Último capítulo del libro Between the Devil and the Deep Blue Sea, de Marcus Rediker (Cambridge University Press, 1987). Se puede leer como complemento el capítulo 5 de La Hidra de la Revolución, titulado «Hidrarquía: marineros, piratas y el Estado marítimo».
Ned Ward, uno de los escritores de Grub Street[1] de principios del siglo XVIII, tuvo buen ojo para descubrir un detalle significativo y que revelaba un mundo cambiante. Observó que el marinero corriente consideraba sus manos como “sus amigas del alma”. El lobo de mar “generalmente las llevaba dentro de la pechera o de los bolsillos; no tanto para tenerlas cerca del corazón o de su dinero a bordo, sino como puro principio moral de no exponer sus mejores amigas, siendo las únicas en las que podía confiar”. Barnaby Slush, un “cocinero de a bordo”, expresó una opinión similar y describió la misma realidad social de quienes habían sido despojados de tierra, de instrumentos de trabajo y de propiedad. ¿Qué, se preguntaba, podía esperar un hombre que no contaba con “más consejo que el de un par de buenas manos y un grueso corazón”? Esta era justamente la situación del proletariado de la mar. La apasionada pregunta de Slush representaba la respuesta de la clase obrera, la necesaria réplica al distante e impersonal discurso de Sir William Petty acerca de la “mano de obra marina” como “mercancía”. La economía moral y la economía política se enfrentaban cara a cara. Hablaban en términos distintos sobre intereses también distintos y enfrentados.
Al llamar la atención sobre las manos del marinero, el lenguaje empleado por Ward y Slush revelaba uno de los cambios predominantes que conformaron la Gran Bretaña y América de la Edad Moderna. El término “mano”, definido como “persona empleada por otra en cualquier trabajo manual; un trabajador o una trabajadora” o, de manera más específica, como “cada uno de los marinos miembros de la tripulación de un buque”, empezó a usarse a finales del siglo XVII, conforme el capitalismo inglés se expandía dramáticamente, tanto nacional como internacionalmente, y conforme cada vez más productores eran separados de la tierra, y por tanto obligados a trabajar a cambio de un salario para poder vivir.
La “acumulación primitiva”, el proceso a través del cual los productores perdieron su vínculo con la tierra, fue determinante para la creación de una clase obrera marítima. El libre mercado y las fuerzas demográficas no producían trabajadores asalariados libres a un ritmo suficientemente rápido como para satisfacer las expectativas de un sistema capitalista en expansión, tal y como las establecían los gobernantes ingleses, quienes, por lo tanto, recurrieron a la leva forzosa para dotar al mercado de trabajo marítimo de existencias en cabezas y músculos. Luego solían confiar en que la presión económica y la carencia generalizada de oportunidades para encontrar trabajo, trasfiriera a estos reclutas navales a la industria de la marina mercante. La violencia, o el empleo de la fuerza extraeconómica, fue por tanto crucial en la etapa formativa del desarrollo capitalista. Cuando el capitán del buque mercante gritaba “¡todas las manos a cubierta!”, inconscientemente estaba expresando tanto el doloroso proceso de cambio social que transformaba la fuerza de trabajo en mercancía, como una nueva realidad (la del trabajo colectivo industrial) que apuntaba hacia el futuro.

William Hogarth, «The Idle ‘Prentice turn’d away, and sent to Sea», de la serie Industry and Idleness (1747).
La marina mercante, como hemos visto, se convirtió en un punto central del trabajo industrial colectivo durante los siglos XVII y XVIII. Un complejo abanico de cambios acompañó la amplia transición del transporte transoceánico, desde el comercio de productos de lujo al comercio de productos a granel, a medida que América y el Caribe se trasformaban en importantes centros de producción y consumo. El transporte marítimo que empleaba mano de obra de manera intensiva, se desarrollaba a medida que el tabaco, el azúcar, los esclavos y los tejidos empezaban a recorrer las arterias del sistema comercial global. Los comerciantes institucionalizaban sus prácticas progresivamente. El crédito y las letras de cambio se multiplicaban; los planes de navegación se regularizaban; las redes mercantiles se racionalizaban más; el capital se acumulaba en cantidades cada vez mayores a través de canales cada vez más organizados. A medida que los navíos se diseminaban por el Atlántico y más allá, tanto el capital como el trabajo adquirían órbitas cada vez más internacionales.
Semejante capital necesitaba poner en movimiento cantidades masivas de mano de obra asalariada y libre. A mediados del siglo XVI, entre 3.000 y 5.000 ingleses surcaban las olas. Pero hacia 1750, tras dos siglos de intenso desarrollo, su número había crecido hasta superar los 60.000. La marina mercante movilizó enormes masas de hombres para el trabajo a bordo. Estos obreros entablaban nuevas relaciones, tanto con el capital (al ser una de las primeras generaciones de trabajadores asalariados libres), como entre sí (al trabajar colectivamente). El agrupamiento y el encierro de trabajadores asalariados en el navío, temprano precursor de la fábrica, inició un proceso a través del cual el trabajo empezó a coordinarse y sincronizarse cuidadosamente. Las manos, a un preciso unísono, estibaban la carga, desplegaban las velas, movían las manivelas de las bombas y pilotaban el navío. Estas manos cooperadoras no poseían los instrumentos ni los materiales de producción, y por tanto vendían su habilidad y su fuerza en un mercado internacional a cambio de salarios en metálico. Fueron una parte absolutamente indispensable para el surgimiento y el desarrollo del capitalismo noratlántico.
Una vez reunidos en el buque, los marinos empleaban este mundo de madera para sus propios fines, como la base para un nuevo tipo de comunidad móvil. Los vínculos entre marineros surgían a partir de las propias condiciones y relaciones del trabajo cooperativo, en particular del hecho de navegar en un navío frágil y asilado rodeado por los peligros de las profundidades. Existían también otros peligros procedentes del interior del barco, normalmente del camarote del capitán. Estos riesgos naturales y artificiales, fuesen accidentes, enfermedades o el maltrato abusivo, hacían de la navegación un peligroso oficio. Cogidos entre Escila y Caribdis, los marinos recurrían a un polifacético proceso de negociación y de resistencia para defenderse, protegerse y aumentar sus derechos y privilegios. El conflicto irresoluble entre las necesidades y los imperativos de, por un lado, una economía de mercado internacional organizada por mercaderes capitalistas y, por otro, una economía moral internacional de vulgares lobos de mar, generó entre los marineros un colectivismo por necesidad. La conciencia laboral específicamente marina se fue transformando gradualmente en una conciencia de clase, a medida que los marineros empezaron a desarrollar patrones más amplios de asociación, afinidad e identificación. El proceso era visible tanto en tierra firme como mar adentro, en disturbios portuarios y en actos de resistencia colectiva. Cuando un grupo de marinos que se había puesto a piratear capturó un barco lleno de esclavos en 1717, inmediatamente hicieron pedazos las escrituras y liberaron a los esclavos.
El colectivismo de los lobos de mar, como hemos visto, adoptó muchas formas. Las manos, despojadas y débiles, que se juntaban a bordo del barco, poco a poco empezaron a cruzar sus dedos para formar un puño colectivo. La mano que empujaba la barra del cabrestante también se dejaba caer durante una huelga. La mano que firmaba un contrato salarial, redactaba un rebelde Round Robin[2]. La mano que remendaba las velas de tela blanca, engalanaba una bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas. Los marinos, pues, imprimieron a sus acciones una nueva dialéctica cuya fuerza se expandió mucho más allá del mundo del trabajo marítimo. A medida que un número creciente de hombres y mujeres se vieron reducidos al trabajo de sus manos, empezaron a atisbar la posibilidad, e incluso la necesidad, de unir esas manos en una acción y resistencia colectivas.

La ejecución del pirata Major Stede Bonnet.
Las manos mareantes también se ocupaban del problema de agrupar mano de obra marítima de otra forma. La fragmentaban mediante la deserción. Marchaban, individual y colectivamente, de puerto en puerto en busca de unos pocos chelines más al mes, de una cerveza que no apestara, galletas que no se movieran solas, buques más seguros o patrones menos crueles. Para estos marineros desarraigados, que se unían y se dispersaban continuamente, la movilidad autónoma era muy importante, pues se podía emplear para reducir la explotación y aumentar las posibilidades de hallar mejores empleos. Apoyarse unos a otros a veces significaba mantenerse juntos. A las manos contratadas por el capitán de un buque mercante frecuentemente les costaba decirse adiós.
La primera mitad del siglo XVIII fue testigo de un ciclo de luchas de los marineros, durante el cual las tácticas cambiaron al compás de patrones y circunstancias sociales y económicas más amplias. En las épocas de guerra y los posteriores boom posbélicos, cuando la mano de obra escaseaba y los salarios eran altos, los marineros contaban con la deserción y quizá con la “malversación” para mejorar su situación. La diversidad de la fuerza de trabajo marítima provocada por el levantamiento de la restricción en el número de marineros extranjeros permitidos en la marina mercante en tiempos de guerra, impulsó el empleo de estas tácticas. En los periodos de paz, cuando los salarios bajaban, las condiciones a bordo se endurecían y las tripulaciones se volvían más homogéneas, el conflicto tendía a adquirir otras formas. La deserción, aunque fuese menos efectiva, continuaba. Pero los motines se multiplicaban y la piratería, en muchos sentidos la forma más extrema de resistencia, se disparó tras el tratado de Ryswick en 1697, y de nuevo tras el tratado de Utrecht en 1713. Tras la eliminación de la piratería en 1726, el conflicto social en el mar no cesó, sino que se transformó en actos de violencia más personales, llegando a veces al asesinato, entre los oficiales y la tripulación. Desde la perspectiva del marino, la “época de estabilidad política” de Inglaterra se caracterizó por el terror y la violencia más extrema. Tras la Guerra de los Siete Años (1756-63), los marineros recurrieron cada vez más a la huelga. Las manos que largaban las velas aprendieron a arriarlas.
Cada innovación y acción conjunta de los marinos se enfrentaba a enormes obstáculos. El poder combinado del Estado, el comerciante y el capitán (que colgaban a los piratas, fijaban los salarios y azotaban a los marineros) no era pequeño. Es más, las circunstancias de la temprana navegación hacían difícil para los marineros transmitir de generación en generación los conocimientos adquiridos en la lucha contra esta autoridad concentrada. Las altas tasas de mortalidad e invalidez obstruían el flujo de experiencias de los viejos a los jóvenes. Las tradiciones de los artesanos, que a menudo dieron continuidad a esta transmisión de experiencias, eran débiles entre los simples marinos. El empleo inestable, el bajo estatus y las condiciones miserables hacían que la profesión de marinear fuera considerada un último recurso, y que se abandonara lo antes posible. En resumen, navegar era una gran apuesta, una danza con la muerte. Cuando Jack Cremer se lanzó a la mar, fue “a la desesperada”: “Si salgo vivo, todo irá bien, y si me rompo la crisma, uno menos en la familia”. Como un hombre contó a Ned Ward, “los comerciantes son una manada de tiburones, los patrones de los buques, un puñado de completos granujas, el navío, un incierto confidente, y la mar una pura lotería”. Los hombres que tenían mejores opciones normalmente intentaban evitar esa lotería que dejaba a tantos de sus perdedores mutilados o muertos.
Pero pese a todos estos problemas y riesgos, la experiencia del trabajo del marinero señalaba al futuro. Los obreros marítimos se agrupaban en el buque, al igual que otros trabajadores, en mayor número incluso, lo hacían en las fábricas o las plantaciones. Se afanaban bajo un régimen de atenta supervisión, armado con un violento poder disciplinario que se empleaba para asegurar su cooperación en nombre del beneficio. Erraban de puerto en puerto, vendiendo su fuerza por un salario en metálico. Cotton Mather, inquieto por una descomposición social que según él estaba relacionaba con estos marinos desarraigados, escribió en 1718 en su diario: “Y ahora, si empiezo con la marinería, ¡oh, qué horrible espectáculo tengo ante mí! Una generación malvada, estúpida y abominable; cada año aumentando y peor”. Cabe señalar que, sin duda, la mayor parte de los marineros considerarían al pedante y pretencioso Mather tan inútil como él los consideraba a ellos. Pero Mather tenía razón al sugerir que el trabajo asalariado, con todos sus efectos corrosivos, progresaba conforme pasaba el tiempo. Cada vez más obreros asalariados se afanaban sobre la mar, así como en otras áreas de la economía. El trabajo asalariado se empleaba menos en América que en Inglaterra, pero en ambas orillas del Atlántico el sentido global del cambio apuntaba hacia su uso cada vez más frecuente. Los marinos, pues, simbolizaban el avance de las transformaciones estructurales en las relaciones entre capital y trabajo.
Los marineros fueron también fundamentales en la formación y la extensión de la cultura plebeya. Influyeron tanto en la forma como en el contenido de la protesta plebeya, por su presencia militante entre las multitudes de los puertos. Evidenciaron y contribuyeron a las tradiciones antiautoritarias e igualitarias de la temprana cultura de la clase obrera. Y lo que quizá es más relevante, los marineros emplearon su movilidad, sobre todo la deserción, tanto para mejorar su propio destino en un contexto de escasez de mano de obra, como para crear lazos con otros trabajadores. Su “movimiento obrero” ayudó a definir y a expandir la comunidad y la cultura del pueblo trabajador en Inglaterra y América. Como ha demostrado Christopher Hill en un escenario diferente, un trabajador móvil, ya se tratara del artesano itinerante, del soldado, del marino o del aprendiz fugado, era tanto un portador de información e ideas entre diferentes grupos de trabajadores como alguien capaz a veces de generar, a través de sus nuevas experiencias, nuevas ideas y prácticas. La cultura de la mano de obra libre era, de hecho, la única cultura interregional del pueblo trabajador en el mundo trasatlántico angloparlante. Los trabajadores móviles, cuya posición estratégica en la división social del trabajo les ponía en contacto con otros muchos trabajadores, sirvieron como medio de intercambio de experiencias e información dentro de la más ampliamente definida cultura de los trabajadores pobres. Siendo el grupo más numeroso de estos obreros errantes de la Inglaterra y América de la Edad Moderna, los marinos fueron determinantes para la formación de la clase, en lo que respecta a su dimensión cultural.
La situación del marino no era idéntica en Inglaterra y en América. De hecho los diferentes grados de desarrollo capitalista en ambas orillas del Atlántico, y su distinto carácter, estructuraron las vidas de estos marineros de manera distinta. El capitalismo se desarrolló primero y a mayor velocidad en Inglaterra, y hacia 1750 casi la mitad de la población inglesa era asalariada. Los marineros no sólo eran más numerosos en Inglaterra que en América, sino que su papel era más importante en la economía, especialmente teniendo en cuenta su organización imperial e internacional. Conforme las expectativas de hallar medios de subsistencia independientes se iban reduciendo y la dependencia del trabajo asalariado aumentaba entre el pueblo trabajador inglés, la marinería se fue convirtiendo en una profesión para toda la vida. Aunque muchos marineros pasaban breves temporadas trabajando temporalmente en tierra firme, normalmente en las costas, para la mayor parte era difícil licenciarse de la mar de manera permanente. Hacia mediados del siglo XVIII, los marineros nacidos en el Reino Unido tendían a ser más viejos que los nacidos en América, lo que sugiere que los periodos de trabajo eran más largos en Gran Bretaña. Además, la movilidad ascendente en los servicios de la marina mercante británica parece que se redujo a medida que el crecimiento industrial se ralentizaba durante la primera mitad del siglo XVIII, y conforme los capitanes de los buques mercantes iban asegurando su posición adquiriendo lazos de parentesco u otras relaciones con los comerciantes, más que promocionando por los distintos rangos.
En América, las mayores oportunidades para adquirir tierras y por tanto para lograr una vida independiente, retrasaron el desarrollo tanto de la mano de obra asalariada libre como de la marítima. Entre el 80 y el 90% de la población americana trabajaba en la agricultura en el siglo XVIII. Algunos marinos conservaron la posibilidad de retirarse del mercado de trabajo asalariado hasta la década de 1740 o 1750, cuando empezó a ser más difícil conseguir tierras. Además, la escasez general de mano de obra en las colonias tuvo como consecuencia un aumento de los salarios e hizo que fuera más fácil para los marineros cambiar de trabajo, al mismo tiempo que el crecimiento de los servicios de la marina mercante americana ofrecía oportunidades de ascenso. Los marinos americanos, pues, parece que fueron miembros más efímeros de la hermandad de las profundidades. Ira Dye ha demostrado que a finales del siglo XVIII el marinero americano de buques mercantes prestaba sus servicios durante una media que oscila entre los 6.6 y los 7.5 años. Algunos marineros se convertían en granjeros, mientras otros continuaban siendo trabajadores asalariados, pero en profesiones menos peligrosas. Muchos otros marinos, a pesar de sus cortos periodos de servicio, nunca abandonaron la mar; fueron sepultados en ella.
No obstante, en la América del siglo XVIII, tanto la mano de obra asalariada libre como el laisser-faire tendían claramente a desarrollarse, especialmente después de 1750. La contracción del mercado de trabajo colonial en la década de 1740 y el aumento de la escasez de tierras empujó a muchos a unas circunstancias más difíciles. Hacia 1775, uno de cada cinco trabajadores era asalariado. Es más, los marineros americanos empezaron a desarrollar su propia identidad colectiva. La brecha social que separaba a los marinos americanos de sus capitanes de buques mercantes aumentaba, como evidencia la fundación, por parte de los capitanes, de asociaciones marinas y cofradías a partir de las décadas de 1740 y 1750.
En el siglo XVIII, los marinos de Inglaterra y los de América vivían en condiciones bastante diferentes, pero sería un error sobrestimar estas diferencias. Los marineros que vagaban por las ciudades portuarias del imperio, sobre todo de América, eran ingleses y americanos, y otros procedían de las Indias Occidentales, de África e incluso de la India. Las prácticas sociales y culturales de estos hombres eran bastante similares, como afirmaban todos los que les vieron. Poseían el trasfondo de una experiencia común. Tanto los marineros ingleses como los americanos fueron testigos de los mismos procesos básicos económicos y sociales, aunque los cambios se produjeran a ritmos diferentes. La polarización entre el capital y el trabajo, el ascenso del salario en metálico y el declive de la autoridad paternalista caracterizaron el desarrollo de la marina mercante a ambas orillas del Atlántico. Los marineros del Viejo Mundo y del Nuevo formaban parte de una clase en desarrollo.
El carácter clasista de la marinería deja poco espacio para las ideas acerca de la “dignidad del trabajo”. Como ha observado Christopher Hill, refiriéndose a las primeras actitudes de los ingleses ante el trabajo asalariado, “la antítesis de la libertad era el atrofiante trabajo monótono de quienes se habían convertido en engranajes de una máquina ajena”. Los marineros se hallaban precisamente en esta situación. “Atrofiante trabajo monótono” era la difícil y atentamente vigilada labor en el mar, “ajeno” era el naviero, y la “máquina” era el buque. La libertad era algo que había que luchar para poder conquistarla. Y Jack Tar[3] estaba a menudo, aunque no siempre, a la altura de las circunstancias.
Samuel Eliot Morison sostenía que “la mar no es nodriza para la democracia. Autoridad y privilegio son sus gemelos adoptados. La obediencia inmediata e indiscutible al patrón es ley en la mar; y el típico capitán de navío haría de ella ley en la tierra si pudiera”. Pero hay otros puntos de vista posibles, desde luego, además del de Morison. Esta es la perspectiva extremadamente unilateral del capital, la versión actualizada del cuento del mercader y el capitán. Contiene un elemento de verdad. Sin embargo no es menos cierto que la mar fue “nodriza para la democracia”, pues el comercio marítimo movilizó a miles de hombres que consumieron buena parte de sus vidas (y en muchos casos toda su vida) combatiendo “la autoridad y el privilegio”. La obediencia era, de hecho, ley en la mar, pero fue continuamente combatida, como lo fueron los límites de la autoridad. Jesse Lemisch ha demostrado cómo la lucha del marinero contra la autoridad vino acompañada de, y contribuyó a, una lucha política más amplia contra el absolutismo y la autoridad real durante la Revolución Americana. Pero el asunto no terminó ahí. Cuando el capitán del navío, ahora bajo el atuendo del patrón de la fábrica, intentó hacer de la “autoridad y la obediencia” “ley en la tierra”, se enfrentó a los descendientes de Jack Tar, a los tejedores, los Wobblies y los obreros industriales, quienes continuaron el combate por la democracia y la libertad.
[1] Calle londinense famosa por su ambiente bohemio y su concentración de escritores a sueldo empobrecidos y aspirantes a poeta.
[2] La práctica de firmar documentos Round Robin fue empleada por los marineros de la Marina Real británica en sus quejas contra los oficiales durante el siglo XVIII. Consiste en estampar las firmas en un círculo para ocultar el orden de las firmas y los posibles cabecillas.
[3] Término inglés para referirse a los marineros de la marina mercante o de la Marina Real. “Tar” significa alquitran, con el cual los marineros untaban tanto los aparejos del barco (para evitar su deterioro, pues estaban hechos de cáñamo) como su ropa y coleta (para impermeabilizarla y que el pelo no se enredara en el equipo).