero, estibador, barrendero, dependiente o limpiador? Un médico, un artista o un arquitecto puede medrar con su profesión, ya es “alguien” en la sociedad capitalista por el hecho de serlo, y además puede “hacerse un nombre”, si tiene la voluntad y el talento o los escrúpulos necesarios. A los proletarios más ambiciosos, en cambio, la única salida que se presenta a sus ansias de medro es hacerse delegado en un sindicato colaboracionista, es decir, convertirse en representante obrero de los intereses de los patrones.

Durante el siglo XIX el desarrollo de las fuerzas productivas arrastró masivamente a la proletarización a los artesanos (algunos de los cuales suministraron al movimiento proletario sus mejores líderes), y hoy estamos asistiendo a un proceso similar en algunos sectores de estas capas pequeño burguesas, asalariadas o no. Por un lado la sobreproducción de licenciados ha creado una sobreoferta cuya consecuencia ha sido la devaluación de sus salarios, a la que ha contribuido también la pérdida de valor y calidad de la propia educación. Esto, unido al desarrollo de las fuerzas productivas, ha llevado a buena parte de estos estratos sociales a una situación crítica, semejante a la del resto del proletariado.

No tiene mucho sentido divagar teóricamente sobre la clasificación de estas clases medias proletarizadas dentro de una clase u otra. La solución la darán ellas mismas con su propia práctica, en la medida en que sean o no capaces de abandonar ese espíritu corporativo de profesional que “cumple una importante función social” (periodistas, científicos, médicos, etc.) y mostrarse como simples trabajadores, como proletarios, como parte de esa fuerza de trabajo mundial que vive para trabajar y trabaja para enriquecer a otros, abrazando la lucha de clases y sus métodos (principalmente la huelga). Es decir, dependerá de si defienden sus intereses como corporación profesional o como clase. Aquí, pensamos, este factor subjetivo será determinante.

El proletariado

Después de haber visto resumidamente las condiciones materiales que caracterizan a estos estratos intermedios, que implican la existencia de un tercer actor en la lucha de clases además de burguesía y proletariado, podemos ya definir con más precisión a éste como la clase de los asalariados sin reservas (sin reservas económicas, se entiende, es decir, sin propiedad ni posibilidad práctica de adquirirla). Aunque a primera vista esta noción parece que acota en exceso el significado de clase proletaria y deja fuera a amplios sectores de asalariados (cosa que es parcialmente cierta solo si limitamos nuestra mirada a los países occidentales más desarrollados), presenta en cambio algunas ventajas: 1) limita la definición de proletariado a aquella parte de los asalariados que se encuentran sometidos por el capital a unas condiciones objetivas que les inclinan y predisponen subjetivamente a una lucha común en defensa de sus intereses inmediatos (¿acaso la condición proletaria no ha consistido siempre en la precariedad y la incertidumbre?); y 2) nos permite establecer diferencias y separar al proletariado propiamente dicho tanto de los sectores pequeño burgueses asalariados como de la aristocracia del trabajo, de la que hablamos a continuación.

Huelga decir que dentro del proletariado también se incluye el ejército laboral de reserva y la fuerza de trabajo ya consumida por el capital (jubilados, pensionistas, etc.).

La aristocracia del trabajo

Por supuesto, las condiciones en las que viven los asalariados que en principio no quedan englobados dentro de las clases medias no son homogéneas. La cuestión, de nuevo, es saber si esta heterogeneidad conlleva diferencias tan importantes como para distinguir, dentro de la clase obrera propiamente dicha, a una aristocracia del trabajo. Y de nuevo, el criterio al que ceñirnos es en última instancia la práctica.

La aristocracia obrera también ha sido analizada tanto por intelectuales y académicos burgueses como por el movimiento proletario. Ya en el siglo XIX se relacionaba la existencia y el desarrollo de esta capa con el poderío económico nacional. Engels escribía, por ejemplo, a Marx el 7 de octubre de 1858: «El proletariado inglés se va aburguesando de hecho cada día más; por lo que se ve, esta nación, la más burguesa de todas, aspira a tener, en resumidas cuentas, al lado de la burguesía, una aristocracia burguesa y un proletariado burgués. Naturalmente, por parte de una nación que explota al mundo entero, esto es, hasta cierto punto, lógico». Casi un cuarto de siglo después, en su carta del 11 de agosto de 1881, habla de «las peores tradeuniones inglesas que consienten ser dirigidas por individuos vendidos a la burguesía o que, por lo menos, son pagados por ella». Y en la carta del 12 de septiembre de 1882 a Kautsky, escribía: «Me pregunta usted qué piensan los obreros ingleses acerca de la política colonial. Lo mismo que piensan de la política en general. Aquí no hay un partido obrero, no hay más que radicales conservadores y liberales, y los obreros se aprovechan, junto con ellos, con la mayor tranquilidad, del monopolio colonial de Inglaterra y de su monopolio en el mercado mundial»[3].

Durante el siglo XX, sobre todo tras 1945, cuando las potencias occidentales y la URSS se repartieron la explotación del globo y de la fuerza de trabajo mundial, la prosperidad económica hoy desaparecida dio pie a que se ampliaran estas capas de trabajadores privilegiados en los países desarrollados, mientras en el resto del mundo el proletariado se expandía tanto a nivel relativo como absoluto (éxodo rural y aumento vertiginoso de la población). Estos privilegios pueden llegar incluso a formalizarse legalmente, por ejemplo mediante un estatuto laboral especial, como es el caso de los funcionarios, o por la vía opuesta mediante la discriminación legal de ciertos grupos o sectores de trabajadores (sistema hukou en China, inmigrantes ilegales en occidente, inmigrantes legales en Corea del Sur, leyes raciales, etc.).

Sería superfluo establecer distinciones entre unas capas y otras de trabajadores (dado que la situación de la clase proletaria nunca va a ser totalmente uniforme y que la propia burguesía se aprovecha de esta división y trata de acentuarla por todos los medios) si estas diferencias no tuvieran importantes consecuencias de cara a la lucha de clases. Y que esto es así lo sabe todo aquel que haya pasado por una empresa con trabajadores fijos y eventuales y se haya parado a analizar un segundo lo que allí ocurre o haya tratado de desplegar algún tipo de esfuerzo organizativo[4]. Y es que lo cierto es que el bienestar y la seguridad (siempre efímeras bajo el capitalismo) tienden a “aburguesar” a los trabajadores y a volverles conservadores, contagiándoles un estado de ánimo poco inclinado a la lucha y la solidaridad de clase. El régimen de la Seguridad Social y el Estado de Bienestar, al proporcionar un cierto colchón a los asalariados frente a situaciones imprevistas, se revela también como un verdadero mecanismo de seguridad social para el capital, un dispositivo al que hoy la crisis obliga a tensar todos sus resortes hasta caerse en pedazos.

Por su parte, los economistas y sociólogos burgueses denominan a esta división del mercado laboral, entre una capa privilegiada y el proletariado propiamente dicho, mercado de trabajo dual, formado supuestamente por outsiders e insiders. No podemos esperar que los intelectuales burgueses vengan a iluminarnos, pero lo cierto es que incluso ellos admiten la existencia de una división que muchos prefieren dejar de lado, con las consecuencias que ello implica tanto de cara a la organización y orientación de la lucha de resistencia como de cara a la comprensión histórica.

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Cuando la masa de trabajadores precarios, eventuales y total o parcialmente parados no deja de aumentar, los intereses de esta fracción de la fuerza de trabajo se convierten en los intereses comunes de toda la clase proletaria, en primer lugar porque constituyen el grueso de la clase obrera; en segundo lugar porque son el sector más desprotegido y desorganizado, abandonado naturalmente por los sindicatos y las fuerzas de la izquierda del capital (aunque bajo su influencia ideológica); y en tercer lugar porque la propia existencia de este sector mal pagado y que sufre peores condiciones es un factor que fomenta la competencia mutua y arrastra continuamente a la baja los salarios y las condiciones de vida de aquellas capas que aún pueden disfrutar de una mejor situación.

En su lucha «para salvar de la ruina su existencia como tales clases», la pequeña burguesía y la aristocracia obrera apelan al Estado de los patrones, a ese consejo directivo de la clase patronal. Estas clases medias están ligadas al Estado capitalista por importantes vínculos económicos, dependiendo muchas veces directamente de las partidas de los presupuestos del Estado o del salario que éste les abona. Es natural, pues, que estas capas reclamen al Estado una mayor intervención y regulación de la economía en beneficio del «pueblo» (esa abigarrada mezcla en la que se confunden todas las clases), demandando «servicios públicos», crédito público, banca pública, subvenciones, etc. Pero para el proletariado esta forma de enfocar la lucha constituye una trampa, por varias razones.

En primer lugar porque supone asumir que el Estado de los patrones debe ejercer de árbitro de los intereses de las distintas clases, de mediador y atenuador de los conflictos entre Capital y Trabajo, foco permanente de preocupaciones para la burguesía. Esto por un lado equivale a dejar el destino de los proletarios en manos de una organización patronal como es el Estado, y por otro lado es una actitud derrotista y desmoralizadora para la clase, a la que se invita a delegar la defensa de sus intereses al enemigo en lugar de apostar por la fuerza que da la organización y la autonomía de clase. Bajo el capitalismo, el interés público que representa el Estado no puede ser más que el interés de los patrones. Los intereses públicos del proletariado sólo los pueden representar los trabajadores mismos a través de la lucha.

En segundo lugar, porque no se puede olvidar que todos los servicios que ofrece el Estado y todo el dinero que sale de sus arcas provienen de la explotación de la fuerza de trabajo (bien salga de los bolsillos de la empresa, del empresario, del pequeño burgués o del obrero) y se emplean como mecanismo de redistribución de la plusvalía producida. Y cuando el grueso de la fuerza e trabajo vive en unas condiciones cada vez más miserables, colocar en primer plano la defensa de estas capas asalariadas a sueldo del Estado (generalmente mejor pagadas que el resto) mediante la consigna de «defensa de los servicios públicos» significa dejar de lado la defensa de los intereses proletarios propiamente dichos. Hay que señalar que en las movilizaciones patrocinadas por los sindicatos colaboracionistas en defensa de «lo público», las reivindicaciones relacionadas con las condiciones de trabajo de los asalariados precarios pagados por el Estado (que cada vez son más) desaparecen para dejar paso a las consignas en defensa de la calidad del servicio, es decir, en defensa de la propia empresa capitalista pública. Pero no es ofreciendo servicios de calidad a la ciudadanía como se consiguen buenas condiciones laborales, sino que es al contrario, sólo luchando por mejorar las condiciones laborales (lo que significa ante todo defender las condiciones aquellos trabajadores que se encuentran en peor situación) los asalariados pueden ofrecer un buen servicio, sea público o privado. Por lo demás, el capital público no deja de estar sometido a los ciclos y las dinámicas generales de la acumulación capitalista en su conjunto. Si bien durante las épocas de prosperidad la burguesía y su Estado se pueden permitir dar ciertos servicios y procurar ofrecer colchones de seguridad frente a las contradicciones que provoca el capitalismo, cuando llega la crisis y las ganancias se reducen entonces el capital público se ve obligado a seguir el mismo camino que el capital privado, tratando de retomar la tasa de ganancia adecuada mediante el recrudecimiento de la explotación del proletariado.

En tercer lugar, ¿qué es un servicio de interés público?, ¿y cuál es la línea que separa ese interés público del interés nacional, donde supuestamente coinciden los del proletariado y la burguesía? Es tal la confusión que generan este tipo de consignas que estas preguntas no se pueden soslayar. ¿Por qué la sanidad, la educación o el servicio postal deben ser servicios públicos y no la producción de alimentos, de ropa o la vivienda? ¿Acaso es la nacionalización de la economía capitalista privada la solución a los problemas del proletariado? ¿Qué hay de la policía, la judicatura y los liberados sindicales?, ¿también son servicios públicos? ¿Por qué el Estado nos ofrece sanidad y educación?, ¿porque es un interés público o porque somos mercancías para el capital, destinadas a desempeñar un determinado y pequeño papel en el proceso de producción,  para el cual tenemos que ser moldeados (educados) y reparados (sanados) cuando sea necesario? ¿Acaso el Estado de los patrones puede mantener un «servicio público» deficitario si no es a costa de una explotación más acentuada del proletariado, de cuyo bolsillo y sudor salen todos estos servicios?

Se mire por donde se mire, la «defensa de los servicios públicos» sólo puede traer confusión a las filas proletarias y encaminarnos por la vía de la colaboración de clases y la defensa de la economía nacional, auténtica expresión de los intereses públicos generales para los capitalistas. El proletariado no tiene más salida que la organización y la lucha con unos métodos que aseguren su independencia, tanto de los partidos burgueses como del Estado de los patrones. Y esta independencia no se logra reclamando al Estado que se haga cargo de la economía, o reclamando al Estado que ejerza de buen patrón o árbitro justo de los intereses ciudadanos, sino imponiendo los intereses económicos del proletariado mediante la fuerza al resto de la «ciudadanía», tanto al capitalista colectivo que es el Estado como a los capitalistas individuales privados.


[1] “De acuerdo con Marx, la misión de los pequeños capitales en la marcha general del desarrollo capitalista es ser los pioneros del avance técnico, y ello en dos sentidos: introduciendo nuevos métodos de producción en ramas ya arraigadas de la producción y creando ramas nuevas todavía no explotadas por los grandes capitales. […] No hay que imaginarse la lucha entre la mediana empresa y el gran capital como una batalla periódica en la que la parte más débil ve mermar directamente el número de sus tropas cada vez más, sino, más bien, como una siega periódica de pequeñas empresas, que vuelven a surgir con rapidez solamente para ser segadas de nuevo por la guadaña de la gran industria.” Rosa Luxemburg, Reforma o Revolución (2. La adaptación del capitalismo).

[2] Véase La pequeña burguesía y su expresión política en la historia.

[3] Vale la pena destacar este párrafo también de Engels en su Prólogo de 1892 a La situación de la clase obrera de Inglaterra: “Pero lo que a mi entender importa mucho más que esta moda pasajera de hacer alarde de un socialismo acuoso en los círculos burgueses, e incluso más que los éxitos logrados en general por el socialismo en Inglaterra, es el despertar del East End londinense. Este valle de infinita miseria ha dejado de ser la pocilga de agua estancada que era hace seis años. El East End se ha sacudido la apatía de la desesperación; ha vuelto a la vida y se ha convertido en la patria del «nuevo tradeunionismo» es decir, la organización de la gran masa de obreros «no cualificados». Aunque esta organización ha revestido en muchos aspectos la forma de los viejos sindicatos de obreros «cualificados», tiene sin embargo, un carácter esencialmente distinto. Los viejos sindicatos guardan las tradiciones correspondientes a la época de su surgimiento; para ellos el sistema del salariado es algo definitivo y establecido de una vez para siempre, algo que, en el mejor de los casos, sólo pueden suavizar en interés de sus afiliados. Los nuevos sindicatos, por el contrario, fueron organizados cuando ya la fe en la eternidad del salariado se había debilitado considerablemente. Sus fundadores y sus dirigentes eran hombres de conciencia socialista o de sentimientos socialistas; las masas que afluyeron a ellos y que constituyen su fuerza estaban integradas por hombres toscos e ignorantes, a los que la aristocracia de la clase obrera miraba por encima del hombro. Pero tienen la enorme ventaja de que su mentalidad es todavía un terreno virgen, absolutamente libre de los «respetables» prejuicios burgueses heredados que trastornan las cabezas de los «viejos tradeunionistas», mejor situados que ellos. Y ahora vemos cómo esos nuevos sindicatos asumen la dirección general del movimiento obrero y cómo las «viejas» tradeuniones, ricas y orgullosas, marchan cada vez más a remolque suyo.”

[4] Hemos publicado ya un artículo de los Angry Workers of the World de Londres y una reseña del libro El trabajo precario, que arrojan un poco de luz sobre este asunto.

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