Artículo publicado originalmente en Échanges nº 84, abril-septiembre 1997.
En el otoño de 1995 una huelga de solidaridad (ilegal en Gran Bretaña) provoca el despido de cientos de estibadores del puerto de Liverpool, dando inicio a un conflicto que se prolongará 3 años y que a pesar de contar con el apoyo de amplios sectores sociales[1] y una difusión informativa mundial terminó en una derrota para los trabajadores implicados. El contraste entre esta aparente fuerza del movimiento solidario y su debilidad real de cara a imponer una solución favorable ante la empresa, llevó a Henri Simon a cuestionar el carácter de esta solidaridad y a distinguir entre la solidaridad real de los trabajadores en lucha y la solidaridad virtual.
Si traemos aquí este texto a colación es porque pensamos que las lecciones que el proletariado puede extraer de su propia experiencia tienen validez internacional. Así, la derrota sufrida por los estibadores de Liverpool puede ser aprovechada por los trabajadores de McDonalds de Chicago o por los técnicos subcontratados por Telefónica de Barcelona y toda España. Aunque somos conscientes de que estas lecciones que la clase obrera puede aprender de su experiencia histórica, sobre todo de sus derrotas, solo pueden ser atesoradas y transmitidas adecuadamente a través de la organización clasista, hoy prácticamente ausente.
A pesar de ello, pensamos que este análisis acerca de la solidaridad virtual puede ser útil para la lucha que libran los trabajadores subcontratados de Telefónica, algunos de los cuales van camino de los 3 meses de huelga. Aunque no son pocas las diferencias entre el conflicto de los dockers de Liverpool en 1995 y el de los técnicos de Telefónica en 2015, ambos comparten una popularización y difusión que llevó entonces y lleva hoy a algunos a hablar de “huelga total”, “huelga social” o “sindicalismo social”. Todas estas nociones, que tienden a diluir el carácter de clase del movimiento proletario dentro de un “movimiento social” más amplio (y por tanto inter-clasista), plantean algunos problemas importantes de cara a la defensa de los intereses del Trabajo, que habría que tratar en otro lugar con más detenimiento[2].
Dejamos aquí anotado, no obstante, que el concepto de “solidaridad virtual” encaja perfectamente con ese gusto por el gesto y la apariencia que impregna toda expresión política de la pequeña burguesía, desde la parlamentaria a la más radical. Ya se trate de un discurso incendiario, pura fraseología, en el parlamento o en la televisión, de una “huelga general” de 24 horas, de un flash-mob o una performance, o incluso del incendio de un cajero automático, siempre se trata de gestos simbólicos sin gran efectividad ni consecuencias reales, que muchas veces tienden a buscar un titular en la prensa más que a profundizar en la organización. Esta afición de la pequeña burguesía por expresarse políticamente mediante apariencias tiene en el ámbito del derecho jurídico un terreno ilimitado para su esparcimiento, pues aquí también domina la ficción, la apariencia de la igualdad de los ciudadanos frente a la realidad de la división entre dos clases antagónicas. Y esa confianza en el derecho, y no en la fuerza que lo sustenta, es una vía que lleva naturalmente al parlamento, ese gran teatro donde se representa la política burguesa, y a considerar al Estado de los patrones como un órgano para la mediación social, garante del derecho ciudadano.
La lucha entre patronos y obreros es un pulso entre dos fuerzas opuestas. La capacidad de los proletarios para hacer valer sus intereses se basa principalmente en la unidad y la cohesión organizativa, así como en unos principios y métodos propios de lucha. En la medida en que la organización se torna en huelga, los trabajadores pueden presionar a la empresa, provocando daños económicos que obliguen al patrón a recular. Por supuesto, la extensión de la lucha es una condición para el éxito, pues el control del aparato económico permite a la burguesía salvar los obstáculos que eventualmente puede provocar un conflicto localizado. Las consecuencias de una huelga en un centro de trabajo se pueden evitar trasladando la carga de trabajo a otros centros, o a otras empresas del sector, o a otros países, o aprovechando la miseria y el paro generalizado para contratar esquiroles, etc. Todas estas dificultades empujan al proletariado a ampliar la lucha, a hacer partícipes a otros sectores, a extender y consolidar la organización de los parados y los empleados, es decir, a convertir una lucha local en una lucha de clases internacional, si no quieren salir derrotados.
La genuina expresión de la solidaridad de clase es la huelga de solidaridad, acto que en España está fuera de la ley. Y aunque es cierto que la solidaridad proletaria puede adoptar otras múltiples formas (cajas de resistencia, cajas de seguro y auxilio, sabotaje, piquetes y bloqueos, etc.), todas ellas tienen que demostrar que son expresiones de solidaridad real, es decir, verdadera, práctica y eficaz, mediante su capacidad para hacer bascular la correlación de fuerzas en un sentido favorable para los trabajadores. Lo cual nos lleva de nuevo a la huelga, como arma por excelencia de la clase obrera que es.
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SOLIDARIDAD VIRTUAL
Los dockers de Liverpool, los trabajadores de Renault en Vilborde, los de Firestone (BFS), los campesinos de Chiapas: todo el mundo ha “oído hablar” de estas luchas, o ha discutido sobre ellas, a veces incluso ha podido mandar un óbolo. Pero esta “solidaridad” mediática, en el papel o en las ondas, no deja de ser inexistente en términos reales. Esta “solidaridad virtual” no tiene nada que ver con la solidaridad real de los trabajadores en lucha, pues con ella la correlación de fuerzas nunca se torna desfavorable para el capital, que es lo que se consigue con las verdaderas luchas de solidaridad. No obstante, los medios de comunicación de todo tipo, así como los llamamientos incendiarios de las organizaciones autoproclamadas revolucionarias, contribuyen indudablemente a dar a conocer un movimiento y sus llamamientos. Todo esto nos obliga a interrogarnos sobre la función de los “medios” (en el sentido más amplio del término) en las luchas, sobre todo a raíz de la explosión de las nuevas técnicas de comunicación (fax, internet, etc.). Hasta ahora podíamos coleccionar los panfletos de los sindicatos, de las distintas organizaciones o de los individuos, leerlos y hacerlos circular. Pero la pantalla del ordenador plantea problemas de tiempo y de pelas. La lucha de los campesinos pobres de Chiapas, transmitida por un grupo revolucionario, el EZLN, y su portavoz mundial Marcos, ofrece un ejemplo de todo esto de lo que estamos hablando. Podríamos preguntarnos qué revela toda esta nueva mediatización sobre esa acción minoritaria en América Latina, pero también podemos preguntarnos sobre el sentido que adquiere entonces la dimensión internacional de un combate local limitado.
¿Quién no conoce más o menos, gracias a unos medios que desbordan ampliamente el gueto ultra-izquierdista, la lucha de los dockers de Liverpool por su reincorporación al trabajo? Ya se ha dicho casi de todo, tanto en la prensa grupuscular como en la prensa burguesa, en las radios libres o no, en las grandes y pequeñas pantallas, sobre todo gracias a la película de Ken Loach [The Flickering Flame], tan ampliamente difundida no solo por los grupos trotskistas. En fin, una lucha conocida mundialmente por aquellos privilegiados con internet que tienen acceso a las vicisitudes cotidianas de este combate y a sus llamamientos, tan insistentes como desesperados, a la solidaridad. Aunque esta mediatización se agradece y el flujo “informativo” no parece desfallecer, la lucha entra ya en su tercer año. ¿Se puede considerar todo esto como un gran impulso solidario?
Veamos resumidamente dónde se encuentran hoy los dockers de Liverpool (para más detalles ver Echanges, Dans le Monde, Collective Action Notes, internet, etc.). En la época imperial británica, cuando el comercio marítimo era la clave de bóveda de este imperialismo, tan vital para las islas como para la industria y las florecientes y dominantes finanzas, Liverpool era uno de los principales puertos ingleses. Sobre-explotados bajo la forma del trabajo eventual, gracias a su posición bisagra los dockers fueron conquistando poco a poco, mediante luchas encarnizadas y solidaridad activa, un estatuto que les garantizaba la seguridad y los derechos que durante tanto tiempo les habían negado. Y lograron conservarlos mientras la situación económica y las técnicas de transporte no mermaron su “fuerza de ataque”, es decir, mientras la correlación de fuerzas fue favorable.
Con el fin del imperialismo británico, la decadencia económica de Gran Bretaña y la revolución en el transporte marítimo (el transporte a granel y los contenedores) terminaron alterando esta balanza: no sólo el tráfico marítimo disminuyó, sino que cada vez se necesitaban menos trabajadores para llevarlo a cabo. En cierta medida, el estatuto nacional concedido tras la guerra representaba un movimiento de defensa ante una decadencia ya visible desde la primera guerra mundial, y suponía el paso de la defensa activa de la lucha de clases en el marco de una correlación de fuerzas anteriormente favorable, a la protección legal del Estado burgués, producto del welfare de post-guerra y garante de la paz social frente a la temida revolución social que podía producirse tras los horrores de la guerra.
La defensa de este estatuto ha sido en el elemento central de las luchas de los estibadores británicos durante los pasados cincuenta años, una lucha ejemplar tanto por su organización autónoma de base y la solidaridad activa inmediata a escala nacional, como por las consecuencias sociales y políticas que ha tenido en el movimiento autónomo de lucha en Gran Bretaña (hasta el punto de provocar crisis gubernamentales). Unas luchas se iban uniendo a otras, en la defensa palmo a palmo de las conquistas logradas en el periodo de prosperidad y contra una modernización que implicaba una profunda transformación de la situación de los obreros. Por supuesto, el capital aprovechó esta coyuntura para modificar a su favor todas las reglamentaciones anteriores, en la medida en que pudo sacar partido gradualmente, gracias a las transformaciones mencionadas, de la reorientación del comercio británico hacia Europa: los nuevos puertos en el mar del Norte, que escapaban a la reglamentación, se vieron impulsados en detrimento de los puertos tradicionales, sobre todo Londres y Liverpool.
El arma de la huelga de los estibadores se embotaba, dado que no podían contar con la solidaridad inmediata de los dockers cuyos contratos estaban al margen del estatuto, los cuales se encargaban de una parte cada vez mayor del tráfico (estos y otros “pequeños puertos” se dejaron de lado, pues se juzgó que no tenían importancia a la hora de conservar el estatuto de los estibadores, un error del que se valieron las compañías de navegación y de flete que iban a la búsqueda de menores costes). La solidaridad en las luchas se teje no en base a una ideología o una consciencia, sino sobre una comunidad de intereses comunes percibidos como tales en la explotación cotidiana.
En Gran Bretaña, la ofensiva del capital, que pretendía vencer estas fuerzas (esencialmente obreras) que se oponían a la modernización y a toda reestructuración, iniciada bajo los gobiernos laboristas y conservadores “liberales” (Heath), adquirió mayor amplitud en los 17 años de gobierno de los conservadores “duros”: la supresión de todo proteccionismo comercial y financiero provocó una crisis social sin precedentes, con un paro que llegó a niveles record. Fue esta esencialmente el “arma secreta” que permitió que la incertidumbre sobre el futuro barriera toda la combatividad obrera; una nueva legislación laboral quitó a los trabajadores la posibilidad de llevar a cabo huelgas salvajes valiéndose de los escalones más bajos de los aparatos sindicales; los bastiones de las resistencias de base fueron atacados sucesivamente y doblegados (siderurgia, minas, marinos, prensa, dockers). El viejo estatuto de los estibadores se eliminó completamente tras una huelga nacional llevada a cabo por los dockers que disfrutaban de estatuto entre el 10 y el 24 de julio de 1989, una huelga que perdió toda eficacia debido al desarrollo de los puertos que quedaban al margen del estatuto y a que con la nueva legislación las huelgas de solidaridad eran completamente ilegales.
La correlación de fuerzas de las pasadas décadas se había modificado totalmente, y en las circunstancias presentes no se podía esperar alterarla mediante ninguna acción. Es más, la gestión de los puertos privatizados pasó a manos de distintas empresas, lo cual aisló aún más a los dockers que trabajaban en distintos puertos, e incluso a aquellos que trabajaban en un mismo puerto en diferentes empresas.
Durante esta dislocación de las anteriores relaciones laborales y la reconstrucción de otras nuevas, los estibadores de Liverpool, gracias a su legendaria combatividad, lograron conservar unas condiciones algo mejores que las de los dockers de otros puertos. Durante la huelga derrotada que no pudo impedir la puesta en marcha del nuevo estatuto, ellos prolongaron la huelga hasta el 8 de agosto de 1989, cuando en el resto del país ya se había acabado. Más tarde retomaron la huelga varias veces, bien para impedir despidos o para conservar lo poco que quedaba del viejo estatuto. Pero no pudieron impedir la contratación de nuevos dockers, cuyas condiciones de trabajo eran mucho peores que las suyas. Ya se tratara o no de un combate de retaguardia, eso es lo de menos. Aunque el puerto de Liverpool no recuperó su pasada actividad, los dockers combatían en principio por su empleo en una ciudad arrasada por la decadencia y el paro, así como para preservar con orgullo las que habían sido, y aún eran, sus condiciones de trabajo y de vida.
Bien es cierto que los dirigentes del puerto estaban esperando su oportunidad, y tenían las manos libres para provocarla, para poner fin a esta situación y sacar mayor beneficio de la actividad del puerto. También nos podemos preguntar, dada la perspectiva electoral de una victoria de los laboristas y una cierta incertidumbre en el cambio de legislación (aunque los líderes socialdemócratas en principio habían dado garantías de que se respetaría la legislación thatcheriana), si acaso los gerentes no optaron por cortar por lo sano y crear una situación de hecho que les beneficiase y supusiera un impasse para los dockers.
Estos viejos dockers trabajaban para la Mersey Dock and Harbour Company (MDHC), empresa que explotaba entre otros el puerto de Liverpool. Pero junto a ellos trabajaban otros dockers “nuevos”, asalariados de otras compañías. Y a menudo, como es tradicional, los nuevos eran familiares de los viejos. Lo que pasó luego ya lo sabemos y es bastante conocido. Los 80 dockers de Torside se negaron a hacer horas extra; son despedidos por la empresa, que también se declara en quiebra y entonces aparecen los piquetes de huelguistas. Los 329 dockers de la MDHC se niegan a atravesar los piquetes, gesto normal dada la comunidad de intereses que compartían, tanto en lo que respecta a las condiciones de trabajo como a los múltiples lazos que les unían. Esta huelga se inscribía en principio en el contexto de la conservación de lo que quedaba de estatuto y en una arbitrariedad patronal que mañana les podía afectar a ellos. Pero, legalmente, no se respetó ninguna de las formas que exigía la ley, y sin duda, por muchas razones, se trató de una huelga de solidaridad prohibida. La MDHC podía, pues, despedirlos legalmente y sustituirlos por esquiroles. Su contratación no fue cosa difícil, pues Liverpool es una de las ciudades más deprimidas de Gran Bretaña. Hubo más de 1.000 aspirantes para los 150 puestos de “esquirol”, que se unieron a otros 60 que sí cruzaron los piquetes y no fueron despedidos. Ni siquiera tienen remordimientos de conciencia o miedo, pues los días en que los piquetes masivos logran bloquear las entradas del puerto, la empresa se las arregla para para que lleguen por mar.
Los dockers despedidos, los primeros y los segundos, en total 409, no tienen muchos recursos. No pueden esperar el apoyo del sindicato TGWU, pues el movimiento se ha iniciado con una huelga salvaje doblemente ilegal: ningún sindicato puede permitirse dar el menor apoyo a este movimiento so pena de verse gravemente condenado y de ver sus bienes confiscados, en el supuesto caso de que quisiera (lo cual es dudoso) adoptar esa actitud suicida.
En primer lugar, esto priva a los dockers de toda caja de resistencia y apoyo financiero, e incluso de todo apoyo oficial o verbal por parte del sindicato. Por las mismas razones, toda huelga de solidaridad, bien por parte de los dockers de otros puertos o de otras categorías de trabajadores, que se desencadenara por este o cualquier otro sindicato de Gran Bretaña, sería suicida, salvo si lograse alcanzar tal dimensión que hiciera bascular la correlación de fuerzas. Quizá fuera esto lo que buscaban los dockers al proseguir obstinadamente la lucha.
Todo lo que podían hacer los líderes de la TGWU era poner a disposición de los huelguistas los locales para las reuniones, no tanto como huelguistas sino como miembros del sindicato. Pero incluso eso, que no implicaba riesgos legales, se convertirá en un instrumento de chantaje para hacerles aceptar los compromisos negociados a sus espaldas, bajo la amenaza de retirar el acceso a los locales sindicales al comité de lucha y a los dockers. Una buena parte de la izquierda y de la extrema izquierda vilipendió a los dirigentes sindicales de la TGWU, el sindicato de estibadores de la Confederación de Trade Union ligada a los laboristas, por “no ayudar” a los dockers de Liverpool, como si les fuera posible tomar otra actitud (no solo ya por las amenazas legales, sino porque en el movimiento del capital, ellos no pueden jugar otro papel que el de tratar de limar las aristas a las drásticas consecuencias de las exigencias patronales, contra las cuales precisamente se rebelan los trabajadores). Los líderes de la TGWU cumplen en parte con su función, pues, cuando se acercan a la MDHC para buscar una salida “honrosa” para el conflicto, aunque eso parece que entra en contradicción con el hecho de que “pasan” de la lucha de los dockers y no pueden “reconocerla”.
Hay que señalar que al rechazar obstinadamente ese compromiso que ratificaba el despido de la mayoría y suponía el fin de una lucha de medio siglo, al negarse a otra cosa que no fuera “la readmisión de todos o seguir con la lucha”, los dockers de Liverpool, con dos años de lucha a sus espaldas, han realizado una gesta heroica del movimiento obrero.
Podemos ver esto de dos maneras: como el último cartucho de un método de lucha que “parecía” superado (lo que es cierto si consideramos la presente situación del conjunto de los dockers británicos y del mundo), o bien, como una muestra “moderna” de resistencia encarnizada de los trabajadores frente a las “reestructuraciones” del sistema capitalista. En todo el mundo, sobre todo en los países industrializados, hay constantemente decenas de luchas similares, que duran meses, a veces años, mediante las cuales los trabajadores, bien que mal, y a menudo en medio de la ignorancia mediática y un cierto aislamiento, tratan de luchar finalmente no tanto por conservar su trabajo contra las distintas consecuencias del movimiento del capital, como contra un sistema que les revela brutalmente lo que ellos son para él, una mercancía, fuerza de trabajo que se trata como una simple mercancía. Su lucha obstinada contra las condiciones inmediatas de su explotación se transforma en una expresión de revuelta y de rechazo a su condición de trabajadores en un sistema de explotación.
Pero esta ejemplaridad, si bien merece ser difundida, ¿qué implica realmente de cara a que la lucha halle una salida que no sea la derrota? La eficacia de su lucha, en la medida en que la legalidad les prohibía prácticamente toda acción efectiva en su centro de trabajo (ocupación, piquetes que bloquearan realmente el tráfico del puerto), dependía desde entonces de la solidaridad efectiva de otros trabajadores, empezando por los de los servicios marítimos de Gran Bretaña y de todo el mundo. Esto lo han comprendido bien los dockers de Liverpool: desde el inicio, organizados en un comité de huelga en torno a los delegados sindicales (shop stewards), van a apostar por la movilización local para reforzar los piquetes a las puertas de los puertos y bloquear el tráfico; luego van a tratar de alertar directamente a los trabajadores de diversos puertos y compañías marítimas para que las empresas se vean afectadas, sobre todo las líneas de contenedores que llegan al puerto de Liverpool, buscando un boicot que afecte a las fuerzas vivas del puerto.
En cierto sentido, no se ha llegado a organizar toda esa solidaridad efectiva en la lucha, o bien sólo ha sido efectiva y casi espontánea durante los primeros momentos de la huelga, similar a aquella que mostraron los dockers de MDHC con los de Torside. Podríamos hablar sobre las razones de la inexistencia de semejante solidaridad, sobre las razones de que ésta se haya quedado a la entrada de los puertos. En cualquier caso lo cierto es que nos vemos obligados a constatar que, frente a los dictados de la patronal, esa solidaridad no ha existido ni en el puerto, ni en el resto de trabajadores de Liverpool, ni con mayor razón en el resto de puertos de Gran Bretaña (ha habido luchas en Gran Bretaña por objetivos semejantes, pero no eran luchas de solidaridad). Y esta es la única forma de solidaridad que podía haber surtido efecto. Pasado este periodo, los intentos de organizar la solidaridad, si bien a veces podían tener una eficacia temporal, se topaban frente a una organización patronal que evitaba su eventual eficacia.
Si bien los medios de comunicación de todo tipo, incluidos los llamamientos incendiarios de las organizaciones autoproclamadas revolucionarias, nunca han jugado un papel en la explosión de huelgas de solidaridad en el interior de una empresa o en una ciudad, región o Estado, sí que es cierto que indudablemente han contribuido, como hemos señalado desde el inicio del artículo, a dar a conocer el movimiento de los dockers y sus llamamientos de solidaridad. Esta “mundialización”, sin duda, ha logrado aportar un apoyo financiero que les ha permitido, al menos en parte, mantenerse todo este tiempo y enviar por el mundo a sus delegados para tratar de conseguir la solidaridad efectiva de los estibadores extranjeros.
La idea de boicotear las empresas de contenedores que operan con las líneas regulares que llegan al puerto de Liverpool era seductora y podía efectivamente ser eficaz sin implicar enormes movilizaciones. Pero si bien, en un momento dado, esto logró inquietar a las compañías afectadas hasta el punto de que llegaron a presionar a MDHC para que solucionara sus problemas, pronto esta vía halló sus límites. Esta solidaridad de los dockers, aunque llegara a derivar en huelgas, sobre todo en EEUU y Australia, no alcanzó nunca una dimensión capaz de influir en las compañías marítimas implicadas en el transporte del puerto de Liverpool, y por tanto en la MDHC. El 8 de agosto de 1997, el MDHC anunciaba que en los 6 primeros meses del año el puerto había aumentado ligeramente su actividad, y que los beneficios del grupo (que gestiona también otros grandes puertos) habían aumentado un 60% (se comprende de dónde se sacaban estas ganancias, pues el puerto operaba más o menos con la mitad de los efectivos que tenía antes de la lucha).
A nivel nacional, los llamamientos a la solidaridad han logrado organizar manifestaciones en Liverpool y a veces en Londres. Durante las manifestaciones en Liverpool se movilizaron todos los medios sociales de la ciudad, aunque normalmente provenían más de la marginalidad activista que de los trabajadores: no lograron afectar a la actividad del puerto sino de manera muy esporádica.
El movimiento continúa, pues, con la misma inefectividad y con una popularización mundial enorme. Todo el mundo ha “oído hablar” de los dockers de Liverpool, ha discutido sobre ellos, e incluso puede haber llegado a mandar un óbolo. Ningún trabajador en lucha es insensible al hecho de que se hable de él, de su lucha, en unos términos reconfortantes que eventualmente les pueden devolver el coraje en los momentos de abatimiento. Los dockers de Liverpool pueden sentirse así entusiasmados y orgullosos de ver como su lucha se “deslocaliza”. Pero también pueden ilusionarse con una solidaridad que por el hecho de existir mediáticamente en el papel o en las ondas no dejar de ser inexistente. Esta “solidaridad virtual”, por supuesto, no tiene nada que ver con la solidaridad real de los trabajadores en lucha. Las ilusiones se dan por ambas partes: primero por parte de quienes piensan que así “contribuyen” a la lucha, bien difundiendo sus episodios o discutiendo sobre ello; y luego por parte de los propios trabajadores en lucha.
Podemos aplicar todo esto que se ha dicho acerca de la lucha de los dockers de Liverpool, que casi parece un caso de manual, a lo que acaba de ocurrir en la multinacional Renault con el cierre de la fábrica de Vilborde, cerca de Bruselas. No vamos a hablar de la manipulación de este cierre por parte de los poderes económico-político-sindicales de Francia, Bélgica y España, que han llevado a los 3.000 trabajadores de Vilborde a pasar por las Horcas Caudinas del “plan social”, en contra del cual se habían levantado en un principio. Lo que nos interesa señalar es esa enorme mediatización y todo ese ruido sobre la Europa social, la Europa de los sindicatos, etc.
Podemos decir dos cosas de esta mediatización: por una parte, estaba casi totalmente controlada por los aparatos sindicales y los medios burgueses; y por otra, los trabajadores del resto de fábricas de Renault en Europa occidental estaban bien “informados” y, desde diversos lugares, incluidos los trabajadores de Vilborde, se les pidió que mostraran su solidaridad de una forma u otra, sobre todo luchando en su centro de trabajo. En realidad no ha sucedido nada, excepto algunas acciones espectaculares y manifestaciones más desmoralizadoras que otra cosa. Sin embargo, a diferencia de la lucha de los dockers de Liverpool, aquí no había ninguna disposición legal, en los tres Estados implicados, que se opusiera a que la solidaridad del resto de trabajadores de Renault pudiera llevarse a cabo efectivamente.
El 12 de julio de 1994, en los Estados Unidos, los obreros de la multinacional de los neumáticos Bridgestone Firestone Inc. (BFS) se ponen en huelga contra las condiciones impuestas durante la renovación de su convenio, que se estaba negociando. El 4 de enero de 1995 la BFS hace fijos a sus 2.300 trabajadores “de reemplazo” temporales. Las negociaciones se retoman el 6 de noviembre de 1995 y se rompen el 27 de enero de 1996. El conflicto se lleva a instancias arbitrales, al NLBR. El 6 de noviembre de 1996, tras más de dos años de lucha, la BFS firma un nuevo convenio con el sindicato United Steel Workers of America.
Un artículo de una revista japonesa de aquella época citaba un folleto sobre la “huelga” titulado Hollando el sueño americano: un caso de manual sobre la rapacidad profesional y la irresponsabilidad, que hablaba de la “solidaridad de los trabajadores japoneses de la BFS en Tokio” ¿De qué tipo de solidaridad se trataba? Una manifestación ante la sede de la BFS en Tokio que ha reunido a 450 personas. Un mitin de 60 sindicatos japoneses el 12 de julio de 1996, que celebró el segundo aniversario de la huelga y votó una “moción de solidaridad”. Y en este caso tampoco había nada que se opusiera a cualquier forma de solidaridad activa por parte de las otras fábricas de la BFS de los Estados Unidos y del resto del mundo. Por tanto las razones de que en Gran Bretaña no haya habido solidaridad activa con los dockers de Liverpool no explican por qué una lucha idéntica ha permanecido aislada, cuando ya no había obstáculos legales que se opusieran a esa solidaridad activa.
Podríamos multiplicar los ejemplos de solidaridad que permanecen en estado virtual, mientras al mismo tiempo el conocimiento de esa lucha se extiende incluso más allá de las barreras mediáticas habituales. Todo ello nos obliga a preguntarnos qué significa la solidaridad y qué función tienen los medios de comunicación (en el sentido más amplio del término) en las luchas. Hay que explicar por qué la solidaridad se queda en estado virtual, al margen de las razones específicas que impiden el desarrollo de la solidaridad real. El hecho de que para los dockers haya sido la legislación social británica, o las maniobras sindicales en el caso Renault, no significa nada, pues estas barreras legales y sindicales no son obstáculo cuando el movimiento se desarrolla y la correlación de fuerzas permite saltar unas barreras que otras veces parecen infranqueables.
Nada ni nadie puede sustituir a los trabajadores en lucha, ni conseguir superar ningún obstáculo, si esta lucha y estos trabajadores, por resueltos que sean, no logran franquearlos por sí mismos. Y a la inversa, nada ni nadie puede evitar que una lucha supere estos obstáculos cuando logra adquirir su propia dinámica. Los medios materiales pueden favorecer esta extensión. Pero de ninguna manera estos medios, por potentes que sean, pueden sustituir a la lucha. Es demasiado fácil echar la culpa a las fuerzas de encuadramiento (los grandes sindicatos sobre todo), pues aunque es cierto que pueden jugar un papel nada desdeñable para cortar de raíz la lucha, de hecho hay muchas formas de lucha solidaria que han conseguido salir adelante sin que estos lograran oponerse, obligándoles entonces a unir su poder al de otras fuerzas legales, particularmente la policía, para que los desbordamientos volvieran a su cauce legal, es decir, para dividir y vencer.
La solidaridad en la lucha de clases es, en principio y ante todo, una comunidad de intereses que hace que los trabajadores sientan en un momento dado que la lucha de otros es también la suya, y que con ello pueden doblegar un poder contra el cual chocan habitualmente. La lucha adquiere entonces su propia dinámica, lo que se puede llamar solidaridad: la solidaridad en la lucha de clases es en principio la lucha por sí misma y en su propio interés, una lucha a menudo más alejada de los grandes ideales de lo que se piensa. Toda lucha, por limitada que sea, adquiere su propia dinámica, y en torno a esta comunidad de intereses se prolonga, se trasforma o queda limitada.
Lo que acabamos de decir sobre estas huelgas es un problema distinto al que plantea la cuestión de la solidaridad y los medios de comunicación, aunque están estrechamente ligados: se trata del problema de la “intervención” en las luchas y el papel que puede jugar la difusión y la información de la luchas en el mundo. Es un problema distinto y no del todo nuevo, aunque haya que reexaminarlo para ver el sentido que adquieren en la lucha de clase todos los medios que tenemos a disposición gracias a las nuevas técnicas de información, de difusión y de reproducción. No nos vamos a extender mucho, pues todos los conocemos, los hemos usado, y los viejos militantes a menudo se ven desbordados por las inmensas posibilidades que se abren hoy, comparadas con los límites materiales que presentaba toda actividad militante hace solamente algunas décadas.
Por un lado, ¿acaso esta cantidad se transforma en cualidad? Por otro, el hecho de que estos medios hagan posible los lazos horizontales de manera casi ilimitada y al margen del control de todos los aparatos de encuadramiento, ¿cambia completamente los conflictos sociales? Nos podemos felicitar por semejante circunstancia, pero dejando de lado el análisis sobre sus posibles consecuencias, pensamos que habría que relativizar todo esto: por una parte, a pesar del enorme desarrollo de los ordenadores e internet, sobre todo en los países occidentales, la inmensa mayoría de la población mundial, por no hablar de su fracción más pobre, proletaria y campesina, no tiene acceso ni puede beneficiarse de ellos, de la manera que sea, sino a través de mediaciones, es decir, de una gestión elitista de la información, incluso aunque ésta no sufra la censura habitual. Por otra parte, estas mediaciones (por radio, tele, o papel), en su mayor parte, están en manos de las fuerzas de encuadramiento y represión, o en manos de aquellos (sindicatos o partidos “revolucionarios”) cuya “intervención” está ligada a esta comunicación privilegiada elitista: todos disponen de unos medios financieros que les permiten tener acceso a la tecnología más moderna, y por tanto disponen así de una ventaja sobre la masa ya reducida de aquellos que tienen el privilegio de poder “explotar” individualmente internet. Pero se podría añadir aquí que la vida cotidiana presiona constantemente al trabajador, invitándole a que se reapropie de estas técnicas para su propio uso (personal o militante) y que, por otro lado, en caso de lucha, estos medios se emplean como medios de propagación y de control de la lucha (todo dependería, entonces, de si este control lo lleva a cabo la base o el aparato).
Para volver al punto central que plantea todo esto, uno de los temas más discutidos en los grupos de todas las tendencias políticas es el de la “intervención” en las luchas: los militantes no suelen tener otro objetivo que proponer a los trabajadores soluciones para sus luchas, incitarles a ir “más lejos”, en otras palabras, “elevar su consciencia” (mediante la palabra, los textos o la acción ejemplar concebida como simple detonante). Se podría decir que este activismo nunca ha desempeñado un papel verdaderamente determinante en el estallido o la evolución de las luchas, y que incluso a veces las ha desviado de manera desastrosa. Pero también debemos constatar que recientemente esta “intervención” ha adquirido un carácter diferente, precisamente a causa de este desarrollo tecnológico que ha puesto a disposición de todos los pequeños núcleos o individuos la posibilidad de mostrar sus propias reflexiones y propuestas dónde y cuándo ellos piensan que es “útil” hacerlo, posibilidad que también se abre para los grupos organizados y consolidados.
También podríamos felicitarnos de esta situación, pero sin dejar de ver sus límites y peligros. Límites, porque esta situación puede provenir de esa misma eterna concepción de la intervención como “aporte de consciencia” a un proletariado considerado, a la manera de Lenin, como subdesarrollado, pretendiendo que esto tiene una eficacia que en realidad no tiene. Peligro, porque al ser reproducida y propagada fácilmente (con la reprografía barata e internet), la opinión puede pasar por expresión colectiva de los que luchan. Hemos podido ver en la última década muchos comentarios sobre una lucha cualquiera, en cualquier país, que se han difundido a otros países como si se tratase de la expresión colectiva de esas luchas, cuando no era más que un punto de vista individual (lo que no altera para nada su valor eventual, pero sí puede hacer creer que una lucha tiene un contenido que no es objetivamente el suyo).
La explosión técnica multiplica estas posibilidades que hasta ahora estaban reservadas al papel impreso, pero también multiplica los límites y los peligros. Una vez echas estas reservas sobre el elitismo, la ilusión del número y la acción colectiva, que están lejos de ser despreciables, también podríamos felicitarnos. Pero existe otro problema, más terrenal en cierto sentido: antes podíamos coleccionar panfletos en una manifestación o a las puertas de una empresa en lucha, hojas de sindicatos, de organizaciones diversas o de individuos, leerlos y hacerlos circular. Algunos relevaban su origen y se podían criticar, otros permanecían en el anonimato y sólo permitían la crítica de su contenido. Todo quedaba dentro de los límites que permitía aquella época y de lo que el sistema de explotación ponía a nuestra disposición. Pero la pantalla del ordenador plantea problemas de tiempo y de pelas. Aunque estemos 24 horas pegados a la pantalla, no podemos leer todo. Nos vemos de nuevo obligados a emplear intermediarios, mediaciones. Además, a menudo es difícil conocer el origen de un mensaje o un comentario, lo que dificulta todo intento de aproximación crítica. Por supuesto, el texto habla por sí mismo, pero las palabras pueden fácilmente desviarnos de los hechos que se cuentan, de su origen y de su significado real.
Un buen ejemplo de lo que acabamos de decir, aunque se trate de la lucha de los campesinos pobres expropiados de su tierra, transmitida a través de un grupo revolucionario, el EZLN (y de su portavoz mundial Marcos), lo tenemos, dado el eco que tienen, en el empleo en este caso de todos los medios que hemos comentado. Podríamos preguntarnos y criticar lo que esta nueva mediatización revela acerca de esta acción minoritaria en América Latina, y también podríamos preguntarnos acerca del sentido que adquiere la dimensión internacional de un combate localizado. Examinaremos en otra parte tanto el sentido de las relaciones entre el grupo zapatista y las aspiraciones de los campesinos de Chiapas, o de México, como el significado del entusiasmo “solidario” hacia esta revuelta específica de un país subdesarrollado, que no deja de recordarnos al entusiasmo romántico por el castrismo, guevarismo, etc.
¿Qué representa realmente, para todos aquellos que se “movilizan” tras esta mediatización directa, la relación que tratan de establecer, no tanto con una acción lejana más o menos idealizada, sino con ellos mismos y otros que apoyan la misma causa en la sociedad en la que viven? ¿Es una relación virtual o una relación real? ¿Se trata del desvío de una revuelta (real pero impotente en sí misma) hacia otra realidad, construida mediante acumulación a través de la virtualidad de internet y de los medios, hacia algo que no sea la impresión de hallarse junto al resto ante un futuro incierto? ¿Una ilusión o un potencial que no sabemos a dónde se dirige? Nosotros no tenemos respuesta, aunque lo que podemos decir de las luchas actuales demuestra que la solidaridad se queda en el terreno virtual, en la ilusión de una solidaridad activa real.
Henri Simon, julio 1997.
[1] En la foto de cabecera se ve a Robbie Flowler, ídolo del Liverpool, mostrando una camiseta en solidaridad con los dockers despedidos.
[2] Como contribución al debate que se plantea en este artículo, sobre el papel de los medios de comunicación en la lucha y la virtualización de la protesta, se puede consultar Advenedizos en la agenda mediática: el permanente conflicto entre la lucha obrera y los medios de comunicación.