La autonomía en la lucha de clases

Publicamos la traducción al castellano de L’autonomie dans la lutte de classe, escrito por Henri Simon en 2001. Nosotros pensamos, como el autor, que dentro de la dialéctica histórica entre autonomía obrera y represión/integración burguesa, más allá de las formas autónomas de organización, lo que garantiza mínimamente la continuidad en el tiempo de un movimiento proletario independiente es su contenido, su carácter de clase, del que no obstante aquí poco se dice. Aunque ya hemos hablado de ello en El contenido y la perspectiva del movimiento proletario, nos parecía necesario puntualizarlo aquí. A pesar de nuestras divergencias con alguna de las ideas expuestas, pues, ofrecemos este interesante ensayo histórico, redactado por un compañero que cuenta con una larga experiencia de lucha siempre centrada en la clase. [Imagen superior: Revista Teoría y Práctica nº 11, septiembre 1977, pag. 53]

¿Cómo situar eso que se llama autonomía?

Los caminos de la autonomía en la lucha de clases son indescifrables, al menos para aquellos empeñados en buscarla donde no está. Podríamos decir que esta autonomía, tal y como surge de la lucha de clases y no de las ideas preconcebidas de ningún ideólogo, es proteiforme, cambia constantemente de forma, de registro y su grado de ataque, pues tiene que hacer frente, dependiendo de las necesidades del capital, a toda una serie de instituciones, represivas o integradoras, que tratan de impedir o desviar el curso que tiende a seguir ésta de manera natural.

Por supuesto, esta tendencia general a hacer de la explotación del trabajo una cosa distinta de aquello que prescriben (en su propio interés) quienes extraen plusvalía de dicho trabajo, se despliega obligatoriamente en un contexto limitado. En tales circunstancias, esta reacción a la explotación, individual o colectiva (ya se trate de una colección de gestos individuales similares o de una actitud concertada), no puede desplegarse como la maquinaria perfecta que nos gustaría. Hablando claro, el trabajador explotado no se come al jefe ni al patrón todas las mañanas cada vez que entra en la empresa, y las huelgas en principio no persiguen objetivos revolucionarios, sino reformistas. Existe pues una dialéctica a la que no puede escapar ninguna acción, ni individual ni colectiva. Esta dialéctica conforma tanto el modo en el que surge la acción como su forma de desarrollo, dándole unos límites y/o un potencial.

En cierta medida, podríamos comparar la autonomía con el virus de la gripe, que cambia cada año aunque responde a una cepa común, o con la evolución de las especies, donde las barreras de las que acabamos de hablar obligarían a la adaptación y la modificación para poder sobrevivir. La autonomía, en cierto sentido, cuando empieza a manifestarse, es la expresión bruta de la resistencia a la explotación. Surge como correlato intrínseco al capitalismo y seguirá surgiendo mientras éste exista. La cepa común la hallamos en todas las formas pasadas y presentes de autonomía en la lucha de clases, en la defensa, por parte de los propios implicados, de los esclavos explotados por el trabajo asalariado, de sus propios intereses frente a esta explotación que trata de reducirles a objetos. Eso mismo que hace mucho tiempo, en 1861, se expresó con la fórmula: “Sois libres, organizaos. Haceos cargo de vuestros propios asuntos.”[1], o aún con más énfasis en las primeras líneas de los estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1864: “La emancipación de la clase obrera será obra de los obreros mismos”[2].

Nueva tecnología, nueva resistencia

Es evidente que la técnica de producción juega un papel central en esta dialéctica capital-trabajo que modela las manifestaciones de la autonomía. Por una parte, no podemos decir que estas técnicas productivas (no sólo los incesantes perfeccionamientos del maquinismo, sino también los métodos de producción, ligados o no a esos perfeccionamientos) surjan de manera absolutamente independiente a esta dialéctica capital-trabajo. Ni podemos decir que estas técnicas hayan sido concebidas y desarrolladas únicamente para modificar las condiciones de explotación y extraer una plusvalía suplementaria. Se trata efectivamente de un conjunto indisociable, cuya dinámica es la del propio capital, que se ve empujado necesariamente a la valorización mediante la explotación del trabajo y la extracción de plusvalía. Al margen de la propia tecnología, toda inversión que aumente el capital fijo debe verse correspondida de una forma u otra con un aumento de la plusvalía, y por tanto de la explotación del trabajo, que permita recuperar el capital suplementario desembolsado.

Todo trabajador, en esta situación (que se repite constantemente en la dinámica capitalista), debe modificar las formas de resistencia. Y debe hacerlo, no solo para adaptarse a las nuevas técnicas, que vuelven obsoletas las anteriores formas de resistencia, sino también a los nuevos métodos de producción, es decir, a la intensificación del trabajo, pues la introducción de nueva tecnología siempre viene acompañada de una “reorganización” del trabajo. Esto merece desarrollarse más ampliamente con ejemplos concretos. Lo que quienes desprecian a la clase obrera tildan de “freno a la innovación” no es más que una resistencia a la adaptación por la base, que intenta preservar las conquistas sociales ligadas a las viejas técnicas. Suele ser en estos momentos cuando la autonomía de base se muestra más claramente.

En los pasados 30 o 40 años se ha hablado mucho de la autonomía, como si se tratara del nacimiento de un movimiento específico, o una corriente de pensamiento, o como si fuera una reivindicación inscrita en un programa[3]. La autonomía no es un comportamiento a promover, se expresa en actos, no en palabras, y esos actos reflejan lo que parece natural en la explotación: actuar en principio por sí mismo y para sí mismo. Esto requeriría una explicación más larga, pero aquí nos limitaremos a tratar de mostrar brevemente qué es lo que ha cambiado esencialmente, tanto en un pasado lejano (de hecho, desde los primeros tiempos del capitalismo) como durante los pasados 50 años, en lo que respecta a la expresión de la autonomía en la lucha de clases. No es casualidad que estos intentos de teorizar la autonomía de la lucha y convertirla en un modo de actuación predeterminado hayan surgido en un periodo reciente, periodo que en el que se han producido grandes sacudidas tecnológicas y una reestructuración tanto interna, en las empresas, como espacial, en lo que respecta a la división mundial del trabajo. Pero como acabamos de subrayar, no podemos hablar hoy de autonomía sin situarla antes históricamente. Y es que acontecimientos que uno considera destacables en la lucha de clases pueden perder importancia y ejemplaridad si los insertamos en un proceso histórico, donde muestran su carácter relativo como momentos (que se benefician de cierta mediación, como parte de una visión positiva de la historia) de este proceso de la lucha de clases.

Una particular desconfianza hacia grupos y partidos

En este proceso, la autonomía ocupa un lugar central, que los dirigentes capitalistas y sus ayudantes los sociólogos suelen reconocer más fácilmente que los militantes “revolucionarios”. ¿Cómo no desconfiar, pues, de aquellos grupos que reivindican la autonomía, en principio para sí mismos (lo cual no tiene mucho sentido ni tiene nada que ver con la autonomía, y nos recuerda a la identificación de un grupo o partido con la lucha de clases), y luego para el proletariado, para los trabajadores en su conjunto? Aquí es donde surgen las dudas. No podemos evitar pensar en los bolcheviques, que en 1917 reivindicaban “todo el poder a los soviets” para conquistarlos políticamente y someterlos luego a la ley del partido[4]. Esto merecería ser expuesto más ampliamente, aunque a lo largo del texto iremos dando más explicaciones. Tampoco podemos evitar pensar en aquellos que piensan que pueden juzgar los organismos de lucha, o movimientos más amplios que reflejan más o menos abiertamente esta autonomía, fustigándolos y alegando que carecen de perspectiva revolucionaria, que son reformistas y considerándolos como futuros órganos de gestión del capitalismo (lo que revela de paso una desconfianza fundamental hacia la autonomía que recuerda a la vieja máxima leninista que dice que los trabajadores, por sí mismos, no pueden ir más allá de una conciencia “tradeunionista”).

Por supuesto, esta autonomía en la lucha de clases es universal, internacional; pero por razones de espacio en este artículo vamos a limitarnos al Hexágono (Francia continental). No obstante hay que decir que si bien en todas partes hallamos los mismos métodos de explotación, las condiciones históricas, etc., específicas de cada Estado, harán que la autonomía obrera se exprese de manera diferente, y las nuevas formas en las que se desarrolla dialécticamente esta autonomía pueden surgir allí donde menos se espera y con unas características que nadie hubiera previsto: así ocurrió por ejemplo con la aparición histórica de la forma “consejo” en 1905 y 1917, en una Rusia semi-feudal[5].

Una historia sin rastro

Los proletarios nunca se han dedicado particularmente a escribir sobre su propia actividad, ni lo hacen hoy. Esto es evidente, y no solo en lo que respecta a los actos individuales (salvo raras excepciones); lo normal es que no se sepa de ellos (y mal) sino a través de las sanciones disciplinarias y jurídicas o de los trabajos de los sociólogos a sueldo de los patrones, que precisamente tratan de hallar la forma de romper esta resistencia indiscernible; y esto también es cierto en lo que respecta a las acciones colectivas, donde se suele conocer tan poco el comportamiento individual dentro del movimiento como el colectivo: solo son mediatizadas o mostradas aquellas manifestaciones exteriorizadas y visibles a través de los canales del Estado, los sindicatos, partidos y demás grupos.

De ello resulta que, a pesar de que la autonomía en la lucha de clase no se resume en la presencia de unas determinadas organizaciones de combate que reflejen dicha autonomía, nos vemos obligados a constatar que los debates se suelen limitar a precisamente a dichas organizaciones y no a lo que se supone que es verdaderamente la autonomía para los trabajadores: y es que sólo la organización formal deja rastro histórico. Por poner un ejemplo, en las huelgas de Nantes y Saint-Nazaire de 1955, la autonomía de la lucha se expresó en un marco sindical (eso era lo corriente entonces e incluso lo es hoy), pero, dentro de este marco, la determinación, la combatividad, la iniciativa de la base, según las circunstancias, hicieron que la lucha superara ampliamente el carácter y los objetivos que los órganos oficiales de control les habían asignado. Por tanto, salvo en el terreno concreto del enfrentamiento con las “fuerzas del orden” (maderos y sindicatos), no existía ninguna forma precisa en la que se reflejara dicha autonomía. En el movimiento de lucha de noviembre-diciembre de 1955, la autonomía de la lucha se expresó en el imperativo de una democracia de base, en la apertura de una serie de asambleas de base que se impusieron al control sindical, sin que no obstante se pudiera llegar a construir ninguna forma específica que se opusiera con otros medios a ese control que, finalmente, terminó quebrando el movimiento.

La integración de las organizaciones obreras

Como hemos dicho antes, la autonomía de la lucha de clases se remonta a los inicios del capitalismo, al desarrollo intrínseco y vitalmente interdependiente del capital y del trabajo, del capitalismo (de las distintas formas de capitalistas) y del proletariado. No está de más subrayar que una de las primeras leyes que impuso la burguesía triunfante en la Revolución Francesa fue la Ley de Le Chapelier[6] de junio de 1791, que en nombre de la libertad de trabajo prohibía toda coalición o asociación obrera.

Lo que garantizó la autonomía de la clase obrera en las cinco décadas siguientes fue su despliegue espontáneo y clandestino a causa de la dura represión que caía sobre toda resistencia organizada, sus diversos organismos basados esencialmente en la solidaridad obrera, tanto en su expresión cotidiana (sociedades de socorro mutuo, cooperativas, etc.), como en las luchas en los centros de trabajo (asociaciones varias, etc.). Todo este conjunto de organismos se transformarán poco a poco en sindicatos, los cuales también sufrirán la represión y se desarrollarán paralelamente a las organizaciones políticas “obreras”. Hasta el estallido de la primera guerra mundial, se asistirá durante cinco décadas a una lenta integración de estas organizaciones, obreras y políticas, en el aparato político-económico de gestión del capitalismo: se trata de la primera manifestación formal de esta dialéctica entre la autonomía de lucha y los poderes y el dominio de la explotación.

En esta época se asiste a una constante oscilación entre lo posible y la utopía, entre el reformismo y la revolución social. En la medida en que se alejan de la revolución social, las acciones del movimiento obrero se limitan a negociar los aspectos más o menos odiosos de este sistema de explotación y autorizan esta integración de las organizaciones sindicales y políticas –autónomas en sus inicios– en los engranajes del sistema; esta integración tiende a reducir la actividad autónoma de los trabajadores y a reforzar en parte el propio proceso de integración. En esta misma época, el despliegue de tendencias revolucionarias en los sindicatos y en los partidos mostró que, tras esta integración y como respuesta a ella, existían verdaderas corrientes de base, autónomas y de resistencia, aunque no se pueda demostrar este desarrollo con ningún acontecimiento preciso.

Soviets, shop-stewards, motines: unas formas siempre imprevisibles.

En cierta medida, la aparición de una nueva forma de autonomía hasta entonces desconocida (y por eso mismo nunca antes teorizada) confirmaba la persistencia de un movimiento autónomo de lucha. Los soviets rusos de 1905 y 1917 fueron su resurgencia formal, una creación espontánea que ningún teórico, ni político ni sindicalista, ni revolucionario ni reformista, pudo prever o imaginarse. Lo que existía hasta entonces era la forma partido y la forma sindicato, a las que a veces se añadía la etiqueta de “revolucionario” como reacción ante la integración de estos organismos en el sistema, pero aparentemente incapaces de imaginar otra cosa más allá de la “pureza” de las viejas formas organizativas. Surgieron allí donde menos se esperaba, en situaciones que no eran muy distintas a las de un siglo antes, precisamente por una represión brutal y porque ningún contrapoder pudo entrometerse.

Podemos relacionar esta evolución en Rusia con los comités shop-stewards[7] en Gran Bretaña durante la primera guerra mundial o con los motines de 1917 en Francia (que no se limitaron al ejército, sino que vinieron acompañados de un importante y difuso movimiento social que luchaba por reivindicaciones que afectaban a la vida cotidiana de las familias obreras).

Este movimiento se amplificó en la época de entre-guerras de formas diversas. Podrían emparentarse con los soviets los consejos alemanes de 1918, que aunque alcanzaron una forma más elaborada en lo que respecta a la proyección de otra sociedad, permanecieron bajo la influencia de la socialdemocracia (para luego caer totalmente bajo su control), o los consejos italianos (Turín, 1921), aunque estaban muy marcados por la influencia del partido. También podían adoptar la forma de las colectividades en España o del impulso del Frente Popular en la Francia de 1936, aunque en ambos casos estaban bajo la influencia de las viejas organizaciones integrantes, partidos y sindicatos. La desaparición o la integración formal de estas diversas organizaciones podía venir a consecuencia de una represión brutal o de su completa conquista por parte de algunas de las corrientes políticas tradicionales, bolchevique-leninistas, luego estalinistas, socialdemócratas, anarquistas, etc.

Allí donde la integración pudo llevarse a cabo, la conquista y su oficialización no podían completarse sin que los actores, por la razón que fuese (el peso de la influencia ideológica, la situación económica global de la época), adoptaran una actitud favorable a esta evolución; no veían otra salida a su manifestación de autonomía. Allí donde la amenaza para el sistema era mayor, la represión adquirió la forma de regímenes totalitarios: socialdemocracia alemana, fascismo italiano, estalinismo ruso, nazismo alemán y franquismo español, todos estaban de acuerdo en eliminar físicamente a los protagonistas. Donde la amenaza era menor, la democracia se encargó de llevar a cabo una represión más dulce bajo la forma de integración.

En 1955, contra el aparato de la CGT y FO

En Francia, este doble papel, entre 1936 y la posguerra, le correspondió al PCF y su sucursal, la CGT. Sin embargo los poderes no las tenían todas consigo respecto a lo que podría suceder tras los sufrimientos de la guerra, como ocurrió por toda Europa tras la primera guerra mundial[8]. En una especie de parodia de los logros de la autonomía obrera, la legislación promovió el Welfare como expresión de solidaridad obrera, identificando los consejos con los comités de empresa, la cogestión en Alemania, los shop-stewards en Gran Bretaña, etc.

La corriente de la autonomía resurgió no obstante en las diferentes huelgas de 1947, entre ellas la de Renault-Billancourt, una corriente que fue rápidamente recuperada en la confusión que rodeó el inicio de la guerra fría. La aparición de Fuerza Obrera podía concebirse como una escapatoria al dominio totalitario del PC-CGT. Dado este dominio del sindicalismo estalinista por una parte, y pronorteamericano, por otra, algunos consideraron las huelgas de Nantes de 1955 como “el despertar de la clase obrera”, cuando no se trataba sino de la reaparición de la autonomía obrera bajo formas difusas. Podemos relacionar esta corriente autónoma con la existencia durante este periodo de unas formas organizativas efímeras e informales, de base, presentes en una o varias empresas, que no figuran en la historia escrita y que fueron recuperadas por grupúsculos políticos o sindicatos independientes, siempre reivindicando la combatividad obrera. Y así se demuestra (algo que también podemos ver hoy tras 1995) que toda veleidad autónoma en la lucha deriva antes o después en dos formas: represión patronal y/o de los sindicatos dominantes, e integración mediante la recuperación de la “ultraizquierda”, que termina insertando las luchas dentro del proceso legal de contestación.

 

Manifestación obrera en Nantes (1955).

Manifestación obrera en Nantes (1955).

De los partidos comunistas a Thatcher, la misma misión

También podemos ligar con esta corriente autónoma post-segunda guerra mundial las insurrecciones obreras de Alemania oriental de 1953, o de Hungría y Polonia en 1956. Todas se corresponden con el derrumbe del dominio represivo de los partidos comunistas (que se manifestaba de otro modo también en el resto de Europa, sobre todo en Francia) y todas vieron la reaparición de la forma consejo, pronto destruida por una brutal represión. También podemos ligar todo este periodo que finalizará en 1979 con las resistencias “salvajes” del proletariado británico al dominio formal de las trade-unions, que demostró todas las posibilidades que se abrían para una amplia autonomía de base. Esto traerá una crisis política al capital británico y definirá la misión de Thatcher: una represión cuyo objetivo no era, como se afirma a menudo, “doblegar a los sindicatos”, sino impedir el resurgimiento de estos conflictos “salvajes” que empleaban estas estructuras sindicales de base pero se independizaban de los aparatos (como ocurrió en Francia en 1945 durante la posguerra, los sindicatos –sindicato único en el caso británico– habían reforzado su papel integrador y represor mediante disposiciones legales emanadas del Estado).

En Francia, las formas de lucha que revelaban autonomía, como las de 1955 en Nantes y otras posteriores, que tuvieron las consecuencias que ya hemos comentado, culminarán en cierto sentido en 1968 con la generalización de la huelga, algo que las fuerzas de control/represión no se esperaban. Las contestaciones al dominio sindical habían sido hasta entonces muy dispersas, muy dispares como para suponer que eran el reflejo de una persistente corriente de lucha autónoma. Podían, por ejemplo, adoptar la forma del rechazo a las requisiciones en la huelga de mineros de 1963, o de enfrentamientos violentos como los de Caen en 1967, o de la exigencia de democracia directa como en la Rhodiaceta de Besançon ese mismo año. Tras los acontecimientos de mayo, algunos consideraron que el periodo precedente aportó signos premonitorios del posterior desarrollo generalizado de la autonomía, aunque en 1967 sólo aquellos que siempre pronostican la revolución para pasado mañana pensaban así.

Integración y represión: división del trabajo

Los sindicatos lograron contener la gran ola de 1968, ahorrando así al Estado una intervención más violenta y en cierto modo repartiéndose el trabajo de control/represión/integración. El papel de represor le correspondía a la CGT, y el de integrador a la CFDT (Confederación Francesa Democrática del Trabajo). Pero este impulso autónomo fue tan serio para el sistema capitalista que le obligó a desarrollar aún más, tras la ola, las formas clásicas de integración/represión. Esto sucedió a varios niveles. La integración de la corriente autónoma (al menos donde los militantes eran más activos) se llevó a cabo en varios planos:

  • Político: las organizaciones “revolucionarias” que se crearon o se desarrollaron tras 1968, maoístas, trotskistas y demás CCistas, lograron arrastrar durante años a aquellos que “confiaron” en las vías estériles de un hiperactivismo basado en la creencia de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Todos, en las décadas posteriores, abandonarán llevándose consigo todas esas desilusiones y desazón. Pero el objetivo era ese.
  • Sindical: con un sindicato en ascenso haciendo la competencia a una CGT monolítica, firme en su solidez represiva, fingiendo además ser el portador del “espíritu de 1968” y jugando ambiguamente con la autogestión[9].
  • Ideológico: Mediante el desarrollo estatal, patronal y sindical de la idea de la autogestión, en cierto sentido como continuación de lo ya esbozado en 1945 con los comités de empresa. Y también con los intentos de desarrollar esta co-gestión del sistema capitalista en algunas instituciones marginales, como en las relacionadas con la enseñanza. Además de otros intentos, más o menos abortados, de reorganizar el trabajo en cadena (como el trabajo con equipos “autogestionados”), con la esperanza rápidamente frustrada de que así se superaría la “barrera de la productividad”.

Sin embargo, hay que decir que esta ola “rosa” iba acompañada de otra ola “negra”, de la que los comentaristas post-68 hablaron poco: la represión que en los cinco años siguientes barrió de las empresas a los militantes más activos, no solamente en 1968, sino también luego, cuando junto a otros muchos trabajadores aprovecharon la correlación de fuerzas creada por la huelga generalizada para modificar las condiciones de trabajo. No es fácil conocer las cifras de despidos de quienes se vieron empujados a un primer plano de la escena de la lucha autónoma, pero algunas estadísticas nos permiten decir que fueron legión. No había mucha elección: o te quedabas fuera o entrabas en el “sistema protector” de integración.

La democracia de base se impone

Sin embargo, 1968 marcó una ruptura con ciertas formas de dominio de la autonomía, a pesar del aparente éxito de estas labores de integración/represión. La autonomía resurgirá bajo diversas formas, efímeras pero recurrentes (hablamos del caso de Francia)[10]. Y aunque a veces coexistan, podemos distinguirlas:

  • En todos los conflictos importantes y significativos (es decir, al margen de las sempiternas jornadas de acción sindical, que aunque están pensadas como cortafuegos a veces “degeneran” y, como en noviembre-diciembre de 1955, pueden llegar a hacer que se desencadene la autonomía), se impone la democracia de base. Prácticamente ninguna huelga termina sin el voto de la asamblea general. Estamos lejos de las huelgas sindicales automáticas de los años 50. Por supuesto, este sistema no se libra de posibles manipulaciones, pues los sindicatos, confiados en su estatuto legal, imponen su presencia en las negociaciones y a menudo vuelven varias veces a la carga con propuestas casi sin modificaciones, al mismo tiempo que se esfuerzan todo lo posible en romper el “eslabón más débil” de la huelga. Podemos considerar la generalización de esta práctica “democrática” y su corolario como una de las conquistas de 1968, que las fuerzas represivas/integradoras no han podido echar abajo.
  • Las huelgas de 1995 revelaron otra forma de democratización de la luchas, otra manifestación de autonomía, aunque parezca muy “imperfecta”. En 1968 los comités de huelga no fueron sino comités inter-sindicales, ampliados por la presión de la base a los no sindicados, y se prohibió todo contacto con el exterior[11], en 1995 las asambleas generales eran soberanas y estaban abiertas a todo el público. Por supuesto, los sindicatos, que se veían obligados a proclamar su respeto por esta democracia de base, mantenían el control de las negociaciones y de las manifestaciones y podían manipular a su gusto entre bambalinas (como se pudo ver los últimos días del conflicto). Pero al menos estábamos lejos de los diversos comités de acción de mayo de 68, que se dedicaban a armar alboroto fuera de las empresas pero servían de poco.
  • La aparición de formas organizativas extra-sindicales, globales y de base: las coordinadoras. Sin duda su existencia fue efímera (aunque han vuelto a aparecer recientemente en el conflicto de las matronas). Fueron barridas por los sindicatos tradicionales, el poder del Estado (que simplemente se negaba a discutir más que con los “representantes legales”) y por el surgimiento de sindicatos “de oposición” (un fenómeno recurrente en periodos de “disidencia” sindical, véase el papel de la CFDT en mayo del 68, por ejemplo). Estos sindicatos “autónomos” (ya se trate de sindicatos corporativos o “revolucionarios”) se levantan sobre las ruinas de estas coordinadoras, abriendo en cierto sentido la vía para su integración, y también como medio de prevención contra su posible reaparición en los conflictos posteriores, pues se convierten en sus “portavoces”, es decir, son los cuadros encargados de desviar las tendencias autónomas hacia un marco legal.

Este es el balance que se puede hacer hoy de la autonomía en la lucha de clases. Aunque este ensayo quede incompleto, pues debería ampliarse al resto de países del mundo, las tendencias que hemos revelado en esta incesante relación dialéctica entre lucha autónoma y fuerzas de control de las condiciones de explotación del trabajo se volverán a hallar allí donde el capital establezca su dominio en un cierto grado.

Nuevas necesidades de la explotación

También habría que relacionar estos desarrollos con las propias tendencias que pueden surgir en un plano social más global, pues lo cierto es que lo que ocurre en las relaciones de producción afecta al conjunto de las relaciones sociales. Tal es así que, como podemos ver en Francia con las 35 horas y con la precarización que existe en los capitalismos más desarrollados (en cierta medida, un retorno a la situación original de desarrollo del capitalismo), precariedad que también constituye la norma en lo que hoy se llama púdicamente “países en vías de desarrollo”, la vida cotidiana tal y como existía, con una cierta rutina dictada por los métodos de producción, se ha visto sacudida por las nuevas necesidades de la explotación. La aparición de nuevas formas de reformismo, a primera vista radicales, es la respuesta a estas tendencias autónomas que se reflejan en la vida cotidiana. Estas formas de contestación, más políticas que sindicales, se corresponden con lo que hemos podido constatar en el terreno de la producción. Pero reflejan más bien una reacción de inadaptación contra las perturbaciones que causan en la vida de todos las rápidas transformaciones del proceso productivo, de las estructuras de este sistema que asegura la reproducción de la fuerza de trabajo.

Al igual que en el pasado, nadie puede decir qué sucederá en ese encadenamiento dialéctico de autonomía y luego represión/integración, sobre todo teniendo en cuenta que hoy vemos un poco en todas partes cómo se multiplican las acciones de base, que si bien son parcelarias y limitadas, pueden ser una respuesta frente al control recurrente de las luchas que superan este marco básico. Y también teniendo en cuenta el fenómeno global de rechazo a la política en el sentido democrático tradicional, que se corresponde con esta evolución del proceso de producción.

De todas formas, por más que las formas autónomas parezcan hoy más claras y en progreso, mientras no pongan en cuestión la base misma del sistema capitalista, la explotación del trabajo en toda su generalidad, geográfica y social, este sistema ira segregando formas represivas o integradoras, en ese propio encadenamiento dialéctico, como demuestra toda la experiencia pasada de lucha.

Una dinámica sin fin

Fijándonos sólo en los países capitalistas más desarrollados, se podría pensar que el curso que sigue esta productividad, acosada por la bajada de la tasa de ganancia, obliga al capitalismo a modificar constantemente las formas de dominio del trabajo, de manera que aquel acabará por minar las propias bases de este dominio.

Pero esta perspectiva de una progresiva transformación intrínseca del sistema hacia una especie de implosión se contradice con las actuales posibilidades del capitalismo, tanto en lo que respecta a la extensión geográfica del campo de explotación del trabajo como a su capacidad para imponer en los países llamados desarrollados un “liberalismo” que les permita adaptarse a los imperativos de la productividad.

La actual dinámica capitalista engloba tanto los mecanismos económicos necesarios para mantener la tasa de ganancia mediante una masa creciente de capital, como los mecanismos de adaptación de las estructuras de explotación del trabajo al imperativo capitalista. La dialéctica entre la autonomía y las fuerzas de encuadramiento del trabajo es un elemento más de esta dinámica. Si bien se puede llegar a entender este mecanismo, no es fácil determinar sus perspectivas, aunque podemos asegurar que la lucha, sus tendencias autónomas y su control temporal seguirán existiendo mientras este sistema sobreviva.

Henri Simon, mayo 2001.


[1] Carta abierta de Tolain, obrero cincelador, al periódico L’Opinion nationale, el 17 de octubre de 1861, en respuesta a la propuesta de Napoleón III de enviar a la Exposición de Londres una delegación obrera encargada de defender la economía francesa en el extranjero. Fue en los inicios de los que se conoce como “Imperio liberal”, y un primer intento de integración del movimiento obrero en los engranajes del sistema.

[2] Estatutos de la AIT, 1864, redactados por Marx. La AIT se fundó tras un encuentro entre delegados obreros de Francia y sindicalistas ingleses. Marx fue admitido como representante de los obreros alemanes y a él le encargaron la redacción de los Estatutos.

[3] Entre las tendencias autonomistas, cabe destacar la de los teóricos italianos Bologna y Tronti, que pasó a Gran Bretaña (Red Notes) y a los Estados Unidos (Zero Work y Midnight Notes).

[4] Ver The Bolsheviks and Worker’s Control, del grupo inglés Solidarity.

[5] Antes de 1905 no hay rastro de la forma “consejo”, aunque existieron varias formas asociativas o comunitarias. El hecho es que esta forma, que ningún teórico había previsto ni imaginado, se retomó a mayor escala en 1917, no sólo por los obreros sino también por otras categorías sociales, como los soldados. Ha reaparecido posteriormente con regularidad en todos los conflictos que afirman su radicalidad enfrentándose a todas las estructuras del sistema.

[6] La Ley de Le Chapelier, aprobada por la Asamblea Constituyente el 14 de junio de 1791, pretendía desmantelar las estrictas reglas que afectaban a las corporaciones del antiguo régimen, para permitir el desarrollo del capitalismo sin trabas. Con el pretexto de “garantizar la libertad de trabajo” se daba a los patrones total libertad de explotar a sus trabajadores, limitando hasta tal punto el derecho de asociación que todo acuerdo para defender los derechos más elementales podía considerarse «delito de coalición». Se completó con otra ley el 22 de Germinal del año XI, que preveía penas colectivas de uno a tres meses de prisión y de uno a cinco años para los cabecillas.

[7] Su inicio se sitúa en Escocia antes de 1914, en torno al Clyde Workers Comitee, luego National Shop-Stewards y más tarde Workers Comitee Movement, siempre independiente de la organización sindical oficial. Durante la guerra se desarrollaron importantes huelgas, con la represión que se podría esperar. Luego, estos comités se fueron integrando en el sistema, aunque no desaparecieron del todo hasta la época de Thatcher.

[8] Los Aliados prefirieron prolongar la guerra un año para consolidar políticamente sus conquistas en Europa occidental y evitar así las explosiones sociales que se produjeron tras la primera guerra mundial. Recibieron la diligente ayuda de los partidos comunistas, que obligaron a los maquis a deponer las armas y participaron en todos los gobiernos de unidad nacional.

[9] En la obra Mai 68: La Brèche, una primera reflexión sobre los acontecimientos que incluía 3 artículos, de Edgar Morin, Claude Lefort y Jean-Marie Coudray (seudónimo de Castoriadis), este último escribía: “Coyunturalmente, hay que invitar a los trabajadores a que se unan a la CFDT, sin hacerse demasiadas ilusiones en el sindicato como tal, pues es menos burocrático, sus bases son más permeables a las ideas del movimiento, pero sobre todo para plantear esta cuestión y esta exigencia: la autogestión no sólo es buena en el exterior, sino también en la sección sindical, en el sindicato, en la federación y en la confederación. ” Esta posición era bastante corriente en la ultra-izquierda y supuso el desembarco de la ideología de la autogestión en la CDFT, de la mano de los militantes del 68.

[10] Los sucesos de Polonia ilustran de manera perfecta la forma en que la autonomía de un movimiento puede ser reprimida y recuperada. La insurrección de 1970-71 fue una revuelta obrera espontánea. Era evidente que este movimiento, medio reprimido, medio triunfante, tendría un segundo capítulo. Esto se vio claramente tras una breve jornada de revuelta el 25 de junio de 1976. Pasando por encima de la correlación de fuerzas creada por las insurrecciones obreras, los reformadores pusieron en marcha con ayuda de la Iglesia y los Estados Unidos una red clandestina de organizadores que, cuando estalló un nuevo conflicto en 1980, salió a la luz y canalizó el movimiento hacia la deseada transición (aunque no sin dificultades), primero alrededor del comité MKS de Gdansk, y luego del nuevo sindicato Solidaridad. Ver ICO: Capitalisme et lutte de classes en Pologne, 1970-71, Ed. Spartacus; Travailleurs contre Capital, Henri Simon ; Pologne 1980/81, Lutte de classe et crise du capital, Ed. Spartacus.

[11] En 1968, la fábrica Renault de Billancourt, el centro de las miradas del mundo obrero por aquel entonces, se cerró a la participación exterior, bajo el estricto control de la CGT-PCF. Los obreros sólo podían entrar a la fábrica tras mostrar una carta especial, y a todo el que se quejaba le podían quitar este permiso, prohibiéndole la entrada a la fábrica en huelga. Los estudiantes de la Sorbona que acudieron a hablar con los obreros tuvieron que quedarse en las puertas y hablar con los obreros a través del muro. Este dominio de la CGT no impidió que sus negociadores tuvieran que volver varias veces a la asamblea general de trabajadores con nuevas propuestas para tratar de poner fin a la huelga.