Socialismo y catalanismo (A. Fabra Ribas, 1909)

Los 3 artículos que siguen fueron publicados en La Internacional los días 9, 16 y 23 de julio de 1909, respectivamente.
El texto es importante para conocer, no sólo la actitud de los socialistas catalanes ante la cuestión nacional de Cataluña a principios del siglo XX, sino también la desconocida y destacada figura del autor. Antonio Fabra Ribas (1879-1958) fue uno de los organizadores de la Asociación de Dependientes de Comercio a principios de siglo, junto con el también socialista Badía Matamala. Tras pasar unos años en el extranjero, donde colaboró con el Vorwaerts y Le Mouvement Socialiste, Fabra Ribas (que firmaba sus artículos a menudo como «Mario Antonio») fue uno de los impulsores de Solidaridad Obrera y estuvo presente en el Congreso socialista de Stuttgart en 1907, representando oficialmente a la Federación española de Juventudes Socialistas. Por estas fechas mantenía relaciones bastante estrechas con Jaurès y Kautsky. Tras el Congreso de Solidaridad Obrera de septiembre de 1908 (donde la federación pasa a ser regional), Fabra lideró la reorganización de la Federación Socialista Catalana, la cual empezó a publicar el semanario La Internacional como órgano de la Federación, dirigido por Fabra Ribas y suspendido tras la Semana Trágica (julio-agosto 1909). La Internacional se implicó profundamente en el conflicto contra la imprenta La Neotipia y el diario lerrouxista El Progreso, así como en la propaganda societaria. Una vez suspendido el semanario, será sustituido en noviembre de 1909 por La Justicia Social («una de las publicaciones más importantes de España», según Andrés Nin). Fabra, que formó parte del Comité de huelga durante la Semana Trágica, tuvo que exiliarse a París debido a la represión, y permaneció allí hasta 1918. Durante esos años siguió colaborando con La Justicia Social, donde polemizó con Nin acerca del nacionalismo catalán, defendiendo las mismas posturas que en estos artículos. La Justicia Social se caracterizaba en aquella época por su oposición a la línea de Pablo Iglesias, criticando la conjunción republicano-socialista y defendiendo posturas sindicalistas. Cuando Fabra regresó a España en 1918, ingresó como funcionario en el Instituto de Reformas Sociales de Madrid, y también en la masonería. A partir de entonces su actividad y su línea política tiene mucha menor relevancia e interés. 

 

SOCIALISMO Y CATALANISMO

Para “El Poble Catalá 

El Poble del 14 de junio aprovechó la ocasión, al contestar a nuestro artículo «La labor social de El Poble Catalá», para decir «sincerament unes cuantes veritats als directors del grupu catalá del partit socialista».

También nosotros aprovechamos ahora la ocasión para decir algunas verdades a todos los catalanistas (marca C.N.R.) en general y a los de El Poble en particular.

Mas, antes de entrar en materia, desea­ríamos hacer dos aclaraciones: 1ª Que el mencionado artículo no lo contestamos hasta hoy, porque, fuera yo de Barcelona y viendo que tan directamente se me aludía, mis compañeros de redacción quisieron que me encargara yo de la réplica. 2ª Que de nuestro primer artículo, respe­tando íntegramente el fondo del mismo, estamos dispuestos a retirar todo aquello que personalmente pudiera haber agraviado a los redactores de El Poble, casi todos amigos personales nuestros y dignos de toda nuestra consideración y estima.

Aclarado esto, vamos a examinar ahora algo de lo dicho por el colega, dejando para luego el ocuparnos de lo demás.

Nos acusa El Poble de dogmáticos: 1º porque «La Internacional no het tingut fins avui temps pera explicar la seva situació actual y futura davant del vitalissim problema de Catalunya»; 2º porque me negué a escribir un artículo para el número de El Poble correspondiente al 1º de mayo; y 3º porque los socialistas catalanes no tomaron parte en las fiestas de homenaje a Guimerá.

¿Quiere permitirme El Poble ocuparme extensamente del primer punto, no solo por ser el más importante, sino, además, porque así podré luego contestar mejor a los otros?

Con su permiso, pues.

***

Los socialistas revolucionarios son, como todo el mundo sabe, internacionalistas convencidos. En el campo de la lucha se colocan siempre en el terreno del internacionalismo obrero; dan un valor secundario a todas los formas políticas, que consideran como meras expresiones de un estado so­cial determinado, y tienen por enemigos a todos aquellos organismos políticos o sociales cuya doctrina o táctica no reco­noce explícitamente la imperiosa necesidad de una completa transformación del presente régimen social.

Para los catalanistas llamados naciona­listas, la cuestión de la nacionalidad lo domina todo; la autonomía política, es decir, la que se disfruta tan sólo en la ca­lle, está por encima de la social, que no sólo se disfruta en la calle, sino también en la fábrica y en el taller, y la revolución social es un problema que no cabe dentro de los límites de su reducido y mezquino programa.

Por otra parte, los catalanistas nacionalistas, no sólo exaltan el concepto de nación, sino que además profesan un culto exagerado a la lengua; y para defender la para ellos santa causa de la nacionalidad y del idioma, invitan a entrar en su iglesia a todos los ciudadanos, ricos y pobres, bur­gueses y proletarios, mientras sean catala­nes de «buena cepa».

En cambio para nosotros, las cuestiones de lengua y de nacionalidad son meramente secundarias. No querernos, naturalmente, que se nos imponga un habla determinada, pero no podemos oponernos tampoco a que el tiempo y las circunstancias vayan unificando el medio que emplean para comunicarse sus ideas los habitantes de los núcleos políticos o geográficos en que se halla hoy dividida la humanidad.

En cuanto a la cuestión de nacionalidad, ya lo dijo Liebknecht ante nuestros compañeros franceses en el Congreso de Marsella:

«Para nosotros socialistas —decía el va­liente revolucionario alemán— no existe la cuestión de la nacionalidad; nosotros sólo conocemos dos naciones: la nación de los capitalistas, de la burguesía, de la clase poseyente, por un lado; y por otro la de la clase trabajadora…Nosotros formamos una sola nación: los obreros de todos los países forman una sola nación que se opone a la otra, que es también una y la misma en todas partes.»

Y para combatir a esa «nación», a la nación burguesa, los socialistas recaban la cooperación de todos los proletarios del mundo, de sus verdaderos compatriotas, hablen como hablen y procedan de donde procedan. Y así, en nuestro caso particular, los socialistas catalanes nos sentimos más compatriotas de los trabajadores castellanos, vascos, asturianos, gallegos, andaluces y hasta de los obreros chinos y japoneses, que no del Rusiñol de la comarca del Ter, de los honorables socios del Fomento del Trabajo Nacional o de los mismos accionistas de El Poble y de La Veu de Catalunya.

Dicho esto, cualquier miope puede ya deducir las relaciones que pueden existir entre catalanistas y socialistas: como mantenedores de principios que mutuamente se repelen, socialistas y catalanistas deben considerarse como enemigos francos y decididos.

Los catalanistas de El Poble o republicanos nacionalistas, si es este el calificativo que más les agrada, forman, pues, para nosotros una sección como cualquier otra de la burguesía, y como tal debemos combatirla.

Pero, ¿acaso no se puede ni se debe hacer una distinción entre las diversas secciones en que se divide la burguesía? ¿No se debe, por ventura, tener enemigos predilectos dentro del campo burgués?

Evidentemente, y ahora es el caso de decirles las verdades de marras a los nacionalistas de El Poble.

Hagamos capítulo aparte, que el asunto lo merece.

***

El movimiento republicano nacionalista nos interesó grandemente en un principio, Y NO POR SU CONTENIDO, claro está, SINO POR SU ACTUACIÓN.

Creíamos que, dado su modo de ser, por estar dirigido por hombres honrados, ab­negados y de positivo talento —de buena gana lo reconocemos— el nacionalismo republicano podía hacer una verdadera revolución dentro de la política española.

Haciéndose eco del modo de pensar y de sentir de la clase media, de la pequeña burguesía de Cataluña, podía llegar a formar un verdadero partido republicano, el único partido republicano serio que hubiera existido en España. Y con la fuerza que le habrían dado los pequeños industriales y comerciales de Cataluña, acompañado de la rectitud y la honradez de un partido que defiende ideas e intereses y no personalismos, dar la nota dentro del mundo político español: es decir, tomarse la política en serio, no pactar ni pastelear, dar prueba de valor cívico, liberalizar a los titulados liberales, republicanizar a los llamados republicanos y civilizar a la alta burguesía y plutocracia de Cataluña.

Nuestro corazón se henchía de gozo al pensar que los nacionalistas republicanos entrarían como caballos desbocados en el Parlamento, arrastrando tras de sí a toda la Solidaridad Catalana, arreglando las cuentas al fatuo Maura, mandando a paseo al nefasto Moret, demostrando la cobardía de demócratas y republicanos y haciendo comprender a todos los organismos armados y por armar que España es una nación europea y que aquí no hay más soberanía que la que los mismos burgueses liberales llaman soberanía del pueblo.

Debuta Suñol como parlamentario, un éxito. Habla Carner, otro éxito. Interviene Hurtado, éxito otra vez. Catalanismo y nacionalismo aparte, ya vimos nosotros preparada una grande y terrible batalla, en donde triunfaría la seriedad, el valor cívico y los principios democráticos de la legalidad burguesa. Habría leña para todos los de dentro y enseñanzas para todos los de fuera.

Más, ¡ay!, que las enseñanzas han sido muy dolorosas y la leña no ha aparecido por ninguna parte.

Cuando se trataba lo de la Ley de Jurisdicciones, Maura dijo… lo que quiso, y Primo de Rivera, un subordinado de Maura, decía que lo de la famosa Ley no era cosa del Presidente del Consejo, sino que dependía de la voluntad de determinados elementos.

Los republicanos nacionalistas se enteran de esto, y les falta valor para promover un escándalo en el Parlamento y para hacerse encarcelar como perturbadores del orden público y de la placidez oligárquica.

¡Y habían ido al Parlamento los nacionalistas con el compromiso formal de hacer derogar la Ley de Jurisdicciones!

Después de esto, los nacionalistas republicanos no supieron dar la nota aguda ante el proyecto de ley contra el terrorismo, ni aprovechar los mil y un incidentes de nuestra accidentada política para llevar a cabo aquella labor revolucionaria que de ellos esperaban los belicosos elementos que querían acabar de una vez con los vicios todos de nuestra política.

Con diputados elocuentes, con prensa diaria, con una opinión favorable y con dinero abundante, los nacionalistas, imitando al baturro que se encontró solo y a oscuras con su novia, trataron de excusar su timidez e impotencia extendiendo patéticamente los brazos y exclamando con voz compungida: ¡por vida de las dificultades!

Y ya en esta situación, nada tiene de extraño que Cambó les utilizara para sus pequeños menesteres y que Maura los con­siderara como sus mejores aliados.

El catalanismo militante, desfacedor de entuertos y azote de malandrines y follones, había hecho peor que desaparecer: había pasado a ser un partido más, se había transformado en una aglomeración de individuos dirigidos por unos cuantos rabadanes a quienes habían previamente cortado el pelo las previsoras tijeras de Dalila Cambó.

Y hoy el catalanismo militante, reducido a glosar las fórmulas y mots d’ordre que se complace en fabricar  el brillante y agudo ingenio de Gabriel Alomar, ha perdido la noción de su propia personalidad y de su actuación radical en la política burguesa; y falto de fe en sí mismo, sigue el trillado camino de todos los partidos burgueses más o menos avanzados: intervenir en el movimiento obrero y procurar desviarlo en su provecho.

Desde este momento, el republicanismo nacionalista ha dejado de ser un elemento revolucionario. Desde este momento, cons­ciente o inconscientemente, el republicanismo nacionalista se ha transformado en un organismo reaccionario y en instrumento de la contrarrevolución.

Y desde este momento, la actitud que nosotros hubiéramos podido adoptar un día ante el «vitalissim problema de Catalunya», ha quedado desde luego descartada.

En el número próximo diré cuál podía haber sido nuestra actitud y contestaré a los cargos que contra nosotros ha formulado El Poble.

Las cuestiones planteadas por el distinguido colega son bastante complejas y es necesario que para explicarnos debidamente no regateemos espacio.

EL SOCIALISMO Y EL LLAMADO PROBLEMA CATALÁN

En nuestro concepto, el resurgir del movimiento catalanista y el nacimiento de la Solidaridad Catalana han sido casi exclusivamente debidos a las necesidades que se hacían sentir en el mundo del comercio y de la industria de Cataluña, sobre todo después de la pérdida de las colonias.

En realidad, los profesionales del intelectualismo catalanista han ejercido una influencia mucho más modesta de lo que ellos se figuran. Su obra toda y hasta su propia personalidad presenta más caracteres de efecto que de causa; y si bien es verdad que con su actuación última han podido desviar de su primitivo cauce las fuerzas impulsoras del movimiento, estas fuerzas pugnan por exteriorizarse tal como son y no como algunos quieren que sean, es decir, pugnan por crear un órgano adecuado a la función que han de desempeñar: tienden, en una palabra, a llamar a la realidad a los románticos y los teorizantes del catalanismo que prefieren los estudios objetivos a los subjetivos y el análisis y la observación a los trabajos imaginativos y las elucubraciones filosóficas.

Pero nosotros hablábamos de las necesidades que se hacían sentir en el mundo del comercio y de la industria, y es necesario que precisemos cuáles eran y continúan siendo esas necesidades. En nuestro modo de ver, las siguientes: 1º Necesidad de competir con la industria extranjera, de cada día más perfeccionada; 2º Necesidad de encontrar nuevos mercados en substitución de los de Cuba y Filipinas; y 3º y principal, necesidad de modernizar la máquina política y administrativa española para que haga posible la satisfacción de las dos necesidades antes citadas.

El imperativo categórico de la necesidad creó, pues, un estado permanente de malestar y fiebre entre la clase media catalana; estado que cristalizó luego en una concentración perfectamente lógica, puesto que era a base de intereses, de todas las fuerzas burguesas catalanas –con excepción de las luego llamadas lerrouxistas–, cuyo objeto inmediato era combatir la oligarquía y el centralismo y cuya verdadera finalidad consistía en conseguir en España lo que ya se ha alcanzado en los países llamados civilizados de ambos continentes: implantar definitivamente el gobierno de la burguesía, destruyendo los muchos restos de feudalismo que aún perduran y aboliendo de una vez el régimen oligarca que domina en toda la vida política de nuestro país.

Desde nuestro punto de vista, el intento era verdaderamente interesante. La lucha entre los distintos bandos de la clase dominante nos interesa siempre, y más cuando de ella puede venir una expansión comercial e industrial que aumente las fuerzas productivas de la nación y dé margen a la formación de un grande y potente ejército obrero rebelde y consciente. Pero en esta lucha, cuyo triunfo era –y es– seguro para la burguesía, se presentaba el peligro de que ésta, una vez triunfante, desarro­llara a sus anchas los gérmenes de extremo egoísmo y de bárbara crueldad de que tan frecuentemente ha dado pruebas; y este peligro podía, no evitarlo, pero si reducir­lo a la mínima expresión, la parte radical y progresiva de la misma burguesía que, por su cultura y por sus sentimientos, simpatiza más con el modo de proceder de la clase capitalista inglesa y francesa que no con los que emplea, por ejemplo, la prusiana y la rusa.

Claro está que nosotros veíamos en la pléyade de intelectuales y militantes del nacionalismo republicano a esa parte pro­gresiva y radical de la burguesía; y es muy lógico y natural, por consiguiente, que, como dijimos en nuestro anterior artículo, su actuación nos interesara en grado sumo.

En la Solidaridad Catalana, en general, creíamos ver la fuerza motriz que había de provocar una expansión comercial e in­dustrial a base del más puro y neto egoísmo burgués, y en la izquierda solidaria el elemento que suavizaría un poco los ímpetus de la ambición mercantilistas de la co­lectividad y que evitarla que el movimiento solidario se convirtiera en un elemento extremadamente reaccionario y despótico.

Planteado así el problema, nosotros veíamos la posibilidad —y la probabilidad— de que los oligarcas y los profesionales de la política, por ignorancia y por amor pro­pio, se cerraran a la banda y no quisieran hacer concesión alguna a la burguesía ca­talana. Temíamos que las campañas de la prensa madrileña, especialmente la de los diarios del trust, crearían un estado tal de opinión, que, de sus resultas, el sentimen­talismo y la pasión podrían más que la ra­zón y el cálculo. Temíamos, en fin, que pudiera presentarse este dilema: o renun­ciar a europeizar a Cataluña y a España, o tener que luchar violentamente con los oligarcas y sus sostenedores.

Y en este caso creíamos posible la hipó­tesis de tener que pedir y exigir una completa autonomía para nuestra región, o qui­zás también algo más grave todavía, rompiendo definitivamente las amarras famo­sas que tanto se han llevado y traído en las polémicas de estos últimos tiempos.

¿Y sabe El Poble cuál era nuestra opinión ante una eventualidad parecida? Pues que los socialistas —por el bien de la causa proletaria y en beneficio del internacionalismo obrero— nos hubiésemos visto obligados, no a hacer una coalición con los burgueses solidarios catalanes, pero si a dar nuestra sangre y nuestro dinero comba­tiendo al enemigo predilecto, luchando con­tra el ogro centralista, contra el feuda­lismo denigrante, contra la vergonzosa oligarquía.

En el interés de aumentar lo más pronto posible el contingente del ejército revolu­cionario internacional, nosotros, los socialistas, no nos detenemos ante nada ni ante nadie, por radical que sea la medida que se tenga que adoptar, por muchos sacrifi­cios que suponga la lucha.

Y, por consiguiente, todas las reformas y hasta todos los movimientos que pueden preconizar los catalanistas, por extremos y radicales que sean, no nos asustan ahora ni nos han asustado nunca; lejos de esto, podría muy bien suceder que, para convertirlos en realidad, nosotros prestáramos el concurso de nuestras fuerzas, siempre que se tratara de beneficiar a la causa internacionalista y revolucionaria y siempre que el ejército obrero no quedara infeudado al ejército burgués.

Por esto hemos dicho que, en vez de la unión con los elementos ofensores, preferi­mos el ataque directo a los ofendidos, pues con ello se conseguía el objeto deseado y se lograba que, luego, dentro de Cataluña, la lucha de clases pudiera continuar, no ya tan viva y consciente como antes, si no mucho más todavía.

A la burguesía no hay que hacerle con­cesión alguna, ni en la paz ni en la guerra. La visión de la lucha de clase debe perma­necer siempre clara y viva ante los ojos de los proletarios. He ahí el alfa y la omega de toda nuestra táctica.

Mas hoy no hay que pensar en actitu­des heroicas de ninguna clase, porque está ya visto y comprobado que la burguesía ca­talana, como el resto de la burguesía española, no tiene riñones para ningún acto de virilidad.

La que nosotros supusimos podía existir en la izquierda solidaria, ha quedado redu­cida a una mera revolución en el léxico. La izquierda solidaria, en general, y en particular los republicanos nacionalistas, han perdido la fe en sí mismos y en las energías de una clase media que es, quizás, muy explotadora, porque está también muy explotada.

Y estos mismos escépticos, estos impotentes, después de no haber conseguido limpiar el campo burgués —su propio y verdadero campo— se proponen ahora, quizás inconscientemente, ensuciar el cam­po proletario, el campo de los que están al otro lado de la barricada.

Lo decíamos el otro día: el republicanismo nacionalista ha tenido y tiene muchos hombres elocuentes y de extraordina­rio talento, pero de pocas energías.

Si lograran que alguna fuerza del cere­bro les pasara a los pantalones, quizás los nacionalistas conseguirían resolver el pro­blema.

Pues, hoy por hoy, amigos, pantalones, pantalones y pantalones es lo que con más urgencia se necesita en España.

O si no, la filosofía, la literatura y la ciencia de salón no son más que simples pamplinas y conversaciones de Puerta de Tierra.

En un tercero y último artículo acabaré de contestar al resto de los cargos que con­tra nosotros hizo El Poble Catalá.

PARA TERMINAR

La falta de espacio me impide contestar con la extensión que desearía a la parte de lo dicho por El Poble Catalá que no ha sido aún contestada en mis dos anteriores artículos.

Brevemente expuesto, he aquí lo que desearía hacer constar:

Me negué a escribir un artículo para el número del 1° de mayo de El Poble, no porque los “debe­res de Partido” me lo impidieran, sino porque creí —y sigo creyendo— que la Plana Social de dicho colega tiene un carácter particular que pa­ra el movimiento obrero es conveniente conserve siempre. Dicha Plana está escrita por simpáticos diletlanti burgueses del obrerismo a la moda. Los consejos que en ella se den y las críticas que en la misma se hagan tienen —han de tener fa­talmente— el sello de “la clase” de donde pro­vienen, y los obreros, al leerlos, saben muy bien a qué atenerse. Pero desde el momento que uno o varios militantes del movimiento obrero revolu­cionario intervinieran directa o indirectamente en la confección de la repetida Plana… nada, que harían el petit jeu, no de los redactores del Poble , cuya buena fe reconocemos, sino de los que están entre bastidores y desean un barniz de obrerismo para su retablo nacionalista.

En cuanto a lo del homenaje a Guimerá, preferiría no se hubiese sacado a colación el asunto. El movimiento obrero no tiene nada que ver, co­lectivamente considerado, con un señor muy sa­bio que escribe dramas, y que hasta los escribe bien, pero que tiene el alma en el “extranjero”, es decir, en la nación burguesa, nuestra vecina y rival. Además, la poca seriedad de exhibir a un hombre respetable y ya de edad y de pasearlo de feria en feria para que le admiren el físico y el porte, no entra en nuestros gustos ni en nuestras aficiones. Nosotros no servimos para actuar de mamelucos. Por otra parte, lo peor que le pueda ocurrir a un genio es que se lo digan oficialmen­te. Y sino, ya veremos lo que escribirá Guimerá de ahora en adelante.

Nota bene: no sólo La Internacional, sino todos los organismos obreros de Cataluña han ig­norado oficialmente lo del homenaje, y un periódi­co de Tarrasa, La Voz del Pueblo, que no lo ignoró, juzgó desfavorablemente la comedia.

Sobre el marxismo poco tengo que decir. Nos­otros no hemos afirmado nunca que Marx no haya sido combatido. Lo que sí hemos dicho es que lo de la crisis del marxismo es una broma burguesa, puesto que lo que constituye la esencia de dicha doctrina —es a saber, el materialismo histórico y las teorías de la lucha de clases, del valor y de la supervalía—, no ha podido hasta hoy ser destrui­do por nadie.

¿Si aceptamos el revisionismo de Bernstein? Aunque no acertemos a ver a qué viene la pre­gunta, no tenemos inconveniente en declarar que no lo aceptamos ni como crítica tan siquiera, sino como mera hipercrítica y como un nuevo sis­tema de eludir las dificultades.

Dicho esto, y después de dejar sentado que no es exacto que Marx y Engels aceptaran la ley llamada de bronce y si lo es que la escuela mar­xista la ha hecho retirar de la circulación, sólo tengo que añadir que la acusación de dogmáticos no nos produce ni frío ni calor.

Es este ya un recurso demasiado conocido y del que regularmente se acostumbra a echar ma­no cuando escasean las municiones.

Además que, por otra parte, nosotros no hace­mos caso de los diplomas que se nos extienden. Afirmaciones no son pruebas.

Y, para nosotros, sólo pruebas son triunfos.

A. Fabra Ribas