Publicado en Tierra y Libertad, 2ª época, nº 9, 11, 13, 15 y 17 (enero-marzo, 1907).
Esperamos la emancipación obrera y la liberación de la humanidad de una transformación completa de la sociedad actual, y no creemos posible esta transformación más que por una revolución.
Es altamente ridícula esta esperanza en la revolución, como si se tratase de un nuevo Mesías que hubiera de venir a redimir a los hombres. Entiéndase que son los hombres quienes deben redimirse a sí mismos; y que la revolución no es otra cosa que el conjunto de actos individuales y colectivos estallando por todas partes contra la autoridad patronal y contra la autoridad legal, de manera que se haga imposible la existencia del régimen capitalista.
Parece que los trabajadores, es decir, los que sufren directamente las condiciones económicas actuales, no tendrían más que quererlo para hacer esta revolución que parece inmediatamente posible.
¿Cuáles son, pues, las causas que pueden determinar el movimiento?
Los elementos de la Rebeldía
La rebeldía nace directamente del sufrimiento; pero es preciso comprender estos términos. La continua miseria, por ejemplo, produce la depresión mental, el abatimiento, la abdicación de toda dignidad personal; favorece el alcoholismo y el embrutecimiento y conduce a la degradación completa del ser humano. Los mendigos son un ejemplo de este estado lamentable.
¿Quiere decir esto que el mejoramiento de las condiciones de vida contribuye a desarrollar el espíritu de rebeldía? Cuando ciertos obreros o ciertas categorías son favorecidas por condiciones económicas especiales se les ve con frecuencia encerrarse en un estrecho egoísmo. Respecto al ideal, los obreros favorecidos no piensan ordinariamente más que en defender contra la concurrencia su privilegiada situación; medidas contra los obreros no sindicados con el apoyo de una inteligencia entre los patronos, mientras que fuertes derechos de entrada restringen y dificultan las adhesiones al sindicato (Estados Unidos); medidas prohibitivas exigidas del gobierno contra los trabajadores extranjeros (Australia, Nueva Zelanda), etc.
El bienestar no engendra ni solidaridad, ni espíritu de rebeldía, ni ideal revolucionario. Los obreros privilegiados que disfrutan de altos salarios no piensan ordinariamente en derrumbar la sociedad: tratan de asegurar su bienestar por la práctica del cooperativismo, de la mutualidad, de la restricción sexual. Yo me apresuro a decir que no censuro su conducta ya que no considero extraño el que cada uno trate de mejorar su situación, pero a condición de que no sea a expensas de otros trabajadores y de que aquellos no exploten en las cooperativas, como ocurre frecuentemente, el trabajo de sus asalariados. Estas gentes creen en la virtud de las reformas y reclaman los favores de los poderes públicos, tratando de arreglarse de la manera más cómoda y adaptándose lo mejor posible al medio actual.
No es, pues, el mejoramiento de las condiciones de vida, ni el estado permanente de miseria lo que conduce a la rebeldía. Así en unos como en otros (miserables o privilegiados), para que la rebeldía se produzca, es preciso que anterior a ella exista la sensación de sufrimiento y que éste sea sentido hasta el punto de parecer intolerable.
El sufrimiento será sentido por todo aquel que vea empeorarse sus condiciones de vida o disminuirse su bienestar.
Yo tomo las palabras miseria y bienestar en su más lato sentido; ya se trate de las condiciones económicas, ya de las morales. El sufrimiento experimentado por el individuo estará en razón directa de lo bruscamente que el cambio se verifique.
La reacción, extremadamente viva en un principio, irase poco a poco atenuando. En el fondo trátase de una ley común a todos los fenómenos biológicos. La excitación brusca produce una reacción que, intensa en un principio, disminuye poco a poco a pesar de la permanencia de la excitación: El sufrimiento, él mismo se debilita, trátese de una pena moral o de una material.
Pasado el primer momento, el hombre se habitúa a su nuevo estado y se adapta a él. Si se trata de una disminución de bienestar, restringirá sus necesidades y creerá o aceptará por la explicación de su desgracia, razones para satisfacerse a sí mismo, para aminorar su sufrimiento moral: no saldrá de su letargo, de su inercia, más que por un nuevo sufrimiento que venga a sobreponerse, o por una excitación cerebral: por la propaganda, por ejemplo.
Por otra parte, para que la sensación de sufrimiento conduzca a la rebeldía, es preciso que este sufrimiento ofenda el sentimiento de justicia de aquel que es atacado, sin lo cual el sufrimiento no se traduce más que por un dolor moral; es decir, por la depresión nerviosa, las lágrimas y las lamentaciones.
Si el sentimiento de justicia del individuo es lesionado, si la victima puede echar la culpa de su sufrimiento sobre autores responsables, o sobre aquellos que él considera como tales, entonces estalla el sentimiento de cólera y de indignación que puede determinar el acto de rebeldía.
Aun en este momento puede abortar todo por múltiples causas: si las victimas que se creen lesionadas ignoran sobre quién hacer recaer su cólera; si están penetradas del sentimiento de su impotencia en frente de los autores de sus males, o si son retenidas en su acción por el sentimiento del miedo. Intervienen, pues, contra el sentimiento de la rebeldía, la ignorancia y la educación: débese también tener en cuenta la herencia, es decir, el hábito de largas generaciones anteriores, a la obediencia pasiva y a la resignación.
La religión ha sido siempre el mejor antídoto contra la rebeldía. Ante todo, ella enseña que no existe la injusticia: que todo viene de la voluntad de Dios, y que el sufrimiento no es más que una prueba que asegurará al paciente, después de su muerte, las felicidades celestiales. La rebeldía es, según la religión, un acto impío. Ella enseña a los hombres la obediencia y la resignación; siempre habrá pobres, dice, y estos pobres deben estar reconocidos a los ricos por las caridades que de ellos reciben.
La enseñanza oficial, sobre todo la de la escuela primaria, viene a apoyar esta educación religiosa y a reemplazarla en caso necesario. La enseñanza primaria inculca en los niños preceptos de moral, pero de una moral oficial y absoluta por la que adquieren prejuicios y hábitos de los que difícilmente lograrán desprenderse: fatalidad económica; necesidad del orden social y de la jerarquía social; deberes imperativos para con la sociedad, el Estado (leyes, impuestos, servicio militar), los patronos, etcétera. La riqueza es el resultado del trabajo y de la previsión: por otra parte, ella cumple una función social necesaria por la bondad y la caridad. Gracias a los ricos pueden los pobres trabajar y ganar su vida. La verdadera felicidad consiste en contentarse con poco y estar satisfecho de su suerte. La sumisión a las leyes es necesaria para el buen orden, para la riqueza nacional, para la gloria de la patria.
La religión patriótica sirve para dar mayor fuerza a la obediencia cívica, mas si a pesar de todo hay síntomas de que la rebeldía pueda manifestarse, tiénese especial cuidado de desarrollar con anterioridad el sentimiento del miedo, por la exposición de sanciones amenazadoras: policía, tribunales, prisiones, ejército, etc.
El resultado de esta educación produce en los débiles, sobre todo si están aislados, una resignación pasiva. Todas las desgracias de que pueda ser víctima las soporta pacientemente, culpando de ellas al destino, y así continuará sufriendo resignado hasta el fin de su miserable vida No son raros los casos en que un individuo se suicida por falta de los recursos que él considera necesarios; pero teniendo antes especial cuidado de pagar al casero, al tendero, etc., y de enviar atenta carta al juez pidiéndole le dispense la molestia que su determinación deberá proporcionarle. Gráfico ejemplo de la desviación moral, mejor dicho, de la perversión que una falsa educación puede producir.
La propaganda
Todo factor que interviene en contra de la resignación favorece la rebeldía. La desigualdad social es uno de sus factores, haciendo sentir doblemente a los miserables el peso de su miseria y despertando y aguzando sus sufrimientos. En las grandes ciudades, la exhibición de un lujo insolente provoca comparaciones que son siempre funestas para la tranquilidad social. El sentimiento de justicia de los trabajadores se halla lesionado por la creciente desigualdad, que nada justifica y que produce cuotidianos escándalos que la cubren de infamia.
Por otra parte, todo lo que aumenta las necesidades materiales, todo lo que las multiplica, las extiende y las hace más imperiosas, aviva el sufrimiento. En fin, todo lo que se opone a la resignación, a la humildad, a la obediencia y al miedo; todo lo que aumenta la dignidad individual, multiplica el sentimiento de justicia. El sufrimiento primero, el sentimiento de justicia ofendido después, forman el punto de partida de la rebeldía.
La educación y la instrucción pueden producir este resultado: una y otra afirman y precisan las necesidades de la higiene; hacen conocer las comodidades de la vida; desenvuelven como consecuencia las necesidades materiales y habitúan al individuo a superiores necesidades morales en las relaciones sociales.
Los obreros disponen solamente de la educación sofistica y rudimentaria; instrucción de que les hace merced la Iglesia o el Estado; educación e instrucción que tienen por objeto oponerse al crecimiento de sus necesidades y de sus reivindicaciones. La educación integral, la instrucción completa, no son hechas para los pobres: éstas no pueden dar sino lo que los burgueses llaman con desprecio déclassés —fuera de su clase—- es decir, gentes cuyas necesidades materiales y morales se han desarrollado al mismo tiempo que el espíritu crítico, sin que se les hayan proporcionado los medios e satisfacer estas necesidades[1].
La instrucción sólo accidentalmente produce de déclassés revolucionarios. Por el contrario, es preciso que los trabajadores se desprendan de los prejuicios y de las supersticiones enseñadas por la religión y la moral oficial para llegará la rebeldía.
Esta necesidad de obrar contra la opresión y de apoyarse y defenderse mutuamente es la que ha dado nacimiento a la propaganda. Esta ha nacido espontáneamente de la comunidad del sufrimiento y del sentimiento de simpatía: en el fondo es una especie de educación mutua entre proletarios para un conocimiento más preciso de los intereses de clase y el medio más seguro de desarrollar las tendencias revolucionarias de la masa.
La obra de la propaganda es hacer a los hombres conscientes de su miseria y de su esclavitud. Aviva los sufrimientos de aquellos individuos cuya tendencia es continuar en su habitual letargo: combate la humildad, la obediencia; acrecienta el sentimiento de dignidad individual y aumenta de este modo el de justicia; opónese al miedo, harto frecuente entre los individuos aislados, desarrollando el sentimiento de simpatía y de solidaridad; provoca el deseo de instruirse y mejora el espíritu crítico; es, en fin, el más potente medio de desarrollo y progreso individual
Todos los fenómenos de esta educación mutua prodúcense al mismo tiempo, se mezclan y confunden; pero sus efectos pueden, no obstante, analizarse separadamente.
La propaganda precisa las necesidades materiales. La producción moderna, según el mundo capitalista, ha transformado la organización del trabajo; la maquinaria, el trabajo en locales cerrados, la aglomeración, los trastornos que en el organismo produce el exceso de fatiga, han llevado consigo necesidades de higiene y preocupaciones que no conocían los obreros de otras épocas o los trabajadores del campo. Los obreros de las ciudades que se reclutan en gran parte entre los habitantes de los pequeños pueblos, se exponen, por desconocimiento de sus propias necesidades, a la pérdida de la salud y a una muerte prematura. Es la propaganda quien se las da a conocer, confirmándoles la absoluta precisión de estas necesidades: necesidad del reposo y del recreo; necesidad de cuidar su cuerpo y mantener la casa en condiciones higiénicas, de exigir la salubridad del taller, etc., etc. La propaganda ayuda a transformar, en unos, las ideas que la educación u otros hábitos habían arraigado, precisando en otros las nociones adquiridas por la experiencia; aviva de este modo las necesidades que nacen espontáneamente de las condiciones del medio y refuerza las reivindicaciones obreras por el apoyo del conocimiento científico (estadísticas, resultado de la observación medical, etc.).
Por otra parte, la propaganda incita a los trabajadores a reclamar las comodidades de la vida que lleva consigo el progreso científico, el desenvolvimiento económico de la producción y la facilidad de los medios de comunicación, y como sólo su trabajo es el que hace posibles todas estas comodidades de que únicamente goza la clase poseedora, se despierta e interviene el sentimiento de justicia. La propaganda mutua alienta a los trabajadores a revindicar todo el bienestar material, así como los goces artísticos e intelectuales.
La propaganda viene a concretar las aspiraciones más o menos conscientes de todo hombre a una vida normal, sana y completa. Estas aspiraciones se abren paso a pesar de la presión ejercida por la religión y por la moral oficial: su desenvolvimiento es ayudado por el cuadro que presenta la desigualdad social. El sentimiento de la iniquidad sufrida ha dado lugar en todos los tiempos y entre todos los miserables a un sentimiento de hostilidad sorda que entre los más resueltos e inteligentes se ha traducido por una crítica audaz y precisa de las causas de su miseria. Estos han excitado a sus compañeros a reflexionar y les han comunicado la audacia de razonar sobre su estado. De este modo los sentimientos de humildad y de obediencia han sido minados y se ha comenzado a hacer el examen y la crítica de la explotación patronal, remontándose al origen de la riqueza. Esta propaganda que espontáneamente ha nacido en todas partes, ha precisado y precisa más cada vez las nociones que ya existían, si bien en algunas ocasiones se manifestaban de un modo vago y confuso; se ha opuesto y continuamente se opone a la aceptación evasiva del estado de miseria y de servidumbre; impide la acción depresiva de una educación mentirosa y combate la nefasta influencia del catecismo, de la escuela oficial, de los periódicos a sueldo de los capitalistas.
Esta propaganda se opone a la restricción de las necesidades, sacando todas las deducciones necesarias de la desigualdad social; alienta a los explotados para que éstos trabajen por la reivindicación de su bienestar total; se opone a la resignación y desarrolla y acrecienta la dignidad individual, exaltando el sentimiento de justicia; la propaganda mutua ha conducido a los obreros a rebelarse contra los reglamentos de los talleres, contra las vejaciones de los contramaestres o encargados, exigiendo ser mejor tratados.
La propaganda se hace por los obreros más atrevidos a sus compañeros más tímidos, por los educados y guerreados en las luchas sociales a los irresolutos o ignorantes, por las sociedades de espíritu emancipado a las sumisas y débiles, por los países progresivos a los retrasados, efecto de una más lenta evolución.
El ejemplo y el contagio obran eficazmente en un medio favorable y forman parte de las causas principales de la rebeldía. Así se explica el por qué la propaganda nace fácilmente en cuantos puntos los obreros se reúnen en gran número: penetra aun en los países en que la burguesía adopta las mayores precauciones; saca al obrero de su letargo y de su servidumbre y lo decide a reclamar su derecho a la vida. Los actuales acontecimientos de Rusia no son otra cosa que los efectos producidos por esta propaganda.
La organización obrera
Cuando la propaganda mutua ha avivado entre los miserables el deseo de adquirir su bienestar y el sentimiento de dignidad, cuando se despierta el sufrimiento y el sentimiento de justicia ha sido exaltado, la rebelión está próxima; pero el hecho de que el sentimiento se presente como intolerable no es un elemento suficiente para que la reacción que se produzca tenga carácter revolucionario; la rebelión puede continuar en su primitivo estado de cólera impulsiva, dirigiéndose no más que a los objetos inanimados para volver a su primitiva inconsciencia.
La ignorancia y la superstición pueden destruir el efecto de la rebeldía, dirigiéndola falsamente o permitiendo a la habilidad de los políticos, de los ambiciosos o de los gobernantes sin vergüenza desviar el movimiento. Se ha visto en la Edad Media (y en épocas mucho más recientes) pueblos que han maltratado a las llamadas brujas para vengar en ellas las desgracias de que habían sido víctimas. Hase visto gentes que han hecho recaer sobre los judíos la responsabilidad de su servidumbre económica; el gobierno ruso, por ejemplo, se ha servido del prejuicio antisemita para desviar ciertos movimientos. En Francia, en Aigues-Mortes, hemos visto hace trece años (en 1893, si no estamos equivocados) acometer furiosamente y matar los trabajadores franceses a los obreros italianos en lugar de luchar contra los patronos que habían hecho venir a aquellos desgraciados para pagarles un salario menor, etc.
Es necesario, pues, que aquellos que sufren lleguen al conocimiento preciso de las causas de su miseria y de su esclavitud. El desconocimiento de estas causas permite fácilmente se desvíen los movimientos de rebeldía, sobre todo cuando se trata de crisis generales en que entran en juego múltiples y contrarios intereses; cuándo un movimiento produce descontentos, ambiciosos, pequeños burgueses, proletarios, etc.; cuando el objeto que se persigue es obscurecido por cuestiones políticas que alcanzan tal importancia que escapan a la comprensión y a la crítica de la masa.
Varía mucho cuando se trata de un movimiento puramente económico, especialmente de un movimiento obrero. Los trabajadores, cuando no han estado engañados por influencias extrañas, tienen reivindicaciones precisas que hacer para el mejoramiento de su bienestar: aumento en los salarios, disminución de horas de trabajo, respeto de su dignidad. Se dan cuenta por ellos mismos que las causas de su miseria y de su esclavitud residen en la explotación patronal. Desde larga fecha la conciencia del antagonismo de intereses se traduce en revueltas locales, huelgas y organización de sociedades llamadas de resistencia, las cuales han dado nacimiento a los sindicatos actuales. En estas sociedades se afirma y precisa la conciencia de clase del proletariado; en los sindicatos se elabora la propaganda educadora que protege a los obreros contra los prejuicios y la superstición, y refuerza el espíritu de rebeldía.
Los sindicatos son grupos de combate contra la explotación patronal. El obrero entra en ellos con el fin de defender sus intereses contra el patrón; existe, pues, en estos centros un estado de espíritu muy favorable a la rebeldía, en tanto que en las cooperativas o en cualquiera otra obra mutualista el obrero tiene preocupaciones esencialmente diferentes que, si no le apartan de la lucha, nada hacen que le inciten a ella. A políticos como Waldeck-Rousseau, Millerand y otros, ha parecido hábil ofrecer a los sindicatos aparentes ventajas para embarazarlos de obras mutualistas o para transformarlos en organismos cooperativos. De este modo los sindicatos habrían perdido su carácter batallador y revolucionario.
En los sindicatos es donde se hace realmente propaganda mutualista de que he hablado en el anterior capítulo; es en ellos donde se precisan y refuerzan las reivindicaciones para las necesidades materiales, desconocidas alguna vez por ignorancia, pero necesarias para una vida sana y normal en los centros industriales; es allí donde se analizan y concretan las responsabilidades de los sufrimientos individuales y colectivos; responsabilidades de los accidentes, de las enfermedades, de las desgracias, debidas a los trastornos producidos por el exceso de fatiga y a las malas condiciones higiénicas; responsabilidades por la falta de trabajo o paros forzosos, sobreproducción, crisis económicas, etc.
Es especialmente en los Sindicatos donde se hace la educación moral de los obreros: dignidad individual, simpatía y solidaridad. Esta educación se lleva a cabo por el ejemplo y por el contagio que resulta. Se aprende y se adquiere el valor necesario para no bajar la cabeza ni sentir miedo. Las huelgas ponen cada día en práctica la solidaridad y la rebeldía, y he aquí por qué las huelgas, aunque parciales, aun cuando no lleguen a conseguir sino modificaciones parciales de poca importancia, parecen útiles y necesarias para la educación de la solidaridad y para la educación de la rebeldía. Gracias a las grandes aglomeraciones obreras modernas, la solidaridad, nacida de la comunidad de intereses, ha podido engrandecer, consolidar, hacer disminuir o desaparecer el sentimiento del miedo, demasiado frecuente entre los individuos aislados. El ejemplo, el impulso de rebeldía dado por algunos individuos, tiene repercusiones inmediatas y eficaces, arrastrando la masa entera. La facilidad de comunicaciones favorece la extensión de estos movimientos.
Estas condiciones (aglomeración, facilidad de comunicaciones) han hecho posibles fuertes organizaciones obreras.
La experiencia adquirida por los individuos o por los grupos aprovecha a toda la masa por la propaganda diaria. De este modo se evitan los errores y la incertidumbre en los comienzos del movimiento obrero. Procediendo así se evita el riesgo de ver las reivindicaciones obreras desviadas o deformadas por influencias extrañas (prejuicio patriótico, como en Aigues-Mortes, prejuicio antisemita, influencia gubernamental, injerencia de los políticos). Pero para esto es preciso que la organización sea independiente de los partidos políticos, cualesquiera que estos sean, y que continúe amparada por el respeto a sus compromisos. Si así procede la clase obrera, conservará la conciencia de sus necesidades y el perfecto conocimiento del fin que persigue.
Es preciso evitar que bajo un falso pretexto de disciplina, la organización obrera haga nacer un nuevo espíritu de resignación.
La organización debe tener por objeto ayudar el desenvolvimiento individual de sus miembros, o el reemplazar la iniciativa personal de cada uno por una dirección más o menos autoritaria. Será perjudicial el que los individuos se confíen enteramente a los delegados y qué les remitan plenos poderes, confiando a ellos todas las decisiones que hayan de tomarse. Esto será la abdicación de la voluntad y energía personales, y caer, nuevamente, en la pereza y la inacción.
Esto es una razón más para que el movimiento obrero continúe independiente de los partidos políticos. Estos están demasiado centralizados para permitir a un ínfimo sindicato elevar la voz, sobre todo cuando están en juego los intereses electorales. Por otra parte, los elegidos tienen siempre tendencia, bien a imponer su voluntad, bien a no tener en cuenta para nada la voluntad de los otros miembros del partido. Nosotros hemos visto numerosos ejemplos.
El desenvolvimiento del espíritu de rebeldía es incompatible con una organización jerárquica y autoritaria. Una organización de esta especie ahoga toda energía, toda iniciativa particular.
El individuo no se rebela por delegación. La rebeldía colectiva supone la participación de toda la masa, arrastrada por el impulso de una minoría que, con anticipación, ha dado el ejemplo. (Montceau 1900). La rebeldía no se decreta, viene de abajo, no de arriba. Adenias los directores, cualesquiera que ellos sean, sienten repugnancia, que puede llamarse natural, contra la rebeldía. Cambian por el miedo de las responsabilidades; por el temor de ser arrollados; por los cálculos de prudencia, que se encuentran falsos en la aplicación real por no tener en cuenta la fuerza de los sentimientos de la masa, puesto que esta fuerza se ignora y no se la puede conocer.
¿Será preciso recordar el aborto de la huelga general de los mineros en Francia en 1902? Esta huelga, votada repetidas veces por los obreros, no fue declarada por el comité director a pesar de los compromisos adquiridos.
Él miedo de las responsabilidades, el temor de ser arrollados por los acontecimientos, los cálculos de falsa prudencia influyeron sobre todos los miembros del comité director y, acaso, por encima de todo, las influencias políticas, pues la federación de mineros, entonces única, estaba entre las manos de los políticos.
En una organización jerárquica y autoritaria, los directores pierden insensiblemente el contacto con la masa; tienen otros cuidados y otras preocupaciones; llegan a no comprender las necesidades reales de los miembros de la organización por estar ocupados en las intrigas de alta política,
Sin embargo, se ha propuesto en ciertos países, y existe en algunas corporaciones, el que un comité director sea el encargado de impedir o de decidir una huelga bajo pretexto de altas razones de política o de economía política, incomprensibles sin duda a la masa.
El comité director tendría el poder de pesar las probabilidades de éxito y la oportunidad del movimiento. Mas ¿con qué balanza?, ya que siempre falta el elemento principal, el que determina la acción: el sentimiento.
La fuerza del sentimiento es la que determina toda acción, la que da a ésta las mayores probabilidades de éxito. Por esto, la rebelión no puede ser determinada por una decisión autoritaria, aun cuando ésta sea racional; por esto, no puede llevarse a cabo sino por aquellos que sienten y sufren; por aquellos entre los que el sentimiento se ha exaltado hasta impulsarlos al acto. He aquí, en fin, por qué la propaganda es comprendida por todos los seres que sufren, ya sean iletrados o intelectuales; he aquí por qué es eficaz, hasta entre los moujiks rusos: porque ellos sienten.
Las razones que yo acabo de exponer pueden explicar la verdadera impotencia de la Democracia Social en Alemania. Se nos cita a cada momento como ejemplo la organización del partido social demócrata alemán, con sus tres millones de electores, con su millón de sindicados; pero no se ve que lo que constituye la fuerza de este partido como organización, es precisamente la causa de su debilidad en la acción. Los socialistas demócratas tienen una organización fuerte; es decir, jerárquica, reglamentada, disciplinada; pero esta jerarquía, esta reglamentación y esta disciplina, han muerto entre los individuos todo espíritu de iniciativa y toda energía. En Alemania, donde todos los proletarios están sumidos en un medio servil, parece que se hacía necesario luchar especialmente contra los hábitos (hereditarios y adquiridos) de sumisión y de obediencia, reforzados además por un militarismo intenso. En lugar de esto, los socialistas demócratas han consolidado el espíritu de resignación por una sumisión y una obediencia completas al comité director. De aquí resulta una impotencia revolucionaria qué el mismo Jaurès reveló y subrayó en el congreso de Ámsterdam (1904).
Los sindicatos alemanes esclavizados a la social democracia, sufren del mismo espíritu de resignación. Yo tengo todavía presente la enorme huelga de los tejedores de Silesia (Crimmitschan, 1903), que no dejó de causar ciertas inquietudes a los capitalistas y al gobierno alemán. A pesar de las miserables condiciones de existencia, la huelga se terminó de pronto por una orden emanada del comité director, sin que se hubiera obtenido ningún resultado. Esta terminación marca clara y evidentemente tanto la pasividad de la clase obrera, como la falta de confianza de los directores en la fuerza real de la organización.
Un ejemplo más reciente es la huelga, también enorme, de los mineros de la Ruhr. Doscientos mil obreros abandonaron el trabajo. Hallábanse reunidos en este movimiento los socialistas, los cristianos, los poloneses. Tenían el apoyo moral de la opinión pública que veía con simpatía esta huelga, y hasta el gobierno mismo no les era desfavorable. De pronto, el comité de la huelga ordena la vuelta al trabajo[2]; la asamblea general, por el contrario, vota la continuación de la huelga, pero ésta se termina y los obreros vuelven al trabajo, precisamente en el momento en que los mineros belgas acababan de decretar también la huelga, lo que constituía una nueva probabilidad de éxito.
En esta huelga de la Ruhr se manifestó el espíritu de sumisión de los trabajadores alemanes organizados; calma, orden, disciplina; y para asegurar este orden y esta disciplina, ellos mismos hacían de policías, distinguiéndose por el lazo blanco que llevaban, y no hubieran necesitado excitación para entregar a los gendarmes a sus más exaltados compañeros.
El ideal de los jefes socialistas parece ser el gobierno autoritario sobre la masa. El movimiento de indignación que estalló en Italia, en septiembre de 1904, bajo la forma de huelga general, para protestar contra las descargas hechas por los tiradores de infantería, se produjo espontáneamente entre los mismos trabajadores, fuera de toda orden dada por la dirección del partido socialista. Pero este partido socialista —dice el corresponsal del Vorwaerts (según Jaurès)— estaba decidido (?) a ejercer él mismo una policía socialista para prevenir las violencias individuales, las malas acciones y los pillajes que habrían podido deshonrar el movimiento y comprometerlo. (He aquí la palabra que sirve para excusar todas las cobardías.) Y Jaurès añade: «Esto es el indicio de que la idea de la huelga general, como medio de acción y de presión del proletariado entra en su período de madurez.» (Humanité del 3 de octubre de 1904.)
Por otras razones, la organización sindical es igualmente fuerte en los Estados Unidos; quiero decir, igualmente autoritaria. Laurent Casas nos ha hecho en Les Temps Nouveaux (números 25, 26, 27 y 29, 1904) el cuadro de estos trabajadores distinguidos (privilegiados), que tienen a la cabeza un estado mayor dictatorial. Contra este estado mayor y contra esta forma autoritaria de organización, se ven obligados a luchar nuestros compañeros americanos.
Exactamente lo mismo ocurre en las viejas Trade Unions inglesas.
En Francia el movimiento sindical es independiente de todo partido político[3] y salvo raras sociedades que tienen dirección autoritaria, no sufre de una reglamentación excesiva.
No obstante esta marcha independiente no deja de preocupar a algunos que ven el desorden y la confusión donde sólo existe la vida que se desborda fuera de la estrechez del reglamento. Estos individuos tienen miedo de los casos excepcionales que llevan consigo o hacen renacer conflictos, como también de los choques que forzosamente se producen en toda organización libre: querrían que todo fuese reglamentado con anterioridad, sin ver que esto equivaldría a convertir la organización corporativa en una máquina burocrática u omnipotente oficina central (comités de las federaciones y de las bolsas), lo que reducirla los sindicatos a la situación del organismo cuya función es cotizar y obedecer las órdenes emanadas del poder central.
Una reglamentación intensa llevaría consigo las mismas enojosas consecuencias anteriormente expuestas: administración autoritaria y disminución del espíritu de iniciativas y de energía revolucionaria en la masa[4].
Para no dificultar y entorpecer la vida de los sindicatos se precisa, por el contrario, que la organización que los una (federaciones, bolsas) sea completamente libre. Actualmente los sindicatos son grupos independientes de trabajadores, en los cuales la acción individual puede producirse y desarrollarse eficazmente. A su vez los sindicatos intervienen de un modo efectivo en el funcionamiento de toda la confederación preponderando en la vida corporativa.
En Francia, los militantes, a los cuales sus compañeros confían una delegación, son especialmente considerados como propagandistas; los datos de toda suerte que adquieren, su propaganda y su persuasión, contribuyen de un modo eficaz a la obra de organización que les incumbe. Independientemente de las excursiones, de las conferencias y de la agitación en las huelgas, queda la correspondencia con los grupos, que también constituye un medio de propaganda. La misión de los militantes no admite, pues, comparación con la de una dirección gubernamental: su trabajo es educar a los individuos, separar y concretar las reivindicaciones obreras y reforzar el espíritu de rebeldía. Además, los delegados son nombrados para este objeto claramente determinado y con mandato imperativo. Jamás podrán, pues, considerarse como investidos de poderes dictatoriales.
La obra de los propagandistas en una organización libre es, pues, incomparablemente superior a la de los directores en una organización autoritaria.
En lugar de decidir, de gobernar, de habituar los individuos a recibir órdenes, los alientan e impulsan a manifestar sus necesidades y sus reivindicaciones; enseñan a las gentes con claridad y sencillez cuales son las causas de sus sufrimientos, de sus desgracias, de su miseria, de su esclavitud; exaltan de este modo sus sentimientos, y la fuerza de este sentimiento es la que decide la acción y hace estallar la rebeldía.
El primer efecto de la propaganda se traduce por la multiplicidad de las huelgas: es evidente que la propaganda aviva los sufrimientos reales, precisa las necesidades urgentes y alienta a los interesados para que ellos mismos impulsen sus reivindicaciones y las impongan.
De este modo los interesados deciden su movimiento, y para que exista el mayor número de probabilidades de éxito deben ellos mismos conducirlo, aprovechando los datos que se les proporcionen y la experiencia adquirida por sus compañeros de clase.
La experiencia demuestra que jamás las reivindicaciones obreras han triunfado sino cuando los trabajadores han podido imponerlas por intimidación. Cuando confiados en la justicia de su causa han hecho llamamiento a la humanidad de los patronos, o a la benevolencia de los poderes públicos, el mejor resultado obtenido ha sido el engaño, encubierto en algunas bellas y sonoras frases; ordinariamente, la respuesta ha sido una negativa seca y altanera, a menos que no se les haya simplemente fusilado como el 22 de enero en San Petersburgo.
La acción directa: Sus relaciones con los patronos
Los obreros han aprendido, a su costa, que las humildes peticiones dirigidas en cualquier ocasión a los patronos o a los gobiernos, han sido cuando menos inútiles. La experiencia les ha demostrado que han sido burlados cada vez que han confiado sus intereses a sus titulados protectores (filántropos o políticos). Han llegado a la conclusión de que nadie cuidará sus intereses tan bien como ellos mismos.
Esta experiencia ha dado nacimiento a la táctica de la acción directa. «Una expresión nueva para una cosa vieja», decía Eugenio Guerard, en el Congreso de Bourges. Vieja cosa, en efecto, es la antigua táctica obrera impuesta por las condiciones sociales: la propaganda necesita que esta táctica se caracterice, a fin de oponerla a la de los reformistas legalistas.
La acción directa es la expresión de la rebeldía obrera contra la explotación y la opresión capitalistas. En primer lugar se trata de luchar diariamente para la obtención y el mantenimiento de las reivindicaciones, consideradas indispensables por las modernas condiciones de trabajo (maquinismo, exceso de trabajo, etc.). Estas condiciones de trabajo hacen cada vez más necesario para los individuos la disminución de la jornada de trabajo (su limitación a ocho horas, por ejemplo).
No consideramos ahora este asunto bajo el punto de vista de la libertad humana y de la emancipación obrera, sino simplemente bajo el punto de vista de la higiene.
Se trata de luchar todavía por la tasa del salario, por el respeto de la dignidad individual, etc.
La vida cotidiana lleva consigo conflictos incesantes.
Los obreros, para defenderse, emplean la huelga, el boicotage, el sabotage, el obstruccionismo[5], que no son sino diferentes modos de la acción concertada; en el fondo, poco importan los medios con tal de que los obreros logren hacer presión sobre los patronos.
Los políticos, lo mismo que los reformistas legalistas (parte de los cuales son aquellos mismos), recomiendan en todos los tonos, en caso de conflicto, la calma, la prudencia, el respeto a la legalidad. Son contrarios de todo movimiento huelguista, bajo pretexto de que estos movimientos parciales no pueden dar fruto y no corresponden a los esfuerzos y sufrimientos inherentes a los mismos. Esto podrá ser en apariencia bien hablado, pero téngase en cuenta que los obreros no obran a la ligera cuando declaran una huelga, sino que saben perfectamente a lo que se exponen (miserias, ser despedidos, etc.), y sobre todo que son obligados por la explotación capitalista.
¿Sería preferible que los trabajadores se humillasen bajo el yugo? Ya hemos dicho que los movimientos huelguistas sacuden el letargo de los individuos y favorecen la propaganda entre los más indiferentes o menos conscientes, exaltando su espíritu, es decir, su sentimiento. Una semana de rebeldía hace más por la difusión de las ideas, que años enteros de propaganda pacífica.
Por otra parte, Pouget ha demostrado en el número 230 de La Voix du Peuple (12-19 marzo, 1905) que, aun en el caso de ser derrotados los obreros, la huelga tiene frecuentemente un resultado material positivo. En efecto, queriendo el patrón reemplazar su personal, se ve obligado a admitir jaunes (amarillos)[6] en condiciones superiores a las ordinarias, las que en más o en menos han de continuar después, bajo pena de producirse un nuevo conflicto. Claro está que para obtener este resultado es preciso que el patrón no pueda fácilmente admitir obreros cuya miserable condición, por largo sufrimiento anterior, les haga aceptar no importa qué salario; es decir, que se hace preciso el ejercicio de la acción directa para impedir que el patrón pueda admitir obreros en tales condiciones, y se vea obligado a compensar con ventajosos ofrecimientos el temor experimentado por los jaunes ante una acción enérgicamente conducida.
Sin las huelgas, sin los movimientos parciales de rebeldía, los proletarios hubieran continuado en un estado aún más miserable. La lucha ha dado por resultado limitar en una cierta medida la explotación patronal y la opresión capitalista, sin hacerla desaparecer, lo que no podrá conseguirse, según nos prueba la razón y la experiencia, sino por medio de la revolución social.
Los reformistas y los políticos se resignan a las huelgas ya que no pueden evitarlas, pero aconsejando siempre la calma, la prudencia, y sobre todo el respeto a la legalidad; tratando de convencernos de que este es el más seguro camino para lograr nuestro objeto; lo que constituye una verdadera burla. No puede producirse movimiento alguno de rebeldía sin exaltación del sentimiento, sin, entusiasmo. Para conducir la masa es preciso que los más enérgicos y los más audaces se sacrifiquen; olviden los reglamentos y las leyes y sepan inflamar a los más tímidos, alentando y uniendo todas las energías. Las exhortaciones de prudencia por el contrario sólo dan por resultado acobardar a los ya pusilánimes, que abandonarán el movimiento y se someterán, jamás se ha obtenido provecho alguno con lo que podríamos llamar huelgas de resignación.
La huelga, forma moderna de la rebeldía, no es por su esencia un movimiento pacífico. Las palabras huelga y rebeldía parece como que se complementan. Si los trabajadores tienen alguna probabilidad de hacer triunfar sus reivindicaciones es por la intimidación; es decir, amenazando los intereses de los patronos. La huelga es el medio comúnmente empleado, pero ha sido preciso usarlo durante largo tiempo para que se haya reconocido su legalidad, y aun en el presente, se ve rodeada de numerosas restricciones, bajo el pretexto de proteger la libertad del trabajo.
La huelga pacifica, prudente, legal, no puede contar sino con muy poca probabilidad de éxito, aun cuando los que la sostengan dispongan de fondos suficientes de reserva y sean sostenidos por la solidaridad de otros patronos. Así vemos que la huelga general de los maquinistas ingleses en 1698 se terminó por el desastre, a pesar de la muy potente organización de esta unión, de la solidaridad del proletariado y de la tenacidad de la huelga, la cual duró siete meses. El resultado de esta protesta pacífica fue gastar 27 millones (hemos dicho veinte y siete), y esto a pesar de que las fuerzas gubernamentales no intervinieron en favor de los patronos como es de rigor en tales casos.
Para que una huelga triunfe es necesario darle carácter revolucionario. Los escasos recursos pecuniarios de los obreros no les permiten sostenerse largo tiempo. ¿Cómo podrán los trabajadores ejercer presión eficaz si cuentan siempre con una obstinación puramente pasiva (y forzosamente temporal) para triunfar, frente los fondos de reserva de los capitalistas; si se mantienen inmóviles dentro de la legalidad, es decir en una situación de inferioridad impuesta por la legislación burguesa; si por ejemplo, dejan a los patronos reclutar libremente jaunes durante un conflicto; si los huelguistas no violentan ilegalmente la libertad del trabajo; o, si las circunstancias lo exigen, no emplean otros medios ilegales? Así vemos que para conseguir el cierre de los almacenes por la noche o los domingos, los obreros se han visto obligados a recurrir a manifestaciones violentas que han desviado la clientela y hecho temer a los patronos por el deterioro de su material. Para hacer presión sobre los patronos, la acción directa emplea todos los medios, sean legales o ilegales, que puedan conducir al fin que se persigue. Naturalmente, en presencia de las fuerzas represivas de la sociedad capitalista, la prudencia aconseja evitar en lo posible la sanción feroz de la ley, por lo cual ha tiempo que los obreros se sirven de ciertos medios de acción para ayudar la huelga o para suplirla: abandono del trabajo al finalizar las horas que el obrero haya fijado a su voluntad; sabotage, es decir, deterioración del material o trabajo premeditadamente mal hecho, etc. Puede en fin, llegarse al caso en que los obreros se sientan bastante fuertes y resueltos, o estén lo bastante exaltados para arriesgar valientemente todas las consecuencias de su audacia.
La acción directa, si bien se sirve de estos medios, no por esto excluye los otros: es decir, aprovecha todos los medios de acción impuestos por las circunstancias. No se diferencia de la táctica legal sino en que no repugna o no prohíbe el empleo de medios ilegales y hasta violentos, si las necesidades lo aconsejan, lo que no quiere decir que en todos los casos se emplee la ilegalidad y la violencia.
En vez de deprimir a los obreros recordándoles el respeto a las leyes y a la moral; en lugar de aumentar su timidez avergonzándolos por sus violencias; en lugar de oponerse a todo acto de rebeldía bajo pretexto de los intereses, que se dicen superiores, de la democracia y de la política reformista[7], la acción directa, por el contrario, da por resultado el que los trabajadores tengan más confianza en su fuerza y en sus medios de acción alentándolos y apartándolos de todos los prejuicios morales, patrióticos, legales y parlamentarios.
De este modo, la energía obrera desplegada en las reivindicaciones, la convicción del patrón de que los asalariados están dispuestos a todo, aun a las represalias, aumenta las probabilidades de éxito y puede influir en el rápido desenlace de un conflicto. Pero es preciso no olvidar que la acción directa se ejerce en la sociedad actual nada más que para hacer triunfar las reivindicaciones imprescindibles a la satisfacción de las más apremiantes necesidades materiales y morales. Los obreros se ven obligados a presentar sus reivindicaciones a sus patronos, a discutir con ellos, y frecuentemente el conflicto termina por una transacción. ¿Cómo podrán suceder las cosas de otro modo a menos que hagamos la revolución? Es gracioso el que los reformistas censurasen a los delegados metalúrgicos por haber tratado con sus patronos durante la huelga de Heunebout.
El arbitraje
Es preferible discutir con los patronos a someterse a un arbitraje. Un arbitraje no puede dar a las reivindicaciones obreras más fuerza de la que éstas contengan en sí mismas.
Si los obreros no son bastante potentes para imponerlas no será el arbitraje quien tendrá la fuerza de que aquellas carezcan.
Es un signo de debilidad confiar el cuidado de sus intereses a una tercera persona, a una especie de protector. En la práctica no se recurre al arbitraje sino para salvaguardar el amor propio en presencia de un desastre inevitable; es decir, que el arbitraje sólo sirve para empeorar las cuestiones. En el caso en que los obreros dispongan de fuerza bastante en sí mismos para hacer triunfar sus reivindicaciones, el arbitraje constituye un engaño, pues la interposición de un intermediario no hará otra cosa que disminuir y debilitar la presión proletaria.
Es un error someter sus intereses a la sentencia de una individualidad que, generalmente, ignora las condiciones complejas del problema que se ha de resolver, y que ha de ser, aun inconscientemente, favorable a los capitalistas.
En la mayor parte de los conflictos, los esfuerzos del arbitraje tienden a volver las cosas a su primitivo estado, llevando irrisorios paliativos a cuestiones secundarias. De este modo, el árbitro da aparentemente una satisfacción a la justicia y calma la exaltación de los sentimientos que constituye toda la fuerza de la rebeldía.
El arbitraje constituye un engaño, pues nadie mejor que los mismos obreros podrá conocer sus necesidades reales y sus sufrimientos: sólo ellos pueden saber hasta qué punto les es conveniente impulsar o ceder en sus reivindicaciones. Siempre es preferible que los obreros discutan sus reivindicaciones directamente con el patrón que someterlas al azar de la lotería del arbitraje.
En el caso en que se trate de resolver un conflicto cuyos intereses estén en oposición con las leyes actuales, el arbitraje es un absurdo. El árbitro no puede colocarse fuera de las relaciones sociales actuales: sólo puede ver las cosas bajo el punto de vista del derecho y de la legalidad vigente, y habrá de condenar jurídicamente todo esfuerzo que tienda a crear nuevas relaciones sociales.
La experiencia ha demostrado que los trabajadores han sido en toda ocasión engañados por el arbitraje.
En los casos en que el resultado ha sido aparentemente satisfactorio, sólo han obtenido pequeñas compensaciones que igualmente hubieran podido establecer tratando directamente con el patrón. Un buen ejemplo de esto es el arbitraje de Valaeck Rousseau en las huelgas del Creusot. Por poco favorable que el arbitraje sea está destinado a ser violado por los patronos si éstos ven a sus asalariados lo bastante débiles y resignados para no rebelarse.
Los dockers (obreros del muelle) de Marsella fueron engaitados por el arbitraje en septiembre-octubre de 1904, y fueron apostrofados por toda la prensa cuando al apercibirse, aunque demasiado tarde, de que habían caído en las redes tendidas por los políticos, quisieron rechazar la sentencia arbitral.
Lo peor en el arbitraje es que los obreros son engañados con la apariencia de la justicia, quedando la sentencia arbitral impresa como una marca indeleble, si posteriormente vuelven a luchar los obreros por sus reivindicaciones, aun en el caso de que hayan cambiado las condiciones económicas.
El arbitraje debilita la fuerza de las reivindicaciones, habitúa al proletariado a la resignación, le hace olvidar que no deben contar sino con su propio esfuerzo y se opone al espíritu de rebeldía, razón suprema por la que es elogiado y reclamado por todos los legisladores.
El proyecto de arbitraje de Millerand, contra el cual protestaron los sindicatos, era ciertamente un excelente proyecto para asegurar la paz social. Era el arbitraje obligatorio, legal. Destruía toda vehemencia por las formalidades y las dilaciones legales impuestas; se oponía a la acción del sindicato, prohibiendo a todo individuo extraño al personal del taller interesado, inmiscuirse en la huelga, cuando su misión especial es la de tratar con los patronos los puntos en litigio, a fin de impedir que puedan intimidar a los asalariados.
Si mal no recordamos, se trató de crear consejos de trabajo, compuestos por mitad de obreros y patronos, que hubieran tenido por objeto resolver las diferencias que pudieran surgir. Todo hubiera estado reglamentado y legalizado: la huelga habría sido disciplinada, pasiva, quedando reducida a una ceremonia judicial, sujeta a las formas legales. En realidad, la huelga habría sido suprimida.
Suponemos que la rebeldía habría estallado, a pesar de todo, rompiendo en mil pedazos la nueva máquina de opresión legal.
La acción directa: Sus relaciones con los poderes públicos
Discutir con los patronos es una necesidad en la vida ordinaria de la sociedad actual. Las mejoras que el proletariado ha podido imponer tienen más valor que las reformas legales. La ley no hace generalmente sino sancionar lo que las costumbres han establecido mucho tiempo antes.
Las reformas no tienen valor alguno si los trabajadores confían en la virtud legal de la reforma. Esta será pronto anulada por la mala fe de los patronos, ayudados de la complicidad judicial; basta, como ejemplo, las leyes dictadas en 1848 sobre marchandaje[8] y sobre la limitación de la jornada de trabajo, que no fueron jamás respetadas.
Las modificaciones introducidas en las condiciones de trabajo no tienen valor real, más que cuando los obreros son bastante fuertes para imponerlas y hacerlas respetar, sean o no legales.
Ordinariamente, cuando se hace imposible eludir las reclamaciones de los obreros, sus titulados protectores, filántropos y políticos, se apresuran a intervenir para decidir que ha llegado su estado de madurez (véase, por ejemplo, los trabajos de la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores). La mayor parte del tiempo los esfuerzos de los protectores se dirigen a calmar la agitación con el proyecto de ciertas medidas que tienen por objeto limitar los efectos de las reivindicaciones obreras en los límites razonables. Ante la agitación en favor de la jornada de ocho horas, se habla de estudiar la reglamentación de la jornada legal de trabajo… de diez horas. La agitación obrera decide bruscamente al Senado a ocuparse del descanso dominical, pero la comisión procede de modo tal, que no da sino ventajas ilusorias y sin efecto alguno.
La agitación de los mineros ha dado por resultado el que se les concediera un millón para sus cajas de retiro y ciertas promesas que, una vez calmada la agitación, se tradujeron en el voto del Senado, que debía acordar, según L’Humanité, la jornada de ocho horas, pero que en realidad no acordó ni aun las ventajas que en ciertos otros puntos pudieron los mineros conquistar. La agitación condujo a la supresión del monopolio de los placeurs («agentes que procuran trabajo»), pero con ciertas restricciones, etc. Todas las leyes de protección obrera contienen cláusulas que permiten su derogación.
La experiencia ha enseñado a los obreros que debían continuar sus esfuerzos sin preocuparse de la legalidad. Esta legalidad es más bien una traba, por llevar en si misma múltiples restricciones.
Los poderes públicos intervinieron frecuentemente para reprimir la acción obrera; es decir, para impedir que la acción directa se desenvuelva libremente contra los patronos y para mantener al proletariado en el orden, gracias a las muchas penas con que se les conmina. Los trabajadores han de luchar, no solamente para el mejoramiento de sus condiciones de trabajo, sino también contra las leyes que dificultan su acción y sus reivindicaciones.
Sería necesario que los obreros esperasen más o menos pasivamente el mejoramiento de su condición contando con la evolución legal o entregándose a la benevolencia o a la justicia de los poderes públicos[9]; mas no debe olvidarse que éstos no demuestran un vivo interés por la clase obrera sino cuando se sienten amenazados o siquiera embarazados por la agitación de las gentes dispuestas a hacerse la justicia por sí mismas[10].
Como anteriormente hemos dicho, la legislación no hace sino reconocer los derechos que los trabajadores se han abrogado ellos mismos, a pesar de las leyes prohibitivas: derechos de huelga y de asociación. Hacía mucho tiempo que los trabajadores, a pesar de las penas conminatorias, practicaban la cesación concertada del trabajo o se agrupaban en cámaras de resistencia, cuando los poderes públicos se decidieron a aceptar el derecho de huelga primero y más tarde la existencia de sindicatos. Ante la acción directa, ante la posibilidad de impedir ciertos hechos, los legisladores se vieron obligados a sancionar estos nuevos derechos. Y no porque los legisladores han debido reconocer el derecho de huelga deben los trabajadores respetar las disposiciones legales dictadas para entorpecerla; por el contrario, el solo medio de hacer que desaparezcan estas disposiciones represivas es no observarlas.
No es esta la opinión de los reformistas legalitarios. Según ellos, para usar de un derecho es preciso esperar a tener el permiso legal. La calma, la prudencia, la legalidad, tal es el estribillo que adorna todavía sus consejos.
«Es necesario respetar la «evolución legal»; es necesario hacer una «propaganda de prudencia» en la clase obrera, y que los militantes socialistas y obreros tengan «todo el valor de hacer cerca del proletariado esta propaganda de acción uniforme y de legalidad vigorosa, y cuando la tranquila potencia de la organización de la clase obrera haya ayudado a sus representantes políticos a asegurar por la ley una amplia libertad de huelga, la eficacia de la huelga casi se doblará». (Jaurès, L’Humanité de 5 octubre 1904).
¿En qué consistirá, pues, la acción obrera? En la disciplina inherente a una fuerte organización y en la «fuerza tranquila de la ley»; es decir, en la inacción.
Ante una huelga «ordenada, disciplinada, legal (es decir, pasiva), el gobierno tendrá pretexto para recurrir a los demasiado fáciles y culpables medios de policía y de represión». Estas medidas serán ciertamente inútiles si los obreros no se agitan.
«Tanto más la clase obrera sabrá disciplinar ella misma sus movimientos cuanto más se acerque la hora en que la ley se vea obligada a reconocer la plena libertad de la huelga» (Jaurès, L’Humanité del 5 de octubre de 1904). En el fondo toda la acción obrera se reduce a elegir diputados socialistas y esperar a que éstos conquisten para el proletariado un algo más de libertad. Hemos tratado de demostrar anteriormente los inconvenientes o los peligros que tiene para la organización sindical el ser vasallo de un partido político, cualquiera que éste sea. Se objetará que este vasallaje puede tener alguna ventaja, pero la experiencia demuestra que los diputados, socialistas o no, no obran sino bajo la opresión de la opinión pública o ante el temor de una agitación. No resulta, pues, de utilidad para un sindicato el ligarse a un partido político; por el contrario, su independencia le permite ejercer influencia sobre todos los partidos. ¿Qué puede importar a los obreros el que sus reivindicaciones sean presentadas por tal o cual miembro del Parlamento?
La acción directa no tiene necesidad de esperar a que los diputados quieran dejar por algunos momentos sus preocupaciones electorales para ocuparse de las reivindicaciones obreras. Por otra parte, es preferible muchas veces su indiferencia que sus manifestaciones de celo espontáneo. Recientemente el diputado socialista Calliard, de Lyón, depositó en la Cámara un proyecto de ley sobre arbitraje obligatorio, cuy principio o base había sitio condenado por los sindicatos.
No consideramos preciso demostrar que las organizaciones sindicales conocen mejor las necesidades de los obreros que pueden conocerlas los diputados. En vez de recibir la dirección de un partido político los sindicatos tienen una positiva ventaja en obrar directamente, ejerciendo su acción libremente sin ocuparse de la legalidad, y tomando los derechos legales o ilegales, necesarios a esta acción.
La acción obrera se hace sin intermediario, sea éste o no de los representantes del pueblo. De este modo la presión nada arriesga de perder su fuerza en trasmisiones múltiples y complejas; se conserva entera. Sobre todo no arriesga el ser desviada y empleada en la realización de cálculos políticos, ambiciones personales o intrigas pro-ministeriales, o en antiministeriales.
La acción directa se ejerce, de una parte, contra los patronos para el mejoramiento de las condiciones materiales y morales del trabajo: de otra, contra los poderes públicos para la supresión de las restricciones legales que pesan sobre la acción obrera.
La acción directa permite medir el valor real de los esfuerzos del proletariado: sólo ella permite a la clase obrera darse cuenta de su propia fuerza.
La acción directa, en fin, es la mejor escuela de educación revolucionaria, apartando a los individuos del espíritu de resignación, excitando la iniciativa de cada individualidad y habituando a los obreros a no contar sino con su propio esfuerzo.
La educación revolucionaria
La experiencia demuestra que el proletariado debe sostener continuamente su esfuerzo para no recaer en la peor de las opresiones. Para conservar la menor reforma es preciso que la presión obrera no ceje un instante. Todos los días es necesario luchar si quiere limitarse la explotación patronal. Los patronos niegan las ventajas concedidas tan pronto como se les presenta ocasión para ello (escasez de trabajo, exceso de obreros parados), disminuyen los salarios, aumentan el tiempo de trabajo o, mejor aún, exigen en el mismo una mayor cantidad y mejor calidad. Pareciendo las condiciones las mismas, elevan el precio de los productos, y los propietarios los alquileres de las casas.
La creciente presión de la clase obrera (gracias a la conciencia cada vez mejor definida de sus necesidades, y gracias también a la solidaridad), tiene por consecuencia un mejoramiento en las condiciones de vida. Este mejoramiento es muy relativo y no guarda relación con la producción y las nuevas posibilidades de mayores goces, de que sólo aprovecha la clase burguesa. Además, las necesidades han aumentado: la intensidad del trabajo, por ejemplo; la aglomeración en los grandes centros urbanos, han hecho más apremiantes las necesidades, en otro tiempo menos urgentes. Cierto que los obreros de hoy pueden llevar camisa, cosa que no conocían los siervos de la Edad Media, pero no por esto son más felices.
El resultado, por el contrario, es un más vivo sufrimiento, una miseria más profunda cuando se ven repentinamente privados de las satisfacciones habituales a consecuencia de un paro forzoso. La vida es siempre igualmente precaria: los proletarios continúan viviendo al día, y todos los paliativos propuestos (retiros, seguros), son incapaces de suprimir el salario con su cortejo de miseria y servidumbre en tanto que persista la más inicua desigualdad social en provecho de los vagos malhechores.
El aumento de los salarios es con frecuencia un provecho ilusorio a consecuencia de la elevación correlativa del precio de los medios de subsistencia, (mercancías, alquiler). La disminución del tiempo de trabajo puede producir mejores efectos. Cierto es, por ejemplo, que los mozos de café que frecuentemente trabajan diez y ocho horas diarias no podrían sino acortar un poco su jornada: pero en un cierto número de corporaciones, una parte del provecho será perdido por una mayor intensidad del trabajo y una más rápida fatiga.
Todas estas mejoras no tienen sino un valor relativo. Por otra parte las crisis económicas, resultado de una concurrencia sin freno y de la ausencia de toda inteligencia racional en la producción, pueden hacerlas desaparecer, más o menos temporalmente, a pesar de la presión del proletariado: todas estas mejoras, en fin, quedan encerradas dentro de muy estrechos límites. De uno u otro modo las reivindicaciones obreras chocan siempre con la constitución del régimen capitalista.
Ante el precario resultado de sus esfuerzos, los obreros se han dado pronto cuenta de que el objetivo de su lucha debe ser la supresión de la explotación patronal. Cada día están más persuadidos de que su completa emancipación no será posible sino por la toma de posesión de los medios de producción para poder libre y completamente gozar del producto de su trabajo.
De este modo se hizo la evolución de los espíritus en la Internacional años antes, imbuidos de teorías vagamente humanitarias (Coullery) o de las doctrinas de los mutualistas proudhonianos, la mayor parte de los adheridos a la grande asociación pasaron rápidamente a las concepciones comunistas o colectivistas.
Algo semejante tuvo lugar cuando se manifestó el renacimiento del movimiento obrero en Francia después de la depresión causada por la caída de la Commune: anteriormente, la influencia preponderante de los mutualistas con Barberet y consortes, después, poco a poco el descrédito de las teorías que predicaban la inteligencia entre el capital y el trabajo, la cooperación con los patronos, el mejoramiento del bienestar por las obras de previsión y de ahorro, etc. Los obreros se han dado cuenta de que el antagonismo con los patronos era realmente irreductible. Por otra parte, la experiencia de los antiguos miembros de la Internacional ha tenido una gran influencia sobre la evolución de las organizaciones sindicales.
En los capítulos precedentes hemos expuesto cómo la propaganda favorece la manifestación de las reivindicaciones necesarias; hace a los individuos conscientes de su miseria y de su servidumbre, y les incita a la rebeldía.
No es pues necesario que los individuos y los grupos vuelvan a hacer el mismo aprendizaje que aquellos que les han precedido en la evolución de los sentimientos y de las ideas y que pasen por los mismos estados de excitaciones, de engaños mutualistas o parlamentarios antes de llegar a la plena conciencia del objeto que persiguen. No es menos cierto que basta que los proletarios estén reunidos e inteligenciados en vista del mejoramiento de su situación para que rápidamente se presente el sentimiento de rebeldía. La presión de las condiciones económicas conduce a los asalariados hacia las concepciones revolucionarias. Los sindicatos fundados por los socialistas cristianos, con un fin de reacción de opresión moral, de sumisión, respetuosa hacia el patrón caritativo, en una palabra, con un fin de jaunisme (los trabajos encaminados a matar el espíritu revolucionario creando patronatos obreros, Cajas de invalidez, etc.) han evolucionado en un sentido bien diferente de aquel que hubieran deseado sus fundadores. Solamente el hecho de inducir los proletarios a reflexionar sobre su estado los ha conducido a rebelarse contra los patronos. Durante la última huelga de los mineros del Ruhr, hemos visto la organización cristiana y los grupos de mineros poloneses marchar de perfecto acuerdo con sus compañeros socialistas por las mismas reivindicaciones. En Francia los tejedores de Neuvilly, agrupados en un principio bajo las influencias reaccionarias, é imbuidos de los prejuicios religiosos, han entrado francamente en la vía revolucionaria.
La misma rebeldía ha hecho su educación completa poniéndolos en presencia de las fuerzas opresivas, habiéndose mostrado mucho más enérgicos que ciertas categorías de obreros distinguidos, que creen poseer una mentalidad más elevada y un desenvolvimiento intelectual más avanzado.
En Rusia los sindicatos jaunes creados por el policía Zoubatof ayudaron mucho a la agitación obrera. El impulso del proletariado destruyó los proyectos de los agentes de Zoubatof, despertando los obreros de su letargo y entrando el movimiento huelguista en una nueva vía. La grandiosa manifestación obrera del 22 de enero en San Petersburgo ha sido el resultado de la propaganda hecha por una organización que había sido creada con el apoyo del gobierno y bajo la alta protección del jefe superior de la policía para encauzar las reivindicaciones proletarias. La represión zarista se ha encargado de perfeccionar la educación revolucionaria del proletariado ruso y de convertir al tolstoista Gaponi en socialista terrorista.
De este modo las necesidades económicas, la presión de la pobreza, impulsan a los obreros, cuando están agrupados, a las reivindicaciones necesarias. La rebeldía hace desaparecer inmediatamente todas las antigüedades de las promesas religiosas, filantrópicas o gubernamentales, y se revela a los ojos de los más inconscientes la realidad del antagonismo brutal que existe entre la clase de los explotadores y la de los explotados.
Así los proletarios se deciden a reivindicar ellos mismos la posesión de los medios de producción. Comprenden que estos no deben ser acaparados por nadie sino que deben pertenecer v estar a la disposición de todo el mundo. Además, los proletarios tienen la convicción de que la existencia de la propiedad privada es la causa de la desigualdad económica y social y llegan a la concepción de una sociedad comunista en la cual las necesidades materiales de todos serán satisfechas.
Para que las necesidades morales sean igualmente satisfechas, el individuo se eleva a la concepción del ideal de un comunismo sin gobierno, sin violencias, en el cual los individuos y los grupos estarán libremente asociados, y donde las relaciones sociales sin obligación ni sanción serán fundadas simplemente sobre la simpatía.
Este ideal del comunismo anárquico es el objetivo de las reivindicaciones materiales y morales de los individuos. La belleza de este ideal favorece a su vez el desenvolvimiento de las ideas de rebeldía y aviva la fuerza de las reivindicaciones, en tanto que la creencia en la inmutabilidad de la sociedad actual favorece la resignación y permite contentar las más urgentes reclamaciones por la ilusión de reformas o por promesas de mejoramiento social.
Independientemente de los reformistas que limitan su esfuerzo a buscar mejoras de detalles sin poder elevarse a la concepción de otro orden social que el representado por el régimen capitalista actualmente establecido, existen socialistas cuyas teorías conducen, quiéranlo o no, a la misma paciencia resignada; tienen un ideal colectivista o comunista, pero su realización aparece tan lejana que el excitante del ideal se desvanece por completo.
Otros socialistas, en fin, creen que la realización de su sueño se hará por etapas, por evolución pacífica y legal, por medio de reformas continuadas. Todo el esfuerzo práctico de la propaganda se limita a elegir diputados socialistas y a mendigar reformas al Parlamento. Al parecer, estos reformistas triunfan, puesto que en la vida ordinaria el proletariado pretende imponer reivindicaciones muy parecidas a las reformas proyectadas. (Jaurès, Congreso de Rouen. Marzo 1905).
Existe una grande diferencia entre las dos tácticas, según lo hemos expuesto anteriormente al hablar de la acción directa. Además, la propaganda reformista proclama la creencia en la eficacia de las reformas para cambiar la sociedad; luego es imposible suprimir el salario por la vía legal. El impuesto sobre la renta, la contribución del Estado o de los patronos para una caja de retiros o de seguros, son, en definitiva, sacados anteriormente del salario; y es una pretensión imposible querer elevar el precio de salarios bastante alto para que desaparezca el provecho del capital; es decir, para que insidiosamente desaparezca el mismo capitalismo.
Por otra parte, las leyes más liberales protegen la paz social; es decir, la permanencia de las relaciones sociales tal como ellas existen.
Pretender que las reformas conduzcan a la transformación de la sociedad capitalista constituye un engaño, cuyo efecto sería atenuar la acción obrera quitándole su impulso revolucionario.
La acción directa, por el contrario, no pretende llegar a la supresión del capitalismo por medio de reformas legales. Las reivindicaciones limitadas o parciales que ella propone le son impuestas por la lucha diaria contra la explotación patronal y la opresión capitalista y gubernamental. Esta lucha tiene la ventaja de limitar la explotación patronal y la represión de los poderes públicos, y, sobre todo, hacer la educación del proletariado[11]. La acción directa trabaja para que la fuerza siempre creciente de las reivindicaciones, fuera de toda legalidad, conduzca a un movimiento revolucionario, a la huelga general.
La concepción de la huelga general revolucionaria difiere en un todo de la huelga general a brazos cruzados, de la huelga general «ordenada, disciplinada, legal», destinada, según Jaurès, a apagar como una simple manifestación, el movimiento político, también legal. De todos modos, la acción legal de los reformistas, lo mismo que la conquista de los poderes públicos, se oponen a la acción directa, puesto que estorban la educación revolucionaria del proletariado.
Conclusión
Hemos visto como se producen y desarrollan las ideas de rebeldía. Anterior a toda rebeldía y como base de ella están los sufrimientos morales y materiales: es por lo que el ejército revolucionario se recluta entre aquellos que sufren en un grado cualquiera, por las obligaciones que pesan sobre las necesidades de los individuos. Algunas personas de la clase privilegiada se unen a ellas, pero es porque estos privilegiados están heridos también en sus sentimientos (sentimientos de simpatía, de justicia) y son arrastrados por su simpatía hacia los oprimidos y por la indignación contra las iniquidades sociales.
No debemos contar mucho sobre estas conversiones, porque la simpatía de los privilegiados es coartada por los prejuicios burgueses sobre las condiciones sociales. Hay quien se imagina que la miseria o la privación son frecuentemente la consecuencia de la pereza o de la imprevisión. Aquellos mismos que se compadecen de la desgracia consideran este estado como ineludible y necesario; satisfacen su sensibilidad por la práctica de la caridad y se eximen del remordimiento por medio de algunas limosnas.
¿Es la propaganda capaz de modificar estas ideas y de permitir al sentimiento de simpatía producir todos estos efectos? Aquellos que han ensayado de hacer propaganda entre los estudiantes conocen las dificultades de la empresa.
A pesar del entusiasmo de la juventud, pocos individuos se dejan convencer y la excitación pasajera cede más tarde al realismo del interés privado. Los jóvenes vuelven a sus antiguas ideas, influidos por el medio, por la familia, por los negocios, por la inquietud de la carrera, por la ilusión de la fortuna y de los honores. En realidad, el antagonismo de los intereses de clase impide el desenvolvimiento de una simpatía activa por los sufrimientos del proletariado.
En definitiva, el sufrimiento es el verdadero punto de partida de la rebeldía. Lo que hay que combatir es la tendencia a la resignación que se produce entre los individuos desalentados.
En el primer capítulo hemos expuesto la adaptación lenta de los miserables a su estado; la depresión moral que puede conducir al suicidio cuando la vida se hace imposible; pero esta resignación, este desaliento, este envilecimiento, se muestra sobre todo entre los individuos aislados, entre los pequeños burgueses, por ejemplo, caídos paso a paso en la extrema miseria. El aislamiento favorece particularmente la aceptación de las peores condiciones de vida, en tanto que los individuos reunidos por el trabajo colectivo del taller o de la fábrica, son sacudidos a cada instante de su letargo por el ejemplo de sus compañeros más audaces, por la excitación mutua. Esta excitación mutua e incesante entre los individuos agrupados, es el origen de la propaganda. Esta propaganda por el ejemplo, por la palabra, por la acción, es la que exalta en la masa de los proletarios los sentimientos que dan nacimiento a la rebeldía.
La comunidad de sufrimiento, el carácter colectivo de la lucha diaria, favorecen el desenvolvimiento de la solidaridad. Entre los individuos aislados, el cuadro de la desigualdad social puede no provocar sino sentimientos de envidia personal. La lucha colectiva para la conquista del bienestar común tiende a hacer desaparecer estos sentimientos de egoísmo impotente y hace nacer el desprecio de todo individuo que explota el trabajo de otro.
La práctica de la solidaridad contribuye a la educación moral de los individuos: el valor, la dignidad individual, se desenvuelven y vienen a reforzar las ideas de rebeldía.
La práctica de la solidaridad se hace también por la rebeldía misma, por la lucha colectiva que estrecha los vínculos de unión entre los individuos. Los sentimientos se hacen cada vez más fuertes por la comunidad de la acción.
La acción es en efecto el mejor medio de educación del proletariado: hace la educación de los sentimientos y la educación de las ideas; exalta el valor y el sentimiento de dignidad individual, despierta las energías y asegura el desenvolvimiento moral e intelectual de los individuos.
La acción favorece el mejor trabajo de organización, como puede observarse en los momentos de huelga: los individuos que la lucha ha agrupado continúan unidos en las organizaciones permanentes de combate, y estas organizaciones se convierten en focos de agitación. La propaganda, limitada antes al taller, se hace abiertamente en los sindicatos; desde éstos se extiende y alcanza hasta los individuos más aislados.
El sindicato es la verdadera escuela donde se hace la educación intelectual de los trabajadores. Gracias a esta educación, los proletarios pueden evitar los errores de táctica en que a veces han caído, y se dan cuenta con mayor prontitud del fin que persiguen. La acción provocada por el sindicato es el principal factor de esta educación[12]. Las huelgas, todo movimiento de rebeldía, aun cuando sea parcial, tiene la ventaja de poner a los asalariados en frente de los patronos y de disipar la ambigüedad de las promesas filantrópicas, religiosas o gubernamentales.
La acción hace aparecer las realidades económicas. La enseñanza de la moral oficial o religiosa es desechada por la experiencia de la vida. En corroboración de lo que decimos, hemos antes citado los ejemplos de los mineros cristianos del Ruhr, de los tejedores de Neuvilly, de los obreros de San Petersburgo. Estos hechos y muchos otros, demuestran que los trabajadores, reunidos en el terreno económico, no pueden ser engañados largo tiempo sobre sus verdaderos intereses.
La acción, en fin, y la experiencia que entraña, demuestran el engaño del reformismo y el peligro y la poca utilidad del parlamentarismo.
El movimiento económico, la conciencia de las necesidades, la experiencia de los hechos, la educación producida por la acción, por la rebeldía, dan logar al desenvolvimiento intelectual del proletariado. En efecto: todo esfuerzo particular para el progreso moral y para la instrucción de los individuos, es útil. Los proletarios han aprovechado las ideas, las teorías, y hasta las utopías mismas nacidas en tal o cual cerebro por el espectáculo de la vida social; pero no han aceptado estas ideas, estas teorías y estas utopías, sino en tanto que corresponden a sus necesidades y a sus aspiraciones.
El valor educativo de la acción es muy superior a cuanto pueda ser intentado en las Universidades populares y hasta en las mismas escuelas libertarias. Yo, por mi parte, aseguro que no es necesario el que los proletarios pasen por estas escuelas para tener conciencia de sus necesidades materiales y morales. Esto no quiere decir que los esfuerzos particulares de educación sean inútiles; pero no tienen sino un valor relativo y ficticio.
Las Universidades populares, por ejemplo, pueden servir para satisfacer en una cierta medida la curiosidad intelectual de los proletarios, sirviendo asimismo para aumentar la necesidad del goce estético; pero no pueden pretender dirigir la educación intelectual de los trabajadores. Estos conocen mejor sus sufrimientos, sus necesidades y a donde se dirigen, que los profesores benévolos, que son, sino imbuidos de prejuicios burgueses, con frecuencia bastante ignorantes de las condiciones de la vida social. Las aspiraciones de los proletarios conscientes sobrepasan, pues, las concepciones de un profesor de filosofía, por muy ilustrado que sea. Los educadores proclaman que la masa debe estar preparada y educada para ser digna de las ventajas que se propone (más tarde) concederles.
¿No escribía J. J. Rousseau a Catalina de Rusia que la abolición de la servidumbre no debía ser hecha sino con prudencia, y que los labradores debían ser anteriormente preparados para esta reforma? Actualmente ¿no entienden los burgueses de toda clase que los moujiks no están suficientemente instruidos y civilizados para que se les pueda acordar la libertad? Como si el progreso e instrucción verdaderos pudiera hacerse en las condiciones actuales de miseria y esclavitud. Afortunadamente, los obreros del campo y los de la ciudad se toman ellos mismos la libertad de obrar, sin esperar que les sea concedida.
Además, la acción obrera no es sino un simple medio de educación moral e intelectual; su objetivo, la emancipación completa del proletariado y de la humanidad entera. La acción obrera ataca a las realidades concretas y a las dificultades económicas que son causa de la esclavitud de los individuos, y tiende a la abolición de la propiedad privada y del régimen capitalista.
La acción obrera tiene, pues, ante todo un fin material, un fin social, y va siempre forzosamente acompañada de una educación moral y de una exaltación de los sentimientos, que es lo que constituye su fuerza, entrañando ciertamente un cierto desenvolvimiento intelectual; pero la propaganda no tiene la pretensión de dar a los proletarios conocimientos enciclopédicos, sino simplemente despreocupar a los individuos de los prejuicios económicos y sociales y avivar su espíritu crítico.
La emancipación material, es decir, el advenimiento del comunismo permitirá el completo desenvolvimiento moral e intelectual de los individuos libertándolos de las violencias actuales.
Por esto la propaganda revolucionaria se opone también a la doctrina tolstoista. Esta, cuyo objetivo es la regeneración moral de los individuos, cree hallar la felicidad practicando la no resistencia al mal. Paul Robin y los propagandistas de la restricción sexual tienen fe igualmente en la completa regeneración humana, pretendiendo llegar a ella primero por la regeneración material y después la moral e intelectual de los individuos. Esta pretensión no parece de posible realización en la sociedad actual. El neo-malthusianismo puede favorecer el desenvolvimiento y la educación de los niños, pero si sus padres no son conscientes, si no ha llegado hasta ellos la propaganda de las modernas ideas, ¿qué resultado podrá dar aquella educación? En el caso más favorable sólo podrá dar a los niños una instrucción burguesa, esa educación sofistica que da fuerza a los prejuicios y a los errores económicos, dándoles apariencia científica. La educación neo-malthusiana no puede hacer pues individuos revolucionarios. La restricción sexual es una necesidad de la vida urbana, una adaptación a la sociedad moderna. Nosotros opinamos que los individuos que lleguen a obtener un relativo bienestar gracias a esta restricción sexual y a su mucha suerte, pueden fácilmente encerrarse en el egoísmo, lo que significara volver al mutualismo y al cooperativismo; es decir, que tratarán de arreglarse lo mejor posible en la sociedad actual, sin querer saber nada que no sea su interés personal. ¿Qué móvil les impulsará hacia el ejército revolucionario si la propaganda no los ha convertido anteriormente al ideal comunista? El neo-malthusianismo no desenvuelve ni la solidaridad ni la rebeldía. Esto no quiere decir que seamos contrarios de la restricción sexual, pero si bien consideramos el neo-malthusianismo como útil actualmente para la emancipación femenina, y creemos que seguirá siendo practicado por las mujeres en la sociedad comunista, por su bien y por el bien de sus hijos, rechazamos la idea de verlo practicado como medio de conseguir la emancipación humana.
La propaganda revolucionaria prepara los individuos para la acción; pero no es preciso contar en que haya de interesar y arrastrar la unanimidad, ni aun la mayoría del proletariado. Múltiples influencias, aunque secundarias, vienen a contrariar la educación revolucionaria; si bien la mayor parte de estas causas desaparecen en caso de conflicto, bajo el impulso de los sentimientos.
El impulso de los sentimientos, por ejemplo, es quien en caso de huelga reúne alrededor del sindicato a todos los trabajadores interesados. Donde no existía sino un pequeño grupo, se levanta de pronto una masa considerable de gente que sabe lo que quiere y a dónde va. Ha bastado el núcleo sindical para propagar las ideas necesarias a la orientación del movimiento.
Sin embargo, no guardan consideración alguna los periódicos socialistas cuando comparan el esqueleto sindical francés con la fuerte organización de los alemanes y de los ingleses. El ideal de los reformistas y de los políticos consiste en poder presentar un grueso ejército de adheridos pagando regularmente sus cotizaciones[13]. Sólo ven la fuerza en el número como si se tratase de electores, es decir, de candidaturas que hubieran de sumarse, o bien como si se tratase de obras de mutualidad en las que sólo importa el número de los cotizantes. El ideal no necesita tener sobre el papel una mayoría compacta y estúpida, en la cual la falta de energía dificulta toda audacia y lleva consigo la necesidad de una dirección autoritaria. Toda organización obrera de combate es más fuerte por el valor moral de los individuos que la componen que por su número; pero los socialistas legalitarios tienen el prejuicio demócrata de la mayoría. A todo es preferible, por su mayor valor, un grupo activo de propagandistas que sepan arrastrar la masa y orientarla por la convicción de su palabra y de sus actos; propagandistas que se reclutan entre esta misma masa, que conocen sus necesidades, participan de sus sentimientos y no se diferencian de sus compañeros sino por la fuerza de su convicción.
Además la Confederación del Trabajo tiene una fuerza viva que todos los días aumenta y se manifiesta en toda ocasión. Cierto es que aún falta mucho que hacer en ciertas corporaciones y sobre todo en buen número de localidades, y he aquí la razón de por qué la Confederación trabaja sin descanso por la educación de esta masa obrera, todavía incierta o inconsciente.
Es preciso no tener la esperanza, absolutamente quimérica y absolutamente inútil (sobre todo en tiempo ordinario, es decir, en ausencia de conflicto) de una matriculación general de los trabajadores en la organización sindical. Se trata de preparar por la propaganda los espíritus del mayor número: el contagio del ejemplo, en caso de crisis, hará lo demás. Es preciso no olvidar que los movimientos jamás han sido hechos sino por una minoría consciente y resuelta.
La crisis es el periodo en el cual nuevos sufrimientos vienen a sumarse a los ya existentes, más o menos crónicos. Como hemos expuesto en el primer capítulo, en este momento es cuando se manifiesta con mayor fuerza la tendencia a la rebeldía. La crisis es producida por una depresión económica general, por una guerra como la producida por Rusia en el Extremo Oriente, con su cortejo de sufrimientos morales y materiales. La rebeldía tendrá tanta más fuerza, será tanto más completa cuanto mayor haya sido la preparación de los individuos por la propaganda a no respetar la autoridad patronal y la autoridad legal, y a prever todas las consecuencias necesarias de sus reivindicaciones.
La propaganda revolucionaria, educando a los individuos, hace los conflictos cada vez más numerosos y cada vez más violentos. No se lucha solamente por el salario, sino que se ataca al mismo tiempo por cuestión de dignidad y de solidaridad la autoridad patronal. Las reivindicaciones proletarias se hacen más y más audaces contra la legalidad. En un medio así preparado, una crisis moral, como la indignación ante una represión feroz (Italia, septiembre 1904), puede producir un paro general en el trabajo. Si al mismo tiempo coincide una crisis económica general, la manifestación espontánea puede, con el impulso de una minoría atrevida, cambiarse en conflagración revolucionaria, estallando a la vez en todas partes, no bajo una palabra de orden, sino a consecuencia del impulso de la comunidad de sentimientos y del contagio del ejemplo.
Marc Pierrot.
(Traducción de Francisco Cardenal).
[1] Son pocos los rebeldes que los déclassés producen. Los hay de ellos que se mezclan con la burguesía si entre esta encuentran los medios de satisfacer sus necesidades personales. Unos hacen su carrera en la política, explotando sin escrúpulo la confianza de los cándidos electores. Otros se hacen timadores de la hacienda o del comercio o viven del charlatanismo. Otros, en fin, sin voluntad poderosa, pero no pudiendo aceptar la servidumbre del taller o de la oficias, llevan una vida de bohemio que no es otra cosa que un parasitismo encubierto: triste forma de adaptación a la saciedad madama.
[2] Aparentemente a consecuencia de las promesas del gobierno, y para no «comprometer» el movimiento. Por estas mismas razones, el Comité federal de los mineros franceses no había decretado en 1901 y 1902 la huelga general, a pesar de haberla votado dos veces consecutivas los mismos mineros; éstos pudieron bien pronto convencerse de cómo el gobierno francés cumplía sus promesas. El voto contrario que el Senado dio poco después, fue la justa recompensa de la prudencia del Comité federal. El mismo Jouaviel lo reconoció en carta publicada por la Voix du Peuple en los primeros días de febrero de 1905.
[3] Enorme ventaja que permite reunir todos los obreros, cualquiera que sea su opinión, contra la explotación patronal. La adhesión, la sumisión a un partido político llevaría consigo sospechas, recelos y disidencias y limitaría el reclutamiento de los adherentes a los partidarios de una capilla más o menos estrecha, en tanto, que la comunidad de intereses entre los grupos independientes favorece la propaganda educativa general.
[4] Quéjanse también de la esterilidad de los debates en los congresos corporativos, como si de ellos se esperase una obra legislativa y gubernamental. Téngase en cuenta que estos congresos no tienen otra razón de ser que la propaganda, la cual constituye su sola utilidad real e incontestable: ponen en relación los militantes de múltiples y alejados puntos. En el choque de la discusión pónense unos y otros al corriente de los diferentes métodos de táctica empleados, apareciendo claramente bajo la crítica mutua los méritos y defectos particulares de estos métodos; los hechos son expuestos y restablecidos en su verdadera significación; las Ideas se precisan y la propaganda recibe una impulsión vigorosa que repercute en todo el país gracias a las discusiones algunas veces ardientes y borrascosas, pero que por esto mismo son la expresión de una vida intensa y real.
[5] El obstruccionismo de los empleados de ferrocarriles en Italia terminó (marzo, 1905) por la caída del ministerio Giolitti. El obstruccionismo mal practicado puede parecerse al sabotage.
[6] Llámase jaunes en Francia a aquellos obreros que, por cobardía o mala fe y siempre por egoísmo, se muestran en extremo conservadores, formando generalmente parte de asociaciones de inspiración burguesa, análogas o parecidas a las llamadas aquí Cajas de invalidez (cajas de los muertos) o Patronatos obreros.
[7] He aquí la sagrada fórmula: Es indispensable que los proletarios repriman en su lenguaje, en su actitud, en su conducta, todo cuanto pueda presentar el grave inconveniente de dificultar el éxito de sus legítimas aspiraciones y entorpecer la acción de aquellos que hacen todos sus esfuerzos en el Parlamento para mejorar la situación de los trabajadores.
[8] Marchandaje o mercantilismo del trabajo: quedarse un trabajo a bajo precio para luego obtener sobre el mismo un mayor beneficio.
[9] Además de las leyes restrictivas hay que mencionar las brutalidades policiacas. La policía ha conservado en Francia, después de treinta y cinco años de república, hábitos de autoritarismo y de desprecio del individuo que no son menos extraños que la extraordinaria pasividad del público. Las costumbres de la policía han continuado las mismas, a pesar de todas las leyes y reglamentos, y no cambiarán sino bajo la presión y la rebelión populares.
[10] En Rusia la agitación huelguista dio por resultado el nombramiento de un comité gubernamental de reformas; este comité tuvo un pronto y completo fracaso por no haberse dejado burlar los obreros por promesas que los hechos desmienten todos los días. Así también la huelga de la Ruler. en Alemania, indujo al gobierno a prometer un proyecto de reglamentación del trabajo en las minas.
[11] La campaña en favor de las ocho horas, por ejemplo, no tiene la pretensión de conseguir imponer en todas partes esta reivindicación. Su principal objeto es hacer desde ahora agitación, extender la propaganda y despertar el espíritu de rebeldía. Los esfuerzos empleados no serán perdidos; servirán a lo menos para la educación de la masa, cualquiera que sea el resultado práctico que puedan tener.
No podría decirse otro tanto de la campaña electoral.
[12] La acción de la huelga, por ejemplo, excita el espíritu de iniciativa entre los individuos a condición de que no sea embancada por la constitución demasiado autoritaria de la organización. Ya hemos expuesto en uno de los capítulos precedentes cómo una fuerte organización lleva consigo un espíritu de obediencia resignada y de disciplina contraria al espíritu de rebeldía, y cómo esta forma de organización se opone en definitiva a la acción.
[13] Jaurès presenta para la admiración y la imitación de los trabajadores franceses a las Trade Unions inglesas «tan potentes por el número de los adheridas y por sus hábitos de disciplina voluntaria» (L’Humanité del 5 octubre 1904). Por su parte, los guesdistas—partidarios del jefe socialista Guesde— afectan el más grande desprecio por la táctica caótica de los sindicatos, sobre todo desde que las organizaciones obreras han osado desprenderse gracias a la propaganda de Pelloutier de la dirección autoritaria del «partido obrero francés». La Confederación es actualmente más potente que las organizaciones socialistas políticas, llenas todas ellas de preocupaciones electorales.
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