Cómo la burguesía intentó acabar con la lucha de clases: el corporativismo fascista y democrático

La primera masacre imperialista que comenzó en 1914, y que fue apoyada por los partidos socialistas adheridos a la II Internacional y por casi todas las organizaciones sindicales, no logró liquidar el impulso clasista del proletariado europeo. El periodo revolucionario que se inicia en 1917 (revolución rusa, bienio rojo en Italia, trienio bolchevique en España, revolución espartaquista en Alemania, República Soviética de Hungría, motines de obreros y soldados, etc.) puso a la burguesía internacional en serias dificultades, obligándola a reaccionar. Y la respuesta de los capitalistas se orientó hacia la solución corporativa. “La Burguesía no dejaba de percibir y de temer las gigantescas e inevitables conmociones sociales futuras, la crisis, la guerra y las tempestades revolucionarias. Las cuestiones antes eludidas debían ponerse sobre el tapete. Había que perfeccionar la máquina de explotación, hacerla aún más resistente a las agitaciones sociales, aumentar el poder opresivo del Estado capitalista al nivel que exigen las imperiosas necesidades históricas. Había, pues, que instaurar una especie de Unión Sagrada orgánica, absorber al proletariado en una red de instituciones estatales destinadas a captar las menores efervescencias de clase, resumiendo, crear un ambiente pestilente que ahogara hasta el menor reflejo de conciencia proletaria. En fin, había que crear una economía de guerra en una atmósfera de “paz social” para así soldar al proletariado en cuerpo y alma al destino del Capitalismo.” (Otra victoria del capitalismo: el seguro obligatorio de desempleo, J.B. Mélis).

Esta solución organicista y corporativa, patrocinada por el Estado capitalista y defendida tanto por las fuerzas políticas de izquierda como por las de derecha, se basaba en el reconocimiento de la divergencia de intereses que existe entre la burguesía y el proletariado. Ahora bien, mientras las organizaciones sindicales clasistas pretendían resolver este conflicto a través de la lucha, impulsándolo hacia su desenlace revolucionario y la liquidación del capitalismo y las clases sociales, la respuesta burguesa intentaba liquidar la lucha de clases, buscando una imposible armonía entre el Capital y Trabajo, entre clases enemigas, bajo la supervisión del Estado y con las miras puestas en la buena marcha de la economía nacional. En palabras del nacional-sindicalista español Sanz Orrio: “La sociedad es como una inmensa cuadrícula: las rayas horizontales separan entre sí a las clases; las verticales, las profesiones. Mas según el punto de observación que adoptemos al manejar el cuadro, variará fundamentalmente el panorama. Nosotros lo colocamos en posición vertical, mientras los marxistas lo hacen horizontalmente. […] En la sociedad liberal marxista hay clases divididas profesionalmente. En nuestra concepción nacionalsindicalista hay profesiones, dentro de las cuales aparecen niveles clasistas”.

Este corporativismo organicista, de reminiscencias medievales, intentaba pues terminar con la lucha de clases destruyendo las bases que la hacen posible, esto es, castrando o destruyendo las organizaciones proletarias de defensa económica, los sindicatos de clase. En los países con regímenes fascistas esto se logró mediante la violencia, destruyendo los sindicatos y sustituyéndolos por instituciones análogas, verticales, encargadas del encuadramiento de los trabajadores y adheridas al Estado. En los países democráticos este mismo proceso se llevó a cabo escalonadamente, no ya mediante la destrucción de los sindicatos, sino insertándolos en un estrecho marco legal que hacía imposible que la lucha de clases se desplegara de forma autónoma e independiente. Este proceso se completó tras la segunda masacre imperialista de 1939-45, bajo la fórmula del llamado Estado del bienestar[1].

Aunque en España fueron Primo de Rivera y Franco quienes dirigieron la puesta en marcha de este tipo de Estado corporativo (la llamada “democracia orgánica” franquista), aquí los pioneros en la formulación de estas teorías organicistas fueron los demócratas republicanos krausistas. «Hace unos sesenta años, en la década de 1860, irrumpió en nuestro país un grupo admirable de señores, que, entre otras cosas de rango elevadísimo, trajo aquí una filosofía. Estos señores fueron los krausistas y su maestro único, maestro de todos: Sanz del Río», escribía el nacional-sindicalista Ramiro Ledesma Ramos en 1929. Hacia finales del siglo XIX los krausistas se habían hecho fuertes en la universidad (sobre todo en las facultades de Derecho, cuna de tantos políticos), desde donde difundieron estas ideas a varias generaciones de estudiantes. La complicidad de las fuerzas políticas de izquierda con estas soluciones corporativas queda bien reflejada en la colaboración del PSOE con la dictadura de Primo de Rivera, en la que la UGT desempeñó el papel de sindicato oficial del régimen y Largo Caballero ocupó cargos de alta responsabilidad política junto al dictador. El krausista González Posada, que enseño organicismo social en la universidad a quince generaciones de estudiantes madrileños, viendo las coincidencias entre sus teorías corporativas y el fascismo mussoliniano, se preguntaba en 1931: “¿Habremos hecho fascismo sin saberlo los llamados krausistas?”.

No se puede comprender el periodo histórico de entreguerras sin tener en cuenta estas teorías corporativas, en las que confluyeron socialdemócratas, sindicalistas revolucionarios, fascistas y estalinistas. No se puede explicar de otra forma el paso de tantos “socialistas” a las filas del fascismo o del colaboracionismo con los nazis (Mussolinni y Edmondo Rossoni en Italia, Henry De Man en Bélgica, Jacques Doriot en Francia, etc.). En una época de crisis capitalista y ante la amenaza del comunismo internacionalista marxista, la “tercera vía” corporativa reunió a los falsos “anti-capitalistas” en torno a un socialismo-nacional en el que el Estado debía jugar un papel de primer orden, garantizando la buena marcha de la economía nacional mediante la colaboración de clases. Estas mismas teorías son las que defienden hoy los demagogos de IU, Podemos y Ganemos, etc., y son también las mismas que sustentan el actual entramado de organizaciones sindicales adheridas al Estado democrático, que tiene los mismos objetivos que el sindicato vertical de carácter fascista: cortar de raíz todo impulso clasista autónomo.

Reproducimos a continuación un par de epígrafes de la tesis doctoral de Sergio Fernández Riquelme, Sociología, corporativismo y política social en España, en los que se explica el proceso de integración política del sindicalismo en el Estado capitalista y las bases del corporativismo fascista en Italia, donde se pusieron en marcha por primera vez estos mecanismos para la colaboración de clases.

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La integración política del sindicalismo

La crisis del Estado liberal de Derecho ante la «movilización de masas» y la «unidad total» experimentada durante la primera fase de la Guerra civil europea, hizo del hecho sindical un fenómeno de actualidad política. El triunfo bolchevique en Rusia y el subsiguiente experimento fascista abierto desde 1922, provocó el intento de constitucionalización corporativa del pluralismo económico y social. Fernando de los Ríos[2] advirtió esta necesidad de integrar el sindicalismo en las estructuras políticas del RechtStaat. En su obra La crisis actual de la democracia, 1917, expuso este ideal corporativo como «democracia orgánica»: ataque a la disfuncional y «vacua estructura actual del órgano legislativo» demoliberal; necesidad de un modelo constitucional basado en «una organización del Estado» competente y profesional, basado en la «sofocracia» o «gobierno de los capaces»; articulación de este proyecto, con la integración de los intereses socioprofesionales en una segunda cámara parlamentaria o «Parlamento del trabajo»; realidad de la base organicista y funcional de este modelo, la «armonización de dos principios, democracia orgánica y competencia».

El jurista político Georg Jellinek [1851-1911], que tanto influyó en De los Ríos, puso las bases de la fórmula de integración política, reivindicada por la corriente del liberalismo organicista. Allgemeine Staatlehre (1900), Verfassungänderumg und Verfassungswandlhung (1906) y Die Erklárung der Menschenrechten (1908) contenían la crítica funcional al sistema de representación política demoliberal o «inorgánica», y conllevaba la valoración de propuestas de integración de la representación corporativa de intereses profesionales y sindicales. «La realidad funcional» -sostenía Jellinek- determinaba el contenido de toda forma de gobierno; los cuerpos sociales vinculados a la creación económica mostraban una fuerza y una funcionalidad que las constituciones modernas debían de reconocer como sujetos de derecho de representación y participación. El Estado asumía, si no creaba, las competencias de las corporaciones, instrumentos funcionales de la acción de gobierno y del interés nacional, completando, o sustituyendo en su caso, el sistema de partidos. La Constitución de Weimar alemana, con sus Consejos económicos y sociales, recogía en gran medida sus postulados.

En este proceso de integración suponía para Charles S. Maier el «tránsito de la Europa burguesa a la Europa corporativa», dónde «hombres de la izquierda, de la derecha y el centro tomaron nota de las nuevas tendencias en torno al cambio de siglo: la red cada vez más tupida de grupos de interés y de cárteles, la obsolescencia de la economía de mercado, la interpenetración de gobierno e industria». La elite política burguesa reaccionaba a la amenaza intenacionalista soviética -continuaba Maier- en primera instancia adoptando formas corporativas de representación de los grupos de intereses organizados[3]. Esta adopción superaba la clásica distinción entre público y lo privado, que se difuminaba en el desarrollo jurídico-institucional del Estado: integración del trabajo organizado en sistemas de negociación supervisados por el Estado, descentralización funcional de la administración estatal en el ámbito socioeconómico.

En este panorama, la integración del sindicalismo como «corporación de Derecho público» era el gran objetivo. El viejo Estado neutral no intervencionista del siglo XIX se veía superado por los pasos hacia la llamada democracia social; comenzaba el camino a lo que Schmitt denominaban como Estado total o Estado integrador de todas las esferas de la vida humana, que no reconoce nada como «apolítico» y que pone fin al axioma de una economía libre frente al Estado y un Estado libre respecto a lo económico (con ello se reivindica, para ciertas «castas», un derecho especial al trabajo y a la subsistencia). Así, parafraseando a Schmitt, el liberalismo corporativista no negaba radicalmente el Estado (como Adolfo Posada criticaba a L. Duguit) sino que se limitaba a vincular a lo político una ética y a someterlo a lo económico. Los antagonismos económicos (y sus consecuencias sociales «clasistas») se volvían políticos.

En Alemania, «la solución corporativa» se fue diluyendo en el proceso de construcción del sindicalismo de Estado durante la primera posguerra; así ocurrió en la Constitución de Weimar (acuerdo de Stinnes-Legien, propuestas socialistas de August Müller y democristianas de Von Móllendorff). De manera parecida se dio con el sindicalismo socialista francés, liderado por Albert Thomas, que alzando la bandera del «productivismo» buscaba integrar el «control obrero» en todas las ramas de la producción bajo reconocimiento público; mientras en Inglaterra, pese a la tradición política de amplia limitación del estatismo, se produjo la integración de una notable sección del socialismo guildista en las filas del laborismo y del tradeunionismo.

Mientras, el doctrinario italiano Giuseppe Toniolo [1845-1918] se convirtió en referente para gran parte del catolicismo reformista y sindicalista de toda Europa, desde la sociología y la ciencia económica con Problema, discusión, proponte intorno alla constituzione corporativa delle classi lavoratrice (1901) y Trattato di economía sociale (1907). Su corporativismo social como base para la reorganización administrativa de Italia (en una Asamblea política de representación paritaria entre patrono y obreros), se fundaba en dos grandes ideas: asociaciones profesionales sin fines exclusivamente económicos, sino con el de dar unidad a la clase y lograr dar representación conveniente ante el poder público, protegiendo los derechos y proporcionando bienestar religioso, social y material (fundadas en la naturaleza humana, y heredadas de la tradición gremial); necesidad de la formación de organismos profesionales con «derecho nativo de asociación frente al Liberalismo, y como medio de asegurar el bienestar a las masas y proporcionar paz social. Así distinguía entre tres tipos de Corporaciones: sindicatos propiamente dichos, organizaciones profesionales, organizaciones interprofesionales o de categorías económicas; pero esta propuesta fue negada ante la obligada sumisión hacia corporativismo estatal fascista, reconocido en los Acuerdos de Letrán por parte de la jerarquía eclesiástica, y una visión del sindicalismo corporativo católico (o «mixto») sancionada en el Congreso de Montreux de 1934 (auspiciado por la Confederación internacional de Sindicatos cristianos): organización vertical del ámbito sociolaboral por industrias (dentro de ellas se daría la separación horizontal entre diversas categorías de trabajadores y su unión con los similares de otras industrias), y de la ordenación corporativa del ámbito político. Se superaba la idea sindical (organismos de primer grado, constituidas dentro de cada profesión para la defensa legítima de los derechos e intereses, de sus asociados, pero que separa más que une a las clases sociales) y se integraba la realidad de las organizaciones profesionales (que reúnen a todos los que tienen una misma profesión en categorías diferentes). Así nacía la Corporación como la «organización profesional pública» más perfecta, surgida de la organización sindical inicial, que unen a los hombres según la función social que ejercen, pero que no debe resultar unitaria.

En este sentido, la encíclica Quadrassimo Anno, promulgada el 15 de mayo de 1931 bajo el papado de Pío XI [1922-1939], defendía la «restauración del orden social» bajo la institución de la Corporación interclasista. Rerum Novarum[4] había impulsado «a los obreros para que formaran las asociaciones profesionales… y les enseñó el modo de hacerlas… con lo que confirmó en el camino del deber a no pocos que se sentían atraídos con vehemencia por las asociaciones socialistas, las cuales se hacían pasar como el único refugio y defensa de los humildes y oprimidos»; pero ahora llegaba la hora de los sindicatos cristianos «con su sumisión obligada a la justicia y al deseo sincero de colaborar con las demás clases de la sociedad, a la restauración cristiana de la vida social»). Pío XI contraponía estas asociaciones obreras cristianas a las socialistas y comunistas, ya que el sindicato debía ser católico, «confesado explícitamente en su mismo nombre, o implícitamente en su espíritu y reglamento». Su objetivo era claro: «cesar la lucha de las clases opuestas» y «promover ser la concordia entre las profesiones». El sindicalismo cristiano debía unir a los hombres, «no según el cargo que tienen en el mercado de trabajo, sino según las diversas funciones sociales que cada uno ejercita». Se reconocía la existencia de la plena libertad para fundar asociaciones que excedan los límites de cada profesión, pero se necesitaba una jerarquía y una unidad para «garantizar la colaboración pacifica de las clases, la represión de las organizaciones y de los intentos socialistas, la acción moderadora de una Magistratura especial para resolver conflictos».

Finalmente, la encíclica Divini Redemptoris (sobre el comunismo ateo), fechada el 19 de marzo de 1937, Pío XI se pronunció de nuevo sobre el derecho de asociación, criticando consumismo capitalista y el estatismo comunista. Este derecho se aplicaría según los principios de un sano corporativismo que respete la debida jerarquía social, y como todas las corporaciones deben unirse en una unidad armónica, inspirándose en el principio del bien común de la sociedad.

El Estado corporativo en la Italia fascista

La Italia fascista fue y sigue siendo considerada la quintaesencia del Estado corporativo, y especialmente de la vinculación del mismo con movimientos totalitarios. Pese a que Eduardo Aunós institucionalizará en la España de Primo de Rivera (1926) el primer gran sistema estatal corporativo, la historia sigue dando la génesis del mismo a al fascismo italiano; asimismo, como muestra Gonzalo Fernández de la Mora, el corporativismo desarrollado en Italia entre 1922 y 1945 se limitó al ámbito económico y laboral; en el político, solo se llegó establecer un Consejo de Corporaciones de carácter meramente consultivo, convertido de facto en instrumento estatal de encuadramiento de las masas sindicales. La experiencia corporativa fascista también nos muestra los orígenes socialistas, no solo del corporativismo, sino del mismo ideario político-social del fascismo. El filósofo Ugo Spirito [1896-1979], ejemplo de esta raíz socialista, se dio cuenta de la realidad limitada de la corporación fascista, e intentó llegar más allá con su corporativismo integral, comunista y jerárquico.

F.J. Conde señalaba que Italia aspiró crear el paradigma del Estado corporativo como Estado total; para ello estableció, progresivamente, una nueva organización jurídico-política de las relaciones económicas como realidad histórica concreta. Partiendo del objetivo político de regular jurídicamente los intereses colectivos formados en el campo de las relaciones económicas, el Estado, al asumir ese objetivo y crear su ordenamiento (alterando con ello la estructura constitucional demoliberal), se convertía en «Estado corporativo»; el poder público se erigía así en «representante político único del interés general», controlando el desenvolvimiento de la producción nacional y extendiendo el orden jurídico-político a la esfera de las relaciones socioeconómicas colectivas. Dos de las primeras propuestas corporativas en este sentido las encontramos en el programa autoritario y corporativo de la Asociación Nacionalista Italiana (ANI) para erigir la futura Italia imperial; o ciertas medidas del gobierno de Salandra-Sonnino, que buscó fórmulas de reforma corporativa de la Constitución liberal desde 1915.

Pero el Estado corporativo italiano «modo peculiar de organización política que Italia adopta al constituirse como gran potencia» -como apuntaba F. J. Conde- gozaba solo de una aparente unidad doctrinal. La pluralidad de concepciones en su seno, se agrupaba en tres conjuntos de teorías sobre «la relación entre Estado y Sociedad»: en primer lugar se encontraban los autores que defienden la instauración de un sistema de economía corporativa (Arias, Forel y Carli), en función de un principio de organización subordinada a los intereses superiores de la economía nacional y que fundamenta un orden jurídico adecuado a esos fines (mantiene un concepto social del corporativismo propio del demoliberalismo); en segundo lugar aparecían los teóricos de la «identificación entre Individuo y Estado» (Spirito y Volpicelli), que soñaban con crear un «Estado ético» que trascendiera las fronteras italianas, identificando totalmente Estado y Sociedad bajo unos valores universales de organización y jerarquía; en tercer lugar surgían un conjunto de doctrinas defensoras del Estado corporativo como «sistema especial de organización jurídica de las relaciones» capaz de resolver institucionalmente el dualismo Estado-Sociedad dando una estructura especial a las relaciones jurídicas. A ello se unían el sindicalismo revolucionario de Adriano Olivetti [1901-1960], Sergio Panunzio [1886-1944] y R. Michels [1876-1936]; de notables marxistas heréticos (entre ellos el mismo Mussolini), el nacionalismo irredentista de Gabriele D’Annunzio [1863-1938] y Alceste de Ambris [1874-1934], el corporativismo gremial de C. Rava y G. Mosca [1858-1941J, o el nacionalismo conservador de A. Rocco y C. Costamagna [1881-1965].

El nexo común de todas estas propuestas fue la idea del nacionalismo desarrollista. Sindicalistas revolucionarios, futuristas, católico-sociales integrados, o antiguos marxistas coincidieron en la necesidad de una base económica desarrollada y madura como paso previo para la creación de una auténtico y sostenible Stato orgánico. El «productivismo» fue el principio central de este nacionalismo, exigencia histórica y material para la renovación espiritual de la política italiana. Para A. Olivetti, la Italia agraria de principios del siglo XX solo sería una nación verdaderamente «soberana» con una industrialización acelerada y una clase obrera consciente de su unidad nacional; R. Michels señalaba que la subordinación política, militar y económica de Italia respecto a las plutocracias industriales solo se superaría combinando desarrollo industrial y expansión militar.

Este principio desarrollista sería la alternativa politico-social italiana frente a una revolución rusa esencialmente «campesina», muestra del fracaso de las teorías y predicciones marxistas. Frente a ella el fascismo podría llevar a cabo una verdadera revolución social no desde el materialismo y mediante la lucha de clases, sino desde el organicismo y mediante el corporativismo. Ante la burocracia soviética, Sergio Panunzio defendía la statocrazia como criterio rector la Revolución fascista; sería la dictadura del Estado nacional sobre toda la nación, frente a una dictadura del proletariado que se limitaba a reproducir dominio de una clase sobre otra. B. Ricci proclama así la superioridad del fascismo sobre el leninismo, hecho advertido por el propio Stalin. A esta unidad ideológica se llegó, en gran medida tras la ruptura del socialismo histórico italiano, clave para el desarrollo ulterior del fascismo.

A esta empresa se sumaron el sindicalismo revolucionario y el marxismo herético, participando en la «solución corporativa» como tecnificación de la política ante la crisis del sistema demoliberal italiano, y ante la crisis material y moral derivada de la «humillación» de la primera posguerra mundial. Andrea Ruini recuperó años antes las preocupaciones corporativas del sector «gremialista» del sindicalismo socialista; éste, encabezado por Rinaldo Rigola [1868-1954], fundador de la Confederaziotie Generale del Lavoro (1908), defendía una doble representación legislativa: un Parlamento político y una Asamblea corporativa (económica, sindical, profesional); en la misma línea se manifestaba su órgano de prensa Bataglie Sindicale (1919), que proclamaba en sus editoriales o una asamblea Constituyente del Trabajo o un Consejo Superior del Trabajo con funciones legislativas.

Asimismo, entre 1921 y 1922, surgieron propuestas corporativistas de otros sectores políticos socialistas italianos, como las del líder sindical de correos, telégrafos y teléfonos Odón Por, o del mismo F. Turati, fundador del Partido Socialista Italiano, quien apostaba por convertir al Consejo Superior del Trabajo en un auténtico Parlamento del Trabajo. Mientras, desde el socialismo político, Filippo Turati, Antonio Gramsci y Henri de Man (con su corporativismo «societario») irán más lejos al hablar de una fase transitoria de «estado corporativo» capaz de sustituir el Estado liberal y la Economía capitalista. El corporativismo italiano respondió al intento de erigir una nueva y original «economía política», alternativa y mediadora ante el Socialismo y el Liberal ismo.

Sobre este bagaje ideológico, el punto de partida para la institucionalización estatal del corporativismo organicista se sitúa, usualmente, en un hecho simbólicamente relevante: el militar y literato Gabriele d’Annunzio y el sindicalista A. de Ambris plantearon el 27 de agosto de 1920 un «Estado libre de Fiume», curiosa utopía de restauración gremial-medieval, proyectada tras la invasión de la región yugoslava de Fiume, y sancionada en la autotitulada «Regencia Italiana»; esta regencia proclamaba en la «Carta de Carnaro» lo siguiente: «ampliamente y por arriba de cualquier otro el derecho de los productores; anula y reduce la excesiva centralidad de los poderes constituidos; divide las fuerzas y los cargos, de manera tal que por el juego armónico de las diversidades se vigorice y enriquezca cada vez más la vida común».

Estas tradiciones estuvieron presentes durante la primera fase de construcción del régimen fascista [1922-1925]. Un sistema autoritario y semipluralista integró a los sectores radicales de izquierda (comunistas), derecha (annuzistas) y a los militares de carrera (mediante el MVSN), y comenzó a controlar de manera total los resortes institucionales (1924). El fascismo no invento el corporativismo, sino que fue un modo específico, con distintas versiones, de entender la ideología corporativa; pero pese a ser elevada a doctrina económica oficial del Estado fascista, apenas tuvo alcance político. El primer pilar del «ordinamento corporativo fascista» se dio en el Congresso sindacale di Bologna (enero de 1922), donde las organizaciones sindicales fascistas adoptaron un organismo común, reagrupándose en cinco grandes corporaciones por sectores productivos. El nuevo organismo se llamó Confederazione genérale dei sindacati nazionali, dirigida por Edmondo Rossoni. Tras un crecimiento cuantitativo notable, estas corporaciones fascistas se enfrentaron mediante las «squadre d’azione» contra el sindicalismo católico y socialista. Pese a la aparente unidad interna, Rossoni encabezaba la corriente defensora de un «sindacato único e obbligatorio” independiente (con funciones más de formación obrera que de defensa de derechos clasistas); de otro, los políticos fascistas, temiendo una excesiva expansión del sindicalismo unitario, lo limitaron a «organo sussidiario dello Stato». Esta última corriente consiguió imponer sus tesis al organismo consultivo conocido como la Commissione dei Diciotto (o «dei Soloni«), presidida por Giovanni Gentile y con tres economistas políticos en su nómina: Arias, Gini e Lanzillo.

La segunda fase de este proceso [1925-1929] alumbró la definición doctrinal del «Estado corporativo». En este periodo, el corporativismo jugó un papel decisivo en la delimitación de la táctica y de la teoría del régimen, fundamentando desde 1925 un organismo que preparase «la nuova legislazione dello Stato fascista». Se promocionó la idea de un nuevo instituto de derecho público que coordinase y limitase la acción de los sindicatos del trabajo, formalmente libres de organizarse como asociaciones de hecho pero no de derecho (reconocimiento jurídico reservado al sindicato fascista). En este proceso, la «sinistra sindacalista» de Rossini persistió en su ideal de un «capitalismo di Stato socialmente avanzato», intentado que el Gran Consiglio del Fascismo reconociese la «l’istituzione del sindacato unico e il riconoscimento alle corporazioni di alcune funzioni normative» (en materias de disciplina laboral y coordinación de la producción). Pero en octubre de 1925, el acuerdo del «patto di Palazzo Vidoni» abolía las comisiones internas de fábrica, y hacía que la Confederazione generale dell’industria reconociera al sindicato fascista como legítima contraparte socioprofesional en la elaboración de los convenios colectivos del trabajo (desarrollado en abril de 1926 con una ley sobre «contratti collettivi»). En julio de se creó finalmente Ministero delle Corporazioni, aunque solo empezó a funcionar en 1929 de la mano de G. Bottai. Al mismo tiempo, y por la misma ley, se creó el Consiglio nazionale delle corporazioni, inicialmente concebido como órgano consultivo del ministerio. El ordinamento corporativo fue completado administrativamente cuando, en 1939, se produjo la transformación del Consiglio nazionale en una Camera dei fasci e delle corporazioni, sustituía definitiva de la vieja Camera dei deputati.

Este modelo corporativo fascista nacía como exigencia de las clases dirigentes de encauzar de manera controlada y eficaz, a través del ecuadramiento corporativo del trabajo organizado, la transición de un modelo económico eminentemente agrícola a otro de acelerada industrialización. Las leyes laborales sancionadas en 1926 y 1927 insistían en la responsabilidad del Estado en el control de las organizaciones sindicales. La Corporazione aparecía como un elemento funcional de unificación político-social, subordinada totalmente a la autoridad del Estado, como defendía Farinacci, y reflejo de la movilización nacionalista. Así lo concibió Alfredo Rocco, quién la dibujó sometida a las exigencias generales de desarrollo económico, y que así prevaleció sobre las creaciones puristas o «integrales» de Spirito. La corporación se sometía al Estado, como creación y como organismo. Para Farinecci «el corporativismo no puede prevalecer sobre las funciones del Estado», ya que «el Estado crea la corporación, llama a los sujetos que allí trabajan y producen en un determinado ramo de la producción, los hace discutir, los organiza, los disciplina y los orienta». Por ello, para el mismo Mussolini, el sindicalismo no era un fin en sí mismo, ya que o bien derivaba en el socialismo político o en la corporación nacionalista; esta última era el lugar donde se realizaba el fin de colaboración de todas las fuerzas productivas de la nación.

La Ley de 3 de abril de 1926 mostraba a Patrick de Laubier como las corporaciones fascistas fueron simples órganos burocráticos del Estado para regular y centralizar la actividad económica, y someter al movimiento sindical; esta fue la función «intermédiairie des organisations corporatives». El corporativismo fascista resultó ser un simple mito para Laubier; un»myhte» terminológico inspirado en doctrinas católicas tradicionalistas del siglo XIX adaptado al ideario revolucionario sorealiano, a los principios estatistas y a la técnica dictatorial. «Ce mythe c’etait le Corporatisme» apuntaba De Laubier; se llegó a convertir en la «panacea universal» para hacer desaparecer obligatoriamente los antagonismos de clases y las divergencias entre las categorías productivas». Así, el Decreto-ley de 24 de enero de 1924 establecía una distinción entre los sindicatos de «hecho» y los «legales”, solo estos últimos capaces de representar jurídicamente los intereses salariales de los trabajadores. Asimismo, la ley de abril de 1926 reservaba a los sindicatos fascistas el monopolio legal de la asociación y representación obrera profesional; y en 1927 fueron eliminados los sindicatos no fascistas dentro de las Corporaciones, contempladas por la Carta del Trabajo como «la organización unitaria de las fuerzas de la producción y el representante integral de sus intereses». En febrero de 1934 se instauró oficialmente el sistema corporativo, iniciando la burocratización de un sindicato fascista que llegaría a cinco millones de afiliados en 1936.

Sergio Panunzio, como Spirito desde 1932, denunció esta realidad burocrática: «la parálisis revolucionaria del Estado corporativo» tanto en su constitución antiliberal, como en su actuación nacionalsindicalista. Mussolini había proclamado en 1933 que tras la primera fase de cierto liberalismo económico, el Estado fascista emprendería la fase final de implantación del corporativismo como «total regulación orgánica y totalitaria de la producción, con vistas a la ampliación de la riqueza, el poder político y el bienestar del pueblo italiano»; esta «solución» llegaría incluso a ser modelo para la URSS. Pero la «economía mixta» volvió a triunfar, y a someter a la Corporación como mecanismo de unión entre sindicatos y patronales, como regulaba la Ley de 5 de febrero de 1934; esta ley la definía simplemente como «emanación de Estado» legitimada por decreto gubernamental. Así se encontrarían presididas por un ministro, un subsecretario estatal o el secretario del Partido nacional fascista; sus miembros serían designados por las asociaciones coaligadas y aprobadas por el Jefe de gobierno; su función normativa se centraría en la regulación colectiva de las relaciones económicas; se coordinaban a través del Consejo Nacional de Corporaciones; y dependerían jerárquicamente de la consultiva Cámara de los Fascios y de las Corporaciones, creada el 19 de enero de 1939, como sustitución de la antigua Cámara de Diputados de la monarquía liberal.

Spirito compartió con el movimiento fascista la primera crítica al materialismo marxista, el desarrollismo industrializador, la fusión entre Estado y sociedad propugnada, y la ideología revolucionaria. Mussolini había definido a la «revolución fascista» como la «nueva era de desarrollo» de las naciones proletarias subdesarrolladas, como la italiana; pero Spirito, citando en todo momento la Carta del Lavoro, asumía el postulado industrializador, la necesidad de la colaboración jerárquica y autoritaria entre todos los elementos productores y el diagnóstico internacional del Duce, pero no lo limitaba a las fronteras italianas. El Estado no podía ser un simple intermediario entre las «asociaciones profesionales de dadores de trabajo» y los sindicatos de los trabajadores como defendía la patronal Confindustria; esta última exigió al Estado que impidiese la existencia de otras asociaciones patronales que pudiesen competir con ella, pero condenaba el sindicalismo no fascista, dejado al margen de la ley[5].

El «productivismo» de la economía nacional propuesto resalta esta limitación: fue definido en términos eclécticos entre corporativismo y capitalismo, tal como proclamaba la liberal-conservadora Alianza Económica Parlamentaria en 1922. De la mano de los ministros nacionalistas Rocco (de Justicia) y Federzoni (de Interior), el sistema sindical fascista pasó de una estructura integrada por 13 sindicatos generales de regulación y representación de las principales esferas de la economía nacional (1926) a una estructura de 22 corporaciones de representación orgánica (1934). Todo ello pese a la resistencia de Rossoni, dirigente de los sindicatos obreros fascistas, quién intentó sin éxito mantener viva una organización sindical autónoma. De este intento solo quedó cierta libertad a nivel regional y local, especialmente tras el sbloccamento (desbloqueo) de dichos sindicatos a nivel nacional, y la existencia de una gran patronal como Confindustria al lado de las instituciones corporativas de representación nominal. Este sistema se vio completado por la elaboración de un Diritto sindical y corporativo (en el que participaron, entre otros C. Sforza, V. Feroci, N. Jaeger, M. Fierro) que no contemplaba la corporativización integral y comunista de U. Spirito. Su tesis de autonomía, propiedad y decisión política de las corporaciones, fue rechzada por la línea oficial del «corporativismo subordinado» de C. Costamagna y de los gerarchi del Partido.


[1] Ya hemos tratado un poco este tema en los artículos El Estado de bienestar: ¿Una conquista de la clase obrera? [Nota de El Salariado]

[2] Político del PSOE y profesor de la krausista Institución Libre de Enseñanza. [Nota de El Salariado]

[3] En ella Maier distinguía entre el comunitarismo socialista (guildista, sindical o reformista), recusando el termino corporativo por reaccionario, el orden tecnocratico de Rathenau, o el viejo corporativismo conservador de Spann. Véase Charles S. Maier, La refundación de la Europa burguesa, págs. 26-27. [Nota de Fernández Riquelme]

[4] La Encíclica Rerum Novarum, la primera de carácter social, promulgada por el papa León XIII en 1891, decía: “Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamemte enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. […] Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo. […] En primer lugar, toda la doctrina de la religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones.” [Nota de El Salariado]

[5] Para Tannenubaum, el corporativismo fascista se limitó a un «control verdaderamente absoluto sobre el movimiento obrero», sin capacidad de intervención directa sobre las grandes industrias (Fiat, Pirelli, Banco de Italia). La pretensión del fascismo de haber creado un nuevo sistema de organización económica basado en las corporaciones fascistas, quedó en simple declaración de intenciones. Esta fórmula, que aspiraba a reeditar la armonía sociolaboral de los viejos gremios medievales entre patronos y obreros, fue para este autor un mito destinado a erradicar del lenguaje político las doctrinas basadas en «la lucha de clases». La arquitectura constitucional y los pactos intersectoriales desplegados durante la década de los veinte, pretendían construir una vía intermedia entre el liberalismo y el socialismo, un Estado que controlase a la empresa privada y que implantase la justicia social de manera ordenada y jerárquica; pero Tannenbaum insistía en su carácter propagandístico y controlador de los grupos sindicales, hasta equipararlo con el New Deal de F. E. Roosevelt. Véase E. R. Tannenbaum, La experiencia fascista: sociedad y cultura en Italia, págs. 120-123. [Nota de Fernández Riquelme]