Los destructores de máquinas

The Machine Breakers, Eric Hobsbawm. Past and Present nº 1 (Febrero 1952).

Quizá ya va siendo hora de reconsiderar el problema de la destrucción de máquinas durante la temprana historia industrial de Gran Bretaña y demás países. La confusión que rodea a esta temprana lucha obrera aún está muy extendida, incluso entre los historiadores especializados. Así, un excelente trabajo, publicado en 1950, sigue describiendo el ludismo simplemente como una “jaquerie industrial delirante y sin sentido”, y una eminente autoridad, que ha contribuido más que nadie a nuestro conocimiento del tema, pasa por los disturbios endémicos del siglo XVIII sugiriendo que se trataba de torrentes de excitación y entusiasmo[1]. Esta confusión se debe, pienso, a la persistencia de las opiniones acerca de la introducción de la maquinaria elaboradas a comienzos del siglo XIX, así como a las opiniones acerca del trabajo y la historia del sindicalismo formuladas a finales del siglo XIX, principalmente por los Webb y sus discípulos fabianos. Quizá haya que distinguir entre varias perspectivas y conjeturas. En buena parte de los debates acerca de la destrucción de máquinas uno todavía puede percibir las ideas de los apologistas económicos de la burguesía del siglo XIX, sobre que los trabajadores deben aprender a no dirigir sus pensamientos contra la verdad económica, siempre desagradable; o las de los fabianos y liberales, sobre que los métodos de intimidación en la actividad sindical son menos efectivos que la negociación pacífica; o las de ambos, sobre que el temprano movimiento obrero no sabía lo que estaba haciendo, sino que tan solo reaccionaba, a tientas y a ciegas, a la presión de la miseria, al igual que los animales en el laboratorio reaccionan a las corrientes eléctricas. La opinión consciente de la mayor parte de estudiosos se puede resumir así: el triunfo de la mecanización era inevitable. Podemos comprender y sentir simpatía por esta actividad de retaguardia en la que todos los obreros, excepto una minoría de trabajadores favorecidos, combatieron contra este nuevo sistema; pero debemos aceptar su vacuidad y su inevitable derrota.

Las conjeturas implícitas son completamente debatibles. En estas perspectivas conscientes obviamente hay buena parte de verdad. Ambas, no obstante, esconden buena parte de la historia. Así pues, hacen imposible ningún verdadero estudio sobre los métodos de la lucha obrera en el periodo preindustrial. Sin embargo, este estudio es enormemente necesario. Una rápida ojeada al movimiento obrero del siglo XVIII y de la primera parte del XIX muestra lo peligroso que es hacerse la idea de una revuelta y retirada desesperadas, tan familiar entre 1815-1848, ya lejos en el tiempo. Dentro de sus límites (y estos eran intelectual y organizativamente muy restringidos), los movimientos que se desarrollaron durante el largo boom económico que terminó con las guerras napoleónicas no fueron insignificantes ni fracasaron completamente. Buena parte de su éxito quedó oscurecido por las derrotas posteriores: la potente organización en la industria lanera del oeste de Inglaterra declinó completamente, para no resurgir hasta el ascenso de los sindicatos generales durante la primera guerra mundial; las sociedades de oficios de los obreros de la lana belgas, lo bastante fuertes como para ganar virtualmente convenios colectivos en los años 1760, desaparecieron tras 1790, y hasta la primera década del siglo XX el sindicalismo estuvo a efectos prácticos muerto[2].

Sin embargo no hay excusa para pasar por alto la potencia de estos tempranos movimientos, sobre todo en Gran Bretaña; y a menos de que nos demos cuenta que la base de este poder residía en la destrucción de máquinas, los disturbios y la destrucción de la propiedad en general (en términos modernos, sabotaje y acción directa), no comprenderemos nada acerca de ellos.

Para la mayor parte de los que no son especialistas, los términos destructor de máquinas y ludita son intercambiables. Es natural, pues los estallidos de 1811-13, y los de años posteriores del mismo periodo, atrajeron más a la opinión pública que cualquier otro, y se creía que requerían más fuerzas militares para eliminarlos. El Sr. Darvall[3] ha hecho bien en recordarnos que las 12.000 tropas desplegadas contra los luditas superaban con creces el tamaño del ejército que Wellington llevó a la Península en 1808. La natural preocupación por los luditas tiende pues a confundirse con la discusión sobre la destrucción de máquinas en general, que se inicia, como fenómeno serio (si es que se puede decir que tiene un inicio) en algún momento del siglo XVII y continúa hasta aproximadamente 1830. De hecho, la serie de revueltas de trabajadores agrícolas que se produjeron en 1830, que los Hammond bautizaron como los “últimos levantamientos obreros”, fueron esencialmente una gran ofensiva contra la maquinaria agrícola, aunque accidentalmente también se destruyera buena cantidad de equipamiento para la manufactura[4]. En primer lugar, el ludismo, considerado por la administración como un fenómeno concreto, englobó distintos tipos de destrucción de máquinas, buena parte de los cuales eran independientes los unos de los otros, tanto antes como después. En segundo lugar, la rápida derrota del ludismo hizo que se extendiera la creencia de que la destrucción de máquinas nunca tuvo éxito.

Vamos a considerar el primer punto. Hay al menos dos tipos de destrucción de máquinas, al margen de la destrucción accidental, los disturbios acostumbrados contra los elevados precios y demás causas de descontento (como fue el caso de algunas destrucciones en Lancashire en 1811 y en Wiltshire en 1826[5]). El primer tipo no conlleva especial hostilidad contra las máquinas en sí mismas, sino que es un medio de presionar en ciertas situaciones a los patronos o los putters-out. Hay quien ha señalado acertadamente que en el caso de Nottinghamshire, Leicestershire y Derbyshire, los luditas “atacaban a las máquinas, nuevas o viejas, para obligar a sus patrones a que les garantizaran ciertas concesiones referentes a los salarios y otras cuestiones”[6]. Este tipo de destrucción era una parte tradicional e instituida de todo conflicto industrial en el periodo del sistema doméstico y manufacturero, y en las primeras etapas de la minería y la industria. No iba dirigido solo contra las máquinas, sino también contra las materias primas, los productos acabados, o incluso contra la propiedad privada de los patronos, dependiendo de qué tipo de destrozo les causara más daño. Así, en los tres meses de agitación de 1802 los tundidores de Wiltshire quemaron los pajares, graneros y perreras de los fabricantes impopulares, talaron sus árboles, destruyeron montones de tela y atacaron y destruyeron sus molinos[7].

La prevalencia de esta “negociación colectiva mediante disturbios” está bien documentada. Así, ciñéndonos solo a los oficios textiles del oeste de Inglaterra, los pañeros se quejaban ante el Parlamento en 1718 y 1724 de que los tejedores “amenazaban con echar abajo sus casas y quemar sus productos a menos que aceptemos sus términos”[8]. Las disputas de 1726-27 en Somerset, Wiltshire y Gloucestershire, así como en Devon, las protagonizaron tejedores “que penetraban en las casas (de los maestros y esquiroles), echando a perder la lana, destruyendo las piezas de los telares y las herramientas de trabajo”[9]. Todo terminó en una especie de convenio colectivo. Los grandes motines de obreros textiles de Melksham en 1738 empezaron cuando los trabajadores “cortaron todas las correas de los telares que pertenecían al Sr. Coulthurst… por haber bajado los precios”[10]; y tres años después los inquietos patronos de la misma zona escribían a Londres pidiendo protección ante las reivindicaciones de los operarios, que exigían que no se contratara a ningún forastero, so pena de destruir los telares[11]. Y se produjeron cosas parecidas durante todo el siglo.

Y de nuevo, allí donde los mineros de carbón lograban dirigir sus demandas contra los patronos del trabajo, empleaban la técnica de la destrucción. En su mayor parte, desde luego, los disturbios de los mineros aún iban dirigidos contra los altos precios de la comida, de los que se responsabilizaba a los especuladores. Así, en las minas de Northumberland, la quema de la maquinaria de la cantera constituyó una parte de los disturbios de la década de 1740, que llevaron a un considerable aumento de salario[12]. Y también se dañaron máquinas y se incendió carbón en los disturbios de 1765, que dieron libertad a los mineros para elegir patrón al finalizar el contrato anual[13]. Las leyes parlamentarias contra el incendio de minas se sucedieron intermitentemente durante la última parte del siglo[14]. Incluso en 1831 los huelguistas de Bedlington (Durham) también llegaron a destruir una máquina de extracción[15].

La historia de la destrucción de bastidores en la industria calcetera de East Midlands es bastante conocida como para volver a ella[16]. Ciertamente, la destrucción de máquinas fue el arma más importante que se empleó en los famosos disturbios de 1778 (antecesores del ludismo), que esencialmente formaban parte de un movimiento contra la reducción de salarios.

En ningunos de estos casos –y podríamos mencionar otros– se trataba de hostilidad a las máquinas en sí mismas. La destrucción era simplemente una técnica sindical en el periodo anterior a la Revolución Industrial, y durante sus primeras fases. El hecho de que los sindicatos organizados apenas existiesen como tales en los oficios involucrados, no resta valor al argumento. Ni tampoco el hecho de que, con la llegada de la Revolución Industrial, la destrucción adquiriera nuevas funciones. Era más útil cuando había que presionar intermitentemente a los patronos que cuando había que mantener una presión constante: cuando los salarios y las condiciones cambiaban de repente, como entre los obreros textiles, o cuando había que renovar los contratos anuales simultáneamente, como entre los mineros y marineros, más que por ejemplo allí donde la entrada al mercado debía restringirse constantemente. Podían emplearla todo tipo de personas, desde los pequeños productores independientes, pasando por las formas intermedias tan típicas del sistema de trabajo doméstico, hasta quienes más o menos eran completamente asalariados. En general estaba ligada a los conflictos que surgían a partir de las típicas relaciones sociales de producción capitalista, entre los empresarios empleadores y los hombres que dependían, directa o indirectamente, de la venta de su fuerza de trabajo; aunque esta relación se desplegaba bajo formas primitivas, que se mezclaban con las relaciones de la pequeña producción independiente. Merece la pena tener en cuenta que los disturbios y las destrucciones de este tipo parecen haber sido más frecuentes durante el siglo XVIII en Gran Bretaña, que había pasado por su revolución “burguesa”, que en Francia[17]. Ciertamente los movimientos de estos tejedores y mineros difieren mucho de las superficiales actividades de corte sindical de las asociaciones de oficiales de muchas de las viejas regiones continentales[18].

El valor de esta técnica era obvio, tanto como medio de presionar a los patronos como a la hora de garantizar la necesaria solidaridad entre los trabajadores.

El primer punto queda admirablemente reflejado en una carta de un funcionario municipal de Nottingham en 1814[19]. Los tejedores de trama, informaba, estaban en huelga contra la empresa de J. y George Ray. Como esta firma empleaba sobre todo a operarios que eran dueños de su propio telar, eran muy sensibles a cualquier parón en el trabajo. La mayor parte de las empresas, no obstante, alquilaban los telares a los tejedores, “y así pasaban a controlar completamente a sus obreros. Quizá la manera más efectiva de presionar mediante la coalición era su vieja forma de luchar mediante la destrucción de sus bastidores”. En un sistema de industria doméstica donde pequeños grupos de operarios, u operarios aislados, vivían dispersos en numerosos pueblos y cottages, en cualquier caso, no era fácil concebir otro método que garantizara un paro efectivo. Es más, contra los relativamente pequeños patronos locales, la destrucción de la propiedad (o la constante amenaza de destrucción) debía ser bastante efectiva. Allí donde, como en la industria del paño, tanto la materia prima como el producto acabado eran artículos bastante caros, quizá era preferible destruir la lana y el paño que los telares[20]. Pero en las industrias semi-rurales el incendio de los pajares, graneros y las casas de los patronos podía afectar seriamente a su balance de pérdidas-beneficios.

La técnica tenía además otra ventaja. El hábito de la solidaridad, que es la base de un efectivo sindicalismo, cuesta tiempo aprenderlo, incluso allí donde parece que asoma de manera natural, como en las minas de carbón. Y aún requiere más tiempo llegar a formar parte del incuestionable código ético de la clase obrera. El hecho de que los tejedores de trama dispersos por East Midlands lograran organizar huelgas eficaces contra las empresas de los patronos, por ejemplo, revela un alto nivel de “moral sindical”; mayor de lo que podría esperarse en aquel periodo de industrialización. Es más, entre hombres y mujeres mal pagados que carecen de fondos para la huelga, el riesgo de esquirolaje es siempre alto. La destrucción de máquinas era un método que permitía contrarrestar esta debilidad. Al destruir la máquina extractora de una mina de Northumbria, o el alto horno de una forja de Gales, al menos tenían la seguridad de que durante un tiempo la planta no podría operar[21]. Simplemente era un método, que además no se podía aplicar en todas partes. Y todo el conjunto de actividades que los administradores del siglo XVIII y XIX llamaron “disturbios”, tenía el mismo propósito. Todo el mundo está familiarizado con esas bandas de militantes o huelguistas de un centro de trabajo o localidad que recorren la región, llamando a los pueblos, talleres y fábricas con una mezcla de ruegos y de coacciones (aunque en las primeras etapas de la lucha eran pocos los trabajadores que necesitaban que les insistieran)[22]. Las manifestaciones masivas y las asambleas continuaron formando parte esencial de los conflictos laborales durante mucho tiempo, no solo para intimidar a los patronos, sino para mantener a los hombres unidos y con buen ánimo. Los periódicos motines de los marineros del noreste, cuando llegaba la época de concertar los contratos, son un buen ejemplo[23]; las huelgas de los modernos estibadores, otro[24]. Claramente, la técnica ludita estaba bien adaptada a esta fase de la guerra industrial. Si bien los tejedores británicos del siglo XVIII (o los leñadores norteamericanos del siglo XX) constituían un grupo de hombres proverbialmente alborotador, había razones técnicas para que se comportaran así.

A este respecto, también tenemos la confirmación de un moderno líder sindical, quien cuando era niño vivió la transición del sistema doméstico al sistema fabril en la industria lanera. “Hay que recordar”, escribe Rinaldo Rignola[25], “que en aquellos tiempos pre-socialistas la clase obrera era una multitud, no un ejército. Las huelgas preparadas, ordenadas y burocráticas eran imposibles [R. es un líder sindical extremadamente conservador]. Los obreros sólo podían luchar mediante manifestaciones, gritos, ánimos y abucheos, intimidación y violencia. El ludismo y el sabotaje, aunque no se elevaron a la categoría de doctrinas, formaban necesariamente parte de los métodos de lucha”.

Ahora debemos echar un vistazo al segundo tipo de destrucción, generalmente considerado como una expresión de la hostilidad de la clase obrera hacia las nuevas máquinas de la revolución industrial, sobre todo a las que ahorraban trabajo. Por supuesto, no hay duda de que hubo un gran sentimiento de oposición a estas nuevas máquinas; un sentimiento bien fundado, en opinión nada menos que de una autoridad como Ricardo[26]. Aun así habría que hacer tres observaciones. Primero, esta hostilidad no era tan indiscriminada ni tan específica como se supone a menudo. Segundo, salvo excepciones locales o parciales, en la práctica fue sorprendentemente débil. Y por último, en absoluto estaba circunscrita a los trabajadores, sino que era compartida por la gran masa de la opinión pública, incluso por muchos fabricantes.

1) El primer punto queda claro en cuanto consideramos el problema tal y como lo encaraba el trabajador. A él le preocupaba, no el progreso técnico en abstracto, sino dos problemas relacionados, prevenir el desempleo y mantener el estándar de vida acostumbrado, lo que incluía factores no monetarios como la libertad y la dignidad, además de los salarios. Así, sus objeciones no eran contra la máquina como tal, sino contra la amenaza que suponía (y ante todo la amenaza que representaba para él todo el cambio en las relaciones sociales de producción). El que esta amenaza procediera de la máquina o de cualquier otro lado, dependía de las circunstancias. Los tejedores de Spitalfields se amotinaron en 1675 contra las máquinas con las que “un hombre puede hacer lo mismo […] que casi veinte sin ellas”; contra los que utilizaban calicós estampados en 1719; contra los inmigrantes que trabajaban por debajo de la tarifa en 1736; y destruyeron telares contra la reducción de las tarifas en la década de 1760[27]: pero el objetivo estratégico de estos movimientos era el mismo. Hacia 1800 los tejedores y los tundidores del oeste se pusieron en movimiento al mismo tiempo; los primeros, organizados contra la saturación del mercado de trabajo por la llegada de nuevos obreros, los segundos, contra las máquinas[28]. Sin embargo, su objetivo era el mismo, controlar el mercado de trabajo. Y a la inversa, cuando el cambio no desfavorecía a los trabajadores en absoluto, no hallamos especial hostilidad hacia las máquinas. Entre los impresores, la adopción de prensas automáticas a partir de 1815 parece que no causó muchos problemas. Fue la posterior revolución en la linotipia la que, en la medida que implicaba un empeoramiento indiscriminado, desató la lucha[29]. Entre principios del siglo XVIII y mediados del siglo XIX la mecanización y los nuevos artefactos fueron aumentando la productividad del minero de carbón; por ejemplo, la introducción de los explosivos. Sin embargo, mientras estos iban perdiendo su posición de artesanos intocables, no tenemos noticia de ningún movimiento importante de resistencia a los cambios técnicos, aunque los mineros eran proverbialmente ultra-conservadores y alborotadores. La regulación de la producción llevada a cabo por los trabajadores de las empresas privadas es una cuestión completamente distinta. Podía producirse, y de hecho así ocurría, en todas las industrias no mecanizadas (por ejemplo, en los oficios de la construcción); tampoco dependía de movimientos abiertos, organizaciones o estallidos.

En algunos casos, de hecho, la resistencia a la máquina era una resistencia consciente a la máquina en manos del capitalista. Los destructores de máquinas de Lancashire de 1778-80 distinguían claramente entre las spinning-jenny de 24 husos o menos, que no tocaban, y las que tenían más, solo aptas para su empleo en fábricas, que destruían[30]. No hay duda de que en Gran Bretaña, que estaba más familiarizada con unas relaciones sociales de producción que anticipan las del capitalismo industrial, este tipo de comportamiento sorprende menos que en otras partes. Pero esto hay que interpretarlo con cuidado. Los oficiales de 1760 aún estaban a un gran trecho de comprender la naturaleza del sistema económico al que se enfrentaban. No obstante, está claro que no se trataba de una lucha contra el progreso técnico en sí mismo.

Si consideramos las máquinas como un problema aislado, tampoco existen diferencias fundamentales entre la etapa temprana del industrialismo y la tardía, en lo que respecta a la actitud de los trabajadores hacia ellas. Es cierto que en la mayoría de las industrias el objetivo de evitar la introducción de máquinas no deseadas dio paso, con la llegada de la completa mecanización, al plan de “capturarlas” para que los trabajadores pudieran disfrutar de unas ciertas condiciones y normas sindicales; mientras al mismo tiempo se tomaban todas las medidas posibles para minimizar el desempleo tecnológico. Esta política parece haber sido adoptada de manera irregular a partir de la década de 1840[31] y durante la Gran Depresión [del siglo XIX], y de manera más general a partir de mediados de la década de 1890[32].  No obstante, incluso hoy en día hay muchos ejemplos de hostilidad directa a las máquinas que amenazan con crear desempleo o con degradar el trabajo[33]. Dado el funcionamiento normal de una economía de empresa privada, las razones que llevaban a los obreros a desconfiar de las nuevas máquinas en 1810 siguen presentes en 1950.

2) El debate podría hasta cierto punto ayudar a explicar por qué, después de todo, la resistencia a las máquinas fue tan pequeña. Esta realidad no se suele reconocer, pues la mitología de la primera época del industrialismo, que reflejaron hombres como Banes o Samuel Smiles, ha magnificado los motines que se produjeron. A los hombres de Manchester les gustaba considerarse no solo como un ejemplo de emprendimiento y de sabiduría económica, sino también –tarea más difícil– como héroes. Wadsworth y Mann ha reducido los disturbios de Lancashire del siglo XVIII a unas proporciones más modestas[34]. De hecho, solo tenemos registro de unos pocos movimientos de destrucción verdaderamente extendidos, como el de los trabajadores agrícolas, que probablemente destruyeron casi todas las trilladoras de las zonas afectadas[35], o las especializadas campañas del pequeño cuerpo de tundidores de Gran Bretaña y demás regiones[36], y quizás los motines contra los telares mecánicos en 1826[37]. Las destrucciones de Lancashire de 1778-80 y de 1811 se limitaron a zonas concretas y a un número concreto de fábricas (los movimientos más amplios de 1811-12 en East Midlands no estaban en absoluto dirigidos contra la nueva maquinaria). Esto no solo se debe al hecho de que cierto tipo de mecanización se considerase inofensiva. Como ya se ha señalado[38], la mayor parte de las máquinas tendían a introducirse en épocas de creciente prosperidad, cuando el empleo aumentaba y la resistencia, aún no completamente movilizada, desaparecía por un tiempo. Cuando llegaban los problemas, el momento estratégico para oponerse a los nuevos aparatos ya había pasado. Los nuevos obreros que los manejaban ya habían sido contratados, los viejos operarios manuales estaban en la calle, y solo podían destruir aleatoriamente a sus competidores, sin ser capaces ya de imponerse a las máquinas (a menos, desde luego, que tuvieran la suficiente suerte como para conocer un oficio especializado que no se hubiese visto afectado por la producción mecánica, como los zapateros manuales y los sastres en las décadas de 1870 y 1880). Una de las razones que hizo que la destrucción de los tundidores fuera más persistente y seria que el resto es que estos altamente especializados y organizados oficiales conservaron bastante control sobre el mercado laboral, incluso tras la mecanización parcial[39].

3) La mitología de los fabricantes pioneros también ha oscurecido la apabullante simpatía compartida por todas las capas de la población hacia los destructores de máquinas. En Nottinghamshire no se denunció ni a un solo ludita, aunque muchos pequeños maestros debían saber perfectamente quién destrozó sus bastidores[40]. En Wiltshire, donde era conocida la simpatía de los “cortadores” independientes y los pequeños maestros hacia los tundidores[41], los verdaderos terroristas de 1802 no pudieron ser descubiertos[42]. Los propios mercaderes y fabricantes de lana de Rossendale aprobaron resoluciones contra los telares mecánicos algunos años antes de que los operarios los destrozaran[43]. En el levantamiento obrero de la década de 1830, el funcionario de los magistrados de Hildon, Wiltshire, informaba de que “allí donde la multitud no ha destruido la maquinaria, han sido los granjeros quienes la han expuesto para que la destruyan”[44], y Lord Melbourne se vio obligado a enviar una escueta circular a los magistrados que “en muchos casos habían recomendado que se dejaran de emplear temporalmente las máquinas para triturar grano y demás propósitos”. “Las máquinas”, argumentaba, “tienen tanto derecho a la protección legal como cualquier otra clase de propiedad”[45].

Tampoco es sorprendente. Los empresarios capitalistas completamente desarrollados constituían una pequeña minoría, incluso entre aquellos cuya posición era técnicamente la de acaparadores de beneficios. El pequeño tendero o el maestro local no querían una economía de expansión ilimitada, acumulación y revolución técnica, esa ley de la jungla en la que los débiles estaban condenados a la quiebra y a pasar al estatus de asalariados. Su ideal era ese sueño secular de los “hombres pequeños”, que ha quedado periódicamente reflejado en el radicalismo de los levellers, los jeffersonianos y los jacobinos: una sociedad a pequeña escala de modestos propietarios y asalariados acomodados, sin grandes distinciones de poder o riqueza, pero que sin duda, poco a poco, cada vez serían más ricos y vivirían más cómodos. Era un ideal irrealizable, sobre todo en unas sociedades que evolucionaban tan rápidamente. Recordemos, no obstante, que durante la primera parte del siglo XIX europeo aquellos a quienes apelaban constituían la mayor parte de la población, y al margen de industrias como la del algodón, también de la clase patronal[46]. Y es que incluso el genuino empresario capitalista podía tener opiniones contradictorias sobre las máquinas. La creencia de que debía impulsar inevitablemente el progreso técnico por su propio interés personal no tiene fundamento alguno, aunque la posterior experiencia del capitalismo francés y del capitalismo británico tardío no estuviera disponible. Al margen de la posibilidad de hacer más dinero sin máquinas que con ellas (en mercados protegidos, etc.), era raro que las máquinas respondieran a claros e inmediatos propósitos monetarios.

En la historia de cualquier artefacto técnico, hay un “umbral de beneficio” que se cruza más bien tarde, tanto más tarde cuanto mayor es el capital que hay que invertir en la máquina. Quizá sea esta la causa de los proverbiales fracasos en los negocios de los inventores, que invirtieron su dinero y el ajeno en sus proyectos cuando aún eran inevitablemente imperfectos y en absoluto superiores a sus rivales no mecanizados[47]. Desde luego, la economía de libre empresa superaría estos obstáculos. Lo que se ha descrito como el “vasto boom secular” de 1775-1875 creó situaciones, aquí y allá, a partir de las cuales surgirían empresarios en algunas industrias (como la del algodón) con el ímpetu suficiente como para traspasar ese “umbral”[48]. El propio mecanismo de la acumulación de capital en una sociedad que pasa por una revolución suministró otras tantas. A medida en que operaba la concurrencia, los avances técnicos de los pioneros se fueron extendiendo ampliamente. Pero no debemos olvidar que los pioneros eran una minoría. La mayor parte de los capitalistas acogieron en un primer momento las nuevas máquinas no como armas ofensivas, para hacer beneficios, sino como arma defensiva, para protegerse de la bancarrota que amenazaba a los competidores rezagados. No nos sorprende encontrarnos en 1834 a E.C. Tufnell acusando a “muchos maestros del gremio del algodón […] del desafortunado comportamiento de instigar a los obreros a que la emprendan contra aquellos fabricantes que habían ampliado sus mules[49]. El pequeño productor y el empresario común y corriente estaban en una posición ambigua, pero sin la independencia suficiente para poder cambiarla. Quizá no les gustara su necesidad de nuevas máquinas, bien porque éstas alterasen su modo de vida o porque, según sus cálculos racionales, en aquel momento no fuesen buen negocio. En cualquier caso, veían que fortalecía la posición del empresario que se había modernizado, el principal rival. Las revueltas obreras contra las máquinas dieron a estos hombres una oportunidad; y muchos la aprovecharon. Se puede dar la razón al estudioso de los destructores de máquinas franceses que afirma que “a veces el estudio detallado de los incidentes locales demuestra que el movimiento ludita era menos una agitación obrera que un aspecto de la competencia entre los fabricantes o dueños de taller atrasados y los más avanzados”[50].

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Si el empresario innovador tenía toda la opinión pública en su contra, ¿cómo logró imponerse? Gracias al Estado. Ya hay quien ha señalado que en Gran Bretaña la revolución de 1640-60 supone un punto de inflexión en la actitud del Estado frente a la maquinaria. A partir de 1660 la tradicional hostilidad hacia los aparatos que quitaban el pan de la boca a los hombres honrados dio paso al estímulo de la empresa que genera beneficios, sea cual sea el coste social[51]. Este es uno de los hechos que nos permite considerar la revolución del siglo XVII como el auténtico comienzo político del moderno capitalismo británico. Durante el siguiente periodo, el aparato del Estado centralizado tendió, si no a situarse contra la opinión pública en materia económica, al menos sí a estar más dispuesto a considerar las demandas de los empresarios completamente capitalistas (excepto, por supuesto, cuando estas chocaban con otros intereses establecidos más viejos y más grandes). Los Squire Western de algunos condados bien podían seguir brindando por los vestigios de una jerarquía feudal desaparecida, en una sociedad inmóvil: no hay ningún rastro significativo de política feudal en los gobiernos whig, sobre todo a partir de 1688. Las simpatías de Londres revelarían su inestimable valor para los nuevos industriales cuando estos empezaron su meteórico ascenso en el último tercio del siglo. En las cuestiones de política agraria, comercial o financiera, Lancashire podía enfrentarse a Londres, pero no en lo que atañe a la cuestión de la fundamental supremacía del patrón con ánimo de lucro. Fue el Parlamento no reformado en su periodo más ferozmente conservador el que introdujo el laisser faire en las relaciones entre patronos y obreros. La economía clásica de libre empresa dominaba los debates. Y Londres tampoco dudaba en golpear con los nudillos a sus representantes locales más sentimentales y chapados a la antigua si no conseguían “conservar y defender los derechos de cualquier tipo de propiedad contra la violencia y la agresión”[52].

Así pues, hasta la última parte del siglo XVIII, el apoyo del Estado a los empresarios innovadores no fue desdeñable. El sistema político británico entre 1660 y 1832 estaba diseñado para servir a los fabricantes en la medida en que estos estuvieran dispuestos a circunscribirse al conjunto de intereses de viejo cuño ya establecidos (terratenientes de mentalidad comercial, mercaderes, financieros, nabab, etc.). Como mucho podían esperar que les dejaran chupar una parte del bote proporcional a la presión que ejercían, pero a principios del siglo XVIII los fabricantes “modernos” se reducían únicamente a unos grupos esporádicos en las provincias. Por tanto a veces hubo cierta neutralidad por parte del Estado en cuestiones laborales, al menos hasta pasada la mitad del siglo XVIII[53]. Los pañeros del oeste se quejaban amargamente de que la mayor parte de los jueces de paz tenían prejuicios contra ellos[54]. La actitud del gobierno nacional ante los disturbios de los tejedores en 1726-27 contrasta de manera impresionante con la del Home Office en la década de los 1790. Londres se lamentaba de que los fabricantes encolerizaban sin necesidad a los hombres al detener a los amotinados; los argumentos de que se trataba de rebeldes no se tenían en cuenta; se sugería que ambas partes debían negociar amigablemente, para poder hacer la petición pertinente al Parlamento y que éste pudiera actuar[55]. Cuando esto sucedió, el Parlamento sancionó un acuerdo colectivo que concedió a los oficiales buena parte de lo que reclamaban, aún a costa de hacer así “apología de los pasados disturbios”[56]. De nuevo, la frecuencia de la legislación ad hoc durante el siglo XVIII[57] tiende a demostrar que no hubo ningún intento sistemático, consistente y general de hacerla cumplir. A medida que avanzaba el siglo, la voz de los fabricantes se fue convirtiendo progresivamente en la voz del gobierno en estas cuestiones; pero antes los oficiales aún podían hacer frente de vez en cuando a una parte de los maestros en un contexto más o menos imparcial.

Llegamos así al último y más complicado problema: ¿qué efectividad tenía la destrucción de máquinas? Creo que es justo decir que la negociación colectiva mediante disturbios era al menos tan efectiva como cualquier otro medio de presión sindical, y probablemente más efectiva que el resto medios disponibles para estos grupos de tejedores, marineros y mineros antes de la época de los sindicatos nacionales. Esto tampoco es decir mucho. Quienes no disfrutaban de la protección natural que ofrecía el pequeño número y los escasos conocimientos que aportaba el aprendizaje, protección que se podía conservar restringiendo la entrada al mercado y mediante el monopolio de la contratación, estaban en cualquier caso obligados a ponerse a la defensiva. Su éxito, por tanto, hay que medirlo a partir de su capacidad para conservar unas condiciones estables (por ejemplo, tablas salariales estables) frente al perpetuo y bien percibido deseo de los maestros de reducirlos al nivel de la inanición[58]. Esto requería de un combate incesante y eficaz. Se puede argumentar que en principio esta estabilidad se vio constantemente minada por la baja inflación durante el siglo XVIII, que no dejó de afectar a los asalariados[59]; pero pretender que las actividades propias del siglo XVIII se hicieran cargo de este tipo de fenómenos es pedir demasiado. Dentro de unos límites, es difícil negar que los tejedores de seda de Spitalfields sacaron provecho de sus disturbios[60]. Los conflictos de los barqueros, marineros y mineros del noreste, de los cuales tenemos constancia, terminaban muchas veces en victorias o compromisos aceptables. Es más, al margen de los enfrentamientos individuales, los disturbios y la destrucción de máquinas suministraban en todo momento valiosas reservas a los trabajadores. El maestro del siglo XVIII era perfectamente consciente de que una demanda intolerable produciría, no ya una pérdida temporal de beneficios, sino la destrucción de los bienes de equipo. En 1829, el Comité de los Lores preguntó a un destacado magnate de la industria minera si una reducción de los salarios en las minas del Tyne y Wearside podría “llevarse a cabo sin poner en peligro la intranquilidad del distrito, o arriesgar la destrucción de todas las minas, con toda la maquinaria, y el valioso stock almacenado en ellas”. Respondió que no[61]. El patrón que debía enfrentarse a estos peligros de manera irremediable, se detenía antes de provocarlos, por temor a que “su propiedad y quizá su vida corrieran peligro con ello”[62]. “Muchos más maestros de los que uno se imagina”, anotaba Sir John Clapham con sorpresa injustificada, apoyaban las regulaciones de las Leyes de los Tejedores de Seda de Spitalfields, pues con ellas, argumentaba, “el distrito vive en estado de quietud y reposo”[63].

¿Podían los disturbios y la destrucción de máquinas, no obstante, contener el avance del progreso técnico? Desde luego no pudieron contener el triunfo del capitalismo industrial en su conjunto. A pequeña escala, sin embargo, no era en absoluto el arma inútil y desesperada que algunos han pretendido. Así, el miedo a los tejedores de Norwich parece que evitó que se introdujeran máquinas allí[64]. El ludismo de los tundidores de Wiltshire en 1802 ciertamente pospuso la difusión de la mecanización; una petición de 1816 señala que “en la época de la guerra no había ni giggs ni frames en Trowbridge, pero es triste constatar que ahora aumentan cada día”[65]. Paradójicamente, la destrucción de los desamparados trabajadores agrícolas en 1830 parece que fue la más efectiva de todas. Aunque las concesiones salariales se perdieron pronto, las trilladoras no volvieron a emplearse en la misma escala que antes[66]. En qué medida estos éxitos se deben a los operarios, y en qué medida al ludismo latente o pasivo de los propios patronos, no es posible determinarlo. No obstante, sea cual sea la verdad, la iniciativa vino de los operarios, hasta tal punto que pueden reclamar una buena porción de estos triunfos.


[1] J. H. Plumb, England in the Eighteenth Century, 150; T. S. Ashton, The Industrial Revolution, 154.

[2] L. Dechesne, L’Avènement du Régime Syndical à Verviers (Paris, 1908) 51-64 y passim.

[3] F. O. Darvall, Popular Disturbance and Public Order in Regency England (London 1934), 1.

[4] Por ejemplo, las máquinas de lana y seda en Wiltshire, las máquinas de papel en Buckinghamshire, las de hierro en Berkshire. (Public Record Office, Home Office Papers, HO 13/57, PP- 68-9, 107, 177; Assizes 25/21 passim). J. L. y B. Hammond, The Village Labourer (varias ediciones) es la Fuente más accesible. Ver también dos tesis no publicadas: N. Gash, The Rural Unrest in England in 1830 (Oxford Examination Schools) y Alice Colson, The Revolt of the Hampshire Agricultural Labourers (London University Library).

[5] Sobre la discusión de los disturbios por los altos precios, T. S. Ashton y J. Sykes, The Coal Industry of the 18th Century (Manchester 1929), cap. VIII, A. P. Wadsworth y J. de L. Mann, The Cotton Trade and Industrial Lancashire (Manchester I93I), 355 ff.

[6] Darvall, chap. VIII passim.

[7] Bonner and Middleton’s Bristol Journal, 31-7-1802. Algunos disturbios surgieron por conflictos laborales corrientes, otros por la oposición a las nuevas máquinas. Ver J. L. y B. Hammond, The Skilled Labourer, para un resumen de este movimiento, y A. Aspinall (ed.), The Early English Trade Unions (London 1949), 41-69 para consultar algunos documentos.

[8] House of Commons Journals, xviii, 715 (1718); xx, 268 (1724).

[9] House of Commons Journals, xx, 598-9 (1726) ; Salisbury Assize Records en Wiltshire Times 25-1-1919 (Wiltshire Notes & Queries).

[10] Gentleman’s Magazine, 1738, 658.

[11] Public Record Office, State Papers Domestic Geo. 2, 1741, 56 : 82-3.

[12] E. Welbourne, The Miners’ Unions of Northumberland and Durham (Cambridge, 1923), 21.

[13] Ashton and Sykes, 89-91.

[14] 10 Geo. 2, c.32, 17 Geo. 2, c.40, 24 Geo. 2, c.57, 31 Geo 2, c.42 (E. R. Turner, The English Coal Industry in the 17th and 18th centuries, Amer. Hist. Rev. XXVII p. 14). Turner parece haber descuidado 13 Geo. 2, C.21, 9 Geo. 3, c.29, 39 y 40 Geo. 3, c.77, 56 Geo. 3, c.125 que también iban dirigidas contra la destrucción en las minas. (Burn’s Justice of the Peace, ed. Chitty, 1837 edn., vol. Ill, 643 if.).

[15] Welbourne, 31.

[16] W. Felkin, A History of the Machine-wrought Hosiery and Lace Manu­factures (London 1867) es una autoridad sobre la materia.

[17] Para las minas francesas cf. M. Rouff, Les mines de charbon en France au XVIIle siècle (Paris 1922).

[18] E. M. Saint-Léon, Le Compagnonnage (Paris 1901), I, chap. 5.

[19] Aspinall, 175.

[20] Los hombres de Bolton alegaron en 1826 haber planeado la destrucción de todo el algodón listo para exportar, así como de las máquinas. (Public Record Office, Home Office Papers HO 40/19, Fletcher to Hobhouse 20 April 1826).

[21] Cf. la discusión de estos problemas en E. Pouget, Le Sabotage (Paris n.d.) 45 ff.

[22] Por ejemplo, los metalúrgicos galeses en 1816 (The Times, 26 Oct. 1816), la huelga general de 1842 (F. Peel, The Risings of the Luddites, Chartists and Plug drawers, Heckmondwike 1888, 341-7), y los mineros alemanes en 1889 (P. Grebe, Bismarcks Sturz u.d. Bergarbeiterstreik vom Mai 1889, Hist. Ztschr. CLVII, 91).

[23] Aspinall, 196 : “No puedo dejar de pensar que las asambleas de madrugada y las listas forman hoy el vínculo del sindicato.”

[24] H. L. Smith and V. Nash, The Story of the Dockers’ Strike (London 1889), passim.

[25] R. Rigola, Rinaldo Rigola e il Movimento Operaio nel Biellese (Bari 1930), 19. R. no registra destrucción por parte de los tejedores, sólo de los sombrereros.

[26] Ver el capítulo sobre la “Maquinaria” en sus Principios. Incluido sólo en la tercera edición, ver Sraffa and Dobb, Works and Correspondence of David Ricardo, (Cambridge 1951) I, p. lvii-lx.

[27] M. D. George, London Life in the 18th Century (London 1925) 187-8, 180.

[28] Parl. Papers 1802, Report fr. Committee on Woollen Clothiers’ Petition, 247, 249, 254-5. Rules and Articles of … the Woollen-Cloth Weavers’ Society … 1802 (British Mus. 906.k.14(1)).

[29] E. Howe and H. Waite: The London Compositor (London 1948) 226-33.

[30] Wadsworth and Mann, 499-500.

[31] S. y B. Webb, Industrial Democracy (London 1898), chap. VIII: New Processes and Machinery.

[32] Para los cambios en la política de los tipógrafos, cf. Howe and Waite; mecánicos, J. B. Jefferys, The Story of the Engineers (London 1945) 142-3, 156-7; obreros de la hojalata, J. H. Jones, The Tinplate Industry (London 1914), 183-4, cap. IX.

[33] J. Lofts, The Printing Trades (New York 1942) sobre la larga lucha de los tipógrafos norteamericanos contra la revolución técnica en los pasados 15 años.

[34] Op. cit. 412. Ver también el detallado análisis sobre el destino de Hargreaves, 476 ff.

[35] Sel. Ctee. on Agriculture, 1833, 64 estima —sin duda exagerando un poco— que solo el 1% de las trilladoras existentes antes de 1830 se empleaban a la sazón en Wilts, and Berks.

[36] Sobre la agitación de los tundidores extranjeros, F. R. Manuel, The Luddite Movement in France, Journ. Mod. Hist. 1938, 180 ff.; id., L’Introduction des Machines en France et les Ouvriers, Rev. d’Hist. Mod. N.S. XVIII, 212-5. De hecho el ludismo en Francia parece haber quedado limitado a los tundidores, con menos éxito que en Gran Bretaña, aunque las intenciones luditas a veces también eran expresadas por otros. Ver los documentos en G. and H. Bourgin, Le Régime de l’Industrie en France de 1814 à 1830 (Paris 1912-41), 3 vols.

[37] Hammonds, Skilled Labourer, 127.

[38] Manuel, J. Mod. H. 187, Darvall, passim. Ver también la nota de Tufnell, Character, Objects and Effects of Trade Unions (1834), 17 sobre la reticencia de los obreros que trabajaban con máquinas a la hora de unirse a la huelga contra ellas. Pero T. admite que lo hicieron, amenazados o persuadidos por sus compañeros en paro.

[39] Los tundidores (cortadores) levantaban las fibras de lanilla del paño acabado y las cortaban con unas pesadas tijeras de hierro. Debían ser fuertes y habilidosos.

[40] Darvall, 207.

[41] Aspinall, 57-8.

[42] Thomas Helliker, ejecutado por ello en 1803, generalmente se cree que fue inocente.

[43] G. H. Tuphng, Economic History of Rossendale (Manchester 1927), 214.

[44] M.S. Correspondencia de M. Cobb, funcionario de los Jueces de Salisbury, en Library of Wiltshire Archæol & Nat. Hist. Soc., Devizes: 26 Nov. 1830.

[45] Printed Circular 8 Dec. 1830. Hay referencias a ésta en Hammonds, Village Labourer (Guild Books edn.) II, 71-2.

[46] Ver el brillante análisis de la “pequeña burguesía democrática” en la Circular al Comité Central de la Liga de los Comunistas, de Marx. Works of Marx & Engels. II, 160-1.

[47] El término“umbral de beneficio” es de S. G. Gilfillan’s (Invention as a Factor in Economic History, Supp. to Journ. Econ. Hist., Dec. 1945).

[48] Les ayudó el bajo precio de las nuevas máquinas. Un pañero del oeste instaló jennies de 70-90 husos por 9 libras esterlinas la pieza en 1804. De ahí la posibilidad de una mecanización gradual.

[49] Tufnell, 18.

[50] Manuel, J. Mod. H., 186.

[51] E. Lipson, Econ. Hist. of England (4th edn.) II, p. cxxxv-vi, III, p. 300, 313, 324-7. Sir John Clapham, Concise Econ. Hist. of Britain, 301, señala directamente que “una vena de insensibilidad parece estar presente en la vida pública en la época de la Restauración”.

[52] Ver nota 45 más arriba.

[53] Para los “cambios revolucionarios” de este periodo, S. y B. Webb, Hist. of Trade Unionism (1894) 44 ff. Pero estos procedimientos parlamentarios pueden dar una impresión equivocada. El curso normal de los acontecimientos era que el laisser-faire progresara silenciosamente, habiendo quedado obsoleta la vieja legislación, a no ser que los trabajadores desplegaran una campaña especialmente activa o efectiva. Cf. la revocación de las clausulas salariales en el Estatuto de los Artificieros en 1813 (W. Smart, Econ. Annals of the 19th Century, 1801-20, 368).

[54] Philalethes, The Case as it now stands between the Clothiers, Weavers and other Manufacturers with regard to the late Riot, in the County of Wilts, London, 1739 (Cambridge Univ. Lib., Acton d. 25.1005), 7. En cualquier caso, en 17 Geo. 3, c.55 los sombrereros lograron una ley que prohibía a cualquier maestro sentarse en el banquillo durante las disputas que les afectaban a ellos, que es más de lo que consiguieron los trabajadores agrícolas.

[55] Public Record Office: State Papers Domestic Geo. I, 63: 72, 82, 93-4. 64: 1-6, 9-10 (esp. 2-4).

[56] Journals of the House of Commons, xx, 747.

[57] Burns’ Justice of the Peace, ed. cit., Ill, 643 ff., V, 485 ff., 552 ff., aporta un somero resumen de esta masa de leyes no coordinadas y fragmentadas.

[58] W. Sombart, Der Moderne Kapitalismus, I, ii, 803 para una bibliografía; K. Marx, Capital I (1938 ed.) 259-63. “The Case as it now stands . . . . ” (Nota 54 arriba) 29, 41, aporta los argumentos típicos.

[59] E. J. Hamilton, The Profit Inflation and the Industrial Revolution 1751- 1800, Q. Journ. Econ., 56 (1942), 256.

[60] Hammonds, Skilled Labourer. La observación de M. D. George, op. cit. 190 acerca de que el aumento de los precios del tejido con estas Acts no era comparable al de otros oficios en el mismo periodo, quizá sea cierto. Más significativo es el colapso drástico de los precios tras la derogación de las Acts (ibid, 374).

[61] Hammonds, Skilled Labourer, 26.

[62] William Stark sobre las razones que evitaron el empleo de maquinaria en el oficio del estambre de Norwich, y la resistencia a las reducciones de salario. (Handloom Weavers’ Commission, 1838 Ass. Commrs. Report II).

[63] J. H. Clapham, The Spitalfields Acts, 1773-1824, Econ. Journ. XXVI, 463, 464.

[64] Hammonds, Skilled Labourer, 142. J. H. Clapham, The Transference of the Worsted Industry from Norfolk to the West Riding, Econ. Journ. XX, discute la cuestión con más detalle.

[65] Hammonds, ibid, 188.

[66] Clutterbuck, The Agriculture of Berkshire (London & Oxford 1861), 41-2.

 

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