Qué son las Alianzas Obreras (G. Munis, 1934)

Qué son las Alianzas Obreras, Grandizo Munis (septiembre de 1934).

La gran tendencia intuitiva hacia la unidad de combate de la clase trabajadora, desarrollada a impulso del triun­fo fascista en Alemania y Austria, nos induce a escribir este folleto con el propósito de esclarecer las ideas de frente único, rodeadas hoy, tanto en España como en otros países, de una atmósfera confusa que empaña los resultados efectivos de la forma más contundente de lu­cha revolucionaria.

Nada aparece tan claro en el momento presente como el espíritu de unidad, que invade los sectores todos del movimiento obrero; sin embargo, juiciosamente, debemos reconocer los escasos resultados prácticos de las acciones colectivas, lo que, sin duda, no es culpa de la política de combate unificado. Los errores, equívocos, deformaciones u omisiones en la idea que cada organización sustenta respecto al frente único, son la causa del estado embrio­nario en que ésta se encuentra. No tratamos de respon­sabilizar por ello a una sola organización, porque esto equivaldría a reconocer justas las posiciones de las res­tantes, cosa que dista bastante de la verdad; pero estamos persuadidos de que una labor eficiente y ordenada, puesta en práctica desde y por las Alianzas Obreras, reco­rrería pronto casi todo el camino de la unificación revo­lucionaria, contra cuyo bloque la reacción saltaría des­pedazada.

Lo particular de nuestro movimiento de frente único es que, sin negarse abiertamente ninguna organización a realizarlo, las que componen las A. O., salvo escasas ex­cepciones, son las socialistas y otras organizaciones de efectivos no muy numerosos, como la Izquierda Comu­nista, pero cuya constancia y trabajos en favor del frente único se nivelan con la claridad y consecuencia en su aplicación a la lucha cotidiana. La C. N. T. y el Partido Comunista, por diversos caminos, llegan al mismo punto: la negación de las A. O. como organismos de lucha unifi­cada. Para la central sindical dirigida por la F. A. I., su posición tortuosa, adhiriéndose en unos sitios a las A. O., combatiéndolas en otros o guardando silencio en no po­cos, revela la crisis ideológica que debe terminar con la muerte del principio apolítico, su inspirador tradicional. Las consecuencias funestas del aventurerismo anarquista, tan palpables en estos últimos años, coinciden con el sen­timiento general de unirse frente al fascismo jesuita que nos amenaza de cerca, para crear el primer punto de dis­cordancia entre los trabajadores de la C. N. T. y sus líde­res anarquistas. La gran mayoría de los primeros simpa­tiza vivamente con las A. O.; en cuanto a los segundos, mentalidades de la más escasa densidad, sólo pueden con­servar sus propiedades, como ciertos gases, cerrados a todo contacto con el mundo exterior. Por tradición, por temperamento y por conservantismo—en el sentido más circunscrito de la palabra—, la F. A. I. agotará todos sus recursos antes que consentir el ingreso de la C. N. T. en A. O. Será la independencia de la C. N. T. respecto a la F. A. I. la que determine su incorporación al frente único. La tendencia por la Alianza dentro del organismo confe­deral, se identifica con el fin del apoliticismo. En esta diferenciación ideológica, las A. O. pueden desempeñar un gran papel, dando a los obreros armas con que hostili­zar a los líderes faístas encastillados. Que aquéllos com­prendan las ventajas de la lucha en común y puedan pre­guntar a sus jefes por qué se niegan a combatir. La res­ponsabilidad del porvenir político de las masas confede­rales recae sobre la A. O. Esta debe precipitar la nueva formación ideológica, dando expresión viva y cumplida al gran espíritu combativo de las primeras. Todos los me­dios, especialmente la agitación pública, deben ser utili­zados a tal fin. Si esto no se hace y las A. O. permanecen en la misma actitud muda que hasta hoy, entonces sería posible que los obreros volvieran nuevamente la vista ha­cia el apoliticismo.

La negativa del comunismo oficial a participar en el movimiento de las Alianzas, ofrece aspectos más comple­jos. El «frente único por la base», consigna tan apegada al stalinismo como el corcho a su alcornoque, ha sufrido uno de los cambios repentinos que caracteriza el camino zigzagueante del centrismo burocrático. Ayer mismo, las A. O. eran para el stalinismo el «escamoteo consciente» del frente único; los que las integrábamos, traidores al proletariado, y los dirigentes del comunismo oficial (pa­labras de Galán), incapaces de sentarse a la misma mesa con los socialistas sin ruborizarse, como una joven virgen obligada a convivir con una prostituta. Pero, como todo lo artificial, los escrúpulos stalinianos pueden desaparecer rápidamente. No nos extrañaría que la prostituta pasara, desde una fecha fija, a la categoría de célibe inmaculada.

Ya se hace sentir el principio de esta metamorfosis en los Partidos Comunistas del mundo entero. Los burócra­tas que bajo las enseñas más heterogéneas (socialismo en un solo país, gobierno obrero y campesino, bloques con los partidos pequeñoburgueses, tercer período, teoría del socialfascismo y frente único por la base, etc.) derrumba­ron los cimientos de la organización comunista interna­cional, se disponen a liquidar sus existencias.

No fuera mala, en verdad, esta liquidación si en su pos­trer movimiento el stalinismo no pretendiera, una vez más, servirse del proletariado mundial para defender los intereses de una burocracia soviética que liquidaría tam­bién el primer Estado proletario si pudiera salir incólu­me de la transacción.

Francia y España nos dan los mejores y más próximos ejemplos de este viraje, que puede llegar a ser el último de la I. C. Aquí y allí, los gritos contra el socialfascismo han dado paso, sin transición, a negociaciones aisladas con los Partidos Socialistas, que buscan, bajo pretexto de frente único, acuerdos limitados a los dos partidos. Con ser esto bastante, no nos autorizaría a sospechar segun­das intenciones si paralelamente al cambio de rumbo no hubiera nacido una tendencia a la «unidad orgánica»—ex­presada en España por Bela Kun en Mundo Obrero de los días 18 y 19 de agosto—, y si las negociaciones con los socialistas no tuvieran por base la ignorancia de A. O. y de todos los sectores proletarios no socialistas. En Fran­cia, los acuerdos ya concertados con el P. S. F. lo han sido renunciando el comunismo oficial a todas sus posiciones, incluso la de libertad de crítica. En España, la misma promesa fue ofrecida a los socialistas, con una sola condición: renunciar a las A. O. El compadrazgo con sus congéneres de la II Internacional agrada a los burócratas stalinianos mucho más que la libertad de crítica reinante en las A. O. y el uso enérgico que de ella hacen organiza­ciones como la Izquierda Comunista.

Ingresar en las Alianzas es peligroso para el stalinismo. Nos inclinamos a creer que sólo lo hará en el caso de máxima presión de las masas; pero, en cambio, se en­tregarían casi sin condiciones a los socialistas solos. El juego de los intereses de la burocracia soviética, que di­rige la política de la I. C., les conduce de lleno a la fu­sión con el «socialfascismo». Perdida la facultad de defen­der revolucionariamente a la U.R.S.S., la burocracia se defiende diplomáticamente. La capitulación ante Roose­velt, la venta del ferrocarril del Este chino, los acuerdos guerreros con Francia y la nueva tendencia: «Una sola clase, un solo partido», nacen todos del agotamiento de una Internacional que, tras «el socialismo en un solo país», asfixió la revolución mundial. La U.R.S.S. es lo único que queda en pie de la gigantesca tarea de la I. C.; pero quienes no tienen fuerza para defender la revolu­ción soviética con la revolución mundial, no pueden ser los guardianes de lo que fue erigido con la sangre de los combates revolucionarios. La defensa de la U.R.S.S. está reservada para la nueva formación revolucionaria, que las exigencias de la lucha de clases harán surgir en todos los países.

Para cubrir las apariencias de su entrega, los stalinianos oponen los Soviets a las A. O. Esto no pasa de ser una contraoposición para eludir su ingreso en las Alianzas, ya que, descontando la pureza de unos organismos crea­dos artificialmente, las A. O. españolas tienen todas las perspectivas ante sí; pueden llegar a desempeñar la mis­ma función que los Soviets y a tener la misma o parecida estructura orgánica. En lugar de buscar el frente único y depurar los futuros órganos del Poder político, los co­munistas les oponen otros organismos que no existen, sin acordarse de que «el marxismo admite las formas diver­sas; no «inventa», sino que se limita a generalizar, hacer conscientes las formas de luchas de clases revoluciona­rias que aparezcan por sí mismas en el curso del movi­miento»[1]. He aquí la tarea del momento, camaradas del Partido oficial: «hacer conscientes» las Alianzas, o, lo que es lo mismo, combatir desde dentro y desde fuera, con las armas de la crítica, las impurezas que puedan oxidarlas.

Utilizadas con verdadero propósito de combatir el fas­cismo y la contrarrevolución en general, las A. O. pueden prestar al proletariado servicios insubstituibles. Sobre la base de lo que ya hay hecho, en poco tiempo el movi­miento obrero adquiriría un impulso irresistible para la reacción. La condición primera es salir del letargo en que viven hasta hoy. Tan pronto como las A. O. den los pri­meros pasos en la dirección de las luchas de frente úni­co, el desarrollo natural ampliará su base y depurará los métodos hasta convertirse en los verdaderos organismos representativos del Poder proletario. Si, por el contrario, las A. O. no se orientan hacia la actividad, la parálisis convertirá en organismos inútiles lo que nació para cubrir una necesidad imperiosamente sentida.

Aquí nos encontramos con la tercera falsa posición de frente único, la que más poderosamente ha contribuido perpetuar la inutilidad casi absoluta de las A. O. Nos referimos al Partido Socialista.

¿Qué piensa el P. S. de la Alianza? ¿Qué bases y mar­gen de lucha les concede? ¿Por qué no se ha extendido ya a toda la nación? ¿Qué papel deben desempeñar en la revolución, simplemente episódico o durable? ¿Qué re­laciones de disciplina deben guardarse entre las A. O. y las organizaciones integrantes? ¿Qué métodos de com­bate utilizar? ¿Qué armas opondrá a las de la contrarrevo­lución? El silencio casi absoluto hecho por la Prensa socia­lista alrededor de las A. O. nos obliga a tomar como base las declaraciones hechas por Santiago Carrillo en las conversaciones con los jóvenes comunistas oficiales.

Los puntos principalmente mantenidos por el representante oficial de las J. S., pueden resumirse así: 1.° Todo principio de frente único está vinculado en las A. O.; 2.° Estos organismos tienen como fin exclusivo la insu­rrección armada y conquista del Poder político.

La primera tesis de los jóvenes socialistas es justa, por ser las Alianzas órganos nacidos en el curso de los acon­tecimientos. No quiere decir esto que aquéllas sean imper­fectibles. Al contrario, sus defectos son muchos. De la for­ma y los métodos que en la actualidad les sirven de base, a los que por derecho de sus fines les corresponden, media una distancia no pequeña. Pero aquella verdad queda desvirtuada por el segundo disparate y el no menos dis­paratado análisis de que los socialistas la rodean. Veamos. Para llegar a la conclusión del fin insurreccional, exclusivo, de las Alianzas, Carrillo nos ha dicho antes que «el proceso ascendente de la revolución sigue su cur­so» y que las consignas parciales están ya agotadas, lo mismo (¡ !) que en julio de 1917, aquel momento en que Lenin, frente a los aventureros, contuvo el movimiento espontáneo de las masas. Hay en esta apreciación del momento revolucionario que atravesamos tan confusa trama de errores y falsas apreciaciones, que tememos no poder refutarlas convenientemente en el reducido espacio de este folleto.

En primer lugar, la revolución no sigue «su curso as­cendente». Es preciso acabar con las frases fáciles desti­nadas a alargar la esperanza de los trabajadores. Sólo los snob del movimiento obrero se desmoralizan al cono­cer las desventajas de su situación. ¿Cuáles son las prue­bas materiales de ese curso ascendente de la revolución? Hemo, visto al más inepto de los Ministerios dominar huelgas como la campesina, resistir conflictos como el de la ley de Cultivos de Cataluña, encarcelar a centenares de revolucionarios, deponer Ayuntamientos socialistas y clausurar miles de Centros obreros, perseguir insistente­mente la Prensa y prohibir toda clase de actos de propa­ganda por tiempo indefinido, dictar medidas contra las organizaciones revolucionarias juveniles y prestar parale­lamente una ayuda sin disfraz a los fascistas. Todo esto lo ha hecho un Gabinete que nació sin vida, y hubiera sucumbido a la primera batalla seria que el proletariado le presentara. Es radicalismo eruptivo hablar en estas condiciones de «curso ascendente de la revolución». No queremos decir tampoco que la revolución siga el camino inverso, porque la realidad es que nos encontramos en la encrucijada más importante y muy próximos al fin del statu quo relativo a que dio lugar el fracaso de la parada fascista de El Escorial. Para ser veraces por completo hay que decir que la reacción ha progresado desde entonces acá. A través del Poder, la reacción tiene siempre los hilos conductores del mando. Es libremente, al margen de la legalidad gubernativa, como el proletariado hace osten­sible su peso social. Con todos los Gobiernos, las dere­chas progresan si la tensión y demostraciones revolucio­narias de las masas no las mantienen en sus límites u obligan a retroceder. Es una abstracción muy peligrosa hablar, como los jóvenes socialistas, de progreso ascen­dente de la revolución independientemente de las mani­festaciones exteriores del Poder existente. En la actualidad, la fuerza del proletariado es enorme; pero su energía per­manece almacenada, contenida a causa precisamente del criterio «optimista» que impera en el socialismo. El desen­volvimiento de la lucha de clases es el que ha de determinar el curso ascendente o descendente de la revolución. A uno u otro lado no se inclinará la balanza sin que los encuen­tros entre burguesía y proletariado (provocados por los patronos, por los obreros o por el Gobierno, sea en forma política, económica o cualquier otra) determinen el peso social de cada una. La estabilidad o, para ser más claro, el miedo de las derechas al movimiento revolucionario y el del movimiento obrero a las derechas no puede prolongarse mucho tiempo. El curso favorable puede decidirlo el movi­miento obrero sólo con manifestar su poder utilizando los innumerables conflictos pendientes y los que diariamente surgirán.

Carrillo, en inexplicable confusión, ha tomado de la re­volución rusa el ejemplo que mejor sirve para enterrar su tesis. En julio de 1917, las masas de Petrogrado, des­pués de batir a la reacción en una serie de casos con que en España no contamos aún, se lanzó a la calle, sobreesti­mando su fuerza, no para una batalla más al capitalismo, sino a la lucha final. Fueron algunos de sus jefes tan «optimistas» como el socialismo de izquierda, quienes tam­bién veían llegado el momento. Sólo la gran comprensión y claridad de conceptos de Lenin pudo dominar la si­tuación. Lo que comenzaba por un putch que hubiera que­brantado la fortaleza del proletariado se convirtió en una batalla parcial más. El momento de la insurrección no había llegado. De julio a octubre, el triunfo quedó ase­gurado por medio de nuevas conquistas parciales del proletariado.

Entre conquistas parciales e insurrección se ha estable­cido en España una confusión que puede dar los peores resultados. No hay insurrección sin conquistas parciales, ni conquistas parciales seguras sin insurrección. De la declaración de los jóvenes socialistas parece deducirse que las conquistas parciales se circunscriben a mejoras den­tro del capitalismo. Como en tantos otros puntos de las obscuras declaraciones socialistas, tampoco aquí los stalinianos hicieron la menor luz. Las conquistas parciales son necesarias porque no se puede saltar etapas en la revo­lución. Oponer a un Gobierno reaccionario la toma del Poder político es una insensatez indigna de un revolucio­nario. Hacer la revolución es, ante todo, expresar políti­camente las necesidades de las masas. No hay que estable­cer divisiones entre lo político y lo económico. La con­signa política del proletariado deriva inmediatamente de su situación económica y libertades de movimiento. Cuan­do se nos prohíbe saludar en la calle a un camarada, la consigna no puede ser «el Poder para el proletariado». Ante todo necesitamos libertad para hablar y organizar. Como todo movimiento, el revolucionario no puede empe­zar a cien kilómetros de velocidad y veinte atmósferas de presión. Nuestra potencia de hoy la duplicaremos mañana si sabemos utilizarla con arreglo a su graduación. Carrillo estima que ésta es semejante a la de Rusia en 1917, y así juzga al proletariado «maduro para la insurrección». Aquí hay una nueva confusión. Comparar el momento presente con 1917, relegando las consignas parciales para los 1905, es un análisis muy caprichoso de las épocas revoluciona­rias. Entre 1905 y 1917 median unos años en los cuales el proletariado ruso creció como clase y se educó política­mente. No obstante, entre el proletariado de 1905 y el de febrero de 1917 hay más rasgos comunes que entre este último y el de octubre de 1917. Para establecer compa­raciones hay que tomar los rasgos generales de las situa­ciones comparadas. Durante el año de la revolución, la consigna política de las masas sufrió los cambios más ra­dicales. Más de una consigna nacida en 1905 fue nueva­mente lanzada por los bolcheviques durante la República de Kerensky. No falta, en efecto, algún parecido entre el momento político presente y otro de 1917. ¿Pero a cuál? Febrero, julio y octubre son tres momentos diferentes de la revolución. A su vez, los tres están unidos por una serie de situaciones que comprenden toda la evolución de la conciencia política y el poderío de las masas. En octu­bre, la potencia de la burguesía estaba reducida casi a cero. La pequeña burguesía que ocupaba el Poder carecía también de energía para contener a las masas, se desobe­decían sus órdenes; el Poder, más en manos de los Soviets que del Consejo de ministros. ¿Es éste el momento espa­ñol? No, nos hallamos frente a la insurrección. Si teméis declararlo ante el proletariado, jóvenes socialistas, nos­otros le diremos que existe más un Korniloff a quien re­chazar que un Kerensky a quien derrotar. No pretendáis contestarnos que Korniloff no existe en España y la pe­queña burguesía tampoco está en él Poder. Korniloff es un movimiento, no un hombre. Por la vía fría o por la del golpe de Estado es la misma contrarrevolución la que levanta la cabeza. Cierto que la pequeña burguesía no está en el Poder, pero esto es lo que permite a Gil Robles re­dondear un golpe de Estado con los generales a la retaguardia. Dejémosle subir y se verán cuantos Korniloff triunfantes se desee. Cortarles el paso es el primer triunfo de la revolución, la primera piedra del Estado proletario.

Así como las jornadas de julio, desbordadas por su curso natural, hubieran reforzado considerablemente las filas de la contrarrevolución, así en España la superestimación del momento puede jugar el papel de aliado indi­recto a Gil Robles, más valioso que sus aliados directos. Por el camino que vamos, si no se rectifica, la burguesía nos puede obligar a aceptar la batalla definitiva. Enton­ces no habrá más remedio que defenderse. Teniendo en cuenta las medidas adoptadas por los Gobiernos radicales —batallas parciales constantes al proletariado—y la tácti­ca silenciosa y envolvente del fascismo jesuita, hay que decir claramente que es la burguesía quien prepara el ex­terminio final del proletariado, no éste quien trabaja el de la burguesía. El socialismo invierte los términos de la ma­nera más irreflexiva. Aceptar la batalla en el momento y terreno que mejor conviene a nuestros enemigos es dejar­les temerariamente las mayores posibilidades de triunfo. Estas, si no nulas, serán insignificantes para nosotros.

¿En tales condiciones se puede hablar de insurrección, fin exclusivo de las Alianzas? Si a la expresión «prepara­ción de la insurrección» se la da el sentido limitado que tiene para los socialistas, entonces las Alianzas no tienen más valor que el de sencillos Comités de enlace interpar­tidos, al margen de las masas y sin participación, ni mucho menos dirección, en la lucha de clases; y paralela­mente, se pospone toda batalla hasta el momento en que la contrarrevolución suba al Poder. Si, por el contrario, por preparación de la insurrección se entiende todo el juego dialéctico de los acontecimientos, tomados desde hoy hasta el momento en que la correlación de fuerzas y moral general de la población no burguesa creen las con­diciones favorables a la insurrección armada, entonces sí debe rezar en las bases de la Alianza Obrera Nacional el lema ««Preparación de la insurrección». De ésta, en efecto, es de la que tienen que hacerse cargo las Alianzas. Para los socialistas, preparación es sinónimo de armamento: para nosotros, ésta es una tarea subordinada al movimien­to político. Aquéllos, a las demandas del proletariado, he­rido por los ataques de la reacción, contestan: «Esperad.» ¿Esperar qué?, preguntamos nosotros. La crisis del Go­bierno Samper se aproxima. Al término de su Gobierno, Gil Robles espera tomar en sus manos la dirección del Gobierno. La fortaleza y facultades para exterminar el movimiento revolucionario serán entonces incomparable­mente mayores que hoy. ¿Es éste el momento que debemos esperar? No; toda espera se traducirá en ventajas para los que tenemos que vencer. Hoy preparar la insurrección es tomar los acontecimientos en el lugar que se encuen­tran e impulsarlos, con la consigna parcial correspondien­te en beneficio de nuestra clase. El objetivo de Gil Robles es llegar al Poder apoyado en las Corles y dar paso a su dictadura, disolviéndolas después; en consecuencia, el objetivo primordial del proletariado debe ser la disolución de las Cortes antes que Gil Robles forme Gobierno. Alcan­zado este primer objetivo, el trabajo revolucionario será mucho más grato. Las A. O. deben desprenderse de toda demagogia y tomar posición efectiva en la dirección re­volucionaria del proletariado unificado. Con las consignas parciales del momento y una gran milicia unificada que bajo sus órdenes combata organizadamente los elementos fascistas de avanzada, el clamoroso entusiasmo que des­pertaría entre los explotados, la conciencia de su propio poder, serían elementos por sí mismos irresistibles para cualquier Gobierno. Pero sólo unas Alianzas vivas, diri­gentes efectivas del proletariado, pueden desempeñar su papel, transformándose, por el peso y las necesidades de los acontecimientos, en órganos del Poder revolucionario. ¡Qué contraste entre estos y los organismos de hoy, para­líticos por la inspiración de la mayoría socialista!

Lo hacemos resaltar tanto más cuanto que las A. O. es­tán admitidas por los jóvenes socialistas como órganos del Poder político y por Largo Caballero, quien en El Socia­lista del día 12 de agosto decía que la misión histórica de las A. O. «puede ser tan importante, cuando menos, como la de otros organismos en otro país». Nosotros sólo qui­siéramos que los hechos fueran consecuentes con las pala­bras; pero esta vez no lo son siquiera unas palabras con otras. Dando fe de su centrismo, Largo Caballero nos quiere dotar de unos Soviets—los «otros organismos del otro país»—visados por la censura y a la medida de las necesidades del P. S., cuando en las mismas declaraciones nos dice que «las Alianzas no deben consistir en tirar ma­nifiestos, organizar mítines». La falta de espacio nos im­pide estudiar las desventajosas diferencias que separan a las Alianzas de lo que fueron los Soviets. Sólo nos ocupa­remos de la inconciliable contradicción entre la pasividad actual de las Alianzas y el carácter de futuros órganos del Poder político que estamos de acuerdo en concederles. Unos órganos del Poder político deben empezar por orientar y dirigir en política. Deben de ser dinámicos, porque la po­lítica es un movimiento continuo que no terminará ni con la instauración de la dictadura del proletariado. Deben ligarse y representar directamente a las masas; deben tener en sus manos todos los hilos de la dirección revolu­cionaria—luchas políticas y económicas, milicias del pue­blo, propaganda militar, etc.—, organizar mítines, tirar manifiestos y dirigir las luchas sociales en general, porque sin esto las A. O. no representarán nada. Es una revolu­ción social, no un golpe de Estado, lo que tenemos que hacer. La agitación desempeñará un papel más vasto a medida que nos acerquemos al triunfo total. Largo Caba­llero recomienda la parálisis; pero los conflictos espontá­neos que inevitablemente surgirán obligarán a las A. O. a participar en ellos y dirigirlos. Esta dirección debe ser consciente, organizada y corregida sobre la experiencia práctica. No habrá tales órganos del Poder si se les confiere su papel.

Hemos dedicado una atención preferente a la cuestión «consignas parciales o insurrección»; mas los problemas de las A. O. son muy numerosos. Damos a continuación nuestra opinión sucinta sobre los principales de ellos. No obstante, estamos convencidos de que se impondrán por fuerza de la necesidad una vez que las A. O. abandonen la pasividad para incorporarse como motor principal de las luchas revolucionarias. Son éstos las milicias de combate y la composición orgánica de las Alianzas. Son completa­mente absurdos unos órganos de frente único sin milicias, unificadas también y bajo sus órdenes exclusivas. Sin em­bargo, cuantas veces el problema fue planteado en las Alianzas, los socialistas se apresuraron a eludirlo. Como en tantos aspectos más, los socialistas se mueven entre dos aguas. Crean milicias, pero eluden su inspiración y dirección por las A. O. Crean Alianzas y las llaman órga­nos del Poder, pero se niegan a dotarlas del programa que desarrollaría todas sus facultades.

Por lo que se refiere a las milicias, creemos que a ellas puede pertenecer cualquier obrero amparado por una de las organizaciones de A. O. Pero el pro­blema principal es el de su utilización. De nada servirán si las A. O. no se deciden a hacer ningún movimiento, ni los que se pongan en práctica están garantizados contra las agresiones fascistas o la fuerza pública si las A. O. no controlan la dirección de las milicias. Es una correspon­dencia mutua la que se establece entre el movimiento revolucionario unificado y la utilización de las milicias. Estas son el futuro Ejército Rojo; aquéllas, órganos del Poder. Quien sea sincero debe reconocer que las milicias sólo pueden estar dirigidas por las A. O. No es sólo cues­tión de forma. La unidad del movimiento obrero va en ello y el éxito de cada una de sus acciones.

Otro problema de los que deben ser puestos inmediata­mente a discusión es el de la formación orgánica de las A. O. No puede decirse en justicia que los trabajadores estén bien representados, ni mucho menos que las Alianzas comiencen preparando la futura democracia revoluciona­ria. En las conversaciones con los stalinianos, Carrillo negó la posibilidad de dar a los obreros representación directa por el peligro de que las A. O. cayeran en manos de organizaciones reaccionarias. Es un subterfugio que no resiste la menor crítica. Basta con que no puedan perte­necer a las A. O. sino los organismos que aceptan y prac­tican la lucha de clases. Aparte los Comités ejecutivos, en los que opinamos que deben estar representadas todas las organizaciones, hay que dar a las Alianzas la forma de asambleas nombradas, directa y proporcionalmente, por los trabajadores de cada organización. Los cargos, ade­más, deben ser revocables en cualquier momento por los representados. Por sí mismas, estas asambleas estarían llenas de vida y transmitirían a la práctica las aspiracio­nes diariamente sentidas de los obreros. La democracia proletaria no tendría entonces más que desarrollarse y sería más que difícil que las A. O. callaran frente a cual­quier problema de interés. Gran parte de la pasividad de hoy se debe a lo restringido y seleccionado de las represen­taciones.

En resumen: Creemos que el movimiento obrero espa­ñol ofrece a las A. O. las mejores condiciones de desarro­llo. Tan pronto como planteen y dirijan acertadamente una campaña, el entusiasmo que entre las masas desper­tará pondría a su disposición millones de hombres. Las condiciones indispensables son salir de la nada en que ve­getan, plasmarse en una A. O. nacional y emprender la más amplia agitación posible, a base de las consignas par­ciales del momento, en particular disolución de las Cortes e ilegalidad para las organizaciones fascistas y filofascistas. Elementos de lucha: mítines, manifestaciones, procla­mas y hasta la huelga general si se precisa. Simultanean­do la propaganda en el ejército, el ataque de las milicias y la campaña política, la reacción contendría su avance. Después, el ataque gradual nos aproximará al momento final.

Por este camino, las organizaciones que se encuentran al margen de las A. O. no tendrán más remedio que in­corporarse y aquéllas se transformarán en órganos efec­tivos del poder proletario. Los objetivos falsos, por impor­tantes que parezcan, sólo pueden dar los resultados ya comprobados: pasividad. De los obreros más conscientes esperamos que tomen la iniciativa en sus organizaciones sindicales o políticas por una Alianza Obrera Nacional al frente de las luchas revolucionarias.

Madrid, septiembre 1934.


[1] V. I. Lenin, Páginas escogidas, T. II, pág. 199. Ediciones Europa América.

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