El sindicalismo en Inglaterra durante la 2ª mitad del siglo XIX

Los párrafos que siguen, extraídos de La historia del sindicalismo (Sidney y Beatrice Webb), son una animada descripción de la vida de un sindicato inglés durante la 2ª mitad del siglo XIX.
Es sabido que tras la desaparición del movimiento cartista, el sindicalismo inglés se orientó hacia una práctica corporativa, burocrática y de colaboración de clases. «Las leyes fabriles que en tiempos habían sido un espantajo para todos los fabricantes, ahora no sólo eran observadas voluntariamente por ellos, sino que se extendían más o menos a todas las ramas de la industria. Los sindicatos, considerados hasta hacía poco obra del diablo, eran mimados y protegidos por los industriales como instituciones perfectamente legítimas y como medio eficaz para difundir entre los obreros sanas doctrinas económicas. Incluso se llegó a la conclusión de que las huelgas, reprimidas hasta 1848, podían ser en ciertas ocasiones muy útiles, sobre todo cuando eran provocadas por los señores fabricantes en el momento que ellos consideraban oportuno», narra Engels en el prefacio a la 2ª edición alemana de La situación de la clase obrera en Inglaterra. Efectivamente, salvo el breve periodo de finales de la década de 1880, en el que se desarrolla el llamado «Nuevo Sindicalismo», las trade-unions inglesas se caracterizan por el rechazo a las huelgas (los fondos de huelga se convierten en fondos para la emigración), su transformación en compañías de seguros, una política de colaboración mediante comités paritarios de obreros y patrones, su «prudencia en las cuestiones obreras y una enérgica agitación en el ámbito de las reformas políticas» (Webb), su vocación parlamentarista y cooperativista, sus funcionarios remunerados y un exclusivismo de obreros artesanos.
Estas características, como se podrá ver, quedan bien relejadas en la narración que dejó este militante obrero, que llegó a ser un importante funcionario sindical. Y muchas de ellas resultan bastante familiares y se podrían aplicar perfectamente a los actuales sindicatos subvencionados por el Estado capitalista. Sin embargo, por más conservadores que fuesen, los viejos sindicatos ingleses no se pueden comparar con las actuales empresas de servicios sindicales. Como se demuestra también en el texto, estas organizaciones, resultado de un siglo de cruenta lucha, eran el centro de una intensa vida obrera, unas instituciones claramente proletarias. Aún no se había iniciado ese proceso que, tras el periodo de entre guerras, culminaría en la inserción de los sindicatos en el Estado capitalista y la completa disolución de su contenido y su vida de clase.
Según afirmaban los Webb refiriendose a las asociaciones de oficiales promovidas por los maestros de los gremios: «es obvio que unas asociaciones en que los patronos proporcionaban los fondos y nom­braban a los jefes no pueden tener analogía alguna con los sindicatos modernos». Siguiendo este mismo razonamiento, no existe analogía alguna entre las trade-unions británicas de la 2ª mitad del siglo XIX y los actuales sindicatos pagados por los patronos a través de su Estado. Es más, no siendo ya instituciones obreras, sino burguesas, las actuales organizaciones sindicales no merecen ni el nombre de «sindicato».

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Para un aprendiz el sindicalismo es poco más que un nombre. Algu­nas veces puede haber oído a los trabajadores discutir en el taller sobre el sindicato y sus actividades; y sabe que después de la “reunión por la noche en el club” no faltarán las historias sobre lo sucedido en la reunión. Si tra­baja en un taller dominado por una sociedad obrera fuerte, tendrá incluso ocasión de asistir a discusiones acaloradas sobre las propuestas realizadas en ese encuentro. Pero el tema principal de conversación es siempre de carácter personal —quiénes estaban en la reunión y con qué viejos compin­ches se encontró— porque el “club” es reconocido generalmente como el lugar de encuentro de todos los “viejos camaradas” de oficio. Si trabaja en un taller en el que también prestan sus servicios algunos empleados del sin­dicato, es posible que reciba algunas veces una palabra de consejo, de es­tímulo para que no deje de entrar en la asociación cuando sea un hombre. En conjunto, sin embargo, su conocimiento de los asuntos de la sociedad y sus intereses en ella son muy poca cosa. Pero si, siendo todavía un mu­chacho, se desata una huelga en su lugar de trabajo, la presencia y el po­der del sindicato se le aparecerán de una manera muy viva; y cuando esté trabajando solo o con otros muchachos en algunos talleres que han aban­donado los demás obreros, se formará, sin duda, alguna opinión propia so­bre la situación. Experimentará naturalmente una fuerte antipatía por los “esquiroles” que están en su mismo centro, porque el sentimiento de ca­maradería es muy fuerte entre los chicos, y advertirá con un placer consi­derable que se trata, en general, de trabajadores inferiores. Pero, a pesar de todo eso, si el empresario es “de los buenos”, y le trata bien y con bon­dad, seguirá pensando probablemente que los obreros no tienen razón cuando se ponen en huelga. Porque los más jóvenes consideran al empre­sario como la persona que “encuentra trabajo para sus obreros” y, en con­secuencia, piensan que la huelga es un acto de ingratitud; y, además, no deja de tener una vaga idea de que los trabajadores son muchos contra uno, lo que suele llevarle a tomar partido por la parte que considera más débil.

Cuando el muchacho se aproxima al final de su etapa de aprendizaje, se da cuenta de que los hombres del sindicato le hablan con mucha fre­cuencia y le incitan a ingresar en la sociedad. También se da cuenta de que se le presta mucha mayor atención y que se pide su opinión sobre una serie de asuntos relacionados con los problemas de la profesión. Por último, se le invita al pequeño establecimiento en el que se celebran las reuniones del club, y se le presenta a los empleados de la logia y a algunos de sus com­pañeros. Se le exponen ampliamente las ventajas que le ofrece la asocia­ción, poniendo especial énfasis en los fondos de socorros mutuos: las pres­taciones por enfermedad, vejez, funerales y, sobre todo, la ayuda en caso de paro, porque la sociedad profesional es la única institución que propor­ciona una remuneración si llega a encontrarse sin trabajo. Contra la enfer­medad y la muerte puede encontrarse ya asegurado en una de las nume­rosas sociedades de socorros mutuos, pero la sociedad de los obreros de un oficio es la única que le asegura una paga cuando se encuentra sin tra­bajo, porque es la única que tiene posibilidad de saber si el solicitante se encuentra en paro porque corren malos tiempos en la industria, o bien por su incapacidad o sus malas costumbres, o incluso si le falta realmente el tra­bajo. Y como las ventajas de esta situación se le presentan con todo deta­lle, se acuerda de cuando su padre, un obrero serio y perseverante, se que­dó sin trabajo en los malos tiempos, y el recuerdo de esa amarga experien­cia le hace sentirse muy unido a él. Además es posible que nuestro hombre esté enamorado. El pensamiento de “verla” en una situación de miseria, y a sus hijos hambrientos, encontrándose totalmente impotente para ayudar­les, será siempre una de las cosas más desgarradoras para un joven arte­sano industrioso, con la visión de un pequeño hogar feliz en un futuro cer­cano. Hay, sin embargo, otro aspecto del club que atrae, con una fuerza casi igual, a nuestro joven artesano recién salido de su aprendizaje y que se encuentra en posesión de unos ingresos que prácticamente duplican a los que recibía con anterioridad. El local de reunión del sindicato es el club reconocido para los trabajadores de un oficio, y ofrece muchos atractivos sociales. Se celebran reuniones de amigos, numerosas veladas en las que se canta y conciertos en los que se puede fumar juntos: las bromas y las copas entre amigos, la fraternidad y la alegría reinantes, todo presenta gran­des atractivos para el joven obrero.

El club es también el centro en el que uno puede enterarse de las úl­timas novedades sobre su oficio. A él acuden los obreros sin trabajo de otras ciudades, y allí se escuchan los informes sobre las reducciones o las subidas de salarios o de horarios, historias de abusos patronales o los pri­meros rumores sobre aquello que más preocupa a los trabajadores: la in­vención de nuevas máquinas que pueden producir un traslado de su puesto de trabajo, o, todavía peor, la entrada en los talleres de mujeres y niños con tarifas salariales reducidas. En esas ocasiones es previsible la visita de un empleado de la organización central, sobre cuyas palabras habrá que re­flexionar después. Todos esos estímulos inclinan al joven artesano a inscri­birse en la logia, pero son, en último término, consideraciones de carácter personal las que le deciden finalmente a dar ese paso. ¿Están los mejores compañeros de su oficio —aquellos a los que quiere, que le han tratado bien, que le han ayudado en las dificultades y le han dado algún dinerillo cuando era un chico, los obreros influyentes, los jefes de taller y aquellos cuyas palabras tienen mayor influencia sobre los compañeros— en el sin­dicato? Si son miembros de él, y si, como es muy probable en un taller cu­yos obreros pertenecen a la sociedad, ha hecho amistades con otros com­pañeros jóvenes que ya se han afiliado, no tardará en dar su consentimien­to, y se hará presentar formalmente como candidato al ingreso en la aso­ciación obrera.

En la reunión de la noche siguiente en el club, le encontramos en la puerta de la sala de reuniones esperando ansiosamente, y quizá con algún temor, mientras que en el interior se desarrollan las formalidades de rigor. Normalmente, los asuntos ordinarios de la reunión se despachan esa mis­ma noche antes de proceder a la elección de nuevos miembros. A la pri­mera mención realizada por el presidente de que un candidato está espe­rando para ser elegido, el portero (que hasta ese momento ha permaneci­do al otro lado de la puerta para asegurar que nadie pueda entrar ni salir subrepticiamente y que ninguno de los “dignos hermanos” se presente en un estado poco conveniente para entrar en la sala) da una rápida ojeada al exterior y, aferrando con firmeza la puerta, impide la entrada a cual­quiera mientras tiene lugar la ceremonia. El presidente se levanta, pide silencio y, después de dar el nombre del candidato y de su primero y su se­gundo padrinos, ruega a estos miembros de la sociedad que digan a la lo­gia lo que saben sobre él. Entonces, el padrino se pone en pie y dirigién­dose al “presidente y a los dignos hermanos” declara lo que sabe —que el candidato es un obrero joven, que ha realizado el aprendizaje en su taller durante el período reglamentario—, que es buen trabajador y un joven compañero de confianza, deseoso de unirse a la asociación y seguro de me­recer la confianza de la logia. Vuelve a su sitio entre aplausos, y el segun­do padrino se levanta a su vez y repite los mismos elogios. En ese momen­to, se llama al joven al interior de la sala y el portero procede de manera ceremoniosa a su admisión. Entra con temor y temblor, porque las forma­lidades para su admisión —aunque despojadas ya de sus antiguos ritos mis­teriosos— se llevan siempre a cabo con la solemnidad suficiente para que parezcan algo bastante terrible. Inmediatamente, el candidato se ve ex­puesto a la curiosidad amistosa de los miembros y a sus aplausos, cosas am­bas que aumentan considerablemente su nerviosismo y su agitación. Pero se ve agradablemente sorprendido cuando tiene ocasión de advertir que la ceremonia es muy somera. El presidente se levanta e invita a los miembros de la sociedad a hacer lo mismo y, una vez que todos están de pie, lee un discurso de iniciación y una pate de las reglas de la sociedad. Entonces, con una simple afirmación, el candidato se compromete a obedecer las re­glas, a aplicarse a conocer los intereses de la sociedad y a no hacer, o a impedir que se haga si le es posible, nada que vaya en contra de ellos. En ese momento tiene que firmar solemnemente su compromiso. Realizado lo anterior, se procede a la inscripción de su nombre en la lista de miembros y, después de pagar su cuota de entrada, se le concede la tarjeta de afilia­do y un ejemplar de las reglas de la sociedad.

Ahora se ha convertido ya en un miembro de la logia, y esta dignidad que acaba de adquirir queda completada en el curso de una semana en el momento de recibir la convocatoria para que asista a su primera reunión. Se dirige a la pequeña taberna de la mísera callejuela en la que la logia ce­lebra sus sesiones y al llegar, poco antes de las ocho, hora fijada para la reunión, se encuentra con algunos compañeros de trabajo agrupados en tor­no al mostrador, discutiendo el programa de la noche y, en general, los pro­blemas del oficio. Los obreros entran de dos en dos, o de tres en tres, y tienen ocasión de observar que, con pocas excepciones, van correctamente vestidos, porque antes de acudir a la reunión han ido a sus casas, han tomado el té y han tenido tiempo de asearse [1]. Los empleados de la logia son saludados a su llegada con una atención expectante mientras que su­ben al estrado para preparar la sesión que va a celebrarse. Poco antes de la hora fijada para el inicio, el presidente toma posesión de su sillón y cuan­do los trabajadores han ocupado silenciosamente sus puestos se levanta y declara abierta la sesión de trabajo. La sala de reuniones es una pequeña estancia de techo bajo situada en el primer piso del establecimiento. En el centro de ella se encuentra una mesa de caballete rodeada por bancos en los que se sientan los miembros. En un plano ligeramente más elevado se dispone una mesa más corta en forma de cruz, imitando la letra T, en la que toma asiento el grupo de oficiales del sindicato. La sala está decorada con “emblemas” enmarcados de diferentes sociedades obreras, separadas por espejos dorados y almanaques publicados. En uno de sus extremos se encuentran un trono y un dosel, lo que recuerda que la sala se utiliza tam­bién como lugar de reunión de alguna o algunas sociedades de socorros mu­tuos que conservan todavía los viejos y curiosos ritos de sus ordenanzas. En un rincón hay un piano rústico, lo que indica que la pieza sirve también para conciertos, veladas de canto y reuniones amistosas.

El primer asunto de la reunión es el pago de las cotizaciones. El secre­tario, ayudado por el “secretario inspector”, el administrador económico y el tesorero, recibe las cotizaciones de los miembros a medida que van ha­ciendo su entrada en la sala, registra el pago de los libros y firma el carné de los miembros. Con frecuencia, las mujeres y los niños acuden para pa­gar las cuotas de sus maridos o sus padres, y nuestro hombre no podrá evi­tar un cierto sentimiento de vergüenza ante la idea de que esas mujeres o esos niños hayan tenido que atravesar la taberna para cumplir esa obliga­ción. Una vez que se han cobrado todas las cuotas, los miembros sin tra­bajo y las mujeres o los parientes de los compañeros enfermos acuden a recoger los subsidios que les corresponden. Se hacen algunas preguntas ge­nerales sobre la salud de aquéllos, se formulan votos por la rápida cura­ción de los enfermos y, por último, se pagan las cantidades adeudadas con no pocas formalidades. Mientras que se llevan a cabo todas esas operacio­nes se eleva en la sala un considerable murmullo, y hay un continuo ir y venir entre el local y el bar. Pero, en un momento determinado, el presi­dente se levanta y pide silencio. Los extraños y los que no son miembros de la sociedad abandonan la sala. El portero se coloca del lado interior para vigilar a los que entran y los que salen, mientras que los encargados de la bebidas se aprestan a atender las peticiones de los miembros y sirven de camareros para impedir que ningún extraño entre en la sala o que se produzcan un ruido y confusión innecesarios [2]. Los asuntos se abren con la lectura del acta de la última reunión. Se plantean preguntas relativas a la aplicación de alguna resolución o el cumplimiento de algunos mandatos por los empleados, se responde a ellas y las actas son confirmadas por una votación a mano alzada y firmadas por el presidente. En ese momento se procede a la lectura de las cartas que se han recibido y de las copias de las enviadas por el secretario general después de la última reunión. Entre ellas se encuentran algunas cartas de la dirección central interpretando algunas reglas sobre el pago de subsidios, del comité de distrito, en las que se ofre­cen noticias referentes a la regulación de la profesión, y de los secretarios de otras secciones, en las que se solicitan informaciones particulares, por ejemplo sobre el carácter y la valía de los candidatos a la admisión. A con­tinuación se desarrolla el acontecimiento más interesante de la noche: el in­forme de los delegados designados para presentar a los patronos algunas reclamaciones. Los delegados contarán cómo fueron a entrevistarse con tal o cual empresario que, primero, se negó a verlos y les mandó salir de su despacho; cómo, a continuación, les recibió y escuchó sus quejas; cómo negó la existencia de los males señalados, pidiendo los nombres de los obre­ros que se quejaban, nombres que los delegados, por supuesto, se negaron a dar, y cómo, por último, después de un sinfín de discusiones, se avino a razones y les dio a entender que pondría remedio a los problemas objeto de las quejas. Entonces los miembros del taller en cuestión que se hallen presentes en la sala son invitados a exponer qué tipo de mejoras se han in­troducido —si es que ha habido alguna mejora— en relación con el tema de sus quejas. Si su informe es satisfactorio se pasa a otro punto; de lo con­trario, se produce un vivo debate. Nuestro amigo, sentado con sus jóvenes compañeros en el fondo de la sala, se encuentra clamando a favor de la huelga. Los empleados hacen lo que pueden para controlar la reunión. Ha­cen notar que el comité de distrito [3] debe recibir, primero, una comuni­cación, o, cuando se trata de una de esas acciones lesivas que, según las reglas generales o las normas de distrito, autorizan a los trabajadores a rea­lizar la huelga sin sanción superior, insisten para que prosigan las negocia­ciones con los patronos. La discusión se cierra, finalmente, mediante la or­den dada al secretario general de escribir al comité de distrito para solici­tar su opinión o impartiendo unas instrucciones al delegado para que tenga una nueva entrevista con el empresario y, en el caso de que les “embau­que” una segunda vez, decida la huelga del taller. Una vez tratadas todas estas cuestiones, el interés de la reunión decae, y los miembros empiezan a retirarse uno por uno. A veces, se produce una petición de algún miem­bro al que el comité ha negado cierto subsidio al que creía tener derecho, y que apela contra esta decisión ante sus camaradas reunidos en la logia, exponiendo todos los años que lleva en la organización, la situación de su mujer y sus hijos y el trabajo que ha llevado a cabo para el sindicato como razones para que se considere su caso con benevolencia. Sus amigos pro­nuncian elocuentes discursos a su favor, pero el comité y los empleados declaran que han actuado según las reglas y recuerdan a la logia que si se les obliga a pagar un subsidio ilegal, la dirección central desautorizará el gasto y ordenará a los miembros que reintegren el importe a la caja del sindicato. Con un comité enérgico, el voto será contrario al obrero, con un comi­té débil, y especialmente si el trabajador es un camarada jovial, un buen muchacho, sus amigos serán los suficientes para hacer que la reclamación prospere. Son ya las diez en punto, y cualquier otro asunto —como las re­soluciones propuestas por miembros individuales— queda aplazado para la próxima reunión nocturna, y el presidente declara cerrada la sesión de la logia. El secretario se dirige presuroso hacia su casa donde trabajará hasta la medianoche para cuadrar sus cuentas, redactar las actas, confeccionar los informes para la comisión ejecutiva central o el comité de distrito y es­cribir las cartas que se le han encomendado en la reunión.

Muy pronto esos encuentros en las logias empiezan a desempeñar un papel importante en la vida de nuestro despierto artesano, que tiene la im­presión de estar tomando parte efectiva en la dirección de una institución nacional. Se celebran algunas reuniones especiales para discutir y votar so­bre cuestiones sometidas por la ejecutiva a todos los miembros, por ejem­plo, en relación con algún cambio de las normas, la elección de un emplea­do de la sede central o un donativo para acudir en ayuda de otro oficio. Pero, antes que nada, la logia es su tribunal de apelación contra cualquier forma de tiranía industrial, un tribunal en el que puede tener la seguridad de que se le va a escuchar con comprensión. Ante él puede quejarse de las multas y de las deducciones de su sueldo, de los capataces arbitrarios, de las bajas tarifas del trabajo por piezas… en suma, de todo lo que afecte a sus intereses o a su bienestar como asalariado.

Este poder y actividad omnipresente de la logia y de sus empleados tien­den a hacer olvidar a sus miembros las funciones y las responsabilidades, más amplias, de la comisión ejecutiva central. Para el miembro normal de la organización es una realidad muy alejada en el vasto mundo exterior, y sus poderes resultan muy vagos y nebulosos. Sin embargo, las incidencias de su vida obrera y sindical le hacen encontrarse con ella algunas veces. Está, por ejemplo, el “emblema” de su sociedad, una representación de buen tamaño y, en general, vivamente coloreada de los diversos procesos del oficio en que se desenvuelve, a menudo excelentemente dibujada y eje­cutada. Ese grabado, comprado por algunos chelines al producirse su ad­misión en la sociedad, o más probablemente en el momento de su boda, se cuelga, con un marco bonito, en el vestíbulo de su casa. Ha escrito en él su nombre, su edad y la fecha de ingreso en la asociación, y suele llevar también las firmas, y a veces los retratos, de los directivos. Para él repre­senta un vínculo que le une de algún modo con los otros compañeros del oficio y de la sociedad. Para su mujer es la verdadera carta de sus derechos en caso de enfermedad, falta de trabajo o muerte. Por sí mismo, es un ob­jeto de orgullo en el hogar, destinado a causar impresión en los amigos y los visitantes ocasionales.

Pero más importante es el boletín mensual que, en la actualidad, cons­tituye una de las características propias de la mayoría de los grandes sin­dicatos. Gracias a ella el miembro se siente en contacto directo con el mun­do exterior de su oficio. Si ha estado enfermo o sin trabajo, y ha recibido los subsidios correspondientes, su nombre y la cantidad de dinero percibi­da aparecen debidamente indicadas. Pero si no le han ocurrido esas des­gracias, tienen la ocasión de enterarse de los nombres de los que sí las han sufrido, y es probable que gracias a él sepa por primera vez que algún ami­go de una ciudad alejada ha sido víctima de ellas. En el boletín se encuen­tran también informes sobre el estado de la industria y el número de los desempleados en todos los lugares en que la sociedad tiene una sección, así como de las alteraciones en las horas de trabajo o en los salarios que han tenido lugar durante el mes, sea por medio de negociaciones amisto­sas, de un lock-out o de una huelga. Por último, se recogen cartas de las logias o de miembros individuales sobre todo tipo de cuestiones, tales como críticas picantes a la ejecutiva central o ásperas respuestas del secretario ge­neral. A medida que aumenta su interés por la sociedad, nuestro propio artesano escribe cartas al boletín, exponiendo algunas injusticias, sugirien­do algún remedio a otras formuladas anteriormente o respondiendo a cier­tas críticas sobre la conducta o la táctica del comité de distrito de la logia.

Además del boletín mensual, hay un informe anual (Annual Repport). Es un volumen grueso, de varios centenares de páginas, que contiene de forma abreviada la evolución y las actividades de la sociedad a lo largo de todo el año, con el total de gastos e ingresos y la situación de caja, el coste proporcional de los diversos subsidios concedidos, el estado de cuentas de cada rama y otros muchos datos estadísticos de interés e importancia. El miembro siente encenderse en él una llama de orgullo si su sociedad regis­tra un crecimiento de fondos y de miembros, y, quizá, también el anhelo de ver impreso su propio nombre entre el de los empleados de una de las logias, sintiéndose así vinculado en la lejanía a los éxitos de la sociedad.

Pero después de uno o dos años de experimentar una libertad relativa de la vida de un obrero calificado, empieza a sentir fuertemente la necesi­dad de cambio y de aventura. Los cinco o siete años de aprendizaje que casi acaba de terminar le han encadenado ahora a un lugar, y empieza en él un período de agitación. Además, ha oído decir a sus compañeros una y otra vez que ningún trabajador llega a conocer sus propias capacidades ni aquello de lo que es verdaderamente capaz antes de haber trabajado en varias ciudades o en varios talleres. Le han hablado insistentemente de los encantos del “camino”, y al final se decide a aprovechar su condición de miembro de la sociedad para lanzarse a la vida viajera a la primera opor­tunidad. Así pues, no le disgusta demasiado que, a causa de una disminu­ción en la actividad de su oficio, el patrón se vea obligado a despedirle, lo que le da derecho a conseguir su tarjeta de viaje [4].

Al final de su primera jornada viajera, con los pies doloridos y lleno de fatiga, busca la taberna en que se encuentra la logia local y, tras haber­se refrescado algo, va a buscar al secretario y le presenta su tarjeta de des­plazamiento. Si, después del examen, los datos se consideran correctos y la distancia recorrida suficiente para dar al viajero el derecho a percibir un subsidio de seis chelines y de tener una cama, el secretario manda por es­crito al tabernero que le proporcione esas ayudas. La fecha y el lugar se indican claramente en la tarjeta de viaje y el secretario conserva la mitad correspondiente del recibo que le sirve como documento justificativo del gasto. Si conoce algún puesto idóneo vacante en la ciudad, indicará al via­jero que vaya a verle por la mañana. Pero si no se encuentra ningún pues­to, el obrero errante debe ponerse en marcha a la mañana siguiente con el tiempo necesario para llegar antes de la noche a la ciudad en que se en­cuentre una logia, ya que sólo allí podrá recibir una nueva ayuda.

Si nuestro amigo se pone en camino durante los meses de verano y en­cuentra una situación conveniente al cabo de algunas semanas, lo peor que puede haberle pasado es el haber realizado una agradable excursión de va­caciones. Pero si realiza su viaje en invierno, o si tiene que desplazarse du­rante meses enteros, se encontrará en una situación verdaderamente la­mentable. Mientras se mueva por los distritos industriales muy poblados, en el que “las ciudades de socorro” de su oficio pueden encontrarse con facilidad, encontrará siempre un plato y una cama cada quince o veinte mi­llas. Pero cuando haya ido agotando una tras otra esas ciudades se verá obli­gado a irse más lejos, a las zonas rurales, ya que el reglamento prohíbe so­licitar ayuda en la misma logia si no han pasado tres meses por lo menos desde la estancia anterior. Ahora las logias están tan alejadas unas de otras que es imposible para un hombre hacer el camino en un día. Las ayudas que pueda encontrar ya no serán suficientes para su subsistencia y tendrá que recurrir a muy diversos expedientes para lograr comida y alojamiento. Por último, después de un período especificado, normalmente tres meses, su tarjeta “caduca”; se ha convertido en un “excluido de las ayudas”, y ya no podrá pedir nada a la sociedad hasta que obtenga un trabajo y se ponga al día en el pago de sus cotizaciones.

Pero nuestro artesano, que es un joven y capacitado especialista, ha en­contrado trabajo. Establecido en una nueva ciudad, terminados de momen­to sus viajes, y recuperado ya de los quebrantos físicos y morales que ese breve período le ha causado, vuelve a interesarse por los asuntos de su aso­ciación. Asiste con frecuencia a su nueva logia, sobre todo porque en un principio es el único lugar de la ciudad en que puede encontrarse con ami­gos, y su antiguo deseo de figurar entre los directivos de la sociedad vuelve a reavivarse. Cultiva el conocimiento de los empleados de la logia, se mez­cla con sus miembros y aprovecha cualquier ocasión para hablar sobre los problemas más interesantes. En la próxima elección logrará algún puesto menor, como auditor u organizador de las reuniones. Se va haciendo útil y popular y en ese mismo año se encontrará convertido en miembro del co­mité de la logia.

Desde su condición de miembro del comité de sección se eleva a la po­sición de secretario de ella, el puesto más alto que pueden conferirle los camaradas de su ciudad. En la noche de su elección se encuentra algo sor­prendido al comprobar que no hay una competencia encarnizada por el puesto. El salario de un secretario de sección es bastante escaso: entre 10 y 15 chelines por trimestre, y, además, tendrá que dedicar a ese trabajo de responsabilidad burocrática la mayor parte de sus veladas y algunos domin­gos. Por otra parte, antes de las reuniones semanales o bimensuales del co­mité, que duran desde las ocho hasta las once o las doce la noche, tiene que preparar el orden del día para las reuniones generales y especiales de los miembros, dirigir toda la correspondencia de la logia, presentar infor­mes a la ejecutiva central y al comité de distrito, llevar la contabilidad y preparar cuidadosamente los modelos de presupuestos para la oficina central. Incluso durante su jornada normal de trabajo no está exento de de­beres oficiales. En cualquier momento se le puede llamar fuera del taller para que firme una tarjeta de viaje o bien puede verse obligado a salir de su casa en la hora de la comida para impedir que los miembros de un taller abandonen el trabajo y se pongan en huelga sin el consentimiento de la lo­gia. Cuando se designa una delegación para hablar con un empresario, es él el que debe pedir la cita y actuar como portavoz de los trabajadores. Todo ello supone el peligro constante de ser despedido del trabajo o in­cluso boicoteado por los empresarios como “agitador”. No siempre se le agradecen sus desvelos. Antes de ser elegido secretario mantenía proba­blemente excelentes relaciones de camaradería con todos los demás miem­bros. Ahora se ve en la necesidad de contrariar los intereses y los deseos de miembros individuales. Se pasa la vida recordando al comité su obliga­ción de rechazar la concesión de subsidios a todos los afiliados cuyos casos caen fuera de los reglamentos de la sociedad y aconsejando a las asambleas de las logias que no presten su aprobación a las huelgas. Por todas estas razones, pronto advertirá que empiezan a menudear las camarillas de des­contentos que se le oponen encarnizadamente. Se le acusa de injusticia, de pusilanimidad, de traición y hasta de ser el “hombre del patrón”. Pero al cabo de algún tiempo, si sigue firmemente su camino y observa estricta­mente las reglas de la sociedad, se encontrará ya respaldado por la comi­sión ejecutiva y se habrá ganado la confianza de los obreros serios e inte­ligentes que constituyen una mayoría entre los miembros, a los que siem­pre le cabe recurrir para sostener a los directivos en las reuniones de la logia.

Uno de los deberes o privilegios que incumben a nuestro secretario es el de representar a su oficio en el Consejo sindical local. No le satisface completamente el ver que la sección ha elegido, como codelegados suyos, a algunos de los miembros más charlatanes y menos ponderados. Algunos de los obreros más antiguos y más experimentados han rechazado el cargo, alegando que no tenían tiempo y “que ya había visto demasiadas cosas de ese tipo”. No obstante, nuestro secretario se toma las cosas al principio con mucha seriedad. Para el joven sindicalista el Consejo representa el ámbito más importante de la política laboral, y le hace ilusión pensar que está tra­bajando para la elección de las gentes del mundo obrero en las entidades de gobierno local, o que él mismo puede ser elegido por el Consejo sindi­cal para formar parte del Consejo Escolar, del Ayuntamiento y hasta del mismo Parlamento. Por todas esas razones se cuida mucho, cuando se ce­lebra la reunión mensual del Consejo, de llegar puntualmente a la sala de sesiones. Se encuentra en un local amplio y profusamente decorado, situa­do encima del mostrador de una de las principales tabernas de la ciudad. En una de las extremidades de la sala se alza una plataforma poco elevada, con sillas y una pequeña mesa para el presidente y el secretario. Al pie de ella se coloca una mesa larga en la que toman asiento los reporteros de los periódicos locales, y el resto de la pieza está lleno de sillas y bancos im­provisados para los delegados. Aquí se encuentra con los treinta o sesenta delegados de los otros sindicatos. Advierte con pesar que los empleados re­munerados de las sociedades que tienen su cuartel general en la ciudad y los delegados de distrito de los grandes sindicatos nacionales que tienen su sede en otras ciudades cercanas —las personas a las que espera encontrar en el local, en este “parlamento del trabajo”— brillan por su ausencia. El bloque de los delegados está constituido, bien por empleados de las sec­ciones, como él mismo, bien por representantes de las bases sindicales, como sus colegas. La reunión se abre apaciblemente con múltiples lecturas de actas y de la correspondencia por el secretario. Después se suceden los informes relacionados con la situación del oficio, en los que los delegados se van levantando uno tras otro para protestar contra los abusos de un em­presario o dar cuenta del resultado de algunas negociaciones destinadas a resolver situaciones injustas. Algunas veces los demás delegados hacen preguntas, pero lo habitual es que se pase por encima de las circunstancias del caso y que el Consejo se limite a escuchar comprensivamente y a aplaudir cualquier denuncia general contra la tiranía industrial. Si está en curso al­guna huelga, los delegados del oficio afectado solicitan la “credencial” (una carta del secretario del Consejo en la que se pide la ayuda de los otros ofi­cios para los huelguistas) e incluso apelan a la ayuda económica del propio Consejo sindical. Todo esto da lugar a que se produzcan diferencias de opinión. Todo el Consejo ha aplaudido la huelga, pero cuando llega el mo­mento de plantear el problema de una ayuda económica, los representan­tes de sindicatos tan antiguos como los de tipógrafos, mecánicos, mampos­teros y albañiles, se levantan para explicar que las reglas de sus sociedades no les permiten tomar una decisión por su cuenta. Por otra parte, los en­tusiastas delegados de algunos sindicatos obreros recién formados prome­ten el apoyo inmediato de su sociedad y acusan, vehementes, al Consejo por su apatía. A continuación se plantea un asunto todavía más serio: la queja de algunos de los numerosos sindicatos de mecánicos o de trabaja­dores de la construcción contra los miembros de una organización rival por “haber utilizado esquiroles” durante su conflicto. Los delegados de la so­ciedad agraviada explican vehementemente que habían retirado a sus tra­bajadores de una cierta firma que se negaba a pagar el salario normal, y que, casi inmediatamente después, los miembros de la otra sociedad ha­bían aceptado las condiciones del patrón y ocupado el puesto de trabajo. Entonces, los delegados de la sociedad acusada aseguran con igual ardor que el trabajo en cuestión pertenece por derecho a su sector, que los miem­bros de la otra asociación no tenían nada que hacer en él, y que como los patronos ofrecían los salarios especificados en sus normas de trabajo, es­taban plenamente justificados para aceptar las tareas. A continuación se desarrolla un agrio debate, en el que ambas partes esgrimen acusaciones personales y detalles técnicos, en medio del gran desconcierto del resto de los miembros. El presidente interviene y pide orden, en vano. Por último, el Consejo, fatigado por la polémica, se desembaraza del problema envián­dolo a una comisión, y un antiguo miembro del Consejo le dice en voz baja a nuestro amigo que tiene la firme esperanza de que la comisión consiga escamotear el asunto y no llegue a reunirse nunca, dado que su informe no sería bien recibido por ninguna de las dos partes y, probablemente, da­ría lugar a la retirada de uno de los oficios, o de los dos, del Consejo.

El asunto siguiente hace que la asamblea recupere la calma. Los dele­gados designados en la última reunión para solicitar al Ayuntamiento o al Consejo Escolar la adopción de una “cláusula de salario justo” dan a co­nocer su informe. Hacen saber cómo el concejal Jones, un político de la vieja escuela, ha hablado de esa loca extravagancia y de todas las desdi­chas del pobre contribuyente, y el Consejo se reirá de buen grado de su respuesta. ¿Y qué me dice del reciente aumento del sueldo de su amigo, el secretario municipal? Los delegados repiten con mucho gusto los argu­mentos que han utilizado en su misión, y su golpe de efecto final, una aven­turada estadística del número de sindicalistas inscritos en el registro elec­toral, es acogido con unánimes aplausos. Pero, a pesar de todo eso, no les queda otro remedio que informar que el concejal Jones se ha llevado el gato al agua y que el Ayuntamiento ha rechazado su propuesta. Nuestro nuevo miembro advierte con satisfacción que el Consejo no es un organis­mo tan ineficaz como se temía. Después de no pocas intervenciones cris­padas se encarga al secretario que redacte una nota destinada a los perió­dicos locales para explicarles la situación y llamar la atención sobre el ejem­plo dado por otros municipios importantes. Los miembros, tanto los nue­vos como los viejos, se prometen no cejar en su oposición a los concejales que han votado contra los intereses del mundo del trabajo, y los mejores miembros del Consejo, cualquiera que sea su partido político, unen sus vo­tos para nombrar una comisión encargada de confeccionar candidaturas sin­dicalistas contra sus adversarios más tenaces.

El resto de la sesión se consume en adoptar, rechazar o suspender aque­llas resoluciones que ya han sido presentadas en una reunión anterior. Fi­guran primero las propuestas formuladas en nombre de la comisión ejecu­tiva, integrada por cinco o siete de los miembros más influyentes del Con­sejo. El secretario explica que uno de los miembros más destacados del Co­mité Parlamentario del TUC le ha confiado que si deseaban que alguna me­dida se convirtiera en ley, lo mejor sería adoptar una resolución particular, que, en consecuencia, es leída en la reunión. Tras ser brevemente discuti­da, queda aprobada por unanimidad y se da a conocer a los periodistas, encargando al secretario que envíe copia de ella a los representantes par­lamentarios locales e incluso al ministro competente. Las propuestas de otros miembros no se tramitan con tanta facilitad. El delegado de los sas­tres, un fanático afiliado a la Sociedad de la Paz, propone una severa con­dena del aumento de armamentos y finaliza con una apelación al arbitraje internacional. Pero los mecánicos y los obreros de la construcción se opo­nen vehementemente a esa solicitud, considerándola impracticable, y uno de ellos sugiere una enmienda en que se solicite al gobierno que propor­cione trabajo a los mecánicos en los momentos de depresión industrial me­diante la construcción de nuevos acorazados. El secretario socialista de un sindicato de jornaleros presenta una resolución invitando al Ayuntamiento a la apertura de talleres municipales para los desempleados, proyecto ridi­culizado por un tipógrafo conservador (que es, al mismo tiempo, uno de los periodistas presentes). Durante los debates el presidente, el secretario y los miembros de la comisión ejecutiva descansan y permanecen en silen­cio, permitiendo que la polémica se aleje del punto de partida. El debate finaliza, y si se hace inminente la votación sobre alguna resolución popular pero impracticable, alguna “vieja mano parlamentaria” sugiere su aplaza­miento hasta una próxima reunión, mejor preparada. Durante unas cuan­tas veladas nuestro amigo encuentra todo eso bastante interesante e instructivo; pero antes de que el año acabe ya se ha dado cuenta que, excepto en lo referente a los problemas más sencillos, como la cláusula del salario justo o el respeto de las tarifas sindicales establecidas por los sindicatos por parte de las autoridades locales, la reunión masiva de unos obreros fatiga­dos, no habituados a los asuntos oficiales y con unos conocimientos e in­tereses estrictamente limitados a su esfera de actividad, es inútil como tri­bunal de apelación e ineficaz, incluso, como comisión mixta de los sindi­catos locales. En el mejor de los casos, el Consejo puede llegar a ser el ins­trumento o, mejor dicho, la caja de resonancia de los miembros más ex­perimentados, los que están en contacto con los dirigentes parlamentarios de los sindicatos y que —con una remuneración de unos pocos chelines al trimestre— se encargan de toda la correspondencia y se ocupan de los asun­tos que son verdaderamente importantes para todos los sindicatos de la ciudad.

Pero nuestro amigo ve frenada bruscamente su carrera. Uno de los días de paga su patrón le dice que ya no le necesita a partir de la semana si­guiente. Puede ser porque haya tenido algunas palabras con el capataz so­bre un trabajo mal hecho o porque haya destacado demasiado en su acti­vidad sindical o, sencillamente, porque el negocio marcha mal. Pero cual­quiera que sea la causa, es despedido y se ve obligado a buscar trabajo en otra parte. En un principio, se acoge a los fondos de asistencia de la socie­dad, anuncia su situación al presidente y al tesorero y firma diariamente, como los demás miembros sin trabajo, en el registro de desempleados del club. Durante dos o tres semanas va de taller en taller de su distrito en bus­ca de empleo y lee con avidez la prensa diaria con la esperanza de encon­trar el anuncio de un puesto de trabajo vacante. En ese momento un ami­go le da la noticia de que hay un puesto en una ciudad lejana. Abandona su situación de secretario de la logia, cobra la parte de subsidio de paro que se le adeuda, y abandona pesaroso la ciudad en que ha hecho tantos amigos para conseguir una nueva situación.

Al llegar a su nuevo lugar de residencia queda sorprendido al compro­bar que no existe ninguna sección de su sociedad en la ciudad. Hay, eso sí, algunos miembros aislados del oficio, pero no los suficientes para cons­truir una sección, y, en consecuencia, envían sus cotizaciones a la ciudad en que se encuentra la logia más cercana. En su propio taller expone sus puntos de vista a sus compañeros y trata de convencerles de las ventajas del sindicalismo. Por la noche frecuenta los lugares favoritos, y a fuerza de promesas, solicitudes y ruegos consigue convencer a un número suficiente de ellos de que vale la pena establecer una logia en la ciudad. Envía co­municados a la comisión ejecutiva central que, conocedora de su trabajo precedente, le designa como secretario temporal de la nueva organización. Se procede entonces a realizar una convocatoria para la reunión de todos los miembros del oficio, por medio de circulares repartidas en los talleres y enviadas a las tabernas favoritas de los obreros. Cuando llega el momen­to solemne de la constitución, el secretario general y, en ocasiones, otros funcionarios centrales llegan a la ciudad; traen un cofre de la organización que contiene juegos de ejemplares de las reglas de la sociedad y de carnés de miembro, una colección completa de libros de caja y otros, un cierto número de impresos y hasta un frasco de tinta: todo lo necesario, en suma, para la gestión de los asuntos de la asociación. La sala aparece llena de hom­bres del oficio, deseosos de saber lo que es una sociedad de este tipo y lo que se propone hacer. Se pronuncian discursos, se enumeran los aumentos de salarios y las reducciones de horarios que ha conseguido la sociedad, se explica el sistema de socorros mutuos y se dan ejemplos de trabajadores que han quedado incapacitados para desarrollar sus tareas y que han reci­bido 100 libras de la sociedad, como indemnización de accidentes, y que han establecido con esa cantidad un pequeño comercio propio. A continuación, el secretario general procede a la apertura de la logia, y la mayo­ría de los presentes hacen efectivos sus derechos de entrada y sus cotiza­ciones, y la reunión pública pasa a ser privada. Se elige a los directivos —nuestro amigo vuelve a ser nombrado secretario y un capataz conocido suyo acepta el puesto de tesorero— mientras que el resto de los puestos se cubren con miembros antiguos presentes en la reunión. La logia se inau­gura con las alocuciones de algunos directivos de la sociedad central, y la reunión se disuelve a última hora con aclamaciones a la sociedad y al se­cretario general.

Durante el siguiente trimestre, el secretario de la sección empieza a dar­se cuenta de que no es oro todo lo que reluce. La mitad de los afiliados iniciales, por lo menos, se han retirado, y, al mismo tiempo, la organiza­ción parece en trance de liquidación. Pero a fuerza de trabajo, de persua­sión y, posiblemente, de relaciones de amistad, consigue mantenerse hasta que la prosperidad llega de nuevo al oficio. Al secretario se le presenta la oportunidad de conseguir salvar la logia, evitando su desaparición, y, como hombre avisado, la aprovecha. Hace figurar en el orden del día de la próxi­ma reunión de la logia una resolución favorable al aumento de salarios o a la reducción de las horas de trabajo, o a ambas cosas a la vez. En la si­guiente reunión se vota esa resolución por unanimidad, y se convierte en la comidilla de todos los trabajadores de la ciudad; los obreros acuden al club en tropel para no perderse la sesión y participar en las mejoras propuestas. Entonces, el secretario solicita el permiso de la comisión general ejecutiva para demandar un aumento de salarios. La comisión examina se­riamente el caso y se interesa por conocer cuál es la proporción de miem­bros en la ciudad y a partir de cuándo lo son, cuál es el parecer de los no sindicados sobre la propuesta y si existe un fondo para ayudar a los no sin­dicados que abandonen el trabajo o para pagar a los trabajadores en des­plazamiento y a los extranjeros que vengan a la ciudad cuando se produzca la huelga que parece probable. Una vez que todas esas cuestiones han re­cibido respuestas más o menos satisfactorias, se concede, por fin, permiso para solicitar una mejora y, por vez primera, el secretario siente el olor de la “pólvora” en su nueva situación oficial.

Durante toda esa agitación, el número de miembros de la logia no ha dejado de crecer hasta llegar a abarcar a la mayoría de los obreros del ofi­cio de la ciudad. Se ha sondeado también la disposición de los que no per­tenecen al sindicato para apoyar el movimiento, y la mayor parte de ellos se han declarado dispuestos a ir a la huelga con los miembros de la socie­dad si éstos se muestran dispuestos a mantenerlos. Se forma una comisión especial para dirigir el “movimiento de mejora”, en el que figuran delega­dos de los talleres no pertenecientes al sindicato pero dispuestos a prestar su concurso a la huelga. Asimismo se impone una cotización extraordina­ria a los miembros de la logia para constituir un fondo destinado a pagar los gastos originados por la huelga a los que no pueda hacer frente la so­ciedad. Por fin, todo está preparado, y nuestro secretario se encarga de es­cribir a todos los patronos de la ciudad para pedirles el aumento de sala­rios o la reducción de las horas de trabajo, de acuerdo con lo solicitado por los trabajadores.

Pero mientras tanto los empresarios no han permanecido ociosos. Han oído rumores de la tempestad que se prepara, se han reunido y han cele­brado consultas sobre la táctica a seguir, constituyendo una asociación más o menos temporal para hacer frente al ataque. Una vez recibidas las noti­cias enviadas por el secretario de los obreros, invitan a una delegación a que les visite para discutir el asunto. Aquéllos, por supuesto, se muestran de acuerdo, y en la noche fijada el secretario y la “comisión para la mejo­ra” comparecen en la reunión paritaria. El empresario más importante, ele­gido para la presidencia de esa reunión, pide a los obreros que expongan sus demandas sobre el aumento de salarios y la reducción de los horarios, y éstos lo hacen, poniendo el énfasis en la circunstancia de que los salarios son más bajos y los horarios más prolongados que en otras ciudades próxi­mas, que el coste de la vida está creciendo y que algunos trabajadores si­guen en paro y deben ser absorbidos por los cambios propuestos. Los pa­tronos contestan haciendo valer la escasez de sus beneficios y la dificultad de conseguir pedidos al tener que competir con las empresas de otras ciu­dades en que los salarios son todavía más bajos que aquí, y haciendo cons­tar, asimismo, que el coste de la vida ha descendido, no aumentado, una afirmación que apoyan con una relación de precios de diferentes artículos en diversos momentos en comparación con el presente. El secretario tiene no pocas dificultades para contener a sus hombres. Los nuevos miembros —los “novatos” de la comisión— están casi deseosos de que los patronos no cedan, porque para ellos una huelga representa sencillamente algunas semanas de “juerga” a expensas del sindicato. Por otra parte, los obreros normales están tan poco habituados a discutir con sus adversarios que cual­quier afirmación de éstos contraria a sus puntos de vista les puede poner furiosos. También los patronos, poco acostumbrados a tratar con sus trabajadores y que en el fondo sienten que al hacerlo están cediendo en sus derechos, se muestran escasamente dispuestos a andarse con rodeos o a sua­vizar las dificultades. En consecuencia, la reunión se caldea, los debates se convierten en recriminaciones y el encuentro termina en plena confusión.

Entre tanto, la comisión ejecutiva central espera con ansiedad la llega­da de un conflicto que supondrá gastos adicionales para el sindicato y que posiblemente termine con una derrota. El secretario general, acompañado por uno de los miembros de aquélla, aparece en escena y trata de mediar. Pero como la ciudad carecía anteriormente de organización sindical, los em­presarios se niegan a ver a cualquier persona excepto a sus propios traba­jadores, perdiendo así la oportunidad del compromiso sumamente mode­rado que el secretario estaba dispuesto a ofrecerles. Este desprecio a su re­presentante irrita, naturalmente, a los sindicalistas locales, y el sábado si­guiente, al expirar el plazo fijado, “se llevan” sus herramientas y abandonan sus trabajos: la huelga ha comenzado.

Sigue entonces un período de intensa agitación y de duro trabajo para los organizadores obreros. Los patronos hacen publicidad en todas partes, solicitando trabajadores y ofreciendo “buenos salarios” y un “trabajo re­gular”, mientras que los trabajadores insertan anuncios notificando la huel­ga. Todas las calles son estrictamente vigiladas por piquetes de trabajado­res que, por turno, en grupos de dos o tres, se comprometen a custodiar las puertas de un taller o de una manufactura durante un cierto número de horas por día; los piquetes acuden a la llegada de todos los trenes, y a fuer­za de promesas, dádivas o llamadas a su humanidad y su fraternidad, los obreros que han sido atraídos a la ciudad por la convocatoria de los empresarios son convencidos para que regresen. Pero, quizá, algunos “esqui­roles” escapan a su vigilancia y entran en algún taller; pero cada vez que salen de él son seguidos y se les exige que abandonen ese trabajo sucio y que se unan a sus compañeros en defensa de la buena causa. Algunos se van y se les abona el precio de su regreso hasta el lugar del que han veni­do. Por otra parte, se envían cajas y hojas de suscripción para obtener los fondos necesarios para hacer frente a los gastos extraordinarios que, en nin­gún caso, pueden ser sufragados con cargo a los fondos normales de la so­ciedad. Si la huelga se prolonga durante varias semanas, los delegados van de ciudad en ciudad, dirigiéndose a las reuniones de los sindicatos y de los Consejos sindicales para solicitar su ayuda, y habitualmente consiguen ob­tener una suma superior a sus propios gastos, siendo remitido el expedien­te a la logia. Hay que pagar a los no sindicados que se han puesto en huel­ga; sobornar y reexpedir a los “esquiroles”; pagar la impresión y la distri­bución de las hojas y carteles, y hacer frente a otros gastos secundarios: todo eso tiene que ser sufragado con cargo a la caja local.

Pero hasta las huelgas más prolongadas tienen un final. Si el oficio es bueno y los trabajadores están bien organizados, los empresarios habrán fracasado en su empeño de conseguir obreros competentes —y hasta un nú­mero suficiente de malos trabajadores— para proseguir sus actividades, y tanto sus instalaciones como su reputación pagarán las consecuencias de una mano de obra inexperta. En ese caso, uno a uno, se ven obligados a ceder y tienen que aceptar las condiciones de los obreros, hasta que final­mente éstos se reincorporan al trabajo. Por otra parte, si los negocios es­tán en baja, la huelga puede terminar de otra manera. Uno por uno los pa­tronos van obteniendo los trabajadores que necesitan para cumplimentar los pedidos en curso. A medida que van pasando las semanas, los huelguis­tas van perdiendo ánimo hasta que, finalmente, los más débiles vuelven bruscamente al trabajo en las antiguas condiciones. Los directivos, los miembros del comité y algunos luchadores testarudos aguantan, esperando contra toda esperanza que alguna cosa cambie y obligue a los empresarios a ceder. Pero lo más probable es que la comisión ejecutiva central se opon­ga al drenaje continuo de fondos que suponen los salarios de huelga y dé por concluida la huelga. Esa decisión no dejará de causar cierto malestar entre los obstinados, pero, una vez que las ayudas de huelga han llegado a su fin, los que siguen en paro no tienen más remedio que irse a otras ciu­dades para buscar trabajo.

Si la huelga, en consecuencia, acaba mal, la logia que acababa de for­marse desaparecerá casi inmediatamente y los hombres del oficio volverán a quedarse sin organización hasta la llegada de otro jefe enérgico y capaz. Pero si la huelga concluye con una victoria, la prosperidad de la logia que­da asegurada, y puede contarse con la afluencia de obreros del oficio para contribuir a mantener una situación que ha producido resultados tan satis­factorios. Durante ese tiempo, el secretario, al que se debe una buena par­te del éxito, comienza a ser conocido en todo su ramo y se habla de él como de alguien que ha conseguido convertir tal o cual ciudad sin sindica­to en una ciudad con sindicato propio. En breve, el boletín mensual empezará a publicar noticias elogiosas sobre su carrera, y de esta forma se le abre el camino para futuros avances.

Una vez que ha conseguido organizar su propio oficio, encuentra una salida a sus energías haciendo lo mismo con otros oficios de la ciudad. Pero, quizá, hay otras ramas dentro de su propia industria que carecen todavía de organización, y en ese caso lo normal es que comience por llevar a cabo en ellas la misma tarea emprendida con los miembros de la suya. Llegado el momento oportuno, se convoca una reunión y se abre una sección de la sociedad que abarca a una categoría particular de obreros, y nuestro hom­bre acepta el puesto de presidente para poner en marcha esta sociedad, has­ta que sus integrantes hayan adquirido alguna experiencia. Después, vol­verá a empezar con otros oficios, empleando los mismos procedimientos, y de esta forma, con el tiempo, habrá conseguido que una ciudad muy mala para el sindicalismo se convierta en una ciudad muy buena. Terminada esta tarea, se decide a convocar un Consejo sindical. Asiste a todas las reuniones de los sindicatos y de las ramas de la ciudad, explica los objetivos y recalca la importancia de una organización así. Escribe cartas a la prensa local y hace campaña entre las personas más cercanas hasta que su objeti­vo ha recibido una publicación suficiente. Por último, se reúne una comi­sión mixta de la mayoría de las sociedades y ramas locales. Se estudian las reglas de un Consejo sindical de alguna localidad cercana, que terminan por ser adoptadas, y, por fin, se llega al establecimiento de un Consejo sin­dical en la ciudad, integrado al menos por las dos o tres secciones que el mismo ha organizado. Naturalmente, es nombrado presidente, y poco a poco, a fuerza de trabajo y, quizá, por el éxito de sus campañas para con­seguir algunas concesiones del Ayuntamiento o del Consejo Escolar al mun­do del trabajo, llega a obtener la aprobación de todas las sociedades, y el Consejo se convierte entonces en una entidad plenamente representativa. Como secretario del Consejo sindical nuevamente establecido, adquiere no­toriedad con mucha rapidez. En su propia ciudad y en las de los alrededo­res se solicita reiteradamente su presencia como orador, y es enviado al Congreso de los Sindicatos con el encargo de presentar alguna resolución redactada por él mismo. Pero como el trabajo aumenta gradualmente, nues­tro amigo, que mientras tanto ha seguido ganándose la vida con el desem­peño de su oficio, se da cuenta de que le es preciso elegir entre el Consejo sindical y su propia logia. Por medio del Consejo sindical puede llegar a ser un influyente hombre político local, futuro “candidato del trabajo”, pro­bablemente, para el Consejo Escolar o el Ayuntamiento. Pero esa activi­dad en favor de la clase obrera le aleja generalmente de los deberes ruti­narios de secretario de sección de una sociedad nacional, y es difícil que, en esas condiciones, consiga evitar la hostilidad de algunos de los miembros de su propio oficio. En consecuencia, puede preferir dimitir de su pues­to de secretario del Consejo sindical, desempeñar un cargo político infe­rior y emplear todo su tiempo libre en trabajar para su propia sociedad, con la honorable ambición de llegar a convertirse en uno de sus empleados remunerados. En este caso, no sólo dirige los asuntos de su logia con re­gularidad, sino que sirve también al comité de distrito. Muy pronto, con­siderando que es el más metódico de sus miembros, el comité le elige como secretario, lo que le permitirá mantenerse en estrecho contacto con la eje­cutiva central y con otras secciones y distritos.

Todo eso constituye lo que podríamos llamar el servicio de un funcio­nario no profesional en el mundo de los sindicatos, una actividad que se lleva a cabo en las horas libres, pagada por horas, arrancada al trabajo se­manal en el banco o en la forja. Pero ahora el renombre de nuestro secre­tario y de su ininterrumpido trabajo a favor de la sociedad se han difundi­do por todo el distrito, y cuando se decide proceder a la designación de un delegado de distrito, con un sueldo de dos libras o dos libras y diez cheli­nes por semana, diversas secciones le piden que se presente como candi­dato al puesto. Sus amigos y partidarios constituyen entre ellos un fondo de elección, y durante algunas semanas recorre todo el distrito, asiste a to­das las reuniones de las secciones y presenta su candidatura ante los miem­bros. Por último, tienen lugar las votaciones en cada logia, mediante voto secreto, y sus resultados se envían a la oficina central para el recuento: ha sido elegido para el puesto con todas las formalidades requeridas. Una vez más tiene que cambiar de domicilio, esta vez a alguna ciudad bien situada desde la que pueda visitar cualquier parte de su distrito con comodidad y rapidez. Este distrito comprende tres o cuatro condados y varios grandes centros industriales, lo que le va a obligar a un gran trabajo. Veamos de qué forma ocupa sus días y qué tareas va a desempeñar en beneficio de la sociedad.

Cada mañana recibe un montón de cartas referentes a los asuntos de la asociación. El secretario general le ordena visitar inmediatamente una de las secciones de su distrito e inspeccionar los libros, ya que en las ofici­nas centrales se ha recibido un informe sobre algunas irregularidades. Un secretario de sección le telegrafía a continuación para que acuda inmedia­tamente y trate de poner fin a un conflicto surgido con una firma de cierta importancia. Otras cartas le piden que convoque una gran reunión del ofi­cio en el distrito para emitir una votación a favor o en contra de una huel­ga general justificada por ciertos agravios reales o imaginarios. El secreta­rio de la asociación de empresarios de otra ciudad le da una cita para dis­cutir sobre el precio del trabajo por piezas para un nuevo tipo de activi­dad. Por último, el secretario de su comité de distrito le da instrucciones para que asista a una reunión mixta, ya fijada, con el comité de distrito de otro sindicato para solucionar un difícil problema de solapamiento o distri­bución de trabajo entre ambas sociedades.

Nuestro amigo emplea la primera media hora de su jornada en la correspondencia, establece un día para un examen especial de las cuentas de la sociedad bajo sospecha, envía una rápida misiva al secretario general informándole de sus desplazamientos durante los próximos días, y escribe al secretario de la sección para notificarle su oposición decidida a la pro­puesta de una gran reunión destinada a la votación sobre la huelga, ale­gando que una “reunión global es una reunión que empeora las cosas”, y fijando él mismo un día para una conferencia de representantes de las di­ferentes secciones. Después sale hacia la estación para llegar rápidamente al lugar del conflicto que se le ha notificado, y se encuentra con que un cierto número de miembros del sindicato ha abandonado ya el trabajo y se ha congregado cerca de las salidas de los talleres. Tratará, entonces, com­binando la persuasión y la autoridad, de que reanuden el trabajo, mientras se dirige a las oficinas de la empresa en busca del patrón. Si se trata de un “taller del sindicato” en un buen distrito sindical, se le recibe cordialmente y la dificultad queda resuelta en pocos minutos. El tren siguiente le traslada a la ciudad más próxima, en la que pasa dos o tres horas con el secre­tario de los empresarios, empleando todas sus habilidades para fijar las nue­vas tarifas salariales de tal manera que el salario semanal de sus miembros, si no puede incrementarse, se mantenga por lo menos en su nivel anterior. Por la tarde regresa al centro de su distrito para tratar de dejar resuelto, en el prolongado y tempestuoso debate de una comisión mixta, el difícil pro­blema de saber a quién pertenece el trabajo en disputa entre las dos socie­dades y cuál es en la práctica la línea de demarcación entre los dos oficios. Así, día a día se afana de un lado a otro, y acaba ya de noche escribiendo informes sobre el estado del oficio, la organización y otros asuntos, dirigidos a la comisión ejecutiva que tiene su sede en el cuartel general de su sindicato.

Hace ya muchos años que sirve con toda dedicación a sus camaradas, y al final de cada mandato se le reelige para su puesto de delegado de dis­trito. Cuando el secretario general cesa en sus funciones, por voluntad pro­pia o por muerte, se le presiona desde todas partes para que se presente a la elección para este cargo. Los miembros del comité de distrito y todos los secretarios de las secciones locales insisten en su comprobada capaci­dad y tratan de hacerle ver las ventajas que puede obtener el distrito si re­sulta elegido como secretario general. De nuevo una comisión integrada por amigos y partidarios recauda un fondo electoral para permitirle que re­corra todo el país y tenga la ocasión de visitar todas las secciones de la sociedad y de dirigirse a ellas. Durante este tiempo el comité ejecutivo se pre­para para la elección del nuevo secretario general. Al producirse el cese del jefe anterior de la organización, el comité decide designar a uno de sus miembros para desempeñar temporalmente sus funciones, y lleva a cabo una convocatoria para cubrir el puesto (reservado generalmente a los miem­bros que cuentan con una cierta antigüedad en la sociedad y se encuentran al corriente del pago de sus cuotas). A continuación se envían a todas las secciones listas impresas con los candidatos, en número suficiente para po­der ser distribuidas entre todos los miembros. En la sala del club se coloca una urna electoral y la elección se prolonga al menos durante dos de las reuniones nocturnas para dar ocasión a todos los miembros de depositar su voto. Las urnas son enviadas por las secciones a las oficinas centrales en las que los miembros de la comisión ejecutiva realizan el recuento de las papeletas y dan a conocer el resultado.

Nuestro delegado de distrito ha sido declarado elegido para el puesto de secretario general y, una vez más, se ve en la obligación de cambiar de domicilio, esta vez para trasladarse a una de las grandes ciudades —Londres, Manchester o Newcastle— que constituyen los centros principales de su sociedad. Ahora tiene ya derecho a un salario de 200 ó 300 libras anua­les y ha alcanzado el más alto puesto para el que sus camaradas del sindi­cato pueden nombrarle. Le abandonaremos aquí, donde tendrá ocasión de disfrutar de su dignidad y de su influencia, de hacer frente al laborioso tra­bajo rutinario de las oficinas centrales y de descubrir las nuevas dificulta­des y las tentaciones que aguardan al dirigente general de un gran sindicato.


[1] Los miembros más antiguos se acuerdan todavía de la época en que los obreros te­nían la costumbre de ir directamente al club desde sus lugares de trabajo, «todos sucios». Suelen atribuir el ordenado comportamiento en las reuniones actuales de los clubs, en com­paración con las tumultuosas escenas del pasado, precisamente a ese cambio de hábitos, un resultado directo de la reducción de las horas de trabajo.

[2] Muchos sindicatos prohíben toda clase de bebidas durante las reuniones de sus secciones.

[3] En las grandes sociedades unificadas se establecen comités de distrito, compuestos por representantes de las secciones locales, en los más importantes centros industriales, que deciden sobre la política sindical que deben adoptar las secciones que los integran. Las de­cisiones tienen que ser confirmadas por la ejecutiva central.

[4] Ese documento, denominado antiguamente blank, es ahora, en la mayoría de los ca­sos, un pequeño libro de recibos, en el que se registran las circunstancias de su afiliación a la sociedad y la fecha de pago de las cotizaciones. Junto a él recibe una lista completa de las tabernas en las que se encuentran las sedes de las logias de la sociedad, y asimismo una lista con los nombres y las direcciones de los secretarios de las logias.