Propiedad pública y propiedad común

Propiedad pública y propiedad común es un texto escrito por el filósofo marxista Anton Pannekoek atendiendo a unas tareas históricas de la lucha proletaria que, desde luego, se encuentran muy alejadas del contexto actual en el que se desenvuelve el movimiento obrero. Sin embargo, ello no resta un ápice de actualidad e importancia a las conclusiones extraídas por el autor al abordar la dicotomía entre «propiedad pública» y «propiedad común», que tanto más nos interesa cuanto que muchos trabajadores en pugna por no empeorar sus salarios y condiciones de trabajo, vuelven sus cabezas hacia el Estado -considerado en toda su extensión, englobando todos sus organismos y empresas- y el capital público para que se conviertan en garantes efectivos de esas condiciones laborales que la crisis económica capitalista amenaza con convertir en pasto del recuerdo.

En el actual escenario de ralentización económica mundial en el que nos encontramos, por el que los países europeos no terminan de abanadonar las tasas negativas de crecimiento, y los gigantes ruso, chino, brasileño o inidio ven cómo sus índices menguan año tras año; los trabajadores están abocados inexorablemente a condiciones de trabajo cada más deterioradas, en las que la temporalidad y la precariedad en el puesto desempeñado son el contrapunto a un desempleo masivo que el capital es absolutamente capaz de absorber a la velocidad de acumulación a la que opera en la actualidad. El estar empleado ya no garantiza el no ser pobre, y lo cierto es que ningún colectivo laboral se encuentra exento de sacrificarse en los altares de la Tasa de Ganancia y reimpulsar el proceso de acumulación. Ni siquiera los trabajadores que operan en/para las administraciones públicas, tradicionalmente considerados como un subsector de la clase obrera en condiciones levemente mejores que las de cuantos trabajan para el capital privado.

Antes de proseguir, cabe desterrar ese mito respecto a las mejores condiciones de trabajo de cuantos son movilizados por el capital público. En el Estado español, el 40% de los trabajadores de las administraciones públicas son interinos, esto es, su ocupación es temporal (no tienen plaza fija) y el Estado dispone libremente de ellos, obligándoles a cubrir cualquier hueco para el que se les requiera so pena de bloquear su promoción o ser despedidos. A su vez, estos interinos cobran la hora de trabajo muy por debajo de los estándares de los funcionarios y, en la mayoría de los casos, con jornadas a tiempo parcial. Muchos se ven obligados a compatibilizar dos empleos para poder alcanzar un salario suficiente para sobrevivir[1]. Otra buena parte de los trabajadores de las administraciones públicas son simplemente personal laboral, por lo que sus condiciones de trabajo se rigen por todo el cuerpo normativo que tiene en su cúspide el Estatuto de los trabajadores, y que desciende hasta alcanzar los convenios sectoriales y de empresa. Y todo ello, sin considerar a los trabajadores de empresas privadas contratadas por el capital público, bien sea para la prestación de servicios permanentes (el teléfono de asistencia de mujeres maltratadas 016, por ejemplo, lo llevan empresas privadas en las distintas regiones) o para trabajos puntuales. En definitiva, no sólo es que los funcionarios sean una mínima parte del total del personal movilizado por el Estado, sino que todos los demás sufren unas condiciones de trabajo similares a las que tienen los trabajadores de empresas privadas.

Siendo así, resulta ciertamente paradójico ver a millones de trabajadores por todo el mundo movilizándose por «lo público» y en «defensa de lo público», cuando bien sabido es que el capital público no es ajeno a las dinámicas de acumulación del capital y, por lo tanto, sólo garantiza a los trabajadores un deterioro sostenido de sus condiciones análogo al que viven los obreros de las empresas privadas. Pero hay una serie de factores que se han conjugado en los peores años de la crisis económica en Occidente (en especial, en Europa, donde el welfare se encuentra más extendido) y que han espoleado la lucha de los trabajadores de sectores públicos. La privatización de las antaño empresas públicas es un proceso que se lleva viviendo en las principales naciones capitalistas desde hace más de treinta años, tras la crisis económica de los setenta. El capital necesitaba de nuevas vetas de inversión y beneficio ante el agotamiento de muchos sectores económicos clásicos, sobreexplotados y cada vez menos rentables, por lo que convenientes adaptaciones normativas permitieron al capital privado acceder a ámbitos económicos estratégicos que habían sido copados por el capital público. En la mayoría de los casos, el Estado liquidaba también las empresas públicas que concentraban los recursos en tales sectores a precio de saldo[2]. Pero la crisis de deuda de los Estados europeos de 2011 aceleró y profundizó este proceso, no sólo liquidando empresas públicas o permitiendo que empresas privadas prestaran servicios financiadas con capital público, sino también detrayendo la inversión presupuestaria en muchos ámbitos para que los capitales públicos pudieran florecer y afluir[3].

La disminución de recursos públicos, la privatización de empresas o la subrogación de plantillas plantean a los trabajadores, antes que nada, un escenario de despidos y rebajas salariales más grave aún del que hayan podido enfrentar bajo gestión pública[4], frente al que no queda más remedio que movilizarse e iniciar la lucha. Pero la actual correlación de fuerzas entre las clases y la desconexión histórica con las luchas de la clase obrera y las experiencias extraídas dejan a los trabajadores en una situación realmente vulnerable, a expensas de que sindicatos[5] y fuerzas de la izquierda del capital conviertan la movilización en fanfarria interclasista, al vincular las luchas de los trabajadores de un servicio público con los mismos usuarios del susodicho, en lugar de con otros sectores (públicos o privados) en pugna, y completamente carente de métodos, reivindicaciones y formas organizativas clasistas. Un caso realmente dramático es el de las luchas mineras de las cuencas privadas de Aragón, Asturias y León, cuya actividad no puede sobrevivir sin el establecimiento de cupos de consumo de carbón nacional por parte de las empresas termoeléctricas españolas (contaminantes como no hay otras) y sin programas específicos de ayudas públicas para la perviviencia de las explotaciones. Antes de 2013, cada nuevo ERE y cada rebaja salarial, eran atribuidas a la necesidad de un nuevo convenio marco para que el Estado garantice al carbón una cuota de mercado nacional. Y ahora que ese convenio marco lleva operando tres años, el problema estriba en que los acuerdos no se cumplen y el Estado tiene que volver a interceder. Los trabajadores están haciéndole el trabajo a los patrones con sus huelgas y protestas, mientras que aquellos no dejan de despedir y rebajar salarios con la justificación de que es el Estado al que deben rendir cuentas los trabajadores.

Y así, cuantos conflictos en empresas públicas, concesionarias o dependientes del capital público se están dando. De ahí la pertinencia de traer a colación este texto de Pannekoek; cuyas lecciones, además, engloban dos planos distintos pero profundamente interrelacionados:

  1. Una lección en el plano más inmediato de la lucha, en relación a lo que les depara a los trabajadores movilizados por el capital público. «Bajo lo propiedad pública, los obreros no son dueños de su trabajos. Pueden ser mejor tratados y sus salarios más altos que bajo la propiedad privada, pero siguen siendo explotados». Ya hemos visto lo que verdaderamente le depara a los trabajadores su movilización por parte del capital público.
  2. Una advertencia respecto a los cantos de sirena que llegan de cuantos sindicatos y organizaciones políticas de izquierda propugnan la nacionalización de tal o cual sector para encontrar una buena audiencia entre muchos obreros; que en no pocas ocasiones se convierte en una pugna por ver quién dice la barbaridad más grande y da a esta fórmula una cobertura más radical, desde la nacionalización sans phrase hasta la autogestión, pasando por la muy manida «nacionalización bajo control obrero»[6]. A todo ello, Pannekoek no tiene más que decir que un verdadero control obrero supone que «la totalidad de los productores es dueña de los medios de producción, y los moviliza en un sistema bien planificado de producción social». La autogestión de una empresa particular no suprime dentro de sus muros la ley del valor ni la explotación laboral que opera allende estos. Sólo convierte a los trabajadores en capitalistas.

Por tanto, sirva este texto como primer paso hacia una comprensión más extensa y profunda de qué es y como interviene en la economía el Estado y el capital público, y de qué clases de esperanzas podemos albergar los trabajadores en relación con el origen del capital que nos moviliza en el proceso productivo y de la capitalización de la plusvalía enajenada.

Por Proletario para sí.

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PROPIEDAD PÚBLICA Y PROPIEDAD COMÚN

El objetivo reconocido del socialismo es arrebatar los medios de producción de manos de la clase capitalista y entregarlos a los obreros. Este objetivo es, a veces, referido como propiedad pública del aparato productivo; otras veces, como propiedad común del mismo. Pero entre ambas nociones hay, sin embargo, una diferencia remarcable y fundamental.

La propiedad pública es la propiedad, es decir, el derecho de disposición, ejercido por un cuerpo público que representa a la sociedad, por el gobierno, un poder estatal o algún otro cuerpo político. Las personas que forman este cuerpo, los políticos, funcionarios, dirigentes, secretarios, gerentes, son los amos directos del aparato de producción. Ellos dirigen y regulan el proceso de producción; ellos mandan sobre los obreros. La propiedad común es el derecho de disposición de los medios de producción por los obreros mismos; la propia clase obrera –tomada en el sentido más amplio de todos los que comparten el trabajo realmente productivo, incluyendo a los empleados, campesinos, científicos– es la dueña directa del aparato productivo, gestionando, dirigiendo y regulando el proceso de producción, el cual es, de hecho, su trabajo común.

Bajo la propiedad pública los obreros no son dueños de su trabajo. Pueden ser mejor tratados y sus salarios pueden ser más altos que bajo la propiedad privada, pero son todavía explotados. La explotación no significa simplemente que los obreros no reciben el pleno producto de su trabajo, pues una parte considerable siempre debe gastarse en el aparato de producción y para las áreas improductivas aunque necesarias de la sociedad. La explotación consiste en que otros, formando una clase distinta, disponen del producto y de su distribución; que ellos deciden qué parte se asignará a los obreros como salarios, qué parte retienen para ellos y cuál queda para otros propósitos. Bajo la propiedad pública, esta tarea pertenece a la regulación del proceso de producción, que es la función de la burocracia. De tal modo, la burocracia en Rusia, en tanto que  clase dominante, es la dueña de la producción y del producto, mientras que los obreros rusos son una clase explotada.

En los países occidentales conocemos solamente la propiedad pública (en algunas ramas) del Estado capitalista. Aquí podemos citar al bien conocido escritor «socialista» inglés G.D.H. Cole, para quien el socialismo es idéntico con la propiedad pública. El escribía que:

“El conjunto de la gente no serían más capaces que todo el cuerpo de accionistas de una gran empresa moderna en gestionar una industria… Sería necesario bajo el socialismo, como bajo el capitalismo a gran escala, confiar la gestión efectiva de las industrias a expertos asalariados, elegidos por su conocimiento especializado y su habilidad en ramas particulares del trabajo» (p. 674).

“No hay ninguna razón para suponer que la socialización de cualquier industria significaría un gran cambio en su personal directivo” (pág. 676, en: Un esbozo del conocimiento moderno, ed. por el Dr. W. Rose, 1931).

En otras palabras, la estructura del trabajo productivo sigue siendo como en el capitalismo: obreros subordinados a directores que mandan. Claramente, no se le ocurre al autor «socialista» que «el conjunto de la gente» consiste principalmente en trabajadores, que eran bastante capaces, siendo personal productor, de gestionar la industria que se cimenta en su propio trabajo.

Como una corrección a la producción gestionada por el Estado, a veces se reivindica el control obrero. Ahora, solicitar control, supervisión, a un superior, indica la actitud sumisa de objetos de explotación desvalidos. El trabajo productivo, la producción social, es el asunto genuino de la clase obrera. Es el contenido de su vida, su propia actividad. Los trabajadores pueden cuidar de sí mismos si no hay ninguna policía o poder estatal para mantenerles apartados. Tienen las herramientas, las máquinas en sus manos, las usan y las manejan a diario. Ellos no necesitan amos que les manden, ni finanzas para controlar a los amos.

La propiedad pública es el programa de los “amigos” de los obreros que, dada la dura explotación del capitalismo privado, desean sustituirla por una explotación modernizada más apacible. La propiedad común es el programa de la propia clase obrera, luchando por su autoliberación.

No hablamos aquí, por supuesto, de una sociedad socialista o comunista en una fase posterior de desarrollo, cuando la producción será organizada de tal modo que no constituya ya nunca más algún problema, cuando todo el mundo pueda vivir conforme  a sus deseos dada la abundancia de productos, y el concepto de «propiedad» entero haya desaparecido. Hablamos del período en que la clase obrera ha conquistado el poder político y social y está ante la tarea de la organización de la producción y la distribución bajo las condiciones más difíciles. La lucha de clase de los obreros en los días presentes y en el futuro cercano estará fuertemente determinada por sus ideas sobre los objetivos inmediatos –la propiedadpública o la común— a ser realizados en ese período.

Si la clase obrera rechaza la propiedad pública con su servidumbre y explotación, y reivindica la propiedad común con su libertad y autogobierno, no puede hacerlo sin cumplir las condiciones y hacerse cargo de los deberes. La propiedad común de los obreros implica, primero, que la integridad de los productores es la dueña de los medios de producción y los hace funcionar en un sistema bien planificado de producción social. Implica, en segundo lugar que, en todos los talleres, factorías, empresas, el personal regule su propio trabajo colectivo como parte del todo. Así, tienen que crear los órganos por medio de los cuales dirigen su propio trabajo, como plantilla, lo mismo que dirigen la producción social en sentido amplio. Las instituciones del Estado y el gobierno no pueden servir para este propósito, porque son esencialmente órganos de dominación, y concentran los asuntos generales en manos de un grupo de gobernantes. Pero bajo el socialismo los asuntos generales consisten en la producción social; de modo que es la incumbencia de todos, de cada plantilla, de cada obrero, el discutirlos y decidirlos en todo momento por sí mismos. Sus órganos deben consistir en delegados enviados como portadores de su opinión, y estarán continuamente retornando e informando sobre los resultados a los que se llegase en las asambleas de delegados. Por medio de tales delegados, que pueden ser cambiados y revocados en cualquier momento, se puede establecer la conexión de las masas trabajadoras en grupos más pequeños y más amplios y puede asegurarse la organización de la producción.

Tales cuerpos de delegados, para los que se ha utilizado el nombre de consejos obreros, forman lo que podría llamarse la organización política apropiada para la autoemancipación de la clase obrera. No pueden ser inventados de antemano, tienen que formarse mediante la actividad práctica de los obreros mismos cuando los necesiten. Tales delegados no son parlamentarios, ni gobernantes, ni dirigentes, sino mediadores, mensajeros expertos, formando la conexión entre el personal separado de las empresas, combinando sus opiniones separadas en una resolución común. La propiedad común exige dirección común del trabajo tanto como actividad productiva común; sólo puede ser realizada si todos los obreros toman parte en esta autogestión de lo que es la base y el contenido de la vida social; y si van a crear los órganos que unan sus voluntades separadas en una acción común.

Dado que tales consejos obreros van a jugar, sin duda, un papel considerable en la organización futura de las luchas y objetivos de los trabajadores, merecen una atención aguda y estudio por parte de todos los que están por la lucha intransigente y la libertad de la clase obrera.

Anton Pannekoek.


[1] Es muy pertinente traer aquí el caso de los interinos en las universidades. Pese a tener que trabajar simultáneamente para una universidad pública y una universidad privada, suelen ser los más sonados defensores de la «enseñanza pública» y lo «público» (en su sentido más amplio); como si esa misma enseñanza pública sobre la que tanto baladronan no les hubiera condenado al pluriempleo.

[2] Las repercusiones económicas y políticas relativas al papel que juega el Estado capitalista como dinamizador de la inversión y la producción son atendidas con mayor pormenorización en este texto publicado en Kaos en la Red: La corrupción se apellida democracia.

[3] En 2013, el mayor volumen de capitales privados en España afloraró en los sectores que más drásticos recortes presupuestarios habían sufrido, a saber: sanidad y educación.

[4] Ante la privatización de una empresa, hay dos escenarios: o bien los «esfuerzos hechos por los trabajadores» (en lenguaje sindical) vienen primero, y la privatización después; o bien la empresa se vende con la excusa de que no es rentable y, a posteriori, llegan los ataques a la plantilla.

[5] A este tuit publicado por la cuenta oficial del anarcosindicato Solidaridad Obrera lo podríamos titular «el anarcosindicalismo realmente actuante». Y así, el resto. Merece la pena detenerse en la salvedad última que hace la CNT respecto al «nosotros no queremos ni lo público ni lo privado» en este texto. Tampoco parecen comprender mucho que el capital público también es capital, pero los olmos nunca han dado peras. Y nadie, en su sano juicio, esperaría que las diesen.

[6] Los militantes del Partido Obrero y el Partido de los Trabajadores Socialistas, dos organizaciones trotskistas de Argentina haciendo causa parlamentarista común bajo el Frente de Izquierdas, llevan varios años llevando a la práctica esta consigna en empresas en conflicto desde sus cargos sindicales. Un caso paradigmático es el de la empresa gráfica Donnelley, que tomaron tras la espantada de la multinacional norteamericana a causa de los conflictos obreros abiertos. Quisieron continuar con la producción para dejarla calentita por si regresaban los dueños, y como no fuera así, ahora compiten con otras empresas para licitar proyectos con las administraciones públicas.