Los derechos del Trabajo

Legalidad y evolución económica del capitalismo [1]

La cuestión de la legalidad de los sindicatos y del derecho de huelga va ligada por definición a la del Estado burgués. Constituye la premisa del grave problema actual que consiste en la integración de los sindicatos en el seno de las instituciones estata­les capitalistas. Visto desde el lado opuesto, plantea el problema fundamental para el marxismo de la autonomía de las organizaciones económicas y políticas del prole­tariado y la emancipación de la clase obrera por sí misma.

Durante el primer período de su dominación, todo resultaba claro y sencillo: la burguesía prohi­bió sistemáticamente los sindicatos, como Marx y Engels muestran en los textos que siguen, en Inglaterra, Alemania y Francia. En los inicios del capitalismo, al no disponer la clase obrera de la más mínima reserva, no sospechaba siquiera que pudiese existir un Estado capitalista en donde estas condiciones resultasen sensiblemente mejora­das. En los momentos de crisis aguda no podía, pues, refrenarla ninguna ilusión sobre un próximo por­venir mejor, de manera que la lucha económica desembocaba de modo natural en el terreno político, en la calle, y en las barricadas contra los bastiones del Estado burgués. Para burguesía, que no disponía a aún de una acumulación tan considerable de instalaciones productivas y de máquinas para aumentar la intensidad del trabajo, y por tanto la productividad, el único medio seguro y probado de arrancar la plusvalía era alargar tanto como fuera posible la jornada de trabajo. Bajo estas condiciones, llegada la hora de la periódica crisis de superproducción, la burguesía tenía que reducir la horas de trabajo hasta que se hubiese producido el desatasco en el mercado; o dicho de otra forma, echaba a la calle a sus obreros, que no tenían más recurso que acudir a la fuerza y a la lucha frontal con­tra el régimen burgués. Esta penuria relativa de reserva en manos de la burguesía explica también que desde su nacimiento se haya lanzado a la conquista de un imperio colonial cuyas riquezas debían servirle de amortiguador y de válvula de escape y permitirle un cierto margen de maniobra en la lu­cha de clases del interior.

Finalmente, sólo en el curso de la fase idílica del capitalismo aparecerán las ilusiones reformistas, primero en una delgada capa de obreros. La capaci­dad de producción capitalista era a la sazón lo bas­tante grande para mejorar en algo la suerte de la clase obrera, «para compartir las migajas del festín burgués». Se puede producir un desarrollo político y social relativamente sose­gado en los países industrializados y mientras el capital descarga su ira desatada en las colonias.

En la época de Marx, esta fase idílica estaba más pronunciada en Inglaterra que en el continente, en donde el capitalismo se hallaba menos desarrollado y se había extendido algo más tarde. El capitalismo, sin embargo, no cambió de carácter, pues es incapaz de mejorar de modo duradero el nivel medio de la clase obrera en su conjunto. Las crisis y las guerras, más devastadoras y prolongadas que nunca, provocarían la recaída periódica de las masas en una miseria atroz. En cualquier caso la burguesía logró mantener a una fracción de la clase como a una aristocracia privilegiada con respecto a la masa de los trabajadores. Sin embargo, esta aristocracia se beneficia de una posición dominante, ya que ella era la más formada políticamente, la mejor organizada, la que está dotada de una mayor capacidad de movimiento, en pocas palabra, la que tenía más influencia dentro de su clase. De ahí la importancia de la lucha que entablaron Marx y Engels contra estos traidores y desertores. En realidad, en los momentos de crisis aguda, la aristocracia obrera logró hacerse con la dirección del conjunto de la clase obrera y decidir la suerte del movimiento obrero de los decenios siguientes.

Incluso cuando pretende ser apolítico, el reformismo es siempre y simultáneamente económico, político y social. En el simple plano económico, nunca realizó verdaderamente una mejora general y duradera para la clase trabajadora en su conjunto. Desde el principio, defendió los intereses jerarquizados y la categoría profesional. El reformismo se encuentra en realidad ante un doble obstáculo, que ha provocado su fracaso histórico: por una parte, la tendencia general de la economía capitalista consiste en rebajar y no aumentar el nivel medio de los salarios; por otra, están los movimientos de masa que desbordan las reivindicaciones limitadas del reformismo y se lanzan por la vía revolucionaria.

Marx y Engels, que deseaban verdaderamente una mejora progresiva y general de las condiciones de vida de los trabajadores, lógicamente proponían al movimiento obrero que se dirigieran por la vía revolucionaria y la lucha por la supresión del salariado, ya que el capitalismo es incapaz de asegurar de modo duradero esta mejora. ¿Qué hace con ella el sistema burgués cuando llega la superproducción, cuando precísamente el capitalismo entra en crisis o apela a una guerra devastadora? El reformismo de Marx y Engels pasa inevitablemente, pues, por la revolución anticapitalista, aunque en este caso no se trata ya de reformismo sino de comunismo revolucionario.

Derecho de huelga y Estado

El derecho burgués afirma en principio que el derecho de huelga hay que ejercerlo dentro del marco de las leyes en general, simplemente porque está garan­tizado por la constitución. El famoso preaviso de huelga no hace más que recordar este hecho dando un paso más, si bien de consideración, pues interviene directamente en la acción y las reivindicaciones obreras.

A primera vista, el derecho se manifiesta simple­mente en leyes o prescripciones que ordenan hacer o dejar de hacer algo, derechos activos o pasivos, válidos para todos. Pero el conjunto de estos dere­chos forma precisamente la legislación de un Estado que es burgués y al que no basta con colgarle la eti­queta democrática para que pierda su carácter de clase y deje de defender en definitiva a la burguesía. En realidad, las leyes no sólo tienen como fin defender el Estado burgués y sus intereses anti-obreros, sino también justificar las medidas legales.

¿Quiere decir esto que el derecho de huelga defiende la propiedad privada, la clase y los intereses burgueses? Eso está absolutamente claro hoy día, cuando lo que se toma en consideración en esta fórmula es el derecho y no la huelga. Por beneficioso que pueda parecer, sirve para defender y proteger la propiedad privada, en cuanto que está hecho con vistas a englobar dentro del orden burgués a capas cada vez más amplias.

Lo que más grave de esta forma de plantear la cuestión es admitir que la huelga quede de sometida a unas normas emanadas del Estado burgués y no de la clase proletaria. En efecto, ¿por qué la Constitución no prescribe también unas normas conforme a las que tendría que desenvolverse la revolución? En los textos que siguen, Engels expresa el principio de que «El inglés no es libre gracias a la ley, sino a pesar de la ley», «la lucha de los pobres contra los ricos no puede pues entablarse hasta sus últimas consecuencias desde el terreno de la democracia o de la política en general». Al final de su vida, presionado por la dirección de la socialdemocracia alemana para que apoyara la legalidad burguesa (que el Estado burgués quería violar para sor­prender a los socialistas), Engels se resistió con todas sus fuerzas: «A pesar de todo no puedo admi­tir que tengan ustedes la intención de prescribir, deseándolo en cuerpo y alma, la legalidad absoluta, la legalidad bajo cualquier circunstancia, la legalidad misma frente a quienes menoscaban la legalidad, en suma, la política que consiste en ofrecer la mejilla izquierda a quien os ha golpeado la derecha.» También recordó Engels la concepción tradi­cional del marxista, para quien las leyes no comprometen para nada a los obreros, antes bien representan un estado de fuerzas al que se tiene o no posibilidad de oponerse, empleándolo como tregua o en calidad de maniobra: «¡legalidad tanto tiempo como nos convenga y no legalidad a cualquier precio, ni siquiera de palabra!»[2].

Marx defendió ciertamente la tesis según la cual había que luchar para arrancar al Estado una ley que limite las horas de trabajo, ley que se imponga tanto a los patronos rebeldes como a los obreros recalcitrantes (los que, por ejemplo, quieren hacer horas extraordinarias). La ventaja de una ley semejante, dice, reside en que, primero, se aplica a todos sin distinción y no exige contrapartida alguna por par­te de los patronos ni, sobre todo, de los obreros. Dicho de otra forma, ningún acuerdo ni convenio liga a unos con otros, como ocurre con los convenios actuales que se firman entre los sindicatos y los patronos. En cambio, los obreros jamás tuvieron que comprometerse a fortiori, moral o formalmente, a respetar el derecho del Estado; y segundo, es un reflejo de la correlación de fuerzas existente. Y es que un parlamento conservador puede verse obligado a votar una ley, que no llegue a vincular al partido obrero con el Estado, lo contrario de lo que ocurre con el parlamentarismo obrero degenerado y sus secuelas de compromisos y argucias. El Estado, que es violencia concentrada, aplicará la ley (según sus intereses de clase), pero las cosas siguen estando claras tanto en uno como en otro caso. Todo depende de una determinada correlación de fuerzas. En cualquier caso, el proletariado nunca enajena su libertad de acción.

El límite que establece si es conveniente o no que el proletariado reivindique una ley que reglamente el trabajo lo determina el principio de que la autonomía de acción del proletariado hay que preservarla a cualquier precio. Éste no debe dejarse atar las manos, ni dar pie a que se pueda suponer que está comprometido con el poder. Un ejemplo bastará para mostrar el valor que Marx y Engels asignaban a esta autonomía del proletariado: «La raíz de todo el mal está precisamente en el hecho de que los capitalistas cotizan, de una u otra forma [para las mutuas de seguro de los trabajadores]. Mientras esto dure, no se les podrá sustraer la dirección de la sociedad y de las mutualidades. Para ser verdaderas sociedades obreras, las mutuas se deben basar, exclusivamente, en las cotizaciones de los obreros. Sólo así podrán transformarse en sindicatos que protejan a los obreros de la arbitrariedad de los patronos individuales.»

A cambio, los obreros deben exigir que la ley reglamente la responsabilidad de los patronos deri­vada de los accidentes de trabajo. La exigencia de esta responsabili­dad legal, de la que el Estado burgués tiende a exo­nerar a los patronos individuales, no compromete en nada la palabra y la acción del proletariado, es una medida de salud pública contra las negligencias, que tan caras resultan desde cualquier punto de vista.

El Estado y su policía nunca prohíben una huelga por simples razones jurídicas: su actitud depen­de siempre, no sólo de lo que les convenga, sino también de las fuerzas de las que disponen y de las que tienen en­frente. Es verdad que una huelga tiene sus reglas, pero éstas no son el reglamento policíal. La huel­ga debe responder a los intereses proletarios y orga­nizar una huelga significa disponer las fuerzas obre­ras en las mejores condiciones para alcanzar no sólo un resultado inmediato, sino también y sobre todo para unificar la clase obrera contra las clases bur­guesas, asestando un golpe a los intereses económi­cos y sociales, y por tanto políticos también, del ca­pitalismo.

El proletariado no puede admitir una limitación contractual, legal, de su acción. Sin embargo, eso es lo que persiguen las normas que implican el dere­cho de huelga. Lo que se denomina hipócritamente “norma” es en realidad una imitación pura y sim­ple del movimiento de huelga y, en su peor forma, la autolimitación de los sindicatos que se pliegan a ella. Con el preaviso de huelga, estos sindicatos no esperan siquiera a que el Estado intervenga, se im­ponen así mismos normas que, en vez de sorpren­der al adversario y tratar de sabotear sus planes, les obligan a advertir con ocho días de adelanto de la eventualidad de una huelga. El patrono tiene enton­ces tiempo de preparar los medios de su defensa, de organizar la delación así como la corrupción entre el elemento obrero, de adoptar medidas con respec­to a los stocks y los clientes, de adoptar todas las medidas necesarias para acondicionar al máximo las instalaciones productivas (que estos mismos sin­dicatos se jactan por lo demás de preservar, mientras los capitalistas cierran cada día fábricas todavía en condiciones de funcionar) y, en fin, de pre­venir a las fuerzas represivas del Estado y de la policía.

En estas condiciones, la huelga no constituye ya un arma de combate, sino una mera abstención de trabajar, una simple protesta civil, una demostra­ción pacífica, un desfile compacto y ordenado, aunque se ataque con ferocidad a las fuerzas del orden burgués, o mejor, del orden del derecho de huelga burgués.

Finalmente, reconocer y respetar este “derecho” equivale a reivindicar la derrota perpetua de la cla­se obrera, su subordinación eterna al Estado capita­lista, su adscripción a los partidos oportunistas y a la dirección capituladora de los bonzos sindicales. Es abandonar la política a la burguesía, y limitar­se, con el éxito que ya sabemos, a las demandas puramente económicas. En resumen, supone, en palabras de Engels, reconocer el carácter eterno del capital y del salariado.


 

[1] Marx y Engels, El sindicalismo. Tomo II: Contenido y significado de las reivindicaciones. Compilación de Roger Dangeville. Ed. LAIA, 1976, pp.273-281

[2] Cf. Carta de Engels a R. Fischer de 8 de marzo de 1869. Traducción francesa en Marx-Engels, La Commune de París, 10/18 1971, pp. 259-262