Sindicalismo y Revolución

Publicado en Tierra y Libertad, 2ª época, nº 9, 11, 13, 15 y 17 (enero-marzo, 1907).

Esperamos la emancipación obrera y la liberación de la humanidad de una trans­formación completa de la sociedad actual, y no creemos posible esta transformación más que por una revolución.

Es altamente ridícula esta esperanza en la revolución, como si se tratase de un nue­vo Mesías que hubiera de venir a redimir a los hombres. Entiéndase que son los hom­bres quienes deben redimirse a sí mismos; y que la revolución no es otra cosa que el conjunto de actos individuales y colectivos estallando por todas partes contra la auto­ridad patronal y contra la autoridad legal, de manera que se haga imposible la exis­tencia del régimen capitalista.

Parece que los trabajadores, es decir, los que sufren directamente las condiciones económicas actuales, no tendrían más que quererlo para hacer esta revolución que parece inmediatamente posible.

¿Cuáles son, pues, las causas que pueden determinar el movimiento?

Los elementos de la Rebeldía

La rebeldía nace directamente del sufrimiento; pero es preciso comprender estos términos. La continua miseria, por ejemplo, produce la depresión mental, el abatimiento, la abdicación de toda dignidad personal; favorece el alcoholismo y el embruteci­miento y conduce a la degradación comple­ta del ser humano. Los mendigos son un ejemplo de este estado lamentable.

¿Quiere decir esto que el mejoramiento de las condiciones de vida contribuye a des­arrollar el espíritu de rebeldía? Cuando ciertos obreros o ciertas categorías son fa­vorecidas por condiciones económicas espe­ciales se les ve con frecuencia encerrarse en un estrecho egoísmo. Respecto al ideal, los obreros favorecidos no piensan ordinaria­mente más que en defender contra la con­currencia su privilegiada situación; medi­das contra los obreros no sindicados con el apoyo de una inteligencia entre los patro­nos, mientras que fuertes derechos de en­trada restringen y dificultan las adhesiones al sindicato (Estados Unidos); medidas pro­hibitivas exigidas del gobierno contra los trabajadores extranjeros (Australia, Nueva Zelanda), etc.

El bienestar no engendra ni solidaridad, ni espíritu de rebeldía, ni ideal revoluciona­rio. Los obreros privilegiados que disfrutan de altos salarios no piensan ordinariamente en derrumbar la sociedad: tratan de asegu­rar su bienestar por la práctica del coopera­tivismo, de la mutualidad, de la restricción sexual. Yo me apresuro a decir que no cen­suro su conducta ya que no considero extra­ño el que cada uno trate de mejorar su si­tuación, pero a condición de que no sea a expensas de otros trabajadores y de que aquellos no exploten en las cooperativas, como ocurre frecuentemente, el trabajo de sus asalariados. Estas gentes creen en la virtud de las reformas y reclaman los favo­res de los poderes públicos, tratando de arreglarse de la manera más cómoda y adaptándose lo mejor posible al medio ac­tual.

No es, pues, el mejoramiento de las con­diciones de vida, ni el estado permanente de miseria lo que conduce a la rebeldía. Así en unos como en otros (miserables o privile­giados), para que la rebeldía se produzca, es preciso que anterior a ella exista la sen­sación de sufrimiento y que éste sea sentido hasta el punto de parecer intolerable.

El sufrimiento será sentido por todo aquel que vea empeorarse sus condiciones de vida o disminuirse su bienestar.

Yo tomo las palabras miseria y bienestar en su más lato sentido; ya se trate de las condiciones económicas, ya de las morales. El sufrimiento experimentado por el indivi­duo estará en razón directa de lo brusca­mente que el cambio se verifique.

La reacción, extremadamente viva en un principio, irase poco a poco atenuando. En el fondo trátase de una ley común a todos los fenómenos biológicos. La excitación brusca produce una reacción que, intensa en un principio, disminuye poco a poco a pesar de la permanencia de la excitación: El sufrimiento, él mismo se debilita, trátese de una pena moral o de una material.

Pasado el primer momento, el hombre se habitúa a su nuevo estado y se adapta a él. Si se trata de una disminución de bienestar, restringirá sus necesidades y creerá o acep­tará por la explicación de su desgracia, ra­zones para satisfacerse a sí mismo, para aminorar su sufrimiento moral: no saldrá de su letargo, de su inercia, más que por un nuevo sufrimiento que venga a sobrepo­nerse, o por una excitación cerebral: por la propaganda, por ejemplo.

Por otra parte, para que la sensación de sufrimiento conduzca a la rebeldía, es preci­so que este sufrimiento ofenda el sentimien­to de justicia de aquel que es atacado, sin lo cual el sufrimiento no se traduce más que por un dolor moral; es decir, por la depre­sión nerviosa, las lágrimas y las lamenta­ciones.

Si el sentimiento de justicia del individuo es lesionado, si la victima puede echar la culpa de su sufrimiento sobre autores res­ponsables, o sobre aquellos que él considera como tales, entonces estalla el sentimiento de cólera y de indignación que puede deter­minar el acto de rebeldía.

Aun en este momento puede abortar todo por múltiples causas: si las victimas que se creen lesionadas ignoran sobre quién hacer recaer su cólera; si están penetradas del sentimiento de su impotencia en frente de los autores de sus males, o si son retenidas en su acción por el sentimiento del miedo. Intervienen, pues, contra el sentimiento de la rebeldía, la ignorancia y la educación: débese también tener en cuenta la herencia, es decir, el hábito de largas generaciones anteriores, a la obediencia pasiva y a la resignación.

La religión ha sido siempre el mejor antí­doto contra la rebeldía. Ante todo, ella en­seña que no existe la injusticia: que todo viene de la voluntad de Dios, y que el sufri­miento no es más que una prueba que ase­gurará al paciente, después de su muerte, las felicidades celestiales. La rebeldía es, según la religión, un acto impío. Ella ense­ña a los hombres la obediencia y la resigna­ción; siempre habrá pobres, dice, y estos pobres deben estar reconocidos a los ricos por las caridades que de ellos reciben.

La enseñanza oficial, sobre todo la de la escuela primaria, viene a apoyar esta edu­cación religiosa y a reemplazarla en caso necesario. La enseñanza primaria inculca en los niños preceptos de moral, pero de una moral oficial y absoluta por la que adquieren prejuicios y hábitos de los que difícilmente lograrán desprenderse: fatali­dad económica; necesidad del orden social y de la jerarquía social; deberes imperativos para con la sociedad, el Estado (leyes, impuestos, servicio militar), los patronos, etcétera. La riqueza es el resultado del tra­bajo y de la previsión: por otra parte, ella cumple una función social necesaria por la bondad y la caridad. Gracias a los ricos pueden los pobres trabajar y ganar su vida. La verdadera felicidad consiste en conten­tarse con poco y estar satisfecho de su suer­te. La sumisión a las leyes es necesaria para el buen orden, para la riqueza nacional, para la gloria de la patria.

La religión patriótica sirve para dar ma­yor fuerza a la obediencia cívica, mas si a pesar de todo hay síntomas de que la rebel­día pueda manifestarse, tiénese especial cuidado de desarrollar con anterioridad el sentimiento del miedo, por la exposición de sanciones amenazadoras: policía, tribuna­les, prisiones, ejército, etc.

El resultado de esta educación produce en los débiles, sobre todo si están aislados, una resignación pasiva. Todas las desgra­cias de que pueda ser víctima las soporta pacientemente, culpando de ellas al destino, y así continuará sufriendo resignado hasta el fin de su miserable vida No son raros los casos en que un individuo se suicida por falta de los recursos que él considera nece­sarios; pero teniendo antes especial cuidado de pagar al casero, al tendero, etc., y de enviar atenta carta al juez pidiéndole le dispense la molestia que su determinación deberá proporcionarle. Gráfico ejemplo de la desviación moral, mejor dicho, de la per­versión que una falsa educación puede pro­ducir.

La propaganda

Todo factor que interviene en contra de la resignación favorece la rebeldía. La des­igualdad social es uno de sus factores, ha­ciendo sentir doblemente a los miserables el peso de su miseria y despertando y agu­zando sus sufrimientos. En las grandes ciu­dades, la exhibición de un lujo insolente provoca comparaciones que son siempre funestas para la tranquilidad social. El sen­timiento de justicia de los trabajadores se halla lesionado por la creciente desigual­dad, que nada justifica y que produce cuo­tidianos escándalos que la cubren de in­famia.

Por otra parte, todo lo que aumenta las necesidades materiales, todo lo que las mul­tiplica, las extiende y las hace más impe­riosas, aviva el sufrimiento. En fin, todo lo que se opone a la resignación, a la humildad, a la obediencia y al miedo; todo lo que aumenta la dignidad individual, multiplica el sentimiento de justicia. El sufrimiento primero, el sentimiento de justicia ofendido después, forman el punto de partida de la rebeldía.

La educación y la instrucción pueden producir este resultado: una y otra afirman y precisan las necesidades de la higiene; hacen conocer las comodidades de la vida; desenvuelven como consecuencia las necesi­dades materiales y habitúan al individuo a superiores necesidades morales en las rela­ciones sociales.

Los obreros disponen solamente de la educación sofistica y rudimentaria; instruc­ción de que les hace merced la Iglesia o el Estado; educación e instrucción que tienen por objeto oponerse al crecimiento de sus necesidades y de sus reivindicaciones. La educación integral, la instrucción completa, no son hechas para los pobres: éstas no pueden dar sino lo que los burgueses lla­man con desprecio déclassés —fuera de su clase—- es decir, gentes cuyas necesidades materiales y morales se han desarrollado al mismo tiempo que el espíritu crítico, sin que se les hayan proporcionado los medios e satisfacer estas necesidades[1].

La instrucción sólo accidentalmente pro­duce de déclassés revolucionarios. Por el contrario, es preciso que los trabajadores se desprendan de los prejuicios y de las su­persticiones enseñadas por la religión y la moral oficial para llegará la rebeldía.

Esta necesidad de obrar contra la opre­sión y de apoyarse y defenderse mutua­mente es la que ha dado nacimiento a la propaganda. Esta ha nacido espontánea­mente de la comunidad del sufrimiento y del sentimiento de simpatía: en el fondo es una especie de educación mutua entre pro­letarios para un conocimiento más preciso de los intereses de clase y el medio más seguro de desarrollar las tendencias revolu­cionarias de la masa.

La obra de la propaganda es hacer a los hombres conscientes de su miseria y de su esclavitud. Aviva los sufrimientos de aque­llos individuos cuya tendencia es continuar en su habitual letargo: combate la humil­dad, la obediencia; acrecienta el sentimien­to de dignidad individual y aumenta de este modo el de justicia; opónese al miedo, har­to frecuente entre los individuos aislados, desarrollando el sentimiento de simpatía y de solidaridad; provoca el deseo de instruir­se y mejora el espíritu crítico; es, en fin, el más potente medio de desarrollo y progreso individual

Todos los fenómenos de esta educación mutua prodúcense al mismo tiempo, se mezclan y confunden; pero sus efectos pue­den, no obstante, analizarse separada­mente.

La propaganda precisa las necesidades materiales. La producción moderna, según el mundo capitalista, ha transformado la organización del trabajo; la maquinaria, el trabajo en locales cerrados, la aglomera­ción, los trastornos que en el organismo produce el exceso de fatiga, han llevado consigo necesidades de higiene y preocupa­ciones que no conocían los obreros de otras épocas o los trabajadores del campo. Los obreros de las ciudades que se reclutan en gran parte entre los habitantes de los pe­queños pueblos, se exponen, por desconoci­miento de sus propias necesidades, a la pér­dida de la salud y a una muerte prematura. Es la propaganda quien se las da a conocer, confirmándoles la absoluta precisión de es­tas necesidades: necesidad del reposo y del recreo; necesidad de cuidar su cuerpo y mantener la casa en condiciones higiénicas, de exigir la salubridad del taller, etc., etc. La propaganda ayuda a transformar, en unos, las ideas que la educación u otros há­bitos habían arraigado, precisando en otros las nociones adquiridas por la experiencia; aviva de este modo las necesidades que na­cen espontáneamente de las condiciones del medio y refuerza las reivindicaciones obre­ras por el apoyo del conocimiento científico (estadísticas, resultado de la observación medical, etc.).

Por otra parte, la propaganda incita a los trabajadores a reclamar las comodida­des de la vida que lleva consigo el progreso científico, el desenvolvimiento económico de la producción y la facilidad de los me­dios de comunicación, y como sólo su tra­bajo es el que hace posibles todas estas comodidades de que únicamente goza la clase poseedora, se despierta e interviene el sen­timiento de justicia. La propaganda mutua alienta a los trabajadores a revindicar todo el bienestar material, así como los goces artísticos e intelectuales.

La propaganda viene a concretar las as­piraciones más o menos conscientes de todo hombre a una vida normal, sana y com­pleta. Estas aspiraciones se abren paso a pesar de la presión ejercida por la religión y por la moral oficial: su desenvolvimiento es ayudado por el cuadro que presenta la desigualdad social. El sentimiento de la ini­quidad sufrida ha dado lugar en todos los tiempos y entre todos los miserables a un sentimiento de hostilidad sorda que entre los más resueltos e inteligentes se ha tradu­cido por una crítica audaz y precisa de las causas de su miseria. Estos han excitado a sus compañeros a reflexionar y les han co­municado la audacia de razonar sobre su estado. De este modo los sentimientos de humildad y de obediencia han sido minados y se ha comenzado a hacer el examen y la crítica de la explotación patronal, remon­tándose al origen de la riqueza. Esta pro­paganda que espontáneamente ha nacido en todas partes, ha precisado y precisa más cada vez las nociones que ya existían, si bien en algunas ocasiones se manifestaban de un modo vago y confuso; se ha opuesto y continuamente se opone a la aceptación evasiva del estado de miseria y de servidumbre; impide la acción depresiva de una edu­cación mentirosa y combate la nefasta in­fluencia del catecismo, de la escuela oficial, de los periódicos a sueldo de los capitalistas.

Esta propaganda se opone a la restric­ción de las necesidades, sacando todas las deducciones necesarias de la desigualdad social; alienta a los explotados para que és­tos trabajen por la reivindicación de su bien­estar total; se opone a la resignación y des­arrolla y acrecienta la dignidad individual, exaltando el sentimiento de justicia; la pro­paganda mutua ha conducido a los obreros a rebelarse contra los reglamentos de los talleres, contra las vejaciones de los con­tramaestres o encargados, exigiendo ser mejor tratados.

La propaganda se hace por los obreros más atrevidos a sus compañeros más tími­dos, por los educados y guerreados en las luchas sociales a los irresolutos o ignoran­tes, por las sociedades de espíritu emanci­pado a las sumisas y débiles, por los países progresivos a los retrasados, efecto de una más lenta evolución.

El ejemplo y el contagio obran eficaz­mente en un medio favorable y forman parte de las causas principales de la rebeldía. Así se explica el por qué la propagan­da nace fácilmente en cuantos puntos los obreros se reúnen en gran número: penetra aun en los países en que la burguesía adop­ta las mayores precauciones; saca al obrero de su letargo y de su servidumbre y lo de­cide a reclamar su derecho a la vida. Los actuales acontecimientos de Rusia no son otra cosa que los efectos producidos por esta propaganda.

La organización obrera

Cuando la propaganda mutua ha avivado entre los miserables el deseo de adquirir su bienestar y el sentimiento de dignidad, cuan­do se despierta el sufrimiento y el senti­miento de justicia ha sido exaltado, la rebelión está próxima; pero el hecho de que el sentimiento se presente como intolerable no es un elemento suficiente para que la reac­ción que se produzca tenga carácter revo­lucionario; la rebelión puede continuar en su primitivo estado de cólera impulsiva, di­rigiéndose no más que a los objetos inani­mados para volver a su primitiva incons­ciencia.

La ignorancia y la superstición pueden destruir el efecto de la rebeldía, dirigién­dola falsamente o permitiendo a la habili­dad de los políticos, de los ambiciosos o de los gobernantes sin vergüenza desviar el movimiento. Se ha visto en la Edad Media (y en épocas mucho más recientes) pueblos que han maltratado a las llamadas brujas para vengar en ellas las desgracias de que habían sido víctimas. Hase visto gentes que han hecho recaer sobre los judíos la respon­sabilidad de su servidumbre económica; el gobierno ruso, por ejemplo, se ha servido del prejuicio antisemita para desviar cier­tos movimientos. En Francia, en Aigues-Mortes, hemos visto hace trece años (en 1893, si no estamos equivocados) acometer furiosamente y matar los trabajadores fran­ceses a los obreros italianos en lugar de lu­char contra los patronos que habían hecho venir a aquellos desgraciados para pagarles un salario menor, etc.

Es necesario, pues, que aquellos que su­fren lleguen al conocimiento preciso de las causas de su miseria y de su esclavitud. El desconocimiento de estas causas permite fácilmente se desvíen los movimientos de rebeldía, sobre todo cuando se trata de cri­sis generales en que entran en juego múlti­ples y contrarios intereses; cuándo un mo­vimiento produce descontentos, ambiciosos, pequeños burgueses, proletarios, etc.; cuan­do el objeto que se persigue es obscurecido por cuestiones políticas que alcanzan tal importancia que escapan a la comprensión y a la crítica de la masa.

Varía mucho cuando se trata de un mo­vimiento puramente económico, especial­mente de un movimiento obrero. Los tra­bajadores, cuando no han estado engañados por influencias extrañas, tienen reivindica­ciones precisas que hacer para el mejoramiento de su bienestar: aumento en los sa­larios, disminución de horas de trabajo, res­peto de su dignidad. Se dan cuenta por ellos mismos que las causas de su miseria y de su esclavitud residen en la explotación pa­tronal. Desde larga fecha la conciencia del antagonismo de intereses se traduce en re­vueltas locales, huelgas y organización de sociedades llamadas de resistencia, las cua­les han dado nacimiento a los sindicatos ac­tuales. En estas sociedades se afirma y pre­cisa la conciencia de clase del proletariado; en los sindicatos se elabora la propaganda educadora que protege a los obreros contra los prejuicios y la superstición, y refuerza el espíritu de rebeldía.

Los sindicatos son grupos de combate contra la explotación patronal. El obrero entra en ellos con el fin de defender sus in­tereses contra el patrón; existe, pues, en estos centros un estado de espíritu muy fa­vorable a la rebeldía, en tanto que en las cooperativas o en cualquiera otra obra mutualista el obrero tiene preocupaciones esen­cialmente diferentes que, si no le apartan de la lucha, nada hacen que le inciten a ella. A políticos como Waldeck-Rousseau, Millerand y otros, ha parecido hábil ofrecer a los sindicatos aparentes ventajas para embara­zarlos de obras mutualistas o para transfor­marlos en organismos cooperativos. De es­te modo los sindicatos habrían perdido su carácter batallador y revolucionario.

En los sindicatos es donde se hace real­mente propaganda mutualista de que he ha­blado en el anterior capítulo; es en ellos donde se precisan y refuerzan las reivindi­caciones para las necesidades materiales, desconocidas alguna vez por ignorancia, pero necesarias para una vida sana y nor­mal en los centros industriales; es allí don­de se analizan y concretan las responsabili­dades de los sufrimientos individuales y co­lectivos; responsabilidades de los acciden­tes, de las enfermedades, de las desgracias, debidas a los trastornos producidos por el exceso de fatiga y a las malas condiciones higiénicas; responsabilidades por la falta de trabajo o paros forzosos, sobreproducción, crisis económicas, etc.

Es especialmente en los Sindicatos donde se hace la educación moral de los obreros: dignidad individual, simpatía y solidaridad. Esta educación se lleva a cabo por el ejem­plo y por el contagio que resulta. Se apren­de y se adquiere el valor necesario para no bajar la cabeza ni sentir miedo. Las huel­gas ponen cada día en práctica la solidari­dad y la rebeldía, y he aquí por qué las huelgas, aunque parciales, aun cuando no lleguen a conseguir sino modificaciones par­ciales de poca importancia, parecen útiles y necesarias para la educación de la solida­ridad y para la educación de la rebeldía. Gracias a las grandes aglomeraciones obre­ras modernas, la solidaridad, nacida de la comunidad de intereses, ha podido engran­decer, consolidar, hacer disminuir o des­aparecer el sentimiento del miedo, demasiado frecuente entre los individuos aisla­dos. El ejemplo, el impulso de rebeldía da­do por algunos individuos, tiene repercusiones inmediatas y eficaces, arrastrando la masa entera. La facilidad de comunica­ciones favorece la extensión de estos movi­mientos.

Estas condiciones (aglomeración, facilidad de comunicaciones) han hecho posibles fuer­tes organizaciones obreras.

La experiencia adquirida por los indivi­duos o por los grupos aprovecha a toda la masa por la propaganda diaria. De este modo se evitan los errores y la incertidumbre en los comienzos del movimiento obrero. Procediendo así se evita el riesgo de ver las reivindicaciones obreras desviadas o defor­madas por influencias extrañas (prejuicio patriótico, como en Aigues-Mortes, prejui­cio antisemita, influencia gubernamental, injerencia de los políticos). Pero para esto es preciso que la organización sea indepen­diente de los partidos políticos, cualesquiera que estos sean, y que continúe amparada por el respeto a sus compromisos. Si así procede la clase obrera, conservará la con­ciencia de sus necesidades y el perfecto conocimiento del fin que persigue.

Es preciso evitar que bajo un falso pre­texto de disciplina, la organización obrera haga nacer un nuevo espíritu de resigna­ción.

La organización debe tener por objeto ayudar el desenvolvimiento individual de sus miembros, o el reemplazar la iniciativa personal de cada uno por una dirección más o menos autoritaria. Será perjudicial el que los individuos se confíen enteramente a los delegados y qué les remitan plenos poderes, confiando a ellos todas las decisiones que hayan de tomarse. Esto será la abdicación de la voluntad y energía personales, y caer, nuevamente, en la pereza y la inacción.

Esto es una razón más para que el movi­miento obrero continúe independiente de los partidos políticos. Estos están demasiado centralizados para permitir a un ínfimo sin­dicato elevar la voz, sobre todo cuando es­tán en juego los intereses electorales. Por otra parte, los elegidos tienen siempre ten­dencia, bien a imponer su voluntad, bien a no tener en cuenta para nada la voluntad de los otros miembros del partido. Nosotros hemos visto numerosos ejemplos.

El desenvolvimiento del espíritu de rebel­día es incompatible con una organización jerárquica y autoritaria. Una organización de esta especie ahoga toda energía, toda ini­ciativa particular.

El individuo no se rebela por delegación. La rebeldía colectiva supone la participa­ción de toda la masa, arrastrada por el im­pulso de una minoría que, con anticipación, ha dado el ejemplo. (Montceau 1900). La re­beldía no se decreta, viene de abajo, no de arriba. Adenias los directores, cualesquiera que ellos sean, sienten repugnancia, que puede llamarse natural, contra la rebeldía. Cambian por el miedo de las responsabili­dades; por el temor de ser arrollados; por los cálculos de prudencia, que se encuentran falsos en la aplicación real por no tener en cuenta la fuerza de los sentimientos de la masa, puesto que esta fuerza se ignora y no se la puede conocer.

¿Será preciso recordar el aborto de la huel­ga general de los mineros en Francia en 1902? Esta huelga, votada repetidas veces por los obreros, no fue declarada por el co­mité director a pesar de los compromisos adquiridos.

Él miedo de las responsabilidades, el te­mor de ser arrollados por los acontecimien­tos, los cálculos de falsa prudencia influye­ron sobre todos los miembros del comité di­rector y, acaso, por encima de todo, las influencias políticas, pues la federación de mineros, entonces única, estaba entre las manos de los políticos.

En una organización jerárquica y autori­taria, los directores pierden insensiblemente el contacto con la masa; tienen otros cuida­dos y otras preocupaciones; llegan a no com­prender las necesidades reales de los miem­bros de la organización por estar ocupados en las intrigas de alta política,

Sin embargo, se ha propuesto en ciertos países, y existe en algunas corporaciones, el que un comité director sea el encargado de impedir o de decidir una huelga bajo pre­texto de altas razones de política o de eco­nomía política, incomprensibles sin duda a la masa.

El comité director tendría el poder de pe­sar las probabilidades de éxito y la oportu­nidad del movimiento. Mas ¿con qué balan­za?, ya que siempre falta el elemento princi­pal, el que determina la acción: el senti­miento.

La fuerza del sentimiento es la que deter­mina toda acción, la que da a ésta las ma­yores probabilidades de éxito. Por esto, la rebelión no puede ser determinada por una decisión autoritaria, aun cuando ésta sea racional; por esto, no puede llevarse a cabo sino por aquellos que sienten y sufren; por aquellos entre los que el sentimiento se ha exaltado hasta impulsarlos al acto. He aquí, en fin, por qué la propaganda es compren­dida por todos los seres que sufren, ya sean iletrados o intelectuales; he aquí por qué es eficaz, hasta entre los moujiks rusos: por­que ellos sienten.

Las razones que yo acabo de exponer pueden explicar la verdadera impotencia de la Democracia Social en Alemania. Se nos cita a cada momento como ejemplo la orga­nización del partido social demócrata ale­mán, con sus tres millones de electores, con su millón de sindicados; pero no se ve que lo que constituye la fuerza de este partido como organización, es precisamente la cau­sa de su debilidad en la acción. Los socia­listas demócratas tienen una organización fuerte; es decir, jerárquica, reglamentada, disciplinada; pero esta jerarquía, esta re­glamentación y esta disciplina, han muerto entre los individuos todo espíritu de inicia­tiva y toda energía. En Alemania, donde todos los proletarios están sumidos en un medio servil, parece que se hacía necesario luchar especialmente contra los hábitos (he­reditarios y adquiridos) de sumisión y de obediencia, reforzados además por un mili­tarismo intenso. En lugar de esto, los socia­listas demócratas han consolidado el espí­ritu de resignación por una sumisión y una obediencia completas al comité direc­tor. De aquí resulta una impotencia revolu­cionaria qué el mismo Jaurès reveló y sub­rayó en el congreso de Ámsterdam (1904).

Los sindicatos alemanes esclavizados a la social democracia, sufren del mismo espíri­tu de resignación. Yo tengo todavía presen­te la enorme huelga de los tejedores de Silesia (Crimmitschan, 1903), que no dejó de causar ciertas inquietudes a los capita­listas y al gobierno alemán. A pesar de las miserables condiciones de existencia, la huelga se terminó de pronto por una orden emanada del comité director, sin que se hu­biera obtenido ningún resultado. Esta ter­minación marca clara y evidentemente tan­to la pasividad de la clase obrera, como la falta de confianza de los directores en la fuerza real de la organización.

Un ejemplo más reciente es la huelga, también enorme, de los mineros de la Ruhr. Doscientos mil obreros abandonaron el trabajo. Hallábanse reunidos en este mo­vimiento los socialistas, los cristianos, los poloneses. Tenían el apoyo moral de la opi­nión pública que veía con simpatía esta huelga, y hasta el gobierno mismo no les era desfavorable. De pronto, el comité de la huelga ordena la vuelta al trabajo[2]; la asamblea general, por el contrario, vota la continuación de la huelga, pero ésta se ter­mina y los obreros vuelven al trabajo, pre­cisamente en el momento en que los mineros belgas acababan de decretar también la huelga, lo que constituía una nueva proba­bilidad de éxito.

En esta huelga de la Ruhr se manifestó el espíritu de sumisión de los trabajadores alemanes organizados; calma, orden, disci­plina; y para asegurar este orden y esta disciplina, ellos mismos hacían de policías, distinguiéndose por el lazo blanco que lle­vaban, y no hubieran necesitado excitación para entregar a los gendarmes a sus más exaltados compañeros.

El ideal de los jefes socialistas parece ser el gobierno autoritario sobre la masa. El movimiento de indignación que estalló en Italia, en septiembre de 1904, bajo la forma de huelga general, para protestar contra las descargas hechas por los tiradores de infantería, se produjo espontáneamente en­tre los mismos trabajadores, fuera de toda orden dada por la dirección del partido so­cialista. Pero este partido socialista —dice el corresponsal del Vorwaerts (según Jau­rès)— estaba decidido (?) a ejercer él mismo una policía socialista para prevenir las vio­lencias individuales, las malas acciones y los pillajes que habrían podido deshonrar el movimiento y comprometerlo. (He aquí la palabra que sirve para excusar todas las cobardías.) Y Jaurès añade: «Esto es el in­dicio de que la idea de la huelga general, como medio de acción y de presión del pro­letariado entra en su período de madurez.» (Humanité del 3 de octubre de 1904.)

Por otras razones, la organización sindi­cal es igualmente fuerte en los Estados Unidos; quiero decir, igualmente autorita­ria. Laurent Casas nos ha hecho en Les Temps Nouveaux (números 25, 26, 27 y 29, 1904) el cuadro de estos trabajadores dis­tinguidos (privilegiados), que tienen a la cabeza un estado mayor dictatorial. Contra este estado mayor y contra esta forma au­toritaria de organización, se ven obligados a luchar nuestros compañeros americanos.

Exactamente lo mismo ocurre en las viejas Trade Unions inglesas.

En Francia el movimiento sindical es in­dependiente de todo partido político[3] y salvo raras sociedades que tienen dirección autoritaria, no sufre de una reglamentación excesiva.

No obstante esta marcha independiente no deja de preocupar a algunos que ven el desorden y la confusión donde sólo existe la vida que se desborda fuera de la estrechez del reglamento. Estos individuos tienen miedo de los casos excepcionales que llevan consigo o hacen renacer conflictos, como también de los choques que forzosamente se producen en toda organización libre: que­rrían que todo fuese reglamentado con an­terioridad, sin ver que esto equivaldría a convertir la organización corporativa en una máquina burocrática u omnipotente ofi­cina central (comités de las federaciones y de las bolsas), lo que reducirla los sindicatos a la situación del organismo cuya función es cotizar y obedecer las órdenes emanadas del poder central.

Una reglamentación intensa llevaría consigo las mismas enojosas consecuencias an­teriormente expuestas: administración au­toritaria y disminución del espíritu de ini­ciativas y de energía revolucionaria en la masa[4].

Para no dificultar y entorpecer la vida de los sindicatos se precisa, por el contrario, que la organización que los una (federaciones, bolsas) sea completamente libre. Actual­mente los sindicatos son grupos indepen­dientes de trabajadores, en los cuales la ac­ción individual puede producirse y desarro­llarse eficazmente. A su vez los sindicatos intervienen de un modo efectivo en el fun­cionamiento de toda la confederación pre­ponderando en la vida corporativa.

En Francia, los militantes, a los cuales sus compañeros confían una delegación, son especialmente considerados como propagan­distas; los datos de toda suerte que adquie­ren, su propaganda y su persuasión, contri­buyen de un modo eficaz a la obra de orga­nización que les incumbe. Independiente­mente de las excursiones, de las conferen­cias y de la agitación en las huelgas, queda la correspondencia con los grupos, que tam­bién constituye un medio de propaganda. La misión de los militantes no admite, pues, comparación con la de una dirección guber­namental: su trabajo es educar a los indivi­duos, separar y concretar las reivindicacio­nes obreras y reforzar el espíritu de rebel­día. Además, los delegados son nombrados para este objeto claramente determinado y con mandato imperativo. Jamás podrán, pues, considerarse como investidos de po­deres dictatoriales.

La obra de los propagandistas en una or­ganización libre es, pues, incomparable­mente superior a la de los directores en una organización autoritaria.

En lugar de decidir, de gobernar, de ha­bituar los individuos a recibir órdenes, los alientan e impulsan a manifestar sus nece­sidades y sus reivindicaciones; enseñan a las gentes con claridad y sencillez cuales son las causas de sus sufrimientos, de sus desgracias, de su miseria, de su esclavitud; exaltan de este modo sus sentimientos, y la fuerza de este sentimiento es la que decide la acción y hace estallar la rebeldía.

El primer efecto de la propaganda se tra­duce por la multiplicidad de las huelgas: es evidente que la propaganda aviva los sufri­mientos reales, precisa las necesidades ur­gentes y alienta a los interesados para que ellos mismos impulsen sus reivindicaciones y las impongan.

De este modo los interesados deciden su movimiento, y para que exista el mayor número de probabilidades de éxito deben ellos mismos conducirlo, aprovechando los datos que se les proporcionen y la expe­riencia adquirida por sus compañeros de clase.

La experiencia demuestra que jamás las reivindicaciones obreras han triunfado sino cuando los trabajadores han podido impo­nerlas por intimidación. Cuando confiados en la justicia de su causa han hecho llama­miento a la humanidad de los patronos, o a la benevolencia de los poderes públicos, el mejor resultado obtenido ha sido el engaño, encubierto en algunas bellas y sonoras fra­ses; ordinariamente, la respuesta ha sido una negativa seca y altanera, a menos que no se les haya simplemente fusilado como el 22 de enero en San Petersburgo.

La acción directa: Sus relaciones con los patronos

Los obreros han aprendido, a su costa, que las humildes peticiones dirigidas en cualquier ocasión a los patronos o a los go­biernos, han sido cuando menos inútiles. La experiencia les ha demostrado que han sido burlados cada vez que han confiado sus in­tereses a sus titulados protectores (filántro­pos o políticos). Han llegado a la conclusión de que nadie cuidará sus intereses tan bien como ellos mismos.

Esta experiencia ha dado nacimiento a la táctica de la acción directa. «Una expre­sión nueva para una cosa vieja», decía Eu­genio Guerard, en el Congreso de Bourges. Vieja cosa, en efecto, es la antigua táctica obrera impuesta por las condiciones socia­les: la propaganda necesita que esta tácti­ca se caracterice, a fin de oponerla a la de los reformistas legalistas.

La acción directa es la expresión de la rebeldía obrera contra la explotación y la opresión capitalistas. En primer lugar se trata de luchar diariamente para la obten­ción y el mantenimiento de las reivindica­ciones, consideradas indispensables por las modernas condiciones de trabajo (maquinis­mo, exceso de trabajo, etc.). Estas condi­ciones de trabajo hacen cada vez más nece­sario para los individuos la disminución de la jornada de trabajo (su limitación a ocho horas, por ejemplo).

No consideramos ahora este asunto bajo el punto de vista de la libertad humana y de la emancipación obrera, sino simplemen­te bajo el punto de vista de la higiene.

Se trata de luchar todavía por la tasa del salario, por el respeto de la dignidad indi­vidual, etc.

La vida cotidiana lleva consigo conflic­tos incesantes.

Los obreros, para defenderse, emplean la huelga, el boicotage, el sabotage, el obs­truccionismo[5], que no son sino diferentes modos de la acción concertada; en el fondo, poco importan los medios con tal de que los obreros logren hacer presión sobre los pa­tronos.

Los políticos, lo mismo que los reformis­tas legalistas (parte de los cuales son aque­llos mismos), recomiendan en todos los tonos, en caso de conflicto, la calma, la prudencia, el respeto a la legalidad. Son contrarios de todo movimiento huelguista, bajo pretexto de que estos movimientos parciales no pueden dar fruto y no corres­ponden a los esfuerzos y sufrimientos inhe­rentes a los mismos. Esto podrá ser en apa­riencia bien hablado, pero téngase en cuen­ta que los obreros no obran a la ligera cuando declaran una huelga, sino que saben perfectamente a lo que se exponen (mise­rias, ser despedidos, etc.), y sobre todo que son obligados por la explotación capita­lista.

¿Sería preferible que los trabajadores se humillasen bajo el yugo? Ya hemos dicho que los movimientos huelguistas sacuden el letargo de los individuos y favorecen la propaganda entre los más indiferentes o menos conscientes, exaltando su espíritu, es decir, su sentimiento. Una semana de re­beldía hace más por la difusión de las ideas, que años enteros de propaganda pacífica.

Por otra parte, Pouget ha demostrado en el número 230 de La Voix du Peuple (12-19 marzo, 1905) que, aun en el caso de ser de­rrotados los obreros, la huelga tiene fre­cuentemente un resultado material positivo. En efecto, queriendo el patrón reemplazar su personal, se ve obligado a admitir jaunes (amarillos)[6] en condiciones superiores a las ordinarias, las que en más o en menos han de continuar después, bajo pena de producirse un nuevo conflicto. Claro está que para obtener este resultado es preciso que el patrón no pueda fácilmente admitir obreros cuya miserable condición, por lar­go sufrimiento anterior, les haga aceptar no importa qué salario; es decir, que se hace preciso el ejercicio de la acción direc­ta para impedir que el patrón pueda admi­tir obreros en tales condiciones, y se vea obligado a compensar con ventajosos ofre­cimientos el temor experimentado por los jaunes ante una acción enérgicamente con­ducida.

Sin las huelgas, sin los movimientos par­ciales de rebeldía, los proletarios hubieran continuado en un estado aún más miserable. La lucha ha dado por resultado limitar en una cierta medida la explotación patronal y la opresión capitalista, sin hacerla desapa­recer, lo que no podrá conseguirse, según nos prueba la razón y la experiencia, sino por medio de la revolución social.

Los reformistas y los políticos se resignan a las huelgas ya que no pueden evitarlas, pero aconsejando siempre la calma, la pru­dencia, y sobre todo el respeto a la legali­dad; tratando de convencernos de que este es el más seguro camino para lograr nues­tro objeto; lo que constituye una verdadera burla. No puede producirse movimiento al­guno de rebeldía sin exaltación del senti­miento, sin, entusiasmo. Para conducir la masa es preciso que los más enérgicos y los más audaces se sacrifiquen; olviden los re­glamentos y las leyes y sepan inflamar a los más tímidos, alentando y uniendo todas las energías. Las exhortaciones de prudencia por el contrario sólo dan por resultado aco­bardar a los ya pusilánimes, que abandona­rán el movimiento y se someterán, jamás se ha obtenido provecho alguno con lo que podríamos llamar huelgas de resignación.

La huelga, forma moderna de la rebeldía, no es por su esencia un movimiento pacífico. Las palabras huelga y rebeldía parece como que se complementan. Si los trabaja­dores tienen alguna probabilidad de hacer triunfar sus reivindicaciones es por la inti­midación; es decir, amenazando los intereses de los patronos. La huelga es el medio comúnmente empleado, pero ha sido preciso usarlo durante largo tiempo para que se haya reconocido su legalidad, y aun en el presente, se ve rodeada de numerosas res­tricciones, bajo el pretexto de proteger la libertad del trabajo.

La huelga pacifica, prudente, legal, no puede contar sino con muy poca probabili­dad de éxito, aun cuando los que la sosten­gan dispongan de fondos suficientes de re­serva y sean sostenidos por la solidaridad de otros patronos. Así vemos que la huelga general de los maquinistas ingleses en 1698 se terminó por el desastre, a pesar de la muy potente organización de esta unión, de la solidaridad del proletariado y de la tena­cidad de la huelga, la cual duró siete meses. El resultado de esta protesta pacífica fue gastar 27 millones (hemos dicho veinte y siete), y esto a pesar de que las fuerzas gu­bernamentales no intervinieron en favor de los patronos como es de rigor en tales casos.

Para que una huelga triunfe es necesario darle carácter revolucionario. Los escasos recursos pecuniarios de los obreros no les permiten sostenerse largo tiempo. ¿Cómo podrán los trabajadores ejercer presión efi­caz si cuentan siempre con una obstinación puramente pasiva (y forzosamente temporal) para triunfar, frente los fondos de reserva de los capitalistas; si se mantienen inmóviles dentro de la legalidad, es decir en una situa­ción de inferioridad impuesta por la legisla­ción burguesa; si por ejemplo, dejan a los patronos reclutar libremente jaunes duran­te un conflicto; si los huelguistas no violen­tan ilegalmente la libertad del trabajo; o, si las circunstancias lo exigen, no emplean otros medios ilegales? Así vemos que para conseguir el cierre de los almacenes por la noche o los domingos, los obreros se han visto obligados a recurrir a manifestaciones violentas que han desviado la clientela y hecho temer a los patronos por el deterioro de su material. Para hacer presión sobre los patronos, la acción directa emplea todos los medios, sean legales o ilegales, que puedan conducir al fin que se persigue. Naturalmen­te, en presencia de las fuerzas represivas de la sociedad capitalista, la prudencia aconse­ja evitar en lo posible la sanción feroz de la ley, por lo cual ha tiempo que los obreros se sirven de ciertos medios de acción para ayu­dar la huelga o para suplirla: abandono del trabajo al finalizar las horas que el obrero haya fijado a su voluntad; sabotage, es de­cir, deterioración del material o trabajo pre­meditadamente mal hecho, etc. Puede en fin, llegarse al caso en que los obreros se sientan bastante fuertes y resueltos, o estén lo bas­tante exaltados para arriesgar valientemen­te todas las consecuencias de su audacia.

La acción directa, si bien se sirve de es­tos medios, no por esto excluye los otros: es decir, aprovecha todos los medios de acción impuestos por las circunstancias. No se di­ferencia de la táctica legal sino en que no repugna o no prohíbe el empleo de medios ilegales y hasta violentos, si las necesidades lo aconsejan, lo que no quiere decir que en todos los casos se emplee la ilegalidad y la violencia.

En vez de deprimir a los obreros recor­dándoles el respeto a las leyes y a la moral; en lugar de aumentar su timidez avergon­zándolos por sus violencias; en lugar de opo­nerse a todo acto de rebeldía bajo pretexto de los intereses, que se dicen superiores, de la democracia y de la política reformista[7], la acción directa, por el contrario, da por resultado el que los trabajadores tengan más confianza en su fuerza y en sus medios de acción alentándolos y apartándolos de todos los prejuicios morales, patrióticos, le­gales y parlamentarios.

De este modo, la energía obrera desple­gada en las reivindicaciones, la convicción del patrón de que los asalariados están dis­puestos a todo, aun a las represalias, aumenta las probabilidades de éxito y puede influir en el rápido desenlace de un conflicto. Pero es preciso no olvidar que la acción di­recta se ejerce en la sociedad actual nada más que para hacer triunfar las reivindicaciones imprescindibles a la satisfacción de las más apremiantes necesidades materiales y mo­rales. Los obreros se ven obligados a pre­sentar sus reivindicaciones a sus patronos, a discutir con ellos, y frecuentemente el conflicto termina por una transacción. ¿Có­mo podrán suceder las cosas de otro modo a menos que hagamos la revolución? Es gracioso el que los reformistas censurasen a los delegados metalúrgicos por haber tra­tado con sus patronos durante la huelga de Heunebout.

El arbitraje

Es preferible discutir con los patronos a someterse a un arbitraje. Un arbitraje no puede dar a las reivindicaciones obreras más fuerza de la que éstas contengan en sí mismas.

Si los obreros no son bastante potentes para imponerlas no será el arbitraje quien tendrá la fuerza de que aquellas carezcan.

Es un signo de debilidad confiar el cuida­do de sus intereses a una tercera persona, a una especie de protector. En la práctica no se recurre al arbitraje sino para salvaguar­dar el amor propio en presencia de un de­sastre inevitable; es decir, que el arbitraje sólo sirve para empeorar las cuestiones. En el caso en que los obreros dispongan de fuerza bastante en sí mismos para hacer triunfar sus reivindicaciones, el arbitraje constituye un engaño, pues la interposición de un intermediario no hará otra cosa que disminuir y debilitar la presión proleta­ria.

Es un error someter sus intereses a la sentencia de una individualidad que, gene­ralmente, ignora las condiciones complejas del problema que se ha de resolver, y que ha de ser, aun inconscientemente, favorable a los capitalistas.

En la mayor parte de los conflictos, los esfuerzos del arbitraje tienden a volver las cosas a su primitivo estado, llevando irri­sorios paliativos a cuestiones secundarias. De este modo, el árbitro da aparentemente una satisfacción a la justicia y calma la exaltación de los sentimientos que constitu­ye toda la fuerza de la rebeldía.

El arbitraje constituye un engaño, pues nadie mejor que los mismos obreros podrá conocer sus necesidades reales y sus sufri­mientos: sólo ellos pueden saber hasta qué punto les es conveniente impulsar o ceder en sus reivindicaciones. Siempre es preferible que los obreros dis­cutan sus reivindicaciones directamente con el patrón que someterlas al azar de la lote­ría del arbitraje.

En el caso en que se trate de resolver un conflicto cuyos intereses estén en oposición con las leyes actuales, el arbitraje es un ab­surdo. El árbitro no puede colocarse fuera de las relaciones sociales actuales: sólo pue­de ver las cosas bajo el punto de vista del derecho y de la legalidad vigente, y habrá de condenar jurídicamente todo esfuerzo que tienda a crear nuevas relaciones socia­les.

La experiencia ha demostrado que los trabajadores han sido en toda ocasión en­gañados por el arbitraje.

En los casos en que el resultado ha sido aparentemente satisfactorio, sólo han obte­nido pequeñas compensaciones que igual­mente hubieran podido establecer tratando directamente con el patrón. Un buen ejem­plo de esto es el arbitraje de Valaeck Rousseau en las huelgas del Creusot. Por poco favorable que el arbitraje sea está des­tinado a ser violado por los patronos si éstos ven a sus asalariados lo bastante débiles y resignados para no rebelarse.

Los dockers (obreros del muelle) de Mar­sella fueron engaitados por el arbitraje en septiembre-octubre de 1904, y fueron apos­trofados por toda la prensa cuando al aper­cibirse, aunque demasiado tarde, de que habían caído en las redes tendidas por los políticos, quisieron rechazar la sentencia arbitral.

Lo peor en el arbitraje es que los obreros son engañados con la apariencia de la justi­cia, quedando la sentencia arbitral impresa como una marca indeleble, si posteriormen­te vuelven a luchar los obreros por sus rei­vindicaciones, aun en el caso de que hayan cambiado las condiciones económicas.

El arbitraje debilita la fuerza de las rei­vindicaciones, habitúa al proletariado a la resignación, le hace olvidar que no deben contar sino con su propio esfuerzo y se opo­ne al espíritu de rebeldía, razón suprema por la que es elogiado y reclamado por to­dos los legisladores.

El proyecto de arbitraje de Millerand, contra el cual protestaron los sindicatos, era ciertamente un excelente proyecto para asegurar la paz social. Era el arbitraje obligatorio, legal. Destruía toda vehemen­cia por las formalidades y las dilaciones le­gales impuestas; se oponía a la acción del sindicato, prohibiendo a todo individuo ex­traño al personal del taller interesado, in­miscuirse en la huelga, cuando su misión especial es la de tratar con los patronos los puntos en litigio, a fin de impedir que pue­dan intimidar a los asalariados.

Si mal no recordamos, se trató de crear consejos de trabajo, compuestos por mitad de obreros y patronos, que hubieran tenido por objeto resolver las diferencias que pu­dieran surgir. Todo hubiera estado regla­mentado y legalizado: la huelga habría sido disciplinada, pasiva, quedando reducida a una ceremonia judicial, sujeta a las formas legales. En realidad, la huelga habría sido suprimida.

Suponemos que la rebeldía habría estalla­do, a pesar de todo, rompiendo en mil pe­dazos la nueva máquina de opresión legal.

La acción directa: Sus relaciones con los poderes públicos

Discutir con los patronos es una necesi­dad en la vida ordinaria de la sociedad ac­tual. Las mejoras que el proletariado ha podido imponer tienen más valor que las re­formas legales. La ley no hace generalmen­te sino sancionar lo que las costumbres han establecido mucho tiempo antes.

Las reformas no tienen valor alguno si los trabajadores confían en la virtud legal de la reforma. Esta será pronto anulada por la mala fe de los patronos, ayudados de la complicidad judicial; basta, como ejemplo, las leyes dictadas en 1848 sobre marchandaje[8] y sobre la limitación de la jornada de trabajo, que no fueron jamás respe­tadas.

Las modificaciones introducidas en las condiciones de trabajo no tienen valor real, más que cuando los obreros son bastante fuertes para imponerlas y hacerlas respetar, sean o no legales.

Ordinariamente, cuando se hace imposi­ble eludir las reclamaciones de los obreros, sus titulados protectores, filántropos y po­líticos, se apresuran a intervenir para deci­dir que ha llegado su estado de madurez (véase, por ejemplo, los trabajos de la Aso­ciación Internacional para la Protección Le­gal de los Trabajadores). La mayor parte del tiempo los esfuerzos de los protectores se dirigen a calmar la agitación con el pro­yecto de ciertas medidas que tienen por ob­jeto limitar los efectos de las reivindicacio­nes obreras en los límites razonables. Ante la agitación en favor de la jornada de ocho horas, se habla de estudiar la reglamentación de la jornada legal de trabajo… de diez horas. La agitación obrera decide brusca­mente al Senado a ocuparse del descanso dominical, pero la comisión procede de modo tal, que no da sino ventajas ilusorias y sin efecto alguno.

La agitación de los mineros ha dado por resultado el que se les concediera un millón para sus cajas de retiro y ciertas promesas que, una vez calmada la agitación, se tradujeron en el voto del Senado, que debía acordar, según L’Humanité, la jornada de ocho horas, pero que en realidad no acor­dó ni aun las ventajas que en ciertos otros puntos pudieron los mineros conquistar. La agitación condujo a la supresión del mono­polio de los placeurs («agentes que procu­ran trabajo»), pero con ciertas restriccio­nes, etc. Todas las leyes de protección obre­ra contienen cláusulas que permiten su de­rogación.

La experiencia ha enseñado a los obreros que debían continuar sus esfuerzos sin preocuparse de la legalidad. Esta legalidad es más bien una traba, por llevar en si misma múltiples restricciones.

Los poderes públicos intervinieron fre­cuentemente para reprimir la acción obre­ra; es decir, para impedir que la acción di­recta se desenvuelva libremente contra los patronos y para mantener al proletariado en el orden, gracias a las muchas penas con que se les conmina. Los trabajadores han de luchar, no solamente para el mejora­miento de sus condiciones de trabajo, sino también contra las leyes que dificultan su acción y sus reivindicaciones.

Sería necesario que los obreros esperasen más o menos pasivamente el mejoramiento de su condición contando con la evolución legal o entregándose a la benevolencia o a la justicia de los poderes públicos[9]; mas no debe olvidarse que éstos no demuestran un vivo interés por la clase obrera sino cuando se sienten amenazados o siquiera embarazados por la agitación de las gentes dispuestas a hacerse la justicia por sí mis­mas[10].

Como anteriormente hemos dicho, la le­gislación no hace sino reconocer los dere­chos que los trabajadores se han abrogado ellos mismos, a pesar de las leyes prohibiti­vas: derechos de huelga y de asociación. Hacía mucho tiempo que los trabajadores, a pesar de las penas conminatorias, practi­caban la cesación concertada del trabajo o se agrupaban en cámaras de resistencia, cuando los poderes públicos se decidieron a aceptar el derecho de huelga primero y más tarde la existencia de sindicatos. Ante la acción directa, ante la posibilidad de impe­dir ciertos hechos, los legisladores se vieron obligados a sancionar estos nuevos dere­chos. Y no porque los legisladores han de­bido reconocer el derecho de huelga deben los trabajadores respetar las disposiciones legales dictadas para entorpecerla; por el contrario, el solo medio de hacer que des­aparezcan estas disposiciones represivas es no observarlas.

No es esta la opinión de los reformistas legalitarios. Según ellos, para usar de un derecho es preciso esperar a tener el per­miso legal. La calma, la prudencia, la lega­lidad, tal es el estribillo que adorna todavía sus consejos.

«Es necesario respetar la «evolución le­gal»; es necesario hacer una «propaganda de prudencia» en la clase obrera, y que los militantes socialistas y obreros tengan «to­do el valor de hacer cerca del proletariado esta propaganda de acción uniforme y de legalidad vigorosa, y cuando la tranquila potencia de la organización de la clase obrera haya ayudado a sus representantes políticos a asegurar por la ley una amplia libertad de huelga, la eficacia de la huelga casi se doblará». (Jaurès, L’Humanité de 5 octubre 1904).

¿En qué consistirá, pues, la acción obre­ra? En la disciplina inherente a una fuerte organización y en la «fuerza tranquila de la ley»; es decir, en la inacción.

Ante una huelga «ordenada, disciplinada, legal (es decir, pasiva), el gobierno tendrá pretexto para recurrir a los demasiado fá­ciles y culpables medios de policía y de re­presión». Estas medidas serán ciertamente inútiles si los obreros no se agitan.

«Tanto más la clase obrera sabrá disci­plinar ella misma sus movimientos cuanto más se acerque la hora en que la ley se vea obligada a reconocer la plena libertad de la huelga» (Jaurès, L’Humanité del 5 de octubre de 1904). En el fondo toda la acción obrera se reduce a elegir diputados socia­listas y esperar a que éstos conquisten para el proletariado un algo más de libertad. He­mos tratado de demostrar anteriormente los inconvenientes o los peligros que tiene para la organización sindical el ser vasallo de un partido político, cualquiera que éste sea. Se objetará que este vasallaje puede tener alguna ventaja, pero la experiencia demuestra que los diputados, socialistas o no, no obran sino bajo la opresión de la opi­nión pública o ante el temor de una agita­ción. No resulta, pues, de utilidad para un sindicato el ligarse a un partido político; por el contrario, su independencia le permi­te ejercer influencia sobre todos los parti­dos. ¿Qué puede importar a los obreros el que sus reivindicaciones sean presentadas por tal o cual miembro del Parlamento?

La acción directa no tiene necesidad de esperar a que los diputados quieran dejar por algunos momentos sus preocupaciones electorales para ocuparse de las reivindica­ciones obreras. Por otra parte, es preferible muchas veces su indiferencia que sus mani­festaciones de celo espontáneo. Reciente­mente el diputado socialista Calliard, de Lyón, depositó en la Cámara un proyecto de ley sobre arbitraje obligatorio, cuy principio o base había sitio condenado por los sindicatos.

No consideramos preciso demostrar que las organizaciones sindicales conocen mejor las necesidades de los obreros que pueden conocerlas los diputados. En vez de recibir la dirección de un partido político los sindi­catos tienen una positiva ventaja en obrar directamente, ejerciendo su acción libre­mente sin ocuparse de la legalidad, y to­mando los derechos legales o ilegales, ne­cesarios a esta acción.

La acción obrera se hace sin intermedia­rio, sea éste o no de los representantes del pueblo. De este modo la presión nada arries­ga de perder su fuerza en trasmisiones múl­tiples y complejas; se conserva entera. So­bre todo no arriesga el ser desviada y em­pleada en la realización de cálculos políti­cos, ambiciones personales o intrigas pro-ministeriales, o en antiministeriales.

La acción directa se ejerce, de una parte, contra los patronos para el mejoramiento de las condiciones materiales y morales del trabajo: de otra, contra los poderes públicos para la supresión de las restricciones lega­les que pesan sobre la acción obrera.

La acción directa permite medir el valor real de los esfuerzos del proletariado: sólo ella permite a la clase obrera darse cuenta de su propia fuerza.

La acción directa, en fin, es la mejor es­cuela de educación revolucionaria, apartan­do a los individuos del espíritu de resigna­ción, excitando la iniciativa de cada indivi­dualidad y habituando a los obreros a no contar sino con su propio esfuerzo.

La educación revolucionaria

La experiencia demuestra que el proleta­riado debe sostener continuamente su es­fuerzo para no recaer en la peor de las opre­siones. Para conservar la menor reforma es preciso que la presión obrera no ceje un instante. Todos los días es necesario luchar si quiere limitarse la explotación patronal. Los patronos niegan las ventajas concedidas tan pronto como se les presenta ocasión para ello (escasez de trabajo, exceso de obreros parados), disminuyen los salarios, aumentan el tiempo de trabajo o, mejor aún, exigen en el mismo una mayor cantidad y mejor calidad. Pareciendo las condiciones las mismas, elevan el precio de los productos, y los propietarios los alquileres de las casas.

La creciente presión de la clase obrera (gracias a la conciencia cada vez mejor de­finida de sus necesidades, y gracias también a la solidaridad), tiene por consecuencia un mejoramiento en las condiciones de vida. Este mejoramiento es muy relativo y no guarda relación con la producción y las nuevas posibilidades de mayores goces, de que sólo aprovecha la clase burguesa. Ade­más, las necesidades han aumentado: la in­tensidad del trabajo, por ejemplo; la aglo­meración en los grandes centros urbanos, han hecho más apremiantes las necesidades, en otro tiempo menos urgentes. Cierto que los obreros de hoy pueden llevar camisa, cosa que no conocían los siervos de la Edad Media, pero no por esto son más felices.

El resultado, por el contrario, es un más vivo sufrimiento, una miseria más profun­da cuando se ven repentinamente privados de las satisfacciones habituales a consecuen­cia de un paro forzoso. La vida es siempre igualmente precaria: los proletarios conti­núan viviendo al día, y todos los paliativos propuestos (retiros, seguros), son incapaces de suprimir el salario con su cortejo de mi­seria y servidumbre en tanto que persista la más inicua desigualdad social en prove­cho de los vagos malhechores.

El aumento de los salarios es con frecuen­cia un provecho ilusorio a consecuencia de la elevación correlativa del precio de los medios de subsistencia, (mercancías, alqui­ler). La disminución del tiempo de trabajo puede producir mejores efectos. Cierto es, por ejemplo, que los mozos de café que fre­cuentemente trabajan diez y ocho horas dia­rias no podrían sino acortar un poco su jor­nada: pero en un cierto número de corpora­ciones, una parte del provecho será perdido por una mayor intensidad del trabajo y una más rápida fatiga.

Todas estas mejoras no tienen sino un va­lor relativo. Por otra parte las crisis econó­micas, resultado de una concurrencia sin freno y de la ausencia de toda inteligencia racional en la producción, pueden hacerlas desaparecer, más o menos temporalmente, a pesar de la presión del proletariado: todas estas mejoras, en fin, quedan encerradas dentro de muy estrechos límites. De uno u otro modo las reivindicaciones obreras cho­can siempre con la constitución del régimen capitalista.

Ante el precario resultado de sus esfuer­zos, los obreros se han dado pronto cuenta de que el objetivo de su lucha debe ser la supresión de la explotación patronal. Cada día están más persuadidos de que su com­pleta emancipación no será posible sino por la toma de posesión de los medios de pro­ducción para poder libre y completamente gozar del producto de su trabajo.

De este modo se hizo la evolución de los espíritus en la Internacional años antes, imbuidos de teorías vagamente humanitarias (Coullery) o de las doctrinas de los mutualistas proudhonianos, la mayor parte de los adheridos a la grande asociación pasaron rápidamente a las concepciones comunistas o colectivistas.

Algo semejante tuvo lugar cuando se ma­nifestó el renacimiento del movimiento obre­ro en Francia después de la depresión cau­sada por la caída de la Commune: anterior­mente, la influencia preponderante de los mutualistas con Barberet y consortes, des­pués, poco a poco el descrédito de las teorías que predicaban la inteligencia entre el capi­tal y el trabajo, la cooperación con los pa­tronos, el mejoramiento del bienestar por las obras de previsión y de ahorro, etc. Los obreros se han dado cuenta de que el anta­gonismo con los patronos era realmente irreductible. Por otra parte, la experiencia de los antiguos miembros de la Internacional ha tenido una gran influencia sobre la evo­lución de las organizaciones sindicales.

En los capítulos precedentes hemos ex­puesto cómo la propaganda favorece la ma­nifestación de las reivindicaciones necesa­rias; hace a los individuos conscientes de su miseria y de su servidumbre, y les incita a la rebeldía.

No es pues necesario que los individuos y los grupos vuelvan a hacer el mismo apren­dizaje que aquellos que les han precedido en la evolución de los sentimientos y de las ideas y que pasen por los mismos estados de excitaciones, de engaños mutualistas o par­lamentarios antes de llegar a la plena con­ciencia del objeto que persiguen. No es me­nos cierto que basta que los proletarios es­tén reunidos e inteligenciados en vista del mejoramiento de su situación para que rá­pidamente se presente el sentimiento de rebeldía. La presión de las condiciones eco­nómicas conduce a los asalariados hacia las concepciones revolucionarias. Los sindica­tos fundados por los socialistas cristianos, con un fin de reacción de opresión moral, de sumisión, respetuosa hacia el patrón carita­tivo, en una palabra, con un fin de jaunisme (los trabajos encaminados a matar el espíri­tu revolucionario creando patronatos obre­ros, Cajas de invalidez, etc.) han evolucio­nado en un sentido bien diferente de aquel que hubieran deseado sus fundadores. Sola­mente el hecho de inducir los proletarios a reflexionar sobre su estado los ha conducido a rebelarse contra los patronos. Durante la última huelga de los mineros del Ruhr, hemos visto la organización cristiana y los grupos de mineros poloneses marchar de perfecto acuerdo con sus compañeros socia­listas por las mismas reivindicaciones. En Francia los tejedores de Neuvilly, agrupa­dos en un principio bajo las influencias reaccionarias, é imbuidos de los prejuicios reli­giosos, han entrado francamente en la vía revolucionaria.

La misma rebeldía ha hecho su educación completa poniéndolos en presencia de las fuerzas opresivas, habiéndose mostrado mu­cho más enérgicos que ciertas categorías de obreros distinguidos, que creen poseer una mentalidad más elevada y un desenvol­vimiento intelectual más avanzado.

En Rusia los sindicatos jaunes creados por el policía Zoubatof ayudaron mucho a la agitación obrera. El impulso del proletariado destruyó los proyectos de los agentes de Zoubatof, despertando los obreros de su letargo y entrando el movimiento huelguista en una nueva vía. La grandiosa manifesta­ción obrera del 22 de enero en San Petersburgo ha sido el resultado de la propaganda hecha por una organización que había sido creada con el apoyo del gobierno y bajo la alta protección del jefe superior de la policía para encauzar las reivindicaciones proleta­rias. La represión zarista se ha encargado de perfeccionar la educación revolucionaria del proletariado ruso y de convertir al tolstoista Gaponi en socialista terrorista.

De este modo las necesidades económicas, la presión de la pobreza, impulsan a los obreros, cuando están agrupados, a las rei­vindicaciones necesarias. La rebeldía hace desaparecer inmediatamente todas las anti­güedades de las promesas religiosas, filan­trópicas o gubernamentales, y se revela a los ojos de los más inconscientes la realidad del antagonismo brutal que existe entre la clase de los explotadores y la de los explo­tados.

Así los proletarios se deciden a reivindicar ellos mismos la posesión de los medios de producción. Comprenden que estos no deben ser acaparados por nadie sino que deben pertenecer v estar a la disposición de todo el mundo. Además, los proletarios tienen la convicción de que la existencia de la propie­dad privada es la causa de la desigualdad económica y social y llegan a la concepción de una sociedad comunista en la cual las necesidades materiales de todos serán satis­fechas.

Para que las necesidades morales sean igualmente satisfechas, el individuo se eleva a la concepción del ideal de un comunismo sin gobierno, sin violencias, en el cual los individuos y los grupos estarán libremente asociados, y donde las relaciones sociales sin obligación ni sanción serán fundadas simplemente sobre la simpatía.

Este ideal del comunismo anárquico es el objetivo de las reivindicaciones materiales y morales de los individuos. La belleza de este ideal favorece a su vez el desenvolvi­miento de las ideas de rebeldía y aviva la fuerza de las reivindicaciones, en tanto que la creencia en la inmutabilidad de la socie­dad actual favorece la resignación y permi­te contentar las más urgentes reclamacio­nes por la ilusión de reformas o por prome­sas de mejoramiento social.

Independientemente de los reformistas que limitan su esfuerzo a buscar mejoras de detalles sin poder elevarse a la concepción de otro orden social que el representado por el régimen capitalista actualmente es­tablecido, existen socialistas cuyas teorías conducen, quiéranlo o no, a la misma pa­ciencia resignada; tienen un ideal colecti­vista o comunista, pero su realización apa­rece tan lejana que el excitante del ideal se desvanece por completo.

Otros socialistas, en fin, creen que la rea­lización de su sueño se hará por etapas, por evolución pacífica y legal, por medio de re­formas continuadas. Todo el esfuerzo prác­tico de la propaganda se limita a elegir di­putados socialistas y a mendigar reformas al Parlamento. Al parecer, estos reformis­tas triunfan, puesto que en la vida ordina­ria el proletariado pretende imponer reivin­dicaciones muy parecidas a las reformas proyectadas. (Jaurès, Congreso de Rouen. Marzo 1905).

Existe una grande diferencia entre las dos tácticas, según lo hemos expuesto ante­riormente al hablar de la acción directa. Además, la propaganda reformista procla­ma la creencia en la eficacia de las refor­mas para cambiar la sociedad; luego es im­posible suprimir el salario por la vía legal. El impuesto sobre la renta, la contribución del Estado o de los patronos para una caja de retiros o de seguros, son, en definitiva, sacados anteriormente del salario; y es una pretensión imposible querer elevar el pre­cio de salarios bastante alto para que des­aparezca el provecho del capital; es decir, para que insidiosamente desaparezca el mismo capitalismo.

Por otra parte, las leyes más liberales protegen la paz social; es decir, la perma­nencia de las relaciones sociales tal como ellas existen.

Pretender que las reformas conduzcan a la transformación de la sociedad capitalista constituye un engaño, cuyo efecto sería ate­nuar la acción obrera quitándole su impul­so revolucionario.

La acción directa, por el contrario, no pretende llegar a la supresión del capitalis­mo por medio de reformas legales. Las rei­vindicaciones limitadas o parciales que ella propone le son impuestas por la lucha diaria contra la explotación patronal y la opresión capitalista y gubernamental. Esta lucha tie­ne la ventaja de limitar la explotación patro­nal y la represión de los poderes públicos, y, sobre todo, hacer la educación del prole­tariado[11]. La acción directa trabaja para que la fuerza siempre creciente de las reivindicaciones, fuera de toda legalidad, conduzca a un movimiento revolucionario, a la huelga general.

La concepción de la huelga general re­volucionaria difiere en un todo de la huelga general a brazos cruzados, de la huelga ge­neral «ordenada, disciplinada, legal», desti­nada, según Jaurès, a apagar como una simple manifestación, el movimiento políti­co, también legal. De todos modos, la ac­ción legal de los reformistas, lo mismo que la conquista de los poderes públicos, se oponen a la acción directa, puesto que es­torban la educación revolucionaria del pro­letariado.

Conclusión

Hemos visto como se producen y des­arrollan las ideas de rebeldía. Anterior a toda rebeldía y como base de ella están los sufrimientos morales y materiales: es por lo que el ejército revolucionario se recluta entre aquellos que sufren en un grado cual­quiera, por las obligaciones que pesan so­bre las necesidades de los individuos. Algu­nas personas de la clase privilegiada se unen a ellas, pero es porque estos privile­giados están heridos también en sus senti­mientos (sentimientos de simpatía, de justi­cia) y son arrastrados por su simpatía ha­cia los oprimidos y por la indignación con­tra las iniquidades sociales.

No debemos contar mucho sobre estas conversiones, porque la simpatía de los pri­vilegiados es coartada por los prejuicios burgueses sobre las condiciones sociales. Hay quien se imagina que la miseria o la privación son frecuentemente la consecuen­cia de la pereza o de la imprevisión. Aque­llos mismos que se compadecen de la des­gracia consideran este estado como inelu­dible y necesario; satisfacen su sensibilidad por la práctica de la caridad y se eximen del remordimiento por medio de algunas limosnas.

¿Es la propaganda capaz de modificar es­tas ideas y de permitir al sentimiento de simpatía producir todos estos efectos? Aque­llos que han ensayado de hacer propaganda entre los estudiantes conocen las dificulta­des de la empresa.

A pesar del entusiasmo de la juventud, pocos individuos se dejan convencer y la excitación pasajera cede más tarde al rea­lismo del interés privado. Los jóvenes vuel­ven a sus antiguas ideas, influidos por el medio, por la familia, por los negocios, por la inquietud de la carrera, por la ilusión de la fortuna y de los honores. En realidad, el antagonismo de los intereses de clase impi­de el desenvolvimiento de una simpatía ac­tiva por los sufrimientos del proletariado.

En definitiva, el sufrimiento es el verda­dero punto de partida de la rebeldía. Lo que hay que combatir es la tendencia a la resignación que se produce entre los indivi­duos desalentados.

En el primer capítulo hemos expuesto la adaptación lenta de los miserables a su es­tado; la depresión moral que puede condu­cir al suicidio cuando la vida se hace impo­sible; pero esta resignación, este desalien­to, este envilecimiento, se muestra sobre todo entre los individuos aislados, entre los pequeños burgueses, por ejemplo, caídos paso a paso en la extrema miseria. El ais­lamiento favorece particularmente la acep­tación de las peores condiciones de vida, en tanto que los individuos reunidos por el tra­bajo colectivo del taller o de la fábrica, son sacudidos a cada instante de su letargo por el ejemplo de sus compañeros más au­daces, por la excitación mutua. Esta exci­tación mutua e incesante entre los indivi­duos agrupados, es el origen de la propa­ganda. Esta propaganda por el ejemplo, por la palabra, por la acción, es la que exal­ta en la masa de los proletarios los senti­mientos que dan nacimiento a la rebeldía.

La comunidad de sufrimiento, el carácter colectivo de la lucha diaria, favorecen el desenvolvimiento de la solidaridad. Entre los individuos aislados, el cuadro de la des­igualdad social puede no provocar sino sen­timientos de envidia personal. La lucha co­lectiva para la conquista del bienestar co­mún tiende a hacer desaparecer estos senti­mientos de egoísmo impotente y hace nacer el desprecio de todo individuo que explota el trabajo de otro.

La práctica de la solidaridad contribuye a la educación moral de los individuos: el valor, la dignidad individual, se desenvuel­ven y vienen a reforzar las ideas de re­beldía.

La práctica de la solidaridad se hace también por la rebeldía misma, por la lucha colectiva que estrecha los vínculos de unión entre los individuos. Los sentimientos se hacen cada vez más fuertes por la comuni­dad de la acción.

La acción es en efecto el mejor medio de educación del proletariado: hace la educa­ción de los sentimientos y la educación de las ideas; exalta el valor y el sentimiento de dignidad individual, despierta las ener­gías y asegura el desenvolvimiento moral e intelectual de los individuos.

La acción favorece el mejor trabajo de organización, como puede observarse en los momentos de huelga: los individuos que la lucha ha agrupado continúan unidos en las organizaciones permanentes de combate, y estas organizaciones se convierten en focos de agitación. La propaganda, limitada an­tes al taller, se hace abiertamente en los sindicatos; desde éstos se extiende y alcan­za hasta los individuos más aislados.

El sindicato es la verdadera escuela don­de se hace la educación intelectual de los trabajadores. Gracias a esta educación, los proletarios pueden evitar los errores de tác­tica en que a veces han caído, y se dan cuenta con mayor prontitud del fin que persiguen. La acción provocada por el sin­dicato es el principal factor de esta educa­ción[12]. Las huelgas, todo movimiento de rebeldía, aun cuando sea parcial, tiene la ventaja de poner a los asalariados en frente de los patronos y de disipar la ambigüedad de las promesas filantrópicas, religiosas o gubernamentales.

La acción hace aparecer las realidades económicas. La enseñanza de la moral ofi­cial o religiosa es desechada por la expe­riencia de la vida. En corroboración de lo que decimos, hemos antes citado los ejem­plos de los mineros cristianos del Ruhr, de los tejedores de Neuvilly, de los obreros de San Petersburgo. Estos hechos y muchos otros, demuestran que los trabajadores, re­unidos en el terreno económico, no pueden ser engañados largo tiempo sobre sus ver­daderos intereses.

La acción, en fin, y la experiencia que entraña, demuestran el engaño del reformismo y el peligro y la poca utilidad del parlamentarismo.

El movimiento económico, la conciencia de las necesidades, la experiencia de los he­chos, la educación producida por la acción, por la rebeldía, dan logar al desenvolvi­miento intelectual del proletariado. En efec­to: todo esfuerzo particular para el progre­so moral y para la instrucción de los indivi­duos, es útil. Los proletarios han aprove­chado las ideas, las teorías, y hasta las utopías mismas nacidas en tal o cual cere­bro por el espectáculo de la vida social; pero no han aceptado estas ideas, estas teorías y estas utopías, sino en tanto que corresponden a sus necesidades y a sus as­piraciones.

El valor educativo de la acción es muy superior a cuanto pueda ser intentado en las Universidades populares y hasta en las mis­mas escuelas libertarias. Yo, por mi parte, aseguro que no es necesario el que los pro­letarios pasen por estas escuelas para tener conciencia de sus necesidades materiales y morales. Esto no quiere decir que los es­fuerzos particulares de educación sean inútiles; pero no tienen sino un valor relati­vo y ficticio.

Las Universidades populares, por ejem­plo, pueden servir para satisfacer en una cierta medida la curiosidad intelectual de los proletarios, sirviendo asimismo para aumentar la necesidad del goce estético; pero no pueden pretender dirigir la educa­ción intelectual de los trabajadores. Estos conocen mejor sus sufrimientos, sus necesi­dades y a donde se dirigen, que los profeso­res benévolos, que son, sino imbuidos de prejuicios burgueses, con frecuencia bastan­te ignorantes de las condiciones de la vida social. Las aspiraciones de los proletarios conscientes sobrepasan, pues, las concep­ciones de un profesor de filosofía, por muy ilustrado que sea. Los educadores procla­man que la masa debe estar preparada y educada para ser digna de las ventajas que se propone (más tarde) concederles.

¿No escribía J. J. Rousseau a Catalina de Rusia que la abolición de la servidumbre no debía ser hecha sino con prudencia, y que los labradores debían ser anteriormente preparados para esta reforma? Actualmen­te ¿no entienden los burgueses de toda clase que los moujiks no están suficientemente instruidos y civilizados para que se les pue­da acordar la libertad? Como si el progreso e instrucción verdaderos pudiera hacerse en las condiciones actuales de miseria y es­clavitud. Afortunadamente, los obreros del campo y los de la ciudad se toman ellos mismos la libertad de obrar, sin esperar que les sea concedida.

Además, la acción obrera no es sino un simple medio de educación moral e intelec­tual; su objetivo, la emancipación completa del proletariado y de la humanidad entera. La acción obrera ataca a las realidades concretas y a las dificultades económicas que son causa de la esclavitud de los indivi­duos, y tiende a la abolición de la propiedad privada y del régimen capitalista.

La acción obrera tiene, pues, ante todo un fin material, un fin social, y va siempre forzosamente acompañada de una educación moral y de una exaltación de los sentimien­tos, que es lo que constituye su fuerza, en­trañando ciertamente un cierto desenvolvi­miento intelectual; pero la propaganda no tiene la pretensión de dar a los proletarios conocimientos enciclopédicos, sino simple­mente despreocupar a los individuos de los prejuicios económicos y sociales y avivar su espíritu crítico.

La emancipación material, es decir, el advenimiento del comunismo permitirá el completo desenvolvimiento moral e intelec­tual de los individuos libertándolos de las violencias actuales.

Por esto la propaganda revolucionaria se opone también a la doctrina tolstoista. Esta, cuyo objetivo es la regeneración moral de los individuos, cree hallar la felicidad prac­ticando la no resistencia al mal. Paul Robin y los propagandistas de la restricción sexual tienen fe igualmente en la completa regene­ración humana, pretendiendo llegar a ella primero por la regeneración material y después la moral e intelectual de los indivi­duos. Esta pretensión no parece de posible realización en la sociedad actual. El neo-malthusianismo puede favorecer el desen­volvimiento y la educación de los niños, pero si sus padres no son conscientes, si no ha llegado hasta ellos la propaganda de las modernas ideas, ¿qué resultado podrá dar aquella educación? En el caso más favorable sólo podrá dar a los niños una instrucción burguesa, esa educación sofistica que da fuerza a los prejuicios y a los errores eco­nómicos, dándoles apariencia científica. La educación neo-malthusiana no puede hacer pues individuos revolucionarios. La restric­ción sexual es una necesidad de la vida ur­bana, una adaptación a la sociedad moderna. Nosotros opinamos que los individuos que lleguen a obtener un relativo bienestar gra­cias a esta restricción sexual y a su mucha suerte, pueden fácilmente encerrarse en el egoísmo, lo que significara volver al mutualismo y al cooperativismo; es decir, que tratarán de arreglarse lo mejor posible en la sociedad actual, sin querer saber nada que no sea su interés personal. ¿Qué móvil les impulsará hacia el ejército revolucionario si la propaganda no los ha convertido ante­riormente al ideal comunista? El neo-malthusianismo no desenvuelve ni la solidaridad ni la rebeldía. Esto no quiere decir que sea­mos contrarios de la restricción sexual, pero si bien consideramos el neo-malthusianismo como útil actualmente para la emancipación femenina, y creemos que seguirá siendo practicado por las mujeres en la sociedad comunista, por su bien y por el bien de sus hijos, rechazamos la idea de verlo practica­do como medio de conseguir la emancipación humana.

La propaganda revolucionaria prepara los individuos para la acción; pero no es preciso contar en que haya de interesar y arrastrar la unanimidad, ni aun la mayoría del proletariado. Múltiples influencias, aun­que secundarias, vienen a contrariar la educación revolucionaria; si bien la mayor parte de estas causas desaparecen en caso de con­flicto, bajo el impulso de los sentimientos.

El impulso de los sentimientos, por ejem­plo, es quien en caso de huelga reúne alre­dedor del sindicato a todos los trabajadores interesados. Donde no existía sino un peque­ño grupo, se levanta de pronto una masa considerable de gente que sabe lo que quiere y a dónde va. Ha bastado el núcleo sindical para propagar las ideas necesarias a la orientación del movimiento.

Sin embargo, no guardan consideración alguna los periódicos socialistas cuando comparan el esqueleto sindical francés con la fuerte organización de los alemanes y de los ingleses. El ideal de los reformistas y de los políticos consiste en poder presentar un grueso ejército de adheridos pagando regu­larmente sus cotizaciones[13]. Sólo ven la fuerza en el número como si se tratase de electores, es decir, de candidaturas que hu­bieran de sumarse, o bien como si se tratase de obras de mutualidad en las que sólo im­porta el número de los cotizantes. El ideal no necesita tener sobre el papel una mayoría compacta y estúpida, en la cual la falta de energía dificulta toda audacia y lleva con­sigo la necesidad de una dirección autori­taria. Toda organización obrera de combate es más fuerte por el valor moral de los in­dividuos que la componen que por su núme­ro; pero los socialistas legalitarios tienen el prejuicio demócrata de la mayoría. A todo es preferible, por su mayor valor, un grupo activo de propagandistas que sepan arras­trar la masa y orientarla por la convicción de su palabra y de sus actos; propagandistas que se reclutan entre esta misma masa, que conocen sus necesidades, participan de sus sentimientos y no se diferencian de sus com­pañeros sino por la fuerza de su convicción.

Además la Confederación del Trabajo tiene una fuerza viva que todos los días aumenta y se manifiesta en toda ocasión. Cierto es que aún falta mucho que hacer en ciertas corpo­raciones y sobre todo en buen número de localidades, y he aquí la razón de por qué la Confederación trabaja sin descanso por la educación de esta masa obrera, todavía incierta o inconsciente.

Es preciso no tener la esperanza, absolu­tamente quimérica y absolutamente inútil (sobre todo en tiempo ordinario, es decir, en ausencia de conflicto) de una matriculación general de los trabajadores en la orga­nización sindical. Se trata de preparar por la propaganda los espíritus del mayor nú­mero: el contagio del ejemplo, en caso de crisis, hará lo demás. Es preciso no olvidar que los movimientos jamás han sido hechos sino por una minoría consciente y resuelta.

La crisis es el periodo en el cual nuevos sufrimientos vienen a sumarse a los ya exis­tentes, más o menos crónicos. Como hemos expuesto en el primer capítulo, en este mo­mento es cuando se manifiesta con mayor fuerza la tendencia a la rebeldía. La crisis es producida por una depresión económica general, por una guerra como la producida por Rusia en el Extremo Oriente, con su cortejo de sufrimientos morales y materia­les. La rebeldía tendrá tanta más fuerza, será tanto más completa cuanto mayor haya sido la preparación de los individuos por la propaganda a no respetar la autoridad pa­tronal y la autoridad legal, y a prever todas las consecuencias necesarias de sus reivindicaciones.

La propaganda revolucionaria, educando a los individuos, hace los conflictos cada vez más numerosos y cada vez más violentos. No se lucha solamente por el salario, sino que se ataca al mismo tiempo por cuestión de dignidad y de solidaridad la autoridad patronal. Las reivindicaciones proletarias se hacen más y más audaces contra la legali­dad. En un medio así preparado, una crisis moral, como la indignación ante una repre­sión feroz (Italia, septiembre 1904), puede producir un paro general en el trabajo. Si al mismo tiempo coincide una crisis econó­mica general, la manifestación espontánea puede, con el impulso de una minoría atre­vida, cambiarse en conflagración revolucio­naria, estallando a la vez en todas partes, no bajo una palabra de orden, sino a conse­cuencia del impulso de la comunidad de sen­timientos y del contagio del ejemplo.

Marc Pierrot.
(Traducción de Francisco Cardenal).


[1] Son pocos los rebeldes que los déclassés producen. Los hay de ellos que se mezclan con la burguesía si entre esta encuentran los medios de satisfacer sus necesidades personales. Unos hacen su carrera en la política, explo­tando sin escrúpulo la confianza de los cándidos electo­res. Otros se hacen timadores de la hacienda o del comercio o viven del charlatanismo. Otros, en fin, sin voluntad poderosa, pero no pudiendo aceptar la servidumbre del taller o de la oficias, llevan una vida de bohemio que no es otra cosa que un parasitismo encubierto: triste forma de adaptación a la saciedad madama.

[2] Aparentemente a consecuencia de las promesas del gobierno, y para no «comprometer» el movimiento. Por estas mismas razones, el Comité federal de los mine­ros franceses no había decretado en 1901 y 1902 la huelga general, a pesar de haberla votado dos veces consecutivas los mismos mineros; éstos pudieron bien pronto conven­cerse de cómo el gobierno francés cumplía sus promesas. El voto contrario que el Senado dio poco después, fue la justa recompensa de la prudencia del Comité federal. El mismo Jouaviel lo reconoció en carta publicada por la Voix du Peuple en los primeros días de febrero de 1905.

[3] Enorme ventaja que permite reunir todos los obreros, cualquiera que sea su opinión, contra la explotación patronal. La adhesión, la sumisión a un partido político llevaría consigo sospechas, recelos y disidencias y limita­ría el reclutamiento de los adherentes a los partidarios de una capilla más o menos estrecha, en tanto, que la co­munidad de intereses entre los grupos independientes favorece la propaganda educativa general.

[4] Quéjanse también de la esterilidad de los debates en los congresos corporativos, como si de ellos se espera­se una obra legislativa y gubernamental. Téngase en cuenta que estos congresos no tienen otra razón de ser que la propaganda, la cual constituye su sola utilidad real e incontestable: ponen en relación los militantes de múltiples y alejados puntos. En el choque de la discusión pónense unos y otros al corriente de los diferentes méto­dos de táctica empleados, apareciendo claramente bajo la crítica mutua los méritos y defectos particulares de estos métodos; los hechos son expuestos y restablecidos en su verdadera significación; las Ideas se precisan y la propa­ganda recibe una impulsión vigorosa que repercute en todo el país gracias a las discusiones algunas veces ardientes y borrascosas, pero que por esto mismo son la ex­presión de una vida intensa y real.

[5] El obstruccionismo de los empleados de ferroca­rriles en Italia terminó (marzo, 1905) por la caída del mi­nisterio Giolitti. El obstruccionismo mal practicado pue­de parecerse al sabotage.

[6] Llámase jaunes en Francia a aquellos obreros que, por cobardía o mala fe y siempre por egoísmo, se muestran en extremo conservadores, formando general­mente parte de asociaciones de inspiración burguesa, análogas o parecidas a las llamadas aquí Cajas de invalidez (cajas de los muertos) o Patronatos obreros.

[7] He aquí la sagrada fórmula: Es indispensable que los proletarios repriman en su lenguaje, en su actitud, en su conducta, todo cuanto pueda presentar el grave incon­veniente de dificultar el éxito de sus legítimas aspira­ciones y entorpecer la acción de aquellos que hacen todos sus esfuerzos en el Parlamento para mejorar la situación de los trabajadores.

[8] Marchandaje o mercantilismo del trabajo: quedarse un trabajo a bajo precio para luego obtener sobre el mismo un mayor beneficio.

[9] Además de las leyes restrictivas hay que mencio­nar las brutalidades policiacas. La policía ha conservado en Francia, después de treinta y cinco años de república, hábitos de autoritarismo y de desprecio del individuo que no son menos extraños que la extraordinaria pasividad del público. Las costumbres de la policía han conti­nuado las mismas, a pesar de todas las leyes y reglamen­tos, y no cambiarán sino bajo la presión y la rebelión po­pulares.

[10] En Rusia la agitación huelguista dio por resulta­do el nombramiento de un comité gubernamental de re­formas; este comité tuvo un pronto y completo fracaso por no haberse dejado burlar los obreros por promesas que los hechos desmienten todos los días. Así también la huelga de la Ruler. en Alemania, indu­jo al gobierno a prometer un proyecto de reglamenta­ción del trabajo en las minas.

[11] La campaña en favor de las ocho horas, por ejem­plo, no tiene la pretensión de conseguir imponer en to­das partes esta reivindicación. Su principal objeto es ha­cer desde ahora agitación, extender la propaganda y despertar el espíritu de rebeldía. Los esfuerzos emplea­dos no serán perdidos; servirán a lo menos para la educación de la masa, cualquiera que sea el resultado prác­tico que puedan tener.

No podría decirse otro tanto de la campaña electoral.

[12] La acción de la huelga, por ejemplo, excita el espí­ritu de iniciativa entre los individuos a condición de que no sea embancada por la constitución demasiado autoritaria de la organización. Ya hemos expuesto en uno de los capítulos precedentes cómo una fuerte orga­nización lleva consigo un espíritu de obediencia resigna­da y de disciplina contraria al espíritu de rebeldía, y cómo esta forma de organización se opone en definitiva a la acción.

[13] Jaurès presenta para la admiración y la imitación de los trabajadores franceses a las Trade Unions inglesas «tan potentes por el número de los adheridas y por sus hábitos de disciplina voluntaria» (L’Humanité del 5 octu­bre 1904). Por su parte, los guesdistas—partidarios del jefe socialista Guesde— afectan el más grande desprecio por la táctica caótica de los sindicatos, sobre todo desde que las organizaciones obreras han osado desprenderse gracias a la propaganda de Pelloutier de la dirección autoritaria del «partido obrero francés». La Confederación es actual­mente más potente que las organizaciones socialistas po­líticas, llenas todas ellas de preocupaciones electorales.

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