Simone Weil: experiencia de la vida de fábrica

«…desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad».
Tras graduarse como catedrática de filosofía en la Escuela Normal Superior de París, Simone Weil (1909-1943) solicita un puesto de profesora en un liceo de una ciudad obrera para el curso 1931-1932, y es destinada al instituto de Le Puy, donde participa activamente en la vida sindical. Hacia esta época entra en contacto con los militantes que publican las revistas La Révolution prolétarienne (fundada por Pierre Monatte en 1925) y La Critique sociale (dirigida por Boris Souvarine). En verano de 1934 solicita una excedencia al ministerio para «preparar una tesis de filosofía sobre la relación de la técnica moderna, base de la gran industria, con los aspectos generales de nuestra civilización, es decir, por una parte nuestra organización social, por otra nuestra cultura». Entre diciembre de 1934 y agosto de 1935 trabaja en diversas fábricas, experiencia que se recoge en la recopilación de ensayos y escritos titulada La condición obrera, donde se incluye la carta a Albertine Thévenon, fechada a finales de 1935, que se reproduce aquí.

***

Querida Albertine:

Cuánto bien me hace el recibir una palabra tuya. Hay co­sas que sólo las comprendemos tú y yo, creo. Tú vi­ves aún y no puedes imaginarte cuánto me alegro.

Tú merecías liberarte. La vida vende caros los progresos que nos pide hacer. Casi siempre al precio de dolores intole­rables.

[…]

¿Sabes?, se me ha ocurrido una idea en este preciso ins­tante. Nos veo a las dos, durante las vacaciones, con algunas perras en el bolsillo, andando por las carreteras, los caminos y los campos, con la mochila a la espalda. Unas veces dor­miremos en las granjas. Otras, ayudaremos en la siega a cam­bio de la comida. […]

¿Qué te parece? […]

Lo que dices de la fábrica me ha llegado directo al co­razón. Es lo mismo que yo sentía desde la infancia. Y por ello necesitaba ir a la fábrica, y eso es lo que antes me entristecía que no comprendieras.

¡Pero una vez dentro, cuán distinto es! Ahora es así como siento la cuestión social: una fábrica (esto debe ser lo que tú sentiste este día en Saint-Chamond, lo mismo que yo he sentido tan a menudo) debe ser un lugar en el que uno choca du­ramente, dolorosamente, pero a pesar de todo alegremente, con la vida de verdad. No ese lugar triste donde uno no hace más que obedecer, renunciar bajo la opresión a cuan­to de humano hay en nosotros, doblarse, dejarse hundir ­bajo de la máquina.

Una vez tan sólo he sentido plenamente, en la fábrica, lo  que había presentido, como tú, desde fuera. Fue en mi pri­mer taller. Imagíname delante de un gran horno que escupe afuera llamas y soplos encendidos que recibo en plena cara. El fuego sale de cinco o seis agujeros que están en la parte baja del horno. Me pongo delante para meter unas treinta bobinas grandes de cobre que una obrera italiana de rostro animoso y abierto fabrica a mi lado; estas bobinas son para los tranvías y los metros. He de estar muy atenta a fin de que ninguna de las bobinas caiga en uno de los agujeros, ya que se fundiría; para ello he de ponerme justamente delan­te del horno y procurar que el dolor de los soplos inflamados sobre mi cara y el fuego sobre mis brazos (tengo ya una cicatriz) no me obligue a un falso movimiento. Hago bajar la puerta del horno; espero algunos minutos; levanto la puerta y con una palanca retiro las bobinas puestas al rojo tirándolas hacia mí con rapidez (de lo contrario, las últimas se fundirían) y con muchísimo más cuidado que nunca, ya que cualquier falso movimiento haría que cayeran por uno de los agujeros. Y después vuelvo a empezar. Delante de mí, sentado, un soldador con lentes azules y mirada grave tra­baja minuciosamente; cada vez que el dolor contrae mi cara, me dedica una sonrisa triste, llena de simpatía fraterna, que me hace un bien indecible. Al otro lado, un equipo de calde­reros trabaja alrededor de grandes mesas; trabajo realiza­do en equipo, fraternalmente, con cuidado y sin prisas; tra­bajo muy especializado, para el cual hay que saber calcular, leer complicados dibujos y aplicar nociones de geometría descriptiva. Un poco más lejos, un chico robusto golpea ba­rras de hierro con una maza, haciendo un ruido que te taladra el cráneo. Todo esto en un rincón del taller, al final de la nave, en el que uno se encuentra como en su casa y donde el jefe de equipo y el jefe de taller no vienen jamás, por así decirlo. Pasé allí dos o tres horas en cuatro ocasiones (ganaba de 7 a 8 fr. la hora, y eso cuenta, sabes). La primera vez, al cabo de una hora y media, el calor, el cansancio y el dolor me hicieron perder el control de los movimientos: no podía bajar la puerta del horno. Al ver esto, uno de los caldere­ros (todos grandes tipos) se abalanzó para hacerlo en mi lu­gar. Si pudiese, volvería en seguida a ese rinconcito del ta­ller (o por lo menos, en cuanto hubiese recuperado las fuerzas). Por las noches experimentaba la alegría de comer el pan que me había ganado.

Pero éste es un caso único en mí experiencia de la vida de fábrica. Para mí, personalmente, eso es lo que ha signi­ficado trabajar en fábrica. Que todas las razones exteriores (que antes yo creía interiores) en las cuales se basaba el sentimiento de mi dignidad y el respeto por mí misma, en dos o tres semanas han sido radicalmente destrozadas bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana. Y no creas que esto me ha provocado movimientos de rebeldía. No, todo lo contrario, lo que menos podía imaginar: la docilidad. Una docilidad de bestia de carga resigna­da. Me parecía que habla nacido para esperar, para recibir, para ejecutar órdenes, como si nunca hubiera hecho otra cosa, como si nunca fuera a hacer otra cosa. No me siento orgullosa de confesarlo. Éste es el tipo de sufrimiento del cual ningún obrero habla jamás: duele demasiado incluso pensarlo. Cuando la enfermedad me obligó a parar, tomé plena conciencia de la humillación en la que estaba cayendo, y me juré padecer tal existencia hasta el día en que lograse, a pesar de ella, recuperarme. Cumplí mi palabra. Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano, un sentimiento que no se basaba en nada ex­terior esta vez, y acompañado siempre de la conciencia de que no tenía derecho alguno a nada, de que cada instante libre de sufrimiento y humillaciones debía ser recibido como una gracia, como un simple efecto de azares favorables.

Hay dos factores en esta esclavitud: la velocidad y las órdenes. La velocidad: para «llegar» hay que repetir movimiento tras movimiento con una cadencia que, al ser más rápida que el pensamiento, prohíbe dejar curso libre no sólo al pensamiento, sino incluso a los sueños. Al ponerse ante la máquina, uno tiene que matar su alma ocho horas dia­rias, el pensamiento, los sentimientos, todo. Ya estés irri­tado, triste o disgustado…, tienes que tragártelo; debes reprimir en lo más profundo de ti mismo la irritación, la tristeza o el disgusto; ralentizarían la cadencia. Y lo mismo ocurre con la alegría. Las órde­nes: desde que fichas al entrar hasta que fichas al salir, puedes recibir cualquier orden, en cualquier momento. Y siempre hay que callar y obedecer. La orden puede ser penosa o peligrosa de ejecu­tar, e incluso irrealizable. O bien dos jefes pueden dar órdenes con­tradictorias. No importa: callar y doblegarse. Dirigir la pa­labra a un jefe —incluso para una cosa indispensable— es siempre, aunque sea un tipo simpático (incluso los tipos sim­páticos tienen momentos de mal humor), exponerse a una bronca. Y cuando esto ocurre, también hay que callarse. En cuanto a tus propios accesos de irritación o mal humor, tie­nes que tragártelos, no pueden traducirse ni en palabras ni en gestos, ya que los gestos vienen determinados a cada ins­tante por el trabajo. Esta situación hace que el pensamiento se reseque, se retire, como la carne se retira ante un bistu­rí. No se puede estar «consciente».

Huelga decir que todo esto se refiere al trabajo no cualificado (sobre todo al de las mujeres).

Y en medio de todo esto, una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados grandes o pequeños. Sólo allí se puede conocer lo que es en verdad la fraternidad humana. Pero hay poca, muy poca. Lo más corriente es que las mismas relaciones entre camaradas reflejen la dureza que lo domina todo allí dentro.

En fin, ya vale de charla. Escribiría volúmenes enteros sobre esto.

S.W.

 

Quería decirte también algo más: siento que el paso de esta vida tan dura a mi vida normal me corrompe. Ahora comprendo lo que es un obrero que llega a serlo «permanen­temente». Resisto todo lo que puedo. Si aflojara, lo olvidaría todo, me instalaría en mis privilegios sin querer pensar que son privilegios. Estate tranquila, no me dejaré llevar. Por lo demás, he perdido mi jovialidad ahí en esta existen­cia; guardo en el corazón una amargura imborrable. A pe­sar de todo, estoy contenta de haber vivido todo esto.

Guarda esta carta. Volveré a pedírtela quizá un día si quiero reunir todos mis recuerdos de esta vida de obrera. No para publicar nada (por lo menos no lo pienso), sino para defenderme a mí misma de la tentación del olvido. Es difícil no olvidar cuando se cambia tan radicalmente de modo de vida.