Escuela de Rebeldía (I)

Escuela de Rebeldía es una corta novela escrita por Salvador Seguí, el Noi de Sucre, que se publicó tras su asesinato a cargo de los pistoleros de la patronal el 10 de marzo de 1923. Seguí fue elegido Secretario General de la CNT en el Congreso de Sants de 1918. Víctor Serge no ha dejado de él esta semblanza: «Obrero, casi siempre vestido de obrero que sale del trabajo, con la gorra apretada sobre el cráneo, el cuello de la camisa desabotonado bajo la corbata barata; alto, bien formado, de cabeza redonda, con rasgos irregulares, grandes ojos redondos astutos y maliciosos bajo los espesos párpados, con una especie de fealdad media, llena de encanto al acercarse, y en todo el ser una energía flexible, constante, práctica, inteligente sin ninguna afectación. Aportaba al movimiento obrero español un nuevo carácter de gran organizador. No anarquista, aunque libertario, amigo de burlarse de las frases sobre ‘la vida armoniosa al sol de la libertad’, ‘el florecimiento del yo’, ‘la sociedad futura’, de planear los problemas inmediatos de los salarios, de la organización de los alquileres, del poder revolucionario. Y este era su drama: ese problema capital, el del poder, no podía permitirse plantearlo en voz alta; creo incluso que fuimos los únicos que lo tocamos, él y yo, en privado.»

I. RECUERDOS DE LA INFANCIA

Juan Antonio Pérez Maldonado nació en una pequeña ciudad de Andalucía, situada a la orilla del mar.

Los recuerdos que conservaba de su infancia no eran muy risueños.

Murió su madre cuando él acababa de cumplir nueve años, después de una larga enfermedad que la fue consumiendo poco a poco. Su padre, que heredó una gran fortuna, la había gastado alegremente, haciendo una vida de disipación que pronto le llevó a la miseria. Cuando ya se vio en la miseria tuvo que aceptar un modesto destino que le ofreció un canónigo intrigante, que era el jefe de los conservadores de la provincia.

– Mientras le proporcionamos a usted otra cosa -le dijo un día el canónigo-, puede usted venir a despachar mi correspondencia; será usted mi secretario.

Éste fue su primero y su último empleo.

Un día en que Juan Antonio salió a pasear con su padre, encontraron en la calle al canónigo. Aquella escena permanecía fielmente grabada en su memoria; la recordaba con todos sus detalles.

El canónigo, después de acariciarle, dándole un golpecito cariñoso en el hombro, se dirigió a su padre diciendo:

– Y este chico, ¿qué hace? Ya es un hombrecito…

– Está estudiando. Tiene aprobados ya dos años en el Instituto.

– ¿Por qué no le ha hecho usted entrar en el Seminario? Si quisiera ser cura, yo le costearía la carrera.

Luego, dirigiéndose a él, añadió:

– ¿No te gustaría ser sacerdote?

– No tengo vocación -replicó el chico vivamente.

– ¿Y por qué? Yo quiero que me expliques esa antipatía que sientes por la carrera eclesiástica.

– Yo no puedo explicársela. Lo único que puedo decir es que eso de ser cura es una cosa que no se me ha ocurrido nunca.

– Pues piénsalo y es posible que cambies de parecer. Yo creo que tú harías un buen sacerdote.

Aquel día, cuando su padre volvió a casa, le habló nuevamente con interés del mismo asunto.

– No tengo vocación -repitió Juan Antonio, expresándose con mucha más serenidad de la que se podía suponer, teniendo en consideración sus pocos años-; para ser cura, creo yo que es preciso renunciar a muchas cosas; se necesita ver el mundo de un modo distinto a la manera como yo lo veo; yo quiero tener completa libertad para disfrutar de todo.

Al llegar aquí se dio cuenta de que había dicho algo más de lo que debía decir, y se calló, un poco avergonzado.

Su padre le miró, sonriendo.

– Está bien, hijo mío. A mí debes hablarme con toda franqueza; pero ten en cuenta que eso de la libertad es una ilusión; los pobres no pueden gozar nunca de lo que quieren.

– Es que yo -replicó Juan Antonio, animado por el cono cordial de las palabras de su padre- no creo que voy a ser pobre toda mi vida.

Esta afirmación ingenua fue hecha con esa magnífica y arrebatadora energía que hay siempre en los labios juveniles.

– Dios lo quiera -murmuró su padre con los ojos enturbiados por la emoción que le producían aquellas palabras, de las que irradiaban las más risueñas esperanzas.

Juan Antonio no olvidó nunca aquella conversación.

Su padre, desde aquel día, le trataba de otro modo; tenía con él conversaciones largas, en las que le refería episodios interesantes y pintorescos de su vida.

Un día, cuando Juan Antonio acababa de cumplir catorce años, fueron a merendar al campo, y al acabar de comer vio que su padre abría la boca desmesuradamente; que su rostro adquiría una expresión extraña y que se le nublaban los ojos; cayendo pesadamente hacia atrás.

Juan Antonio llamó al dueño de un merendero próximo, y entre los dos trasladaron al enfermo a la casa, donde quedó tendido en un banco, sin que por el momento le prestaran auxilio de ninguna clase, hasta que al cabo de dos horas vino una camilla del hospital, donde ingresó, sin que Juan Antonio supiera nada más hasta el día siguiente.

Aquella tarde, cuando volvió a su casa, después de dejar a su padre en el hospital, se dio cuenta súbitamente de su situación.

– Me voy a quedar solo -pensó, con los ojos llenos de lágrimas-; soy un desgraciado; ¿qué será de mí? No sirvo para nada; no tengo ningún oficio, no puedo ganarme la vida.

Cuando volvió al hospital, al día siguiente, después de una noche horrible de insomnio en la que no hizo más que revolverse acongojado en el lecho, pudo comprobar su inmensa desgracia: su padre había muerto. Le dieron la noticia sin preparación ni rodeos de ninguna especie: con una frialdad y un laconismo aterradores.

Aquel día fue a verle un viejo pariente suyo con quien su padre estaba reñido por cuestión de intereses. El viejo le pronunció un pequeño discurso, que Juan Antonio escuchó mirándole a través de las lágrimas que empañaban continuamente sus ojos.

– Yo -dijo el tío Raimundo, que así es como le llamaban por ser primo segundo de su padre- puedo ocuparte en mi casa; pero es necesario que trabajes como yo, como trabaja todo el mundo; tu padre quería hacer de ti un señorito; yo quiero que seas un trabajador. Estás solo en el mundo, y lo que necesitas es aprender pronto a ganarte la vida.

– Yo haré lo que usted me mande -dijo Juan Antonio secándose las lágrimas.

El tío Raimundo le colocó de aprendiz en una imprenta, y Juan Antonio aprendió en seguida el oficio. A los dos años era un buen oficial, y entonces fue cuando decidió emanciparse por completo.

Quería salir de aquel ambiente; huir de aquellos lugares, donde todos eran para él recuerdos dolorosos.

Pensó ir a Madrid, pero un amigo suyo le dijo que adonde debía dirigirse era a Barcelona. En Madrid, según él, no adelantaría nada si no iba provisto de buenas recomendaciones; en Barcelona se respetaba y se atendía más a los trabajadores.

II. JUAN ANTONIO EN BARCELONA

Juan Antonio, siguiendo los consejos de su amigo, se trasladó a la Ciudad Condal.

Durante los primeros meses, la animación, los múltiples aspectos de la vida barcelonesa embargaron casi por completo su espíritu. Quería verlo todo, saborearlo todo; era aquél un mundo nuevo para él, que no conocía más que el silencio y la tristeza árida de su pueblo, en donde todo se reducía a cuatro tabernas lóbregas, tres cafés situados en la calle Mayor y media docena de prostíbulos.

Juan Antonio sentía un ansia infinita de todos aquellos goces que la gran ciudad ofrecía espléndidamente; era la suya una naturaleza exquisita y sensual que necesitaba placeres refinados y violentos. A la mayoría de sus compañeros les gustaba ir al café, donde se emborrachaban y discutían a gritos; a él, no; él amaba las mujeres; ellas eran las que embargaban toda su atención, las que le dominaban por completo.

Para encontrarle había que ir a La Bombilla, a La Buena Sombra, al Pay-Pay, a cualquiera de esos cafés de camareras, donde se explota la lujuria; verdaderas casas de prostitución disfrazadas, que en Barcelona han adquirido un desarrollo escandaloso.

Allí se pasaba las tardes Juan Antonio, y allí dejaba el jornal, consumiendo además sus energías físicas, que no eran muchas, en brazos de aquellas mujeres; perdiendo lamentablemente su salud, arruinando su espíritu y su cuerpo.

Alguna vez le asaltaban ciertos remordimientos, que procuraba desechar pensando en que la vida es como es, y no como uno quiere que sea.